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Cuadernos del Cendes
versión impresa ISSN 1012-2508
CDC vol.29 no.80 Caracas ago. 2012
La educación en Venezuela:
Jóse Miguel Cortázar
* Texto basado en una ponencia presentada en el simposio «Educación, convivencia e instituciones», organizado en el marco de la celebración de los cincuenta años del Cendes, diciembre de 2011.
** Profesor Titular de la Universidad Central de Venezuela.
Resumen
A partir de la consideración de los principios compilados por Jacques Delors (1994) se establecen cuáles son los cambios paradigmáticos que supone la atención de las demandas educativas en un contexto de desigualdad social. Con ese marco se examinan las bondades y límites de la política pública asumida por el gobierno del presidente Chávez de 1999 al 2011, destacando aquellos asuntos que requieren contar con una visión compartida en aras de consolidar la convivencia ciudadana y darle sostenibilidad al innegable esfuerzo desplegado en el campo educativo para responder a las actuales demandas. El texto concluye con varios señalamientos críticos acerca del deplorable impacto que tiene el predominio de una lógica confrontacional en la mejora de las instituciones escolares, particularmente en el sector universitario.
Palabras clave
Abstract
The paradigmatic changes required to attend educative claims in a context of social ineqcuality are established in this paper, taking into account the principles compiled by Jacques Delors (1994). In this context, the merits and limits of public policies applied by President Chavez from 1999 to 2011 are examined, focusing on issues that ask for a shared perspective in order to have harmonious civic relations and to render sustainable the undeniable effort displayed to answer the claims in the educative field. Several reasoned statements about the regrettable impact of the dominant logic of confrontation on educational institutions, especially on the university sector, close the paper.
Introducción
Existen múltiples indicios que señalan la complejidad y las dificultades que arrastra la educación en el mundo contemporáneo, lo que desencadena un abanico de voces que van desde llamados, afortunadamente cada vez más aislados, en pro de la restauración de tiempos supuestamente idílicos anclados en el concepto de modernidad, a actitudes que rayan en la desesperanza, pues visto el cuadro que vivimos, los sistemas escolares pierden cada vez más capacidades y relevancia como referentes para adaptarse a las incertidumbres y riesgos que afectan a las sociedades en nuestros días.
Se les cuestionan así su carácter burocrático y su alta resistencia al cambio, a pesar, incluso, de que hayan perdido significación como únicos proveedores de conocimiento. Se les critica asimismo su inmutabilidad frente a las transformaciones advertidas en los procesos de información y comunicación, pues el aula mantiene una estabilidad ajena a y divorciada del devenir de la vida, todo lo cual genera a su vez cambios y rupturas no menos relevantes en el rol que desempeñan los maestros como actores del proceso de socialización.
En una oposición equidistante a estos extremos, encontramos postulados que si bien reconocen las limitaciones y las dificultades inherentes al hecho educativo, no por ello concluyen en desmeritar el rol que desempeñan los sistemas escolares. Son herramientas indispensables para la construcción y reconstrucción de valores que, en consonancia con los principios constitucionales, brinden un ambiente propicio para la convivencia y el disfrute pleno del ejercicio de la ciudadanía. Así mismo, son un medio necesario para el fortalecimiento de los talentos y capacidades de las personas, que superando el individualismo más rancio, promuevan condiciones de aprendizaje que estimulen y propicien el respeto a las diferencias, su interrelación con los otros, al tiempo que desarrollen la capacidad de pensamiento autónomo, crítico y fomenten la sensibilidad y la conciencia social del alumnado.
En otras palabras, se concibe a la institución escolar como un medio útil y necesario para la formación de un individuo, hacedor de su futuro en y con los otros, consciente por lo tanto, de sus obligaciones ciudadanas, sociales y ambientales. Todo ello bajo la premisa de que la escuela proporciona y debe estimular ambientes de aprendizaje que brinden pautas para el descubrimiento del valor de los conocimientos, para la apreciación de cuáles son las herramientas más adecuadas y en qué momentos deben aplicarse. Para el análisis de los entornos, para discernir cómo, gracias a la interacción con los pares con los cuales se comparte el aula, la escuela y, en general, la vida, se pueden estimular o fomentar valores que promuevan el ejercicio de la ciudadanía en democracia. Para todo ello se requiere, por supuesto, transformar sus prácticas más tradicionales centradas en la actuación pasiva del educando, aprovechando, entre otros recursos, los beneficios que desencadenan las nuevas tecnologías de información y de comunicación.1
Ahora bien, para el logro, expansión y consolidación de esta perspectiva plural y democrática es por lo demás obvio que el derecho a la educación no sólo se satisface con meras declaraciones retóricas ni articulados legales. Es menester acciones de políticas públicas destinadas a cristalizar el ejercicio de estos derechos, compensando los desequilibrios existentes y estimulando oportunidades que permitan el florecimiento de las capacidades y potencialidades de los ciudadanos que integran a una nación.
Vale decir, se requiere adoptar medidas de equidad social que promuevan las condiciones básicas que hagan posible que la educación amortigüe las múltiples formas de exclusión y de discriminación existente. De ahí la creciente tensión y la perentoria necesidad de romper estos desequilibrios y minimizar los impactos que las inequidades sociales generan sobre el ingreso, la retención y la prosecución de los alumnos que ingresan a ese sistema, independientemente de su condición social, género o composición étnica.
Conviene destacar igualmente que cada vez es más consensual la apreciación de que no hay nada más costoso que la ignorancia, por lo que frente a los retos que supone la eclosión de nuevos conocimientos, y la multiplicidad de fuentes de información que acompaña a la revolución científica y tecnológica que domina al mundo contemporáneo, se hace imperativo apertrechar a los ciudadanos que integran una nación con las capacidades y habilidades necesarias para poder enfrentar los riesgos y retos que supone un escenario cambiante, pleno de incertidumbres, donde los megarrelatos que construyeron ejes de cohesión y de consensos vienen experimentando señales elocuentes de fragmentación ante los embates de un modelo de acumulación que acrecienta las desigualdades entre las naciones y al interior de ellas, debilitando las capacidades de los Estados nacionales para poder responder a las demandas sociales de su población y el mantenimiento de los principios que caracterizaron a la sociedad de bienestar que algunas de ellas disfrutaron. En otras palabras, nos enfrentamos a un escenario complejo, dinámico y cambiante que marca la necesidad de nuevas formas de convivencia y de relación con los otros y con el entorno planetario.
En este contexto distintas voces se unen en pro de nuevas formas de relación que rompan los cepos y las inequidades que limitan y cohíben el derecho de una vida más humana, plena y sostenible, al tiempo que buscan desalentar y combatir, con obvias e inocultables limitaciones por supuesto, la consolidación de nuevos esquemas represivos que constriñan la libertad y limiten el disfrute de los derechos individuales, sociopolíticos, ambientales y de respeto a las diferencias que se consagran en las distintas declaraciones que a lo largo del siglo pasado, y en lo que va de este, se han formulado bajo los auspicios de la Organización de las Naciones Unidas y en particular de sus agencias especializadas. Allí están comprendidos principios y conquistas que paulatinamente se asumen como parte integral de nuestro ordenamiento jurídico. Todo ello pone en evidencia la creciente concientización de las sociedades y de grupos más esclarecidos por la progresividad en el usufructo de los derechos humanos. Y en este proceso de concientización, los sistemas escolares y educativos ocupan un espacio que no puede ser desestimado, pues lo que se haga o se deje de hacer repercutirá en las generaciones futuras.
La temática que nos ocupa supone el abordaje de amplios y complejos asuntos que por su naturaleza multi y transdisciplinaria superan con creces las posibilidades de un número limitado de páginas, lo que sumado a las obvias limitaciones de quien esto escribe, impone la necesidad de concentrar el foco de atención de los lectores a fin optimizar este espacio para el desarrollo de las ideas más relevantes.
En este escrito abordaremos los puntos que se especifican a continuación. En primer lugar haremos un vuelo, por lo demás rasante, de los elementos axiológicos que sirven de fundamento a las tesis de Jacques Delors (1994) en su conocida obra La Educación encierra un tesoro, y que en buena medida alientan la convocatoria que hoy nos reúne, para posteriormente centrar la atención en los elementos y cambios más significativos que supone la atención de las demandas escolares en contextos de desigualdad social; cambios que ilustran elocuentemente que en este plano requerimos aprender a desaprender y aceptar la pertinencia que tienen algunas medidas de acción y prácticas que no se corresponden con la experiencia que acumulamos en nuestros particulares y ya lejanos tránsitos escolares.
En segundo lugar desagregaremos lo que, a nuestro juicio, constituyen las luces y sombras de la política pública instrumentada en los dos últimos lustros en materia educativa, todo ello con el propósito de destacar cómo estas políticas se acoplan con las demandas de ingentes sectores sociales y con la necesidad de generar acciones tendentes a la maximización de los equilibrios y la reducción de las inequidades sociales; razón por la cual recogen en buena medida las recomendaciones y alcances que las organizaciones regionales y multilaterales promueven para el tratamiento de las desigualdades educativas. Logros y avances que sin duda alguna constituyen las luces de este proceso.
Este reconocimiento, sin embargo, no nos impide destacar las incongruencias y disonancias que supone exacerbar la disputa política como motor de la agenda de cambio, lo que a nuestro entender constituye la sombra más inocultable, o la amenaza más notoria del proceso político que vivimos. Ello se expresa en la imposición acrítica de un nueva hegemonía basada en un personalismo caudillezco, en la creciente e intensa crispación y agudización de las contradicciones como pauta para la consecución de una transformación en el ámbito educativo y en el logro de la justicia, lo que termina por generar un ambiente poco propicio para que los cambios que se promueven sean sustentables en el tiempo.
Cambios paradigmáticos en la concepción de la educación
En años recientes, distintos hitos significativos han acompañado a los procesos de repensar las formas y modos de administración de los sistemas escolares y educativos en el mundo contemporáneo. Tesis como la que compendia la conocida obra de Jacques Delors son un reflejo elocuente de estos cambios, en los que se desglosan los cuatro ejes de aprendizajes fundantes sobre los cuales se debe estructurar el hecho educativo y que deben orientar teleológicamente el proceso de adquisición de conocimientos en el mundo contemporáneo.
En este orden, sus conocidas pautas, como el aprender a conocer; vale decir, adquirir las capacidades básicas que sirvan de referencia para poder navegar con eficiencia en un mundo atiborrado de información. Aprender a hacer, con lo cual enfatiza la necesidad de que los conocimientos, habilidades y destrezas acumulados en el aula permitan e incidan en la modificación constructiva del entorno. Aprender a compartir la vida en común, lo que supone que el sujeto partícipe y sea corresponsable de la gestión de todos los asuntos en los que se manifiesta la interacción humana, todo lo cual se resume en la primacía de la necesidad del aprender a ser sobre el tener. Principios estos que se constituyen en referentes axiológicos que inspiran el quehacer de múltiples sistema escolares en el mundo.
A esto se agregan diversos acuerdos alcanzados en distintas conferencias auspiciadas por la Unesco (1990), entre ellos, la Declaración Mundial sobre Educación para Todos, de Jomtien, textos que proporcionan distintos elementos conceptuales que sustentan el cuerpo de recomendaciones y sugerencias que han contribuido a alentar los cambios paradigmáticos que vienen alterando la forma de concebir la educación en el mundo contemporáneo, especialmente en las últimas dos décadas.
En efecto, gracias a estos esfuerzos intelectuales, se reconoce que el aprendizaje se inicia desde cuando nacemos y que la escuela debe procurar satisfacer los requerimientos básicos de aprendizaje de niños, jóvenes y adultos, usando para ello distintas modalidades formales y no formales de educación
Esta aspiración ha supuesto la necesidad de introducir en forma paulatina cambios en la estructura de los sistemas escolares que los hagan más significativos, frente a las distintas modificaciones poblacionales, espaciales, tecnológicas, culturales y ambientales que se advierten en el mundo y que suponen romper con los esquemas tradicionales de educación en los que predominan formas monocordes, lineales, cuasi-industrializadas, que no respetan las diferencias y las experiencias previas que acumulan los discentes. Fórmulas que han sido incapaces de adecuarse a la pluralidad de códigos lingüísticos que portan los distintos grupos sociales que tocan a sus puertas y que marcan sus probabilidades de éxito, de no existir modificación alguna en la estructura.
Los retos que se les abren a los administradores del sistema escolar ante estos nuevos paradigmas son múltiples y diversos. Entre ellos, el reconocer que las necesidades básicas de aprendizaje que conforman la escolaridad obligatoria pueden ser redefinidas con base en el concepto de aprendizaje a lo largo de toda la vida, lo que entre otras consecuencias determina como lineamiento de política pública el que no debamos restringir oportunidades de acceso por razones etarias, de género o de condición social. Esto, a su vez, ha significado un elocuente impulso para la apertura de experiencias educativas de segunda oportunidad, flexibles, diversificadas y no apegadas a esquemas convencionales, que estimulen oportunidades educativas enriquecedoras, sin que ello signifique ni presuponga una merma en la calidad, cuando las comparamos con las que idealmente deban gestarse en ambientes formales.
En los documentos mencionados anteriormente, como en otros de similar propósito, se parte de la premisa de que existen múltiples ambientes de aprendizaje que no se confinan al de los ámbitos tradicionales del aula, por lo que los administradores de los sistemas escolares deben propiciar la interconexión entre estos y los diferentes fueros de la vida social y productiva de una sociedad. Tal vínculo agrega visos de atractiva complejidad a la gestión de estos procesos, por cierto imposibles de instrumentar si suponemos que todo lo que involucra su puesta en escena puede regularse e instrumentarse desde un único y exclusivo puesto de mando.
Este nuevo paradigma supone extremar los esfuerzos por avanzar en el desarrollo de escuelas y ambientes de aprendizaje más inclusivos y democráticos, capaces de acoger a educandos independientemente de las condiciones personales, sociales y culturales de donde provengan. Este paradigma requiere como condición elemental reconocer el valor de la diversidad, para lo cual es indispensable instrumentar cambios copernicanos en lo que toca a las creencias, actitudes y en el ejercicio de las relaciones interpersonales, lo que conlleva repercusiones innegables en todo lo que concierne a la forma como se administra y se concibe el currículum, en cómo se comprende la acción del docente y cómo se entiende la evaluación. En suma, cómo se organiza la escuela y cuál debe ser su centro o foco de atención.
Quienes propugnan las tesis en pro de una educación inclusiva insisten en el hecho de que este cambio no es meramente formal o nominal. Implica una modificación sustantiva en la forma de organizar la administración de los sistemas de transmisión del saber, donde los conceptos y las denominaciones cambian de significado. Así, mientras que integrar supone encajar a los individuos en un orden preestablecido que se supone invariable, incluir implica modificar los sistemas para acoger todos los tipos de alumno e instaurar reglas de acción que no se acojan a una sola pauta.
Estos cambios paradigmáticos han implicado, en consecuencia, poner el acento en el carácter multidimensional de la calidad educativa, en particular en el énfasis que debe asignársele a la pertinencia de la acción educativa. Vale decir, acentúan la necesidad de que los aprendizajes impartidos sean significativos para los educandos provenientes de distintos orígenes sociales y culturales, de modo tal que puedan apropiarse de los contenidos de la cultura local, regional y global, lo que deberá expresarse en el desarrollo de su capacidad de discernimiento y autonomía de juicio, y en la consolidación de una actitud proclive a interactuar constructivamente con los otros.
En otros términos, cuando se afirma que la educación es de calidad por ser pertinente, se destaca la necesidad de romper con un enfoque homogéneo que ofrece y que responde a un único y exclusivo patrón de transmisión y generación de aprendizajes, a favor de otro que propugna una perspectiva en la que se reconoce la diversidad de identidades, capacidades y requerimientos de las personas, sin que ello signifique denigrar de los aspectos que unifican a los seres humanos.
No está demás señalar que los marcos referenciales que nos dominan pueden convertirse en verdaderos obstáculos epistemológicos, impidiendo reconocer nuevos enfoques y fórmulas de aprendizaje que ponen en evidencia la capacidad de la naturaleza humana para emerger cual flor de loto a pesar de las adversidades y restricciones que impone el entorno. De ahí que en forma recurrente las agencias multilaterales de apoyo al servicio de la educación, así como los especialistas en el área de la enseñanza y de los aprendizajes, vengan advirtiendo la necesidad de introducir nuevos enfoques en lo que se refiere a la concepción de la calidad y a la evaluación de los aprendizajes, como resultado de ensayos y de experiencias pedagógicas acumuladas en distintos contextos que muestran ser más eficientes y efectivas para amortiguar las diferencias que devienen del origen social de los educandos.
Como se advierte en nuestro país, buena parte de estos conceptos han sido retomados en la instrumentación de las políticas públicas en educación aplicadas en la última década, donde los acentos han sido colocados en el ideario de una educación inclusiva y de calidad sin distingo alguno, en un proceso que viene acompañado de luces, pero también de preocupantes sombras como las que desagregaremos en los párrafos que siguen.
Las luces y sombras de las políticas públicas
Con la toma de posesión del presidente Hugo Chávez Frías el 2 de febrero de 1999, en Venezuela se da inicio a un proceso social, rico en matices, con logros ostensibles en algunas áreas y severas lagunas y distorsiones, como analizaremos en las páginas siguientes; proceso que ha estado acompañado por conflictos de diferente calibre y envergadura, cuyas repercusiones, secuelas y efectos se revelan en distintos planos del quehacer social.
El impacto del modelo político que se busca implementar a partir de la aprobación de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (CRBV) en 1999 permea en forma tangible todo el entramado institucional, siendo el sector educativo, en particular el universitario, uno de los escenarios en los que se despliega la tensión y el conflicto que acompaña a los distintos ciclos y procesos que registra esta experiencia política de cambio.
Sin duda alguna, dicho proceso es el resultado de un largo periplo que tiene sus orígenes, entre otros factores, en el desencanto producido ante los embates de los programas de ajuste macroeconómico implementados en la década de los noventa, con sus secuelas de privatización y reducción del gasto público en áreas tan sensibles como educación y salud. A esto le debemos añadir el resquebrajamiento del pacto de Punto Fijo, acuerdo político que brindó las bases de sostenibilidad que experimentó la democracia venezolana, por supuesto gracias al soporte que brindaba la renta petrolera. Antecedentes estos que mencionamos sin ningún orden jerárquico, pero que servirán de caldo de cultivo a la insurgencia militar de 1992 que lideró el hoy presidente Chávez y que pusieron en evidencia las limitaciones que soportaban los grupos políticos hegemónicos para afrontar esa nueva coyuntura y concitar el entusiasmo de las grandes mayorías deseosas de cambio.
Los vacíos antes referidos fueron colmados por un discurso carismático que tomó como bandera la necesidad de refundar la república a través de un proceso constituyente, colocando su acento en la inclusión social y en la reivindicación de las mayorías crónicamente excluidas del disfrute de todos los derechos y condiciones materiales que permiten y dan viabilidad al ejercicio de la ciudadanía.
Es de destacar que la dinámica experimentada a partir del triunfo electoral de Chávez y su ascenso al poder por la vía electoral en el año 1999 se ha caracterizado por momentos de cruenta turbulencia política, en particular los ocurridos en los confusos sucesos de abril de 2002, que implicaron su salida forzada por un golpe de Estado, y su restitución en el poder, en una sucesión de dramáticos e inusitados eventos que generaron y aún mantienen heridas latentes en el ideario colectivo.
Acontecimientos estos que sumados al paro petrolero de finales de 2002 e inicios de 2003 marcan un punto de inflexión en la confrontación política que vive el país y en la forma de acción de los actores políticos. En particular, en la recurrente respuesta gubernamental que ubica en los medios de comunicación privados, en las universidades autónomas y en los partidos de la oposición, un frente consorciado que, subsidiado por el imperialismo norteamericano, no tiene otro propósito que conspirar en su contra. Todo esto ha incidido severamente en la capacidad de entablar acuerdos básicos en distintas áreas, entre ellas en el ámbito universitario, pues a la contraposición que domina las cosmovisiones puestas en juego se añade una constante crispación del lenguaje utilizado, lo que irremediablemente trastoca y afecta los espacios de la convivencia ciudadana, y conduce a un perverso juego que envilece la posibilidad de que en medio de la disputa haya un mínimo de sensatez.
El peculiar recorrido que transita Venezuela en los últimos años y la complejidad de componentes y derivaciones que conlleva la implementación de un proceso de cambio social como el que se ha pretendido realizar supondría abordar otras dimensiones que escapan de los objetivos del presente texto. Simplemente deseamos señalar que los efectos y consecuencias de lo que en la actualidad vivimos son el reflejo de un movimiento estructural que ha implicado: a) la resignificación del discurso político con una marcada repolitización de todos los asuntos de la vida; b) un desplazamiento elocuente de fuerzas sociales; c) una política de distribución de la renta petrolera focalizada en la disminución de los índices de pobreza como instrumento de captación de preferencias políticas, y d) un sensible reajuste del orden institucional cuyas consecuencias y direccionalidad definitiva son imprevisibles, pues por razones de diversa índole asistimos a un experimento sociopolítico que en su afán por reducir las agudas inequidades sociales se mueve en un espacio en el que corren paralelas tramas diferentes. Entre ellas el resurgimiento de íconos recurrentes en nuestro ideario republicano, como son la primacía del igualitarismo, el mesianismo carismático y el personalismo militar caudillista, que han concitado preferencias de las mayorías ciudadanas en distintas consultas electorales. A ello se suma como elemento por lo demás preocupante un desdibujamiento de las instituciones del Estado en pro de una parcialidad política, lo que altera en su esencia las reglas de juego democrático establecidas en la Constitución aprobada en el año 1999 y que fue la bandera fundamental de la propuesta que enarboló Chávez en el proceso electoral de 1998.
Finalmente, a lo largo de todos estos años, pero especialmente a partir del último lustro, encontramos una abierta resistencia de amplios sectores sociales a la imposición de un modelo político calificado como «socialismo del siglo XXI», propuesta que fuera rechazada por la mayoría del voto popular en el referéndum de diciembre 2007. Sin embargo, en forma paulatina se viene instrumentado mediante un conjunto de reformas legales, orientadas a desmontar la estructura del Estado liberal2 burgués e instaurar un nuevo poder, el así denominado «Poder Comunal» que nace bajo el amparo y el control del Ejecutivo. Esta iniciativa, si bien puede constituir un elemento dinamizador en las relaciones de poder, pierde su legitimidad cuando en su instrumentación el único criterio de referencia para el reconocimiento de las múltiples formas de organización social sea el que sus integrantes defiendan las tesis que postula el gobierno y cuando los procesos de selección de sus representantes se refrenden por procesos cuasi plebiscitarios, desfigurando, como consecuencia obvia, las competencias y capacidades de intervención de las instancias de poder regional y municipal consagradas en la actual constitución nacional.
En este complejo contexto, la política pública en educación a lo largo de estos años tiene aciertos que respaldamos. Así, ha puesto su acento en el valor de la educación como un derecho humano y en el deber y responsabilidad que tiene el Estado de proveer los medios para garantizar el acceso a los bienes culturales a toda la población, de ahí el empeño por maximizar la universalización del acceso a todos los segmentos poblacionales, esfuerzo que se apoya en un elocuente despliegue realizado desde el sector oficial.
A contracorriente de las tesis neoliberales que impregnaron la orientación política en América Latina a finales del siglo pasado, en Venezuela, a partir del año 1999, se desató y retomó un movimiento de masificación de la educación en todos sus niveles, que buscaba romper las inercias y las inequidades registradas en este campo y que afectaban a los sectores más desasistidos. La apertura de las compuertas educativas fue acogida favorablemente por la población en la medida en que significó un renacer de las esperanzas, lo que asociado a los esfuerzos desplegados en otras áreas de atención social explican en buena medida el grado de aceptación popular que recibe el presidente Chávez y su imbatibilidad electoral en los comicios que enfrenta en su primer período de gobierno.
Como podremos apreciar más adelante, el esfuerzo por incrementar la cobertura del sistema escolar en su conjunto se deriva de los principios establecidos en la CRBV, entre ellos, el artículo 102, el cual establece que: «La educación es un derecho humano y un deber social fundamental, es democrática, gratuita y obligatoria. El Estado la asumirá como función indeclinable y de máximo interés en todos sus niveles y modalidades, y como instrumento del conocimiento científico, humanístico y tecnológico al servicio de la sociedad».
En correspondencia con este precepto que propugna la indeclinable responsabilidad que tiene en Estado en todo lo que concierne a la universalización del acceso a la educación, el análisis del comportamiento registrado por el sistema de educación, en especial el universitario venezolano, pone en evidencia los profundos cambios que se han desplegado en la última década en cuanto a la estructura, composición y cobertura del sistema y que se recogen sumariamente en el cuadro que sigue:
El inocultable crecimiento advertido en el sector oficial ha sido consecuencia de la creación de nuevas universidades, y especialmente el resultado de una nueva institucionalidad, la Misión Sucre, que bajo una perspectiva de puertas abiertas y de municipalización del servicio ha soportado buena parte de la expansión arriba registrada.3
Ahora bien, el asunto dilemático y más crucial de este curso de acción asumido particularmente a partir del año 2003 radica en el hecho de si el foco de atención central de la acción pública puede reducirse o concentrarse solamente en el tema de la masificación de oportunidades, en tanto la sostenibilidad del modelo en el tiempo es limitada si la misma no está acompañada de mecanismos de seguimiento, control, evaluación y de apoyo sistémico e integral que ofrezca educación de calidad para todos.
Plantear esta exigencia no supone en modo alguno afianzar las diferencias sociales y restringir expectativas individuales legítimas, pues obviamente todos tenemos el derecho a superarnos. Tampoco supone desconocer el ingente esfuerzo realizado en materia de expansión de oportunidades. Lo que subrayamos es que ese esfuerzo, si bien es necesario, no es suficiente. En otras palabras, para transformar el acceso a la educación en general y a la universidad en particular, en un ejercicio real de la prestación de un bien con calidad, es imprescindible habilitar mecanismos compensatorios que garanticen las condiciones básicas para el proceso de aprendizaje, así como contar con mecanismos de información oportuna y básica que sirva de insumo para una aproximación más completa y exacta a lo que ocurre en el interior del sistema escolar y en sus distintos niveles.
La experiencia internacional irrefutablemente nos señala que un ingreso sin limitación alguna al final se transforma en un mecanismo de selección perverso y costoso. Perverso porque la norma implícita que lo regula es la condena al fracaso de quien no tiene las condiciones para afrontar las exigencias de la carrera. Y costoso por sus efectos sobre las expectativas de logro de los más débiles que se dice proteger.
En consecuencia, el loable propósito de garantizar condiciones para el florecimiento de la inteligencia de la población de menores recursos no puede apoyarse en un esquema en el cual el destino de los que ingresan al sistema se defina en forma espontánea, es decir, basado exclusivamente en la fuerza de la motivación y el deseo personal. En otras palabras, el avance social que significa abrir oportunidades no puede dejarse al libre juego del azar y del empeño; requiere de la instrumentación de políticas explícitas que garanticen su permanencia, y lo que es más importante, su prosecución.
Pero para ello no basta con señalar la responsabilidad de las instituciones en el proceso de enseñanza. Se requieren fórmulas de apoyo y estrategias didácticas, lo que a su vez implica contar con recursos adicionales para tal fin; entre ellos, además de los programas de apoyo estudiantil (becas, comedores, servicios de salud, atención integral), debe recurrirse a un manejo inteligente de las oportunidades que nos abre el desarrollo de las nuevas tecnologías de información y documentación. De esa forma se podrá contar con un sistema inclusivo que, respetando los ritmos y las diferencias individuales, permita a todos los ciudadanos y ciudadanas de esta nación satisfacer sus legítimas expectativas de superación personal.
Por otra parte, la formación a impartir en este nivel no puede concentrarse en elementos de carácter ideológico, como apreciamos está ocurriendo en algunos de estos centros, donde la sobrepolitización antes referida conduce a homologar este tipo de modalidad de educación no formal con una escuela de formación de cuadros, dando así espacio a un proceso de estricto carácter proselitista donde la cosa pública se pone al servicio exclusivo de una facción, omitiendo groseramente los principios de libertad de pensamiento establecidos en nuestra carta magna.
No nos cabe la menor duda de que bajo este formato se busca implementar una grosera y deliberada estrategia de sobreideologización que pretende distorsionar la historia, haciéndonos creer que sólo el presente conlleva un futuro luminoso. Se ignoran paralelamente inocultables conquistas públicas que en el pasado sirvieron de apoyo a los procesos de movilidad social ascendente, proceso que permitió que muchos de nosotros, incluyendo a muchos de los representantes más conspicuos de la revolución bolivariana, se beneficiaran de los logros de la masificación educativa. Pasado no muy lejano, supinamente omitido por un discurso narcisista y cuasi fundamentalista que debe repetirse cual catecismo en tiempo de conquista.
Elementos para la conclusión y el debate
Ciertamente la reducción de las desigualdades estructurales es un desideratum que compartimos y por el que hemos luchado en los espacios y posiciones que nos ha tocado desempeñar. Creemos en una Venezuela anclada en las capacidades de sus habitantes; creemos que a los órganos del Poder Ejecutivo les corresponde extremar medidas de discriminación positiva que reduzcan los impactos de las inequidades producidas por los modos de generación y de apropiación de la riqueza; creemos que al Estado le toca velar por una distribución equitativa de la renta petrolera, maximizando la generación de condiciones que permitan el florecimiento y multiplicación de las capacidades individuales y regulando las distorsiones que afectan el usufructo de los bienes públicos.
Sin profesar un iluminismo pedagógico y sin desconocer tampoco la incidencia que tiene el capital cultural frente a la experiencia escolar, consideramos que existen suficientes evidencias que muestran que aquellos sistemas escolares que ponen como centro de atención al alumno y no a los conocimientos son capaces de reducir las diferencias de los aprendizajes debido a las distancias sociales. Que no es una utopía infundada reconocer que aquellos sistemas de administración que: propician condiciones para que los educandos puedan progresar a su ritmo, lo que supone atender el acompañamiento diferencial y el aseguramiento de la calidad de las prácticas; que brindan márgenes de autonomía para la actuación de los docentes y que cuentan con directores líderes cuya actividad primordial se concentra en la función de animadores y seguimiento pedagógicos, son sistemas que permiten que los alumnos obtengan los conocimientos fundamentales para la vida en forma más eficiente que aquellos sistemas que se anclan en la exclusiva normalización y unificación de métodos y modelos de enseñanza.
Ahora bien, alcanzar este propósito estratégico, cual es hacer de nuestros educandos sujetos activos de sus procesos de formación, impone una concurrencia efectiva de todos los actores que participan e inciden en el hecho escolar. La sola intervención del Estado, aunque indispensable, no basta.
Existen evidencias, entre otras las reseñadas por la Cepal (2008, 2010, 2011), que muestran que los resultados dependen de dónde focalicemos la acción educativa y de cómo acompañemos estas iniciativas en todo cuanto concierne a la dotación de recursos de infraestructura y medios instruccionales. Esto supone también como elemento estratégico la atención de la formación y capacitación continua de los docentes para el abordaje de procesos de aprendizaje en contextos de desigualdad, todo lo cual conlleva, por supuesto, el contar con los recursos financieros adecuados que respalden esta gama diversa de acciones y actividades que giran alrededor del evento educativo. En suma, de conformidad con cuáles sean los énfasis y en dónde pongamos los centros podrán o no advertirse mejoras significativas en la capacidad de retención de los alumnos, en especial de aquellos que se ven afectados por condiciones socioeconómicas que de partida reducen su probabilidad de éxito. Por otra parte, para emprender mancomunadamente este tipo de acciones se impone resaltar la necesidad de análisis integradores y de la confluencia de voluntades.
En otros términos, urge superar la diatriba como única pauta de acción y reponer el valor de la argumentación persuasiva. Urge por ello reconocer los riesgos que conlleva el reiterado predominio de la culpabilización emocional que ubica en el otro la raíz de todos mis males. Vale decir, resulta imperativo desplazar del discurso cotidiano la preeminencia que tiene el locus de control externo como exclusiva y única fórmula de interpretación de todo lo que nos ocurre, así como la recurrente prevalencia de la agresión oral y del empleo de argumentos ad hominen como pauta comunicacional para dirimir las diferencias políticas. Las capacidades de la escuela para destejer en el aula lo que el entorno y la cotidianidad recrean, legitiman y magnifican se ven afectadas por este peligroso caldo de cultivo que es el uso de palabra hiriente en boca de nuestros hacedores de opinión y constructores de modelos de aprendizaje vicario.
La crispación discursiva constituye un pesado fardo que limita e impide el ejercicio de las virtudes republicanas al diluir la vigencia del contrato social que nos hemos fijado para regular las relaciones entre las partes, abriendo, paralelamente, una peligrosa hendija que debilita las reglas mínimas de la convivencia y la tolerancia frente a las ideas contrarias. Esto, sumado a un elocuente incremento de la anomia, amenaza con terminar de desmembrar el sutil hilo que nos separa de los horrores de una violencia indiscriminada y de la barbarie.
Para evitar que se expanda el radio pernicioso de la violencia de cualquier género se requiere la confluencia de muchos factores, entre otros, aunque sea reiterativo decirlo, que a los líderes públicos les corresponde una innegable cuota de responsabilidad, pues sus formas de actuación y de expresión convalidan patrones de comportamiento y de socialización proclives o no al equilibrio democrático, al respeto a la disidencia o a la primacía de una violencia simbólica como regla de interacción comunicativa con quien difiera de sus planteamientos.
Compartimos en este asunto el punto de vista de que el respeto a las formas en la política no es simplemente una cuestión de refinamiento, ni de añejos o desfasados estilos de comportamiento. Ciertamente en democracia la mayoría decide, más ello no es excusa para el desconocimiento del otro, para la burla descalificadora y el apabullamiento de las minorías, so pena de abrir las puertas a los lúgubres espacios de la coerción y del sectarismo así como de todas sus expresiones, sean estas cruentas o simbólicas.
Una valoración del comportamiento del sistema escolar venezolano en los últimos años muestra, a nuestro modo de ver, el avance que supone el complejo esfuerzo en pro de la universalización del acceso en todos sus niveles, meta que por cierto está lejos de ser cumplida en el nivel medio de la educación, a pesar de los logros desplegados para cubrir las expectativas de la población más desfavorecidas.
Consciente por otra parte de las limitaciones, contradicciones, ritmos y compromisos desiguales que acompañan a este proceso político y de sus desiguales logros en el área escolar, no nos cabe la menor duda de que lo alcanzado abre un nuevo escenario en la lucha de los pueblos por romper los riegos que supone la monopolización del saber para el ejercicio de la ciudadanía.
El cuadro que desencadena este proceso es cualitativamente disímil a experiencias previas, por cuanto ha alcanzado un orden de magnitud tan considerable que nos pone ante una nueva realidad que no se puede relegar de plumazo, ni mucho menos desvalorar por razones ideológicas, al punto de estimular acciones que conduzcan a «botar al niño con el agua sucia de la bañera».
Somos del criterio de que desconocer los avances cuantitativos registrados en los últimos años en el plano de la expansión de oportunidades y quedarnos solo en el cuestionamiento y en la diatriba acerca de las debilidades intrínsecas que rodean a esta experiencia, sin ofrecer e impulsar alternativas que satisfagan las expectativas sembradas en un sector de la población que en el pasado fue excluido de la acción gubernamental, constituye una regresión injustificada que raya en el suicidio político de quien formule y defienda esa peregrina idea.
Venezuela, gústenos o no, vive un proceso cuya direccionalidad puede preocuparnos, pero no por ello podemos pensar que volveremos a un pasado dominado por una «ilusión de armonía» que se rompió producto de la violencia estructural que separaba a sus habitantes. Las injustificadas diferencias sociales que han generado las asimetrías que se presentan en el aula, y que con aciertos y desaciertos se ha tratado de corregir, imponen irremediablemente la necesidad de pronunciarnos no por una escuela única y modélica, sino por contar con estructuras flexibles y dinámicas que propicien oportunidades de aprendizaje en distintos y desiguales ambientes, en especial en aquellos casos de reinserción de las poblaciones que en un momento desistieron o fueron expulsadas de los espacios escolares.
Por ende, el desafío de una política pública en materia educativa en contextos de desigualdad no es otro que el garantizar una educación de equidad con calidad, vale decir, compatibilizar las legítimas aspiraciones de la población de acceder a los bienes del conocimiento y la cultura, con condiciones que le aseguren un desarrollo pleno de sus potencialidades.
En consecuencia, el reto de una política pública en materia educativa es el de garantizar que los procesos de aprendizaje cooperativos que se impartan en todos los centros permitan a quienes allí concurran despertar intereses, alentar cambios conductuales y desarrollar una conciencia crítica, proclive al aprendizaje continuo, a la búsqueda permanente de creación y recreación de los conocimientos adquiridos, en una perspectiva que busque la superación de las trabas que impiden disfrutar a todos y todas de un mejor porvenir.
En esta empresa, la lógica confrontacional que reduce toda la realidad a la simple lucha por la hegemonía de uno de los polos, impulsada en muchos momentos por el discurso belicoso y extralimitado del ciudadano presidente de la república, no sólo ha conducido a un franco deterioro de las condiciones materiales de la nación, sino que nos impide pensar en la posibilidad de reconocer la diversidad como un componente de la vida, afectando también la probabilidad de establecer acuerdos básicos de convivencia, inclusivos e incluyentes, que den respuesta a las justas demandas de las mayorías históricamente excluidas, cuya atención es decisiva para lograr una sólida institucionalidad democrática.
El camino confrontacional alentado como pauta de acción o reacción de los distintos actores políticos, exacerbado al máximo por el máximo líder de este proceso político, es por demás cuestionable. La lógica de asedio como norma de interacción genera un severo obstáculo que en el medio universitario en el que nos desenvolvemos ha dado como resultado una profunda descapitalización de sus instituciones, envueltas en un perverso e insuperable marasmo, lo que refuerza la apreciación de que continuar por la senda que marca dicha estrategia no nos augura escenarios esperanzadores.
Un componente inexorable de la vida humana es su carácter conflictual, razón por la cual no soñamos con un mundo idílico exento de discrepancias y ajeno a la diatriba política. Siempre viviremos entre tensiones y conflictos, sin embargo la realidad nos viene mostrando una espiral ascendente que altera severamente las dinámicas de los espacios educativos. Preocupa en este orden la multiplicación de acciones virulentas de marcado tinte político contra instituciones, personas y bienes, particularmente en los centros universitarios, cuyos móviles están alentados por una nociva lógica destructiva e intransigente.
Propiciar el debate de las ideas en este como en otros contextos supone como condición indispensable el respeto mínimo entre las personas, pues no se puede confrontar ideas bajo el chantaje opresivo de las armas, sino con el poder persuasivo de la razón. Para garantizar esta condición elemental los órganos del estado no pueden actuar como si nada pasara, como que esa violencia siempre existió y que por ende no hay por qué preocuparse.
En resumen, concebir a la educación como acontecimiento ético, tal y como acertadamente lo recogen Bárcena y Melich (2000), no implica ocultar los conflictos, sino propiciar, desde diferentes espacios, entre ellos los escolares, la construcción de formas de resolución no violentas que permitan afrontar y transformar las condiciones estructurales y culturales que desencadenan la violencia y que limitan la posibilidad real de la igualdad y la justicia.
Como conductas sociales que son, tanto la violencia como la convivencia pacífica pueden ser estimuladas, y por ende aprendidas, de ahí el papel que juegan los sistemas escolares y educativos como mecanismos de divulgación y consolidación de aquellas prácticas y reglas que nos permitan convivir pese a las diferencias, y basados en el respeto al derecho de los demás.
Frente a los riesgos que la agudización del conflicto político está desatando para la vida ciudadana en nuestro país, cerramos estas reflexiones compartiendo con ustedes las sabias y atinadas palabras que nos formula Paulo Freire sobre las cualidades que debe reunir la acción pedagógica en contextos de desigualdad social como los que caracterizan a la América Latina:
necesitamos de un radicalismo crítico que combata a los sectarismos siempre castradores, la pretensión de poseer la verdad revolucionaria ( ) la arrogancia, el autoritarismo de intelectuales de izquierda o de derecha, en el fondo igualmente reaccionarios, que se consideran propietarios, los primeros del saber revolucionario, y los segundos del saber conservador ( ) sectarios de derecha o de izquierda iguales en su capacidad de odiar lo diferente intolerantes, propietarios de una verdad de la que no se puede dudar siquiera ligeramente, cuanto más negar. (Freire, 1993:195).
NOTAS:
1 Una excelente compilación de las distintas vertientes asociadas al replanteamiento de la educación en el mundo contemporáneo se encuentra en Arellano, 2005; igualmente en Tiramonti, 2005.
2 Existe una amplia y polémica bibliografía sobre la caracterización del proceso que atraviesa Venezuela en la actual coyuntura, baste citar como muestra las aproximaciones de Caballero, 2007; Garrido, 2002; Lander, 2011a, 2011b; López Maya y Lander, 2000; Monedero, 2011; Stambouli, 2005; Torres, 2009, muestra elocuente de la diferencias de enfoque que ha alentado este proceso.
3 Reconocer el crecimiento del sector oficial en este período no significa desvalorizar el crecimiento de la matrícula privada, que a contracorriente de lo que pudiera pensarse creció en un 75 por ciento en el período 2000-2009. Cifra reveladora que nos señala cómo el sector privado sigue atendiendo a sectores de clase media y media baja, lo que acentúa también la necesidad de medidas de supervisión más efectivas para garantizar la calidad del servicio.
Referencias bibliográficas
1) Arellano, Antonio (2005). La educación en tiempos débiles e inciertos. Barcelona, España: Anthropos.
2) Bárcena, F. y Melich, C. (2000). La educación como acontecimiento ético. Madrid, Paidós.
3) Caballero, Manuel (2007). La peste militar. Escritos polémicos 1992-2007. Caracas, Alfa.
4) Cepal (2008). Panorama social de América Latina 2008. LC/G.2402-P/E, diciembre.
5) Cepal (2010). La hora de la igualdad: brechas por cerrar, caminos por abrir. C/G.2432 (SES.33/3), 31 de mayo.
6) Cepal (2011). Desafíos para una educación con equidad en América Latina y el Caribe, Encuentro Preparatorio Regional 2011, Naciones Unidas-Consejo Económico y Social, Revisión Ministerial Anual, ECOSOC-RMA, Buenos Aires, 12 y 13 de mayo.
7) Delors, Jaques (1994). La educación encierra un tesoro, Informe a la Unesco de la Comisión Internacional sobre la Educación para el siglo XXI. Santillana/Ediciones de la Unesco.
8) Freire, Paulo (1993). Pedagogía de la esperanza. Un reencuentro con la pedagogía del oprimido. Madrid, Siglo XXI editores.
9) Garrido, Alberto (2002). Documentos de la revolución bolivariana. Mérida, Edición del autor.
10) Gimeno, Sacristrán (1999). «La construcción del discurso acerca de la diversidad y sus prácticas». en Aula de Innovación Educativa, año VIII, n˚ 81, mayo, pp. 67-72.
11) Lander, Edgardo (2011a). Las opciones no pueden ser estalinismo o neoliberalismo. http://puntodevistainternacional.org/spip.php?article338. (Consultado en marzo 2011).
12) Lander, Edgardo (2011b). Venezuela: ¿radicalizar el proceso?. www.tni.org/es/paper/venezuela-%C2%BFradicalizar-el-proceso. (Consultado en marzo 2011).
13) López Maya, M. y Lander, L. (2000). «La popularidad de Chávez, base para un proyecto popular». en Cuestiones Políticas, nº 24, enero-junio, pp. 8-21, www.revistas.luz.edu.ve/index.php/cp/article/viewFile/4239/4149. (Consultado en marzo 2011).
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15) Monedero, Juan Carlos (2011). Venezuela bolivariana: reinvención del presente y persistencia del pasado. Clacso.
16) OREALC/Unesco (2007). «Educación de calidad para todos: un asunto de derechos humanos». Documento presentado en la II Reunión Intergubernamental del Proyecto Regional de Educación para América Latina y el Caribe (EPT/PRELAC), Santiago de Chile.
17) OREALC/Unesco (2009). Experiencias educativas de segunda oportunidad. Lecciones desde la práctica innovadora en América Latina. Santiago de Chile, OREALC/Unesco.
18) Stambouli, Andrés (2005). La política extraviada. Una historia de Medina a Chávez. Caracas, Fundación para la Cultura Urbana.
19) Tiramonti, G. (2005). «La escuela en la encrucijada del cambio epocal». en Educacao e Sociedade, vol. 26, no 92, pp. 889‑910.
20) Torres, Ana (2009). La herencia de la tribu. Del mito de la independencia a la revolución bolivariana. Caracas, Alfa.
21) Unesco (1990). Declaración Mundial sobre Educación para Todos y Marco de Acción para Satisfacer las Necesidades Básicas de Aprendizaje. Secretaría del Foro Consultivo Internacional sobre Educación para Todos, París.