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Frónesis

versión impresa ISSN 1315-6268

Frónesis v.16 n.2 Caracas ago. 2009

 

Derechos Humanos y género: Tramas violentas

María Luisa Femenías

Universidad Nacional de La Plata, Argentina  lfemenias@gmail.com

Resumen

América Latina no está al margen de los altos grados de violencia contra las mujeres que se registran a nivel mundial. ¿Qué factores la favorecen hasta pasar desapercibida en su extensión, profundidad y persistencia, tanto en los espacios públicos como en los privados? ¿Qué presupuestos la sostienen? Propondré primero algunas formas posibles de invisibilización de la violencia a partir, primero, del análisis del lenguaje como invisibilizador de la violencia y lugar de construcción de sujetos con ceguera genérica. Segundo, examinaré la violencia que se sigue de la discriminación racial en su intersección sexo-género. Tercero, abordaré la violencia extrema de las violaciones y mutilaciones seguidas de muerte, tomando como caso paradigmático pero no único las muertas de Ciudad Juárez. Por último, haré un balance general del recorrido realizado.

Palabras clave: Género, violencia simbólica, discurso, asesinato.

Human Rights and Gender: Violent Stories

Abstract

Latin America is not on the sidelines of the high degrees of violence against women recorded on a world level. What factors favor it so that its extension, depth and persistence are almost unperceived, both in public as well as private spaces? What proposals sustain it? This study will propose some possible kinds of invisibilization for violence, based first on the analysis of language as an invisibilizer of violence and a place for the construction of subjects with gender blindness. Second, it will examine the violence that follows from racial discrimination at its sex-gender intersection. Third, it will approach extreme violence in rapes and mutilations followed by death, taking as a paradigmatic but not unique case, deaths in the City of Juarez. Finally, the study will make a general evaluation of the route that has been examined.

Key words: Violence, symbolic violence, discourse, murder.

Recibido: 13-03-2009 Aceptado: 30-05-2009

1. Introducción

La violencia contra las mujeres es constante y latente en los diversos territorios, clases sociales, niveles culturales y creencias religiosas. Incluye el maltrato físico explícito (violaciones, golpes, incluso la muerte), el verbal explícito (insultos, gritos, amenazas), psicológico (amedrentamiento, desconfirmación, descalificación, minusvaloración). En general, hay inequidad, discriminación y/o segregación de género y América Latina no es una excepción. Desde la filosofía de género cabe preguntarse: ¿Qué factores la favorecen?¿Qué presupuestos la sostienen? ¿Por qué se la minimiza hasta considerársela “normal”? En lo que sigue, propongo primero algunos modos en que el lenguaje opera como generador de la forma mentis que en buena medida contribuye a (in)visibilizar la violencia, siendo además marcador de umbrales de sensibilidad, sostenedor de sistemas de creencias y disciplinador de sujetos con ceguera genérica. Segundo, examino la discriminación sexo-género-"etnia" y su incidencia en la conformación de los Estados. Luego, abordo la violencia extrema de las violaciones y mutilaciones seguidas de muerte, tomando como caso paradigmático, aunque no único, las asesinadas de Ciudad Juárez, claro ejemplo de feminicidio (Segato, 2006: 21). Por último, haré un rápido balance general del camino recorrido.

2. Diálogos clave

Los dos diálogos que transcribo en sus líneas fundamentales, me alertaron sobre la importancia del lenguaje en la invisibilización de lo que denominaré, con todos los recaudos del caso, “hechos violentos”.

2.1. Primer diálogo

Estoy esperando un colectivo (bus) y oigo una conversación entre dos varones, que no veo porque están detrás de mi. De pronto, algo en la conversación llama mi atención y escucho con interés. Uno le relata al otro lo que había leído en el periódico de la tarde: un muchachito joven había sido brutalmente golpeado y violado; muy posiblemente se lo había penetrado también con un palo o algo semejante y agonizaba. El mismo individuo agrega... porque violar a una mujer es normal; pero a un varón... seguro que es un enfermo y lo vamos a atrapar. Gire ligeramente mi cabeza y vi dos personas vistiendo uniforme de la policía....

2.2. Segundo diálogo

Estoy en un taxi, con una colega y amiga por un camino de montaña. Conversamos con el conductor sobre la nieve que está cayendo y la blancura del paisaje. Ante una curva cerrada con un profundo precipicio de un lado, el conductor dice: Este es un buen lugar para tirar un cuerpo; no la encuentran más. Mi colega pregunta si él cree que ahí tiraron a la suiza (infortunada joven protagonista involuntaria de los titulares de todos los periódicos de la zona desde hacía unas semanas). El chofer, responde con la cifra de kilómetros cuadrados de desierto que se extendían ante nosotros y agrega que sólo sabe lo que dicen los periódicos: que venía desde Brasil de mochilera, que en la frontera se había separado del novio, que estudiaba antropología, que era rubia, de ojos azules, delgada y huesuda, que era suiza, que iba sola y que probablemente en el hostal donde había parado la invitaron a la fiesta. ¿Había fiesta? Preguntó mi colega. Y..., siempre hay fiesta,... y si una chica así va, ya se sabe... Para qué va si no; después de todo dejó al novio en la frontera...

¿Qué se dice? ¿Qué es lo “normal”? ¿Qué es lo perverso? ¿Por qué hay voluntad de “atrapar” lo perverso" pero no “lo normal”? ¿Qué significa “fiesta”? ¿Qué quiere decir una chica “así”? ¿Qué “ya” se sabe si una joven acepta “ir a la fiesta”? ¿Qué “fiesta”? ¿La “fiesta” de quién/es? ¿Cómo se estructuran “los hechos” en términos de consecuencias necesarias a partir de un cierto conjunto de presupuestos implícitos? ¿En qué medida “explica” una respuesta genéricamente sesgada? Muchos sobreentendidos llaman la atención en estos breves relatos: ¿Qué oculta lo que dice?

3. Primer paso, el lenguaje

En este trabajo, como en otros anteriores, me centro en la necesidad de revisar las estrategias linguísticas que, al mismo tiempo, marcan y ocultan ese lugar singular de violencia contra las mujeres. (Femenías, 2003, 2006 y 2007). Porque, es necesario realizar -tal como lo propone Ana de Miguel- un arduo proceso de deslegitimación de la violencia contra las mujeres (de Miguel, 2005: 231-248). En primer lugar, porque -si Wittgenstein estuvo en lo cierto- el lenguaje es una forma de vida. En segundo lugar, porque el lenguaje en tanto a priori histórico prefigura el sitio violento que precede al acto de violencia (Soza Rossi, 2006: 164).

Ahora bien, el lenguaje, en tanto discurso (Foucault, 1970) es el conjunto de los enunciados que provienen de un mismo sistema de formación, con reglas anónimas, históricas, siempre determinadas en tiempo y espacio, que en una época dada significan nunca de modo epistemológicamente neutro. En ese sentido, el lenguaje conforma el lugar de inscripción de los sujetos varones y mujeres. Por eso, internarse en el laberinto del lenguaje es abordar los modos en que la terminología de la violencia pre-escribe los distintos niveles comprensivos: un nivel se refiere al lenguaje de los Derechos, la violencia visible a partir de las exigencias universalistas e igualitaristas. Otro, se refiere al nivel de las (re)significaciones y (des)estabilizaciones de los significados y de las estructuras tradicionales, visibles sobre todo al desmontar las legitimaciones basadas en la naturaleza y las falacias argumentativas que funda. El que me interesa ahora, es el que denominaré piso invisibilizador de las estructuras del lenguaje, en términos de a priori histórico del lugar de inscripción de los sujetos y de los hechos violentos.

Precisamente, la aceptación del lenguaje aprendido (el lenguaje es una forma de vida) como a priori histórico implica un modo posible de escritura y de inscripción epocal de sujetos y de los acontecimientos. Por eso es necesario reelaborar no sólo sus alternativas de inscripción sino también la constitución misma de la subjetividad y de sus teorías, a fin de detectar grados de violencia, umbrales de sensibilización y/o de intolerancia y ceguera genérica. Actualmente, este a priori habilita la violencia simbólica; es decir, la que extorsiona, generando unas formas de sumisión que ni siquiera se perciben como tales, y que se apoya en creencias totalmente inculcadas (Bourdieu, 1994: 188), que se potencian en virtud de los modos y usos habituales de la lengua. Una lengua es más o menos sexista en sus expresiones literarias y cotidianas, sobre la que se inscriben códigos sexistas específicos que superan la comprensión de los hablantes habituales.

3.1. Algunos elementos conceptuales

Según lo que señalamos en el apartado anterior, una formación discursiva constituye -en tanto nivel simbólico per se- las condiciones del ejercicio de la función enunciativa, donde la materialidad [del discurso] es una de sus hipótesis explicativas. Así, las posibilidades de reinscripción y de transcripción, los límites y las condiciones, los otros enunciados que coexisten con él determinan la materialidad de un enunciado. Desde un primer punto de mira, el lenguaje opera como principio de clausura: su límite es el límite de los significados que constituyen el mundo; en palabras de Wittgenstein, los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo (Tractatus 5.6).

De modo que el mundo del discurso es el mundo de las asimetrías simbólicas, cuyas reglas arbitrarias evitan la posibilidad de identificar “los hechos” con su descripción, a la vez que abren el espacio de la “lucha por las resignificaciones”, nunca epistemológicamente neutras. Internarse en el laberinto del lenguaje es penetrar en el intercambio social simbólico donde se plasman los conceptos y los presupuestos de las libertades de los individuos, de las clases, de los movimientos políticos, de las etnias, de las razas, de los sexos y de los grupos humanos en general. Por lo general, quienes definen los códigos y los contextos tienen el control y quienes los aceptan evitan redefinirlos. Pero, por muy diversos motivos, en un momento dado, un grupo desafia los significados, los modelos, las jerarquías, los modos de articular y representar la realidad. En esas circunstancias se pone en evidencia la inestabilidad de la trama discusiva y de sus articulaciones, auque los sesgos sexistas tradicionales se rearticulen.

Sea como fuere, las formaciones discursivas tradicionales y remanentes son patriarcales (con todos sus rasgos marcatorios) y constituyen un presupuesto que hace las veces de a priori histórico: un punto de partida de los mecanismos de la enunciación de los Derechos, pero también de los mecanismos de inclusión-exclusión. Por eso, hay que poner en evidencia que tanto la invisibilización como la exclusión o la discriminación de las mujeres no operan (ni actual ni históricamente) de la misma manera en que lo hacen otros mecanismos de exclusión, por ejemplo, los descritos por Michel Foucault en El orden del discurso. En todo caso, sobre ese orden (que es un orden patriarcal) se modelizan los a priori simbólicos de los mecanismos excluyentes de las mujeres (Femenías, 2006: 42 y ss.).

Esto significa además que las variaciones sexuales alternativas, que han proliferado abundantemente en las prácticas y la literatura reciente, guardan algún resabio de las convenciones hegemónicas, a las que indirectamente remiten, so pena de ininteligibilidad. Por tanto, es imposible desconocer por definición las convenciones hegemónicas del discurso, sobre o contra el que se yergue todo otro discurso e inscripción posible. Con todo, los discursos hegemónicos son a su vez descriptivo / prescriptivos e incompletos. Su éxito deriva, en buena parte, de su incompletitud, lo que abre una amplia gama de modelizaciones singulares (porque las prescripciones pueden ejercerse de diversa manera). Toda incripción prefiere –en respuesta a diversos niveles de urgencia– inscripciones no-hegemónicas y pluridimensionales, pero que prefiguran el lugar de emergencia y/o de resignificación, guardando inteligibilidad. Desde el momento en que hay un a-priori histórico ineludible, hay una prefiguración, sea cual fuere, desde la que se inscribe el sujeto. Este a priori histórico orienta y regula la mirada, lo que puede decirse en cada caso, lo que puede históricamente hacerse o recharzarse. Sobre esta base, operan los mecanismos que han hecho posible los diferentes discursos sexistas, y construyen la normalidad interna sesgada de la ideología patriarcal, invisibilizando los procedimientos paradigmáticos, leídos como subtexto de género, que favorecen ciertos relatos excluyentes.

Muchos, por ejemplo, se basan en un orden que prescribe conexiones necesarias. Si volvemos a los diálogos anteriores, los interlocutores entienden ciertas conexiones como “necesarias”, formando así un subtexto discriminatorio creencial, que fundamenta todo argumento subsiguiente: si es “así” y va a la fiesta, ya se sabe...; si viola a una mujer es normal... Tales conexiones se han construido en base a premisas o preconceptos invisibilizados de los que derivan necesariamente las conclusiones sexistas a las que llegan. Ese conjunto de preconceptos, ideas o elementos positivos forman parte de la región de los códigos fundamentales de la cultura de una época, están socialmente compartidos y, a veces, desafiados. Examinar la secuencia de “conexiones necesarias” implica entrar en los supuestos que organizan los diversos niveles de lo empírico y de lo teórico y sus implicaciones mutuas.

Si esto es así, el orden no depende stricto sensu de los sujetos, sino que les es dado: los constituye incompletamente en tanto que tales. La creatividad de los sujetos y lo que pueden hacer en el interior mismo de la red o grilla de relaciones simbólicas depende de un conjunto factores subjetivos y colectivos. En verdad, el a priori no se vincula con lo explícitamente dicho sino con lo que hace posible tales “decires”. En otras palabras, con las condiciones epocales de posibilidad del “decir”. A ese nivel implícito apunto en estas consideraciones sobre el lenguaje. Se trata, pues, de dispositivos históricos que hacen posibles ciertos relatos, legitimados gracias a la invisibilización de las maniobras de exclusión (Femenías, 2006: 43 y ss.).

Si la comprensión del lenguaje, que acabamos de hacer, constituye en buena medida un espacio de clausura, la ambigüedad, la vaguedad y la polisemia que le son intrínsecos abren las brechas que habilitan la resignificación y la apropiación de textos y contextos. La inscripción incompleta, inacabada y lábil permite redefinir el lenguaje, ofreciendo a las mujeres intersticios por donde filtrar su punto de mira y abrir espacios para la resignificación conceptual. En el sentido de hacer cosas con palabras (por usar el título de la obra de John Austin), se habilita la ruptura de estereotipos y contextos, y se contribuye a constituir nuevas posiciones de sujeto-agente o al menos posiciones no naturalizadas. Desde este punto de mira, el lenguaje se constituye en espacio o campo de fuerzas que habilita tanto la apertura y la resignificación, como la clausura.

3.2. Sexismo en la lengua castellana

Hace años, Álvaro García Meseguer se preguntaba ¿Es sexista la lengua española? (García Meseguer, 1994). Como respuesta, aportó un cuidadoso estudio gramatical sobre el sexismo y el androcentrismo de nuestra lengua y de sus usos. Bajo el supuesto heideggeriano de que no somos nosotro/as quienes hablamos a través del lenguaje, sino que es el lenguaje el que habla a través de nosotro/as, García Meseguer avanza en el análisis de las estructuras del castellano, su léxico, sus giros a fin de establecer algunas reglas que nos lleven a evitar los modos sexistas en el uso de la lengua. Porque –sostiene– cuando una lengua es sexista, en mayor o en menos medida, sus hablantes también lo son, se trate de mujeres o de varones porque –en el sentido ya expuesto– la lengua hace las veces de a-priori histórico que conforma no sólo los modos cotidianos de habla, sino sobre todo, las categorías de pensamiento –la forma mentis– y, en sentido estricto, la cosmovisión desde la cual varones y mujeres “ven” (o se instauran en) el mundo.

Unos años antes, en 1973, en la Universidad de Washington (Seatle, EEUU), Delia Esther Suardiaz leyó –bajo la dirección de Sol Saporta– su tesis sobre los verbos aspectales del castellano. Se trató de un trabajo señero que, por diversas circunstancias, quedó injustamente ignorado y que solo logró ver la luz después de la muerte de su autora (Suardiaz, 2002). Tal como lo expone José Luis Aliaga en su edición crítica de la obra de Suardiaz, bajo el título El sexismo en la lengua española, la autora muestra meticulosamente cómo operan el androcentrismo lingüístico, el sexismo y, sobre todo, la relación lenguaje-sociedad. Es decir, en la línea arriba expuesta, subraya la estrecha vinculación entre las prácticas sociales y los modos posibles de visibilizar la “ausencia” de las mujeres en diversos niveles, incluso en las mismas formas cultas aprobadas por la Real Academia y, extensivamente, en los estilos coloquiales.

Ese piso, opera –según la autora– de modo lógicamente previo y a la manera de una condición necesaria (aunque no suficiente) para el sexismo y, en consecuencia, para otros tipos de discriminación, que incluyen gestos y actitudes. Hay, al menos, dos niveles de discriminación; en primer término, el androcentrismo del lenguaje invisibiliza, obvia o evita un conjunto de temas, situaciones, puntos de vista, problemas o cuestiones, etc. propios de la condición de las mujeres. En segundo lugar, el lenguaje apela a dichos, giros, lexicalizaciones o modos que son estrictamente discriminatorios. Un buen ejemplo del primer caso ha sido la necesidad de acuñar términos “nuevos” como, por ejemplo, “acoso sexual” o “feminicidio”. Esos términos muestran, exhiben o hacen visibles fenómenos que habitualmente han pasado desapercibidos o que, por implicar sólo a las mujeres, quedaban minimizados cuando no naturalizados: es natural que los machos violen a las hembras y, por extensión, los varones a las mujeres, tal como sostienen ciertas justificaciones de tipo sociobiológico (Goldberg, 1973) y que el común de las gentes repite sin ningún examen crítico. Otro ejemplo, ahora del segundo caso, son los insultos típicos aplicados a las mujeres, y que trascienden las culturas, los tiempos y hasta los idiomas (Femenías, 2003: 94 y ss.). Otro tanto sucede con las metáforas poéticas que tanto sostienen la debilidad o la fragilidad (frágil como un cristal; blanca como la nieve; nutricia como la tierra) de las mujeres como su carácter impredecible o vil (es una veleta; es una fiera). Incluso algunos términos que se utilizan como modos respetuosos de trato en el habla cotidiana la colocan “en su lugar” natural (“madrecita” para toda mujer adulta, “abuelita” para toda mujer anciana), ratificando la exclusiva posición de mujer-madre.

¿Qué aprendemos del trabajo de Suardiaz? Fundamentalmente una estrategia de cambio. Si en el apartado anterior vimos cómo se refuerza el lenguaje en su carácter de horizonte de significados y, en cierto modo, de clausura, Suardiaz apuesta a la estrategia de aprovechar la incompletitud y la ambigüedad propias del lenguaje (Suardiaz, 209) para llevar a cabo ejercicios de resignificación y de ruptura. Se abre así la viabilidad del cambio lingüístico y de la pluralidad de sentidos. Dado que aún se desconoce cuál es la naturaleza exacta de las relaciones entre lengua y sociedad, no resulta posible anticipar cómo y en qué medida se producirán los cambios: los objetivos, los resultados y las consecuencias suelen no seguir una linealidad prefigurada; la cadena de las citaciones no es previsible. Sin embargo la lengua y las sociedades cambian y ese es un hecho. Sin que sostengamos posiciones voluntaristas o cuasi-voluntaristas, tales cambios se presentan como “evidentes" (ya no hablamos como el Mío Cid ni como Fray Bartolomé de las Casas), en los que intervienen de manera notoria factores de poder y de cultura, donde es posible incluir hasta un cierto nivel el voluntarismo de algunos grupos organizados, como muestran los ejemplos de Judith Butler. También hay esfuerzos más amplios como los programas vinculados a planes sociales que tratan de hacer visibles ciertos problemas, por lo general vinculados a la salud o al empleo, y que tienen como beneficio secundario desnaturalizar zonas del discurso. Contribuyen, en consecuencia, a que mayoritariamente las mujeres tomen conciencia de los sesgos del lenguaje y de su estrecho vínculo con las sociedades sexistas en las que viven. Esta situación ha producido un conjunto de “hechos lingüístico/sociales” significativos tendientes, en principio, a desenmascarar zonas de invisibilización de la violencia naturalizada.

Existen buenas razones para pensar que si bien la disolución del sexismo de la lengua no puede prescribirse ni predecirse, al menos puede denunciarse y combatirse. A partir de esta denuncia, desde lugares clave de configuración simbólica las mujeres pueden insidir en el modo de “ver” y de “pensar” el mundo, en un intento por menguar el androcentrismo propio de todas las construcciones y de minimizar el sexismo. En un cierto plano, los medios de comunicación juegan un papel fundamental, tanto como refuerzo de los puntos de mira androcéntricos y sexistas –como sucede habitualmente– como posibles aliados privilegiados para la visibilización y el cambio; muchos programas dedicados a “la mujer” denuncian la violencia y promueven el debate. En todos los casos, el ingreso masivo de mujeres a la Academia favorece su actitud crítica y el desarrollo de puntos de mira alternativos. Incluso, su acceso a los espacios públicos y el apropiamiento en primera persona del lenguaje público opera como factor de cambio y referente para otras mujeres. Esto supone para la mayoría de las mujeres salir del rol privado pasivo tradicional al activo de construcción y modelización de los espacios públicos, apropiándose en muchos casos incluso del lenguaje y de los modos masculinos de acción. Los muchos movimientos liderados o organizados en un principio por mujeres (piqueteros, por el esclarecimiento de crímenes impunes, cocalero, etc.) son un buen ejemplo de ello.

Por eso, ya en 1973, Suardiaz apostaba por el cambio. Para ello, propuso un conjunto de estrategias planificadas –aún pertinentes– para la modificación expresa de los usos del lenguaje: por ejemplo, hacer explícitas las asimetrías y los espacios de carencia lingüística equitativa, las valoraciones jerarquizadas que acompañan el uso en femenino o en masculino de buena parte de los términos del lenguaje cotidianos referidos a profesiones, la creación de nueva terminología allí donde no exista y sea necesaria, el uso explícito de las marcas femeninas aún cuando ello no fuera forzoso, entre muchas otras. Rescatamos entonces su apuesta al cambio y al lenguaje como espacio de apertura y resignificación. Es decir que, el a priori lingüístico en el que nos constituimos como sujetos, debe servirnos como punto de apoyo para instrumentar estrategias que tiendan al logro, en principio, de la equidad; y más allá de eso, de un mundo para todos y todas más justo, más grato, menos violento... Retomaremos algunos de estos hilos más adelante.

3.3. Reivindicaciones y supuestos

Si el poder simbólico “construye mundo”; literalmente, impone orden y “realidad”. Se denomina, en consecuencia, “violencia simbólica” a la que impone un orden bajo el supuesto de que es único, irreversible, inmodificable, incuestionable, fijo y eterno. Se pre-supone además que este orden natural funda la ética, la moral o las costumbres de una sociedad dada, cometiéndose en consecuencia falacia naturalista en el sentido ya denunciado por David Hume en el siglo XVIIIº. De ahí que Simone de Beauvoir advirtiera que nada en la naturaleza funda un orden social discriminatorio. En otras palabras, se denuncian las estrategias de imponer formas simbólicas, nexos y/o categorías únicas, jerarquías, etc., legitimadas por el poder patriarcal, generando un sistema interclasista y metaestable sostenido por ideología patriarcal. Toda alternativa posibles se borra o se presenta como éticamente inaceptable, científicamente errónea o psicológicamente psicotizante o perversa.

Esta violencia simbólica adquiere su mayor fuerza en el ámbito creencial; es decir, en el sistema de creencias de un individuo (varón o mujer) y está implícito en los usos del lenguaje. Así lo muestran los diálogos que transcribí al comienzo de este trabajo. Los hablantes “de buena fe” se expresan según el orden de sus creencias, legitimadas por el orden hegemónico vigente. Muchas veces, esa conformación creencial e ideológica se manipula explícitamente desde ciertos sectores de poder. Muchas veces, en cambio, opera en términos de preferencia estética o del gusto. Como todo sistema de dominación, el patriarcado sostiene la violencia simbólica alentando o desconfirmando, reconociendo o descalificando, negando, invisibilizando, fragmentalizando o utilizando arbitrariamente el poder. Como consecuencia, aisla, segrega, recluye, genera marginalidades, divide, condena, elabora cadenas causales y hasta mata si no directamente al menos en la medida en que justifica, legitima o invisibiliza discursivamente la violencia física. Como sistema de dominación –incluso cuando se asienta en la fuerza de las armas o del dinero– tiene una dimensión simbólica que se pone de manifiesto en los discursos de legitimación a través de los cuales obtiene la adhesión voluntaria de las dominadas. En ese sentido es un sistema coercitivo y voluntario a la vez, por eso sus víctimas son cómplices de la situación en tanto todas y todos estamos atrapados en una misma trama simbólico-discursiva.

En eso radica precisamente su eficiencia, que supera la violencia física explícita, porque actua bajo condiciones previamente legitimadas. La violencia simbólica resuelve, pues, su eficacia en violencia física. Es decir que los individuos actuan dramáticamente un orden simbólico pre-dado, apropiándoselo resignificativamente en términos de conductas más o menos discriminatorias, más o menos tolerantes, más o menos críticas. Si, como afirmo más arriba, aún una lengua supuestamente académica y neutra conlleva niveles de exclusión y de sexismo, tanto más esto es así cuanto que se construyen discursos sexistas ad hoc. En general, la eficacia de tales discursos depende, por un lado, del prestigio o el poder de las instituciones de origen: la ciencia, el Estado, la Iglesia, los medios de comunicación, la escuela, etc. Por otro, también depende, del modo en que un cierto capital simbólico se ancla en una realidad social para dar cuenta de las expectativas y de los deseos de algún grupo. En ambos sentidos, el discurso opera como disciplinador social, inculcando en los sujetos –por identificación / persuasión más que por fuerza– prácticas estereotipadas normalizadas y naturalizadas. Muchas veces, la masiva exhibición de mujeres en la televisión apunta a ello: genera estereotipos de visibilidad bajo ciertos límites, no excentos de violencia implícita, que galvanizan algún rasgo o característica funcional al sistema de poder que le abre espacio (Puleo, 2003).

Estas simplificaciones de rasgo fijo, no admiten cambios nodales y funcionan a la manera de “camisas de fuerza” sobre las mujeres en el sentido en que Foucault entiende que los ideales del alma son la prisión del cuerpo. Esos “ideales” conforman el conjunto de mandatos socialmente instituidos y naturalizados. Queda claro, entonces, que la violencia simbólica no se refiere a expresiones más o menos triviales en términos de ridiculizaciones, chistes, bromas, etc. individuales, dirigidas a esta o a aquella persona en particular. Por el contrario, se trata de expresiones que instituyen una norma; es decir, una dimensión valorativa, hipercodificada, naturalizada y forcluida. De este modo, se constituye “lo obvio”, lo que no se cuestiona, lo que se acepta sin más, naturalmente, de ciertos grupos (los “negros”, los “latinos”, las “mujeres”) bajo la ecuación todo x ostenta la propiedad p.

Forma parte de ese conjunto de supuestos dividir exhaustiva y excluyentemente a los seres humanos en dos géneros y sólo dos, como lo han mostrado desde diferentes posiciones teóricas varias estudiosas. Por ejemplo, la antropóloga Rita Segato, muestra en su examen de los sistemas creenciales de algunos cultos afro-brasileros, que la atribución de “hombre santo” o de “mujer santa” es independiente de la determinación del sexo biológico tal como tradicionalmente se lo entiende. Entre los xangô, por ejemplo, son tipologías de personalidad. Asimismo, el valor de la familia de sangre no es mayor que el de la familia simbólica entrecruzándose roles “femeninos” y “masculinos” en la familia del “santo”, donde la bisexualidad de la mayoría de los integrantes masculinos y femeninos se revela en los discursos y en las prácticas (Segato, 2003: 181 y ss.). Las vicisitudes de las familias afro-descendenientes durante y tras el régimen de la esclavitud se ve plasmada en muchos de esos relatos que cuentan de modo codificado sus itinerarios culturales e históricos bajo la dominación blanca, en un intento por resguardar su identidad y sus tradiciones. Rastrear sus mitos es un modo de entrever la distancia simbólica que existe entre sus propias concepciones, las forzosamente adoptadas de la civilización hegemónica y la elaboración mítica posterior, en términos de resignificación como supervivencia de los propios.

3.4. El color de la violencia y sus laberintos

Una de las vertientes más exploradas por las mujeres es el lenguaje de los Derechos; al hacerlo han detectado modos falaces y sutiles que los desconocen al amparo de formulaciones que, por tratarse de un lenguaje de cuño ilustrado, siempre expresa defender la igualdad universal. Por eso, es útil adoptar algunas distinciones, por ejemplo, entre “segregación” y “discriminación”. En la conceptualización de Hannah Arendt (Arendt, 1957: 97 y ss.), romper con la segregación implica suprimir leyes sancionadas ad hoc a tal efecto; lo que Alicia Puleo denominó patriarcado de coerción. Un buen ejemplo es la derogación escalonada, a partir del primer tercio del siglo XX, de las leyes que negaban Derechos sociales y cívicos a las mujeres en general. La discriminación, en cambio, se funda en lo que Arendt esgrime como Derecho a la libre asociación de los individuos: nadie debe ser obligado a asociarse a un cierto grupo, partido u organización, si no desea hacerlo; en palabras de Puleo, se trata de un patriarcado de consentimiento (Puleo, 2005). Esto, en principio parece aceptable aunque la falta de políticas públicas que remuevan preconceptos discriminatorios favorece el statu quo y por ende limita el nivel crítico de leyes segregacionistas porque las estructuras sociales continúan reteniendo exclusiones, incluso cuando las leyes ya las han abolido.

Sea como fuere, queda claro que los logros a nivel legal no son suficientes aunque sean simbólica y estructuralmente necesarios, sobre todo cuando el colectivo “mujer” se intersecta con variables como la “etnia” y la “clase” que, potenciadas, producen el fenómeno de la pigmentocracia.

Como se sabe, Kant propuso una definición universal de “especie humana” que pretendía dejar de lado todo detalle accesorio, sobre el cual cada uno puede pensar lo que quiera. En un orden formal, todos los seres humanos son “iguales”. Sin embargo, en un orden material, el mismo Kant establece algunas matizaciones significativas. En primer lugar, delimita “razas” en base a lo que es hereditario [y] puede justificar /.../ una diferencia de clase, en el sentido lógico del término. De modo que -continúa Kant- En relación al color de la piel se pueden admitir cuatro clases diferentes de hombres /.../ los blancos, los indios amarillos, los negros y los americanos con piel rojo-cobriza (Kant, 1964: 68 y ss.), es decir, remite a “diferencias” materiales. Dada la posibilidad de la “mezcla” (entiéndase, “mestizaje”), Kant concluye que la estirpe humana es común y originaria (Kant, 1964: 78).

Sin embargo, no es esa la única diferencia que pone en juego. En efecto, si bien no lo explicita de la misma manera, sus escritos se encuentran marcados por el subtexto de género. El universal “hombre” de Kant presupone, además del color, dos sexos: varón y mujer. Por tanto, dicho universal se ve materialmente marcado de modo relevante, al menos en dos sentidos: primero, respecto de lo que Kant denomina la “raza” a la que se pertenece y, segundo, respecto del sexo, en términos excluyentes de varón o mujer. En otras palabras, las marcas de la materialidad constitutiva de los individuos particulares limitan el universalismo formal en aspectos no determinables por el propio individuo, contaminando este universal con aspectos propios del orden del estátus. En otras palabras, “etnia” y “sexo” operan como soporte material de mecanismos de exclusión que históricamente han segregado ciertos grupos de individuos de los derechos y de las garantías que el universal formal e igualitario enuncia para todos. En consecuencia, se ha advertido la necesidad de exponer los modos en que la “etnia” y la “opción sexual” tensan el interior del colectivo “mujeres”. Reviso sólo dos ejemplos paradigmáticos respecto de la variable “etnia”: la situación de las mujeres de los pueblos originarios y la de las afrodescendientes.

En la década de los noventa, Silvia Rivera Cusicanqui introdujo los Estudios Postcoloniales en la academia de Bolivia porque su aplicación favorecía el armado de aparatos conceptuales sobre las experiencias de las mujeres indígenas andinas de América Latina y de los grandes movimientos populares indigenistas, cuyo reclamo fundamental se centraba en el reconocimiento identitario. Antropóloga, activista del movimiento cocalero, estudiosa de las culturas de los pueblos originarios del altiplano andino, Rivera Cusicanqui se proponía hacer compatible la libertad, la igualdad y el desarrollo, sobre todo económico /.../ con el objetivo de acelerar la construcción de una sociedad completamente justa. Con este objetivo, despliega su capacidad de entender la diversidad, de asimilar las diferencias y de enfatizar los puntos de encuentro, especialmente cuando lo que ha sido el proyecto modernizador ha resultado “extraño a las creecias profundas que determinaron el inconsciente colectivo”, en palabras de Octavio Paz (Cusicanqui, 1997: 13). Lejos de sostener una posición identitaria separatista o anti-moderna, se orienta hacia los puntos de encuentro y de respeto de “las creencias profundas”. Su interés primordial es denunciar el maldesarrollo económico que afecta a las poblaciones indígenas, especialmente a las mujeres y a los niños, denunciando la “feminización de la pobreza” puesto que las mujeres indígenas apenas superan el nivel de subsistencia, produciéndose desequilibros demográficos profundos.

Distingue entre indígenas “puras” y “mestizas” en sus diversos grados y advierte sobre los prejuicios que deben enfrentar las mestizas frente a las “indígenas puras” y las “blancas puras” así como frente a los varones en general. Analiza el conjunto de nombres y de significaciones -más o menos peyorativas- con que se designa a las mestizas, y lo ilustra con el mapa de la mestización colonial y postcolonial con sus “desprecios escalonados”. Además, pone al descubierto la rigidez de las estructuras sociales en el interior mismo de los grupos subalternizados y dentro de las fronteras de la etnicidad que delimita la cultura blanca (Femenías, 2007: 218 y ss.). Por eso, prioriza la autoafirmación étnica que se convierte en resistencia a la “cultura blanca” y “obstrucción a los mecanismos de subalternización estructural”, incluidos los modelos económicos, de salud, de sexualidad y reproducción “modernos”. Según Cusicanqui, esos modelos erosionaron los poderes tradicionales de las mujeres en sus grupos familiares prometiendo el tránsito hacia el “desarrollo” que no llega. Por ejemplo, sostiene, las medidas hiperprotectoras respecto de la maternidad operan como segregadores laborales que las circunscriben al rol exclusivo de esposamadre, de la mano del cuentapropismo como única salida. La deformación de las estructuras tradicionales las obliga, en consecuencia, a una reordenación fragmentaria de su identidad y a sostener identidades múltiples que despliegan en procesos de resistencia para escapar a la “difusa cárcel de la socialidad moderna cosificada" propia de las capas medias mestizo-criollas dominantes (Cusicanqui, Op. cit.: 27 y ss.).

Rivera Cusicanqui ha recogido numerosos testimonios orales que ponen de relieve el origen identitario de los levantamientos indígenas de 1910 y 1950. Todos remiten a la opresión simbólica de la cultura “blanca” hegemónica, con la consiguiente etnización, inferiorización, marginalización y / o criminalización de los estilos culturales alternativos. La elección de Evo Morales, de origen aymara, como presidente de Bolivia desde el 22 de enero de 2006 le debe mucho a estos procesos de reafirmación identitaria más solidaria con la etnia que con el sexo-género. Según la interpretación de Rivera Cusicanqui, se denuncia el carácter “expulsivo” del universal “blanco”, que irracionaliza las demandas de aquellos que hace invisibles en clara manifestación de violencia simbólica. Sin embargo, no hace referencia a la violencia (violaciones iniciáticas grupales; “fiestas”; repudio; etc.) intra (inter) étnica -simbólica, física y verbal- de los varones contra las mujeres ni de las dificultades de las mujeres para denunciarla, aún dentro de sus propios parámetros culturales.

Si Rivera Cusicanqui denuncia la discriminación en base a la tensión pureza / impureza étnica, María Lugones la analiza minuciosamente (Lugones, 1999). Examina el concepto de “mestizaje” respecto de la tensión dicotómica excluyente puro / impuro con sus formas implícitas de racismo y el concepto de colonialidad del poder, donde denuncia la adhesión de algunos intelectuales a modelos explícita o implícitamente racistas (Lugones, 2007). Su interés es investigar la lógica de la resistencia a la opresión, a la marginalización y a la discriminación política. Una primera observación remite –sartreanamente– a la “mirada de los otros”, la que en la vida cotidiana nos pone en “nuestro” lugar y opera como un factor difuso pero efectivo de control. Lugones denomina “mirada arrogante” aquella con la que los varones en general miran a las mujeres, y la extiende a toda mirada que, incapaz de crítica, contribuye a conformar la estructura de la sanción social; digamos, en la zona de la libre asociación defendida por Arendt.

Cuando examina el concepto de “mestizaje”, Lugones parte del supuesto de que las opresiones se entretejen o potencian de modo tal que nos generan límites en la comprensión de nuestra propia identidad de oprimido/a. Por tanto, se interesa fundamentalmente en aquellos conceptos que generan distinciones y agrupamientos conceptuales. Ahí es donde la dicotomía pureza / impureza genera unidad y separación. El desplazamiento de una cultura a otra muestra –como es el caso de Lugones– los modos en que la analogía pureza / unidad funciona separando su alternativa. Mientras que lo puro constituye la unidad de lo que somos, lo impuro es lo separado, lo otro que hay que cercar según las leyes del apartheit. De manera que nos mantenemos puros resistiendo las presiones e influencias externas. Ahora, ¿cuántas exclusiones se necesitan para construir un imaginario “puro”?

Por eso, Lugones se esfuerza en mostrar cómo el mestizaje implica una forma actuada de resistencia a los mandatos de pureza étnica, cultural, lingüística, etc. Precisamente, el mestizaje cultural es el lugar de la ambigüedad, del abandono de las dicotomías excluyentes y de los esquemas precisos y rígidos (Femenías, 2007, 230 y ss.). Es el lugar de la heterogeneidad, de la diversidad, de la fragmentación, de la infinitud de matices bajo la ficción de la unidad. Porque, proponer la unidad (como construcción ficticia, pero privilegiada) es un modo implícito de aceptar la fragmentación, la separabilidad, la división. La unidad marca de este modo la posición del sujeto homologado, del observador ideal puro, del varón, amante de la lógica de la pureza. Este amante –en palabras de Lugones– exhibe una peculiar carencia de acción, de autonomía y de habilidad autorreguladora; por eso aparta fuera de sí la historia y la cultura. Paradójicamente, es incoherente y contradictorio; pero, en su actitud frente al género, la raza, la etnia, la propia cultura y la de los demás, se presenta como modelo de control. El amante de la lógica de la pureza se yergue ante un orden “puro” que pretende “natural”, construido en base a exclusiones porque, sentencia, lo impuro como lo anómalo, lo fuera de lugar.

Negar “lo impuro” es negar que el mestizaje se origina en la conquista y en la esclavitud, bajo el signo del derecho del amo de usufructuar del cuerpo de las mujeres de su hacienda. Porque, de qué manera –se pregunta Lugones– si no se han estructurado las solidaridades entre el imaginario blanco y los modos de opresión, explotación o expoliación de las poblaciones de color. En otras palabras, ¿cómo han operado las solidaridades patriacales y de etnia-clase?. Más aún, ¿cómo se estructura aún el poder (post)colonial? (Lugones, 2007, 188 y ss.). Todavía más explícitamente, si se detecta entre las mujeres de “color” el doble-vínculo identitario género / etnia, ¿qué nos hace pensar que las mujeres “blancas” no caen también en la misma trampa?.

Acertadamente, Lugones se aparta de las conceptualizaciones que apelan a la diversidad de “razas”, “etnias” o “culturas” como portadoras de valor intrínseco en sí. Prefiere, desmontar los mecanismos del sometimiento como modos de violencia real y los discursos legitimadores de “razas” y “etnias” como modos de violencia simbólica. Porque la comprensión en profundidad de la dicotomía excluyente puro / impuro y de los factores de poder colonial que intervienen permite mostrar derivaciones políticas peligrosas para la libertad y la integridad de las personas. De la construcción de otros identitariamente excluyentes se derivan inequidades culturales, económicas, sociales, etc. En cambio, promueve una perspectiva feminista pluricultural, dialógica, que favorezca el desvelamiento de los factores de poder hegemónico, porque –como sostiene Marisol de la Cadena– el racismo deviene silencioso a través de la sedimentación histórica de las retóricas de la exclusión, que naturalizan exitosamente las jerarquías sociales mediante el uso de conceptos como raza, cultura, o clase (de la Cadena, 1998: 108).

Por todo esto es fundamental poner de relieve la labor de reconstrucción identitaria de los afrodescendientes de América Latina. Diversa de país en país, depende en buena medida de los grados históricos y actuales de mestización y de autoconciencia de los respectivos grupos. Para algunas autoras, salvo excepciones, no ha habido aún un proceso suficiente de plasmación escrita de la autoconciencia de la negritud (Ramos Rosado, 2005: 57 y ss.), aunque hay que ponderar el esfuerzo por construir categorías comprensivas. Es difícil, con todo, rearticular las relaciones de poder-deseo, siempre presentes pero pocas veces explicitadas (Ramos Rosado: 2005). Invisibilizados por la ideología del mejoramiento de la raza en términos de blanqueamiento de la sociedad iberoamericana, los itinerarios de la población negra son poco conocidos. Hasta tiempos recientes se los ha considerado en términos de estereotipo “exótico de lo otro” por antonomasia. Como advierte Ochy Curiel, se ha despojado a esas poblaciones de los elementos materiales, espirituales y artísticos que dan cuenta de su aporte a la cultura (Curiel, 2007: 163 y ss.), obligándolos a rescatar y reforzar identitariamente la negritud como elemento concreto y simbólico de reivindicación de derechos.

Ese sería, según Curiel, el sentido de un movimiento como el Rastafari y su idea de volver a Africa como tierra madre, que da cuenta de una añoranza histórica por haber sacado a sus antepasados y antepasadas forzosamente de ese continente. A partir de allí, se elaboraron estrategias políticas de autoafirmación porque quedarse en la añoranza es, en cierta medida, quedarse en la autocomplacencia de la víctima, que no acaba ni con el racismo ni con el sexismo (Curiel, 2007). Porque, tomar sólo “lo negro” como prioridad bloquea el análisis de las complejidades del racismo y del sexismo y de sus solidaridades. Por añadidura, evita construir propositivamente sujetos/as políticas autoconcientes que opongan dialógicamente otro conjunto de valores a la supremacía blanca e intenten revertir la exclusión social y los diversos modos combinados de racismo y de sexismo (Curiel). A lo largo de la historia, los varones blancos racistas han violado a las mujeres negras (o de color) para afirmar su posición como colonizadores / conquistadores en el campo sexual, real o fantasiosamente; no sólo para dominar a las mujeres, sino para autoafirmarse como varones, blancos y heterosexuales según la ecuación poder-deseo.

Sin embargo, hacerse cargo de la tarea de revisar, reconstruir, desmontar la historia oficial de las poblaciones de color implica también hacerse cargo de la nostalgia imperialista, de dar por terminado el mundo de la hacienda y dejar de lamentar la desaparición de ese mundo que ellos mismos han transformado (Ramos Rosado, 2005: 66). Por eso, la toma de posición del movimiento negro mixto y de las mujeres afrodescendientes es un avance que ayuda a exhibir la historia de la colonización y de la esclavitud, y los efectos que aún perduran. Se trata de un doble proceso de autoafirmación y de deconstrucción de identidades heterodesignadas para mostrarlas como productos sociales, cambiantes, fluctuantes, históricos.

Por su parte, Rita Segato analiza el racismo desde la construcción misma del imaginario de la maternidad, entrecruzando género, raza y clase en la historia de Brasil, a partir de un cuadro del futuro emperador Pedro II, aún en brazos de su nana negra (Segato, 2007: 207). Madres blancas / nanas (o amas de leche) negras entrecruzan poder, clase y posición social entorno a la maternidad. Más precisamente, la doble maternidad que la dupla madre-biológica-blanca / ama-de-leche-negra imprime, por un lado, al imaginario mítico moreno y, por otro, a la historia demográfica “oficial” de Brasil, pero claramente extensible a todas las sociedades con pasado esclavista. Ahí, los mitos populares manifiestan lo que higiénicamente oculta la “historia oficial”, y muestran las tensiones de poder en el seno mismo de las familias.

Desde los retratos a las fotografías, desde las nanas a las niñeras, las mujeres negras en su trabajo de madres sustitutas han sido necesarias y –denuncia Segato– a la vez forcluidas de la historia. Se trata de un modo sutil de racismo: la invisibilización; un racismo sin “raza”, como lo denomina Marisol de la Cadena (1998: 109) porque la raza está negada. Y, con ello, las ambiguas proyecciones del poder-deseo. Pues bien, ¿Cómo entender el valor simbólico y biológico de una maternidad así escindida? Invisibilizar la nana negra implica negar cómo racismo y sexismo operaron a lo largo de la historia en complicidad con el poder de clase. De ese modo se oculta también la trama amorosa que vinculó al niño con su nana, deshumanizándola, y negando en el origen del niño una doble maternidad interracial (Segato, 2007: 200). El extremo énfasis que la reconstrucción higienista decimonónica hace de la maternidad en la figura única de la madre biológica (Madre hay una sola) encubre –según Segato– tanto el racismo como el nuevo control que se ejerce sobre el cuerpo de las mujeres blancas.

Por la compejidad de los preconceptos en juego y la oscura trama que los sostiene, muchas estudiosas promueven el uso desestabilizado de ciertos términos, tales como “etnia”, “raza”, “sexo” o “género”, mostrando la solidaridad entre lo simbólico y lo fáctico. Guacira Lopes Louro, por ejemplo, sostiene que una de las condiciones de lo intolerable es que, para la mayoría, sea lo normal (Lopes Louro, 2004: 55-73), entendiendo “normal” en su sentido cohercitivo e invisibilizado por naturalización. Sus objetivos son examinar y visibilizar las formas encubiertas de violencia simbólica, cuya gama es extensa y matizada, y sensibilizar respecto los usos triviales del lenguaje por la carga discriminatoria que conllevan. Promueve no aceptar la normalidad de diversos campos y niveles, a fin de generar desorden en el orden patriarcal imperante y así visibilizar lo “intolerable”.

En esta línea, la desestabilización en los modos de entender cómo se construyen las posiciones de sujeto que subyacen a los regímenes normales de producción del saber, de la organización social, de las prácticas cotidianas, del ejercicio del poder, favorece el propósito político del movimiento de mujeres en la medida en que rompe las junturas (consideradas) naturales de la comprensión de lo cotidiano. Esta desestabilización es subversiva en tanto intenta subvertir el orden patriarcal naturalizado y abre nuevos espacios para las mujeres. No implica un contraconocimiento sino, por el contrario, una forma de exhibir la in-inteligibilidad de la sociedad patriarcal anclada en sus contradicciones. Lopes Louro apela a la imaginación de las mujeres para profundizar las brechas con el objetivo de máxima democratización, inclusión y detección de la violencia en la sociedad, haciendo sentido con fuerza crítica, sin pretender reestabilizaciones normativas.

4. El laberinto de la muerte

Entiendo que la violencia física es un emergente excesivo de esa violencia simbólica y estructural más profunda que he estado revisando. Cuando se sobrepasa un cierto umbral –tenuemente delimitado por la cultura, la clase, la base cultural y religiosa de sus miembros–, la violencia se manifiesta en toda su crueldad física sobre las mujeres.

4.1. La lectura tradicional del maltratador

Adriana Rodríguez Durán (2006: 147-162) y Patricia Laurenzo Copello (2008) han mostrado las insuficiencias de la recurrente explicación que apoya la violencia contra las mujeres en la figura del maltratador como psicológicamente desequilibrado, obsesivo y con marcada tendencia suicida. En suma, como una personalidad patológica totalmente refractaria a la amenaza penal y ajena a los valores y las pautas de conducta de la mayoría social, entendida como compartida entre varones y mujeres normales que conviven pacíficamente. Sin duda, se trata de un perfil adecuado que evita la incómoda asociación de la violencia con la opresión estructural simbólica y social de las mujeres. Explicar la violencia por el carácter patológico de los agresores, acentúa la distancia social entre “los violentos” y “los normales” para concluir que dada su predisposición a cometer ese tipo de delitos, nunca dejan de llevarlos a cabo (Laurenzo Copello, 2008). De modo que es imposible prever e impedir ese tipo de violencia.

Rodríguez Durán muestra que en la mayoría de los casos esa violencia debe entenderse como un esquema relacional en el cual la mujer ocupa el lugar de víctima y el varón ocupa el lugar de victimario. Son lugares (o de posiciones) de sujeto en una estructura, por ende los vínculos no son naturales, únicos e inmodificables (2006: 155). Lo que cuenta es la construcción estructural de la violencia, no el sujeto individual que la ejerce. Un varón u otro ocupará ese lugar en tanto que estructural y discursivamente se permite la emergencia del violento. Una estructura violenta antecede la violencia sexual en los lugares de trabajo, en la vía pública, en los rituales atávicos de violación de determinadas culturas, como arma de guerra, etc., delimitando la geografía del miedo y de la victimización. Un conjunto histórico de mitos, leyes, teorías científicas y filosóficas sedimentadas legitima la violencia contra las mujeres y conforma el sustrato estructural y simbólico que la habilita, invisibiliza los datos de la violencia, oscurece las causas, niega los hechos, carga de responsabilidad a las víctimas.

4.2. Escuchar en estado de alerta

Tal es el caso de los crímenes de Ciudad Juárez, magistralmente descritos por el escritor chileno Roberto Bolaño en su novela póstuma 2666, “La parte de los crímenes”. Pero no sólo de esos. Los diálogos con los que inicié este trabajo dan buena cuenta de ello: la violación a las mujeres es normal y lo que sigue a una fiesta es la violación tumultuaria, cuando no la muerte. Episodios similares ocurren en casi todos los países de América Latina, pero tomo los asesinatos de Ciudad Juárez como patrón de conducta porque es el caso más antiguo, el más difundido y –quizá– menos conocido aunque el más estudiado, que guarda cierta relevancia estratégica por producirse en un lugar de frontera.

Un conjunto de analogías dan inteligibilidad a los hechos. Porque, considerar que la violencia contra las mujeres es un exceso ininteligible es caer en lo que denomino ceguera genérica. Es decir, en la invisibilización de las consecuencias indeseables que sienta el propio punto de partida; en otros términos, el nivel simbólico, la ideología y las estructuras patriarcales que la sostienen. El silencio, la omisión, la negligencia, el olvido, la forclusión son modos de esta ceguera genérica, que explican el no esclarecimiento y la falta de voluntad de hacerlo de tales crímenes. En la línea de lo que Cèlia Amorós denominó pactos juramentados, las víctimas sellan en / con sus cuerpos los acuerdos mafiosos del grupo de varones. Son víctimas intermediadoras y a la vez garantes de tales pactos. Ni firman, ni acuerdan, ni emiten mensajes: ellas mismas son el mensaje encriptado que envían –como muy bien señala Segato– a otros varones con poder territorial y a los demás habitantes (varones y mujeres), ajenos a la puja demarcatoria de los territorios, como advertencia disciplinadora y control de la mujer genérica (Segato, 2003: 139).

El pacto territorializa el cuerpo de sus mujeres, convirtiéndolo en el sitio privilegiado de sus mensajes cifrados, y agregando una dimensión expresiva, no solamente instrumental a la presencia real o supuesta de interlocutores más importantes que la propia víctima. Se conforman de este modo dos ejes: uno vertical en el plano de la sumisión, en relación a la extracción de tributo, y otro horizontal, retroalimentado por el anterior, en términos de relación simétrica entre pares, cófrades o fráteres. La primera analogía es territorio / cuerpo femenino, entendidos ambos como propiedad de los varones en un sistema de estátus (Segato, 2003: 143), donde la asociación permanente entre conquista territorial y violación -tanto en las guerras premodernas como en las modernas en todas las civilizaciones- permite establecerla. Así, las mujeres pertenecen a los varones y son parte indisociable de la noción ancestral de territorio, que vuelve una y otra vez a infiltrarse intrusivamnete en el texto y en las prácticas de la ley. Porque, precisamente el efecto violento resulta del mandato moral y moralizador de reducir y aprisionar a las mujeres en su posición subordinada por todos los medios posibles, incluyendo la violencia estructural, social, económica y física.

Para Segato, organizar los datos dispersos de los crímenes de Ciudad Juárez bajo estas coordenadas ilumina el conjunto específico de los asesinatos, pues lo que emerge es una superposición precisa entre fraternidad masculina y fraternidad mafiosa, en sentido amplio (Segato, 2007: 29 y ss.). Cuando Segato se refiere a la “fraternidad mafiosa, en sentido amplio” subraya que no sólo los llamados “narcos” actúan según esas reglas sino que todo el grupo de cófrades de la hermanadad corporativa (incluidos varones de clases altas, medios de comunicación, funcionarios de justicia, etc. a ambos lados de la frontera), participa de las “ventajas” de este tipo de crímenes disciplinadores (Segato, 2007: 30). En consecuencia, contribuyen directa o indirectamente a minimizarlos, cuando no a encubrir o desviar las líneas de la investigación, inviertiendo la carga de las pruebas. Es decir, cargando la resposabilidad sobre las víctimas, en términos de generar dudas sobre su moralidad, sus hábitos sexuales, etc. Incluso, resistiéndose a elaborar tipologías precisas de los crímenes, haciendo manifiesta exhibición de “voluntad de indistinción", lo que implica el bloqueo o el desvío de las investigaciones.

Estos crímenes, en tanto crímenes del patriarcado, se adaptan perfectamente a un contexto faccioso, en el que el eje horizontal de pares representa el eje de la hermandad corporativa involucrada en los negocios ilegales de la región. Las muchachas muertas no son aquí los interlocutores principales, sino las presas atrapadas en el eje horizontal de los fráteres, tanto en los negocios como en el estátus. En ese sentido, el discurso no se dirige a la víctima sino a los pares, en una demostración de capacidad de muerte y de crueldad probada en la víctima, que los habilita a participar, sellar y negar la hermandad mafiosa. Un pacto de semen (la violación) y un pacto de sangre (la muerte) en el cuerpo de la víctima sellan la lealtad del grupo, produciendo y reproduciendo impunidad (Segato, 2007: 30).

Por eso son crímenes expresivos: llevan mensaje de poder y de control, comunican y refuerzan potencia y, al mismo tiempo, dan cohesión al grupo y fidelidad a la red. Este tipo de agresión material y moral extremo funciona como intimidación y coerción implícita para todas las mujeres y potenciales disidentes (traidores, enemigos) feminizados. Por eso, la sensibilización de las mujeres en los niveles simbólicos de la violencia es fundamental a los efectos de desmontar los modos en que luego se instrumenta la violencia física. Y, en buena medida, no pueden hacerlo porque la estructura sobre la que están constituidas también es patriarcal. Sólo el exceso, permite denunciar no sólo los crímenes sino indirectamente las complicidades “invisibles”, mostrando la tensión entre el poder del Estado y el poder de los grupos del estátus, donde ambos comparten el mismo código de poder patriarcal.

Conclusiones

Uno de los problemas más agudos de nuestras sociedades actuales es el de la violencia, tanto en términos de violencia física cuanto de violencia moral, psicológica o simbólica. Entre las múltiples formas de violencia destaqué la que se ejerce contra las mujeres ya en el nivel simbólico y segundo, en su intersección con la “etnia” y en tanto discursos de legitimación patriarcal que favorecen y ocultan la violencia física. Para considerar que el universalismo y el igualitarismo son criterios consistentes a la hora de reivindicar los Derechos de las mujeres y de asegurar su autonomía y su calidad de ciudadanas plenas, es preciso suponer que al valor simbólico y legitimador de las leyes le sigue su cumplimiento real y efectivo. Es necesario suponer también que no se sostienen en sustratos sesgados, que borran diversos umbrales de sensibilización y expresión de la violencia. Mi interés es señalar que ciertos conjuntos poblacionales no saben, no pueden o, simplemente, no desean identificar la violencia ni en términos de víctimas y menos aún de victimarios, apelando en consecuencia a estrategias de naturalización, control, disciplinamiento y legitimación. Desmontar esos mecanismos es una tarea conjunta de las mujeres en particular y de quienes se salen de las posiciones naturales haciéndose cargo de sus consecuencias, en general.

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