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Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 20030507

Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales v.12 n.2 Caracas ago. 2006

 

El conjuro de los movimientos sociales en el Chile neoliberal

Manuel Guerrero Antequera

Sociólogo de la Universidad de Artes y Ciencias Sociales, Santiago de Chile, Diplomado “Europa y la nueva América Latina” en la Universidad de Heidelberg y Egresado del Doctorado en Filosofía, mención Filosofía Política de la Universidad de Chile. Es asesor profesional del Comité de Autoevaluación Institucional de la Vicerrectoría de Asuntos Académicos de la Universidad de Chile. Autor de varios artículos en revistas académicas y capítulos de libros, siendo los más recientes “Historia reciente y disciplinamiento social en Chile” (2004) y “Testimonio de la tortura como tortura del testimonio” (2003). Chile. mguerrero@uchile.cl

Resumen

En este texto se desarrollan algunos elementos para la comprensión histórica de lo que el autor denomina disciplinamiento social en Chile, desde el 11 de septiembre de 1973, cuando se instauró la dictadura pinochetista, hasta el día de hoy. Se distinguen dos momentos en ese proceso. El disciplinamiento iniciado con el derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular, que en un primer momento recurrió al uso brutal de la represión, pero que más adelante, sin renunciar nunca al “dispositivo del terror”, recurre adicionalmente a otros recursos en su intento de construir una nueva hegemonía. El espacio social, el tejido social popular heredado por la dictadura, es destruido y desarticulado por la represión y sustituido por un proyecto articulador nuevo. En el nuevo proyecto el Mercado es exaltado como el mecanismo autoregulador de todas las esferas de lo social y la democracia verdadera es sustituida por la libertad de consumir. La política es reemplazada por el consumo. Un segundo disciplinamiento ha acompañado al proceso de transición de la postdictadura. Con la instauración de la democracia de la concertación son interrumpidos los procesos democratizadores desplegados por distintos movimientos sociales en resistencia a la dictadura. Una vez cerrado el ciclo de movilización considerado legítimo ya que contribuyeron decisivamente con el desplazamiento de la dictadura, los movimientos y movilizaciones comenzaron a ser etiquetadas de conductas desviadas, aplicándoseles en consecuencia políticas de control, neutralización y/o castigo, lográndose ahora éxitos que la dictadura no pudo alcanzar.

Palabras clave: Chile, movimientos sociales, neoliberalismo, control social, dictadura, democracia.

Exorcising the Social Movements in Neoliberal Chile

Abstract

This article attempts to understand the process by way of which social discipline has been imposed in Chile since the 1973 coup up to the present. Evidently, the first instrument was the brutal repression that followed the coup and that characterized the entire Pinochet period. Nevertheless, once consolidated, the dictatorship sought to create the basis for a new hegemony. The popular social fabric inherited by the dictatorship is disarticulated on the basis of State terror, but there is also an effort to provide a new articulation in which the market is offered as the instrument for an articulation which emphasizes a new ‘liberty’, the right to consume. The author argues that once the dictatorship is overthrown, the democracy which replaced it was faced with a series of active social movements that had contributed to the fall of Pinochet. Once the transition had been successfully accomplished, these movements began to be considered deviant and were subjected to policies of control in many ways more effective that those of the dictatorship.

Key Words: Chile, Social Movements, Neoliberalism, Social Control, Dictatorship, Democracy.

Si debiéramos elegir dos imágenes para dar cuenta del modo en que con mayor recurrencia la sociedad chilena se ha descrito a sí misma respecto de sus últimos treinta años de historia, no sería difícil escoger el retrato de La Moneda bombardeada y en llamas como el descriptor privilegiado de la dictadura y, por contraste, indicar la reapertura del palacio presidencial renovado en los años 90 como el símbolo de la vuelta a la democracia. Siguiendo esta tendencia, en el ámbito de las ciencias sociales la dictadura chilena ha sido frecuentemente descrita como el período de instauración del llamado “dispositivo del terror”, mientras que la posdictadura ha sido señalada como el momento en que nuestra sociedad ha sido capaz de dejar atrás el control social represivo del Estado, incentivando, en su lugar, la participación democrática.

Estando en parte de acuerdo con estas descripciones, creo que para establecer una observación adecuada del período de la dictadura, es importante destacar el carácter de clase que tuvieron las sistemáticas violaciones a los derechos humanos en Chile, aspecto que, por regla general, no es considerado de modo suficiente. Por ello, junto con indicar los efectos sociales indiscutibles que perseguía el “dispositivo del terror” para el conjunto de la sociedad chilena, resulta pertinente acotar la descripción del período de la dictadura como un momento de la sociedad chilena en el que el capitalismo se valió del ánimo fascista con el objeto de allanar el camino para la instauración de una nueva forma de acumulación y un nuevo modo de ser de la sociedad chilena a partir del disciplinamiento de la fuerza de trabajo y la destrucción del tejido social popular1.

Sin embargo, incluso esta delimitación del “dispositivo del terror” no resulta en sí misma suficiente para dimensionar el verdadero alcance del disciplinamiento social desplegado durante el período dictatorial. Esto, en la medida en que el mencionado dispositivo de exterminio siempre estuvo acompañado de la fundación de un nuevo espacio social en el que fuera posible cristalizar institucionalmente las relaciones de poder del nuevo proyecto ordenador, para conformar un dominio codificado y gobernable, muy distinto al “orden social” que la dictadura recibió. Si se toma este rasgo “positivo” de la dictadura en consideración, ya no parece suficiente remitir la descripción del período al solo dispositivo “negativo” y represor.

Por otra parte, considerar a la posdictadura como el momento de alzamiento del control social represivo por parte del Estado respecto de la sociedad civil tampoco resulta una descripción del todo adecuada. Esto, por cuanto dicha imagen no da cuenta por sí misma de la complejidad del fenómeno de transición de las formas de disciplinamiento que nuestra sociedad ha experimentado en el último decenio. A mayor abundancia, creo que durante la posdictadura es posible observar un segundo disciplinamiento social de la sociedad civil, respecto del cual resulta crucial establecer sus modalidades, alcances y consecuencias.

En las líneas que siguen intentaré aportar, en forma sumaria, algunos elementos que nos permitan adentrar al estudio de algunas formas históricas concretas que ha asumido el disciplinamiento social en Chile, ejercicio que busca ser una contribución a la revisión que a nuestra sociedad le compete realizar sobre sí misma luego de más de treinta años de ocurrido el golpe militar y la instalación del modelo neoliberal.

La dictadura: El primer disciplinamiento

Para una adecuada observación del período dictatorial resulta necesario destacar que la gestación de regularidades que fueran ad hoc al modelo económico que el capitalismo en Chile buscó implantar, a partir de 1973, no operó sobre un terreno de vacío social. La “materia social” sobre la que se tuvo que actuar ya estaba surcada por otras “domesticaciones” previas, es decir, por otros saberes que habían construido su propio orden de regularidades, identidades y prácticas a lo largo de todo el siglo xx chileno. Es por esta razón que se requirió de un disciplinamiento, pues, no es por casualidad, por accidente o excepción histórica que en Chile se violaron los derechos humanos de manera tan sistemática y se ejerció violencia sobre ciertos cuerpos y no otros: el capitalismo en Chile, para lograr sus objetivos económicos, tuvo que disciplinar porque encontró resistencia a sus prácticas. Esta resistencia provino de actores portadores de proyectos de continuidad, de cambio e innovación, quienes a partir de sus prácticas cotidianas, llevadas adelante por generaciones, habían logrado instituir un espacio social surcado por voluntades de poder específicas.

Por tal motivo, a la dictadura no le fue suficiente emprender sólo represión, sino toda una operación hegemónica, pues como grupo, que asumió para sí la intervención del referido espacio social, se jugó su capacidad de lograr que la sociedad en su conjunto hiciera suyo y aceptara su proyecto particular, de modo que éste se tornara colectivo (Ottone, 1984; Guerrero, 2004). Al momento del golpe la dictadura en formación contaba con el conjunto de los medios de comunicación social, con personal político de la gran burguesía, con las organizaciones sociales de los sectores medios (“el gremialismo”), con intelectuales y tecnócratas. También recibió el apoyo condicionado del centro político, es decir, del Partido Demócrata Cristiano y del Partido de Izquierda Radical y de parte de la Iglesia (Orellana, 1989, 26; Guerreo, 2004). En este sentido, la dictadura, en sus inicios, contaba con una importante cantidad de aparatos ideológicos del Estado2.

Sin embargo, como el momento de instalación del régimen por medio de la represión fue a tal grado brutal, el intento hegemónico de uso de los aparatos ideológicos de Estado se vio frustrado, perdiéndose el control de algunos de los que poseían gran legitimidad, como gran parte de las iglesias, que se vuelven abiertamente disfuncionales y contradictorias al régimen3, el aparato familiar4, y se presentan problemas con el aparato sindical. La dictadura encontró dificultades iniciales también en los aparatos escolar y cultural, surcados por el tejido popular que se pretendía destruir. Si se observan las cifras de las víctimas de las violaciones a los derechos humanos que aparecen en el Informe Rettig, hay una proporcionalidad siniestra entre las dificultades hegemónicas descritas y la cantidad de muertos por actividad y sector económico social.

La crisis hegemónica, por tanto, a nivel de los aparatos ideológicos de Estado, explica de alguna manera un aspecto más del ánimo fascista desatado: dado que el intento hegemónico se ve frustrado en el corto plazo, el “dispositivo del terror” se torna aún más necesario. Sin perjuicio de ello, al momento destructivo y desarticulador de la dictadura le acompañó uno de reformulación. Dicho momento positivo-productivo de las voluntades de poderío se manifestó, como en todo proceso de racionalización, en los esfuerzos de la dictadura por conquistar un espacio basándode en las redes que arrojaran sus saberes, en los intentos por forjar un terreno de regularidades que respondieran a sus valores y criterios. En otros términos: a la desarticulación de la sociedad civil, y en especial del tejido social popular “recibido” por la dictadura, le correspondió un proyecto articulador nuevo.

Al servicio de este proyecto se hizo circular un discurso ideológico específico, basado en relecturas y desplazamientos de la historia de Chile, a partir de la doctrina de seguridad nacional, el rescate de la democracia autoritaria, junto a elementos propios del fascismo clásico como el rol del conductor y la raza, y el nombre de Dios. No obstante, el discurso ideológico no se agotó en estos elementos, pues, al mismo tiempo, se intentó instalar nuevos elementos en el campo de juego. Uno de ellos tuvo que ver con la exaltación del mercado como mecanismo autorregulador de todas las esferas de lo social. Éste es el verdadero golpe a los señores políticos: “Ustedes no sólo no existen, ya que los estamos eliminando físicamente, sino que, además, ya no tienen razón de ser”.

Desde este discurso, el espacio público y la política se volvían innecesarios una vez que el mercado regula de manera “natural” la economía y el conjunto de las relaciones sociales. A la democracia representativa, por tanto, se le hizo aparecer como una ficción, que sólo daba lugar a la tiranía de los políticos (Ottone, 1984, 118; Guerrero, 2004). El Estado, en este contexto, debía jugar un rol subsidiario, de apoyo al libre desarrollo del mercado, ser su guardián protector. La “dulce niña” del canto de los carabinieri criollos lo vino a ocupar el mercado, como lo constitutivo de la democracia verdadera reducida a la libertad de consumir. Lo fundamental de esta operación hegemónica, por tanto, fue hacer desaparecer, en lo posible, el espacio de la política, reemplazándolo por la expansión del concepto de consumo.

A este respecto, cabe destacar que la efectividad del discurso ideológico no reside en su estatuto de verdad, en su coherencia interna o riqueza intelectual. De hecho, por ejemplo, el discurso de la dictadura varió en muchas ocasiones, variación que fue siempre dependiente de las necesidades planteadas por su dominio. El poder del discurso ideológico reside en la capacidad que tenga de materializarse, naturalizarse positivamente, volviéndose verosímil en cuanto logra (o no) convertir y “hacer pasar” el discurso de un grupo en lo natural-cotidiano de todos. Su “victoria”, por tanto, sólo puede ser evaluada cuando el discurso de un grupo particular ha logrado internalizar su visión de mundo con la socialización del individuo, sin restar en este análisis los elementos de fuerza y amenaza que acompañan a estos ejercicios.

La dictadura, en este sentido, recurrió a una profunda operación hegemónica en los ámbitos cultural y educacional. Estas operaciones indican claramente un más allá del momento de destrucción de los primeros años, momento que se preocupó de desarticular, por medio de la represión, la base estructural de la cultura popular y autónoma5. La dictadura, con la participación directa de la derecha chilena, controló para ello la totalidad de los medios de comunicación de masas, restringiendo el escenario de comunicación social a la reproducción del discurso ideológico de la junta, a su orden, valores y lenguaje, instalando la cultura del consumo privado6. En este movimiento de eliminación de lo colectivo y lo político, de privatización, incluso el valor de la solidaridad encontró su sustituto privado en las campañas de la Teletón, y el de la cultura por medio del Festival de Viña del Mar. Operación masiva de banalización cultural, al mismo tiempo que restricción de la alta cultura mediante precios prohibitivos, acompañados de la proliferación de best-sellers y revistas del jet-set, junto al abandono de las figuras de la cultura nacional-popular, como Pablo Neruda, Gabriela Mistral y Violeta Parra, destacando, en cambio, el chovinismo criollo patronal.

El ámbito educacional fue enfrentado por la dictadura como un frente más de la guerra convencional, aspecto que se materializó en la intervención directa de personal militar en las enseñanzas básica, media y universitaria. En la enseñanza primaria se reprodujo la exaltación a los valores patrios y militares propia de los cuarteles. Por otra parte, se mercantilizó la educación y se disminuyó el gasto público, a la par que las escuelas técnicas y profesionales se ligaron a las empresas, obteniendo estas últimas un control directo de los contenidos y valores que se impartirían a los nuevos “obreros calificados”.

Por su parte, el diseño del modelo universitario del régimen osciló entre los partidarios militaristas del disciplinamiento total, los tradicionalistas integristas católicos y el sector técnico-burocrático. Las medidas tomadas en este campo estuvieron dirigidas a la reducción del rol de la universidad como el punto de referencia cultural y de movilidad social por excelencia de la vida nacional, convirtiendo al sistema de educación superior, mediante su mercantilización, en un medio de selectividad social según origen socioeconómico, correspondiendo a cada clase social un establecimiento de educación superior “propio” (centros de formación técnica, institutos profesionales, universidades).

Sin embargo, y a pesar de estos enormes esfuerzos desplegados por la dictadura, la persistencia de la represión hasta sus últimos años es indicativa del reconocimiento de resistencias que no terminaron por desaparecer, bien sea por herencia de prácticas hegemónicas pasadas (resabios) o por el surgimiento de nuevas voluntades de poderío que buscaban modificar el nuevo orden establecido. En este sentido, si bien las transformaciones realizadas en la “materia social” fueron profundas, la dictadura no logró controlar por completo la totalidad de lo social, o para decirlo con mayor rigor: no logró instituirse como totalidad.

A este respecto, el vigoroso movimiento de lo social observado en los años 80 representaron, en nuestra opinión, el exceso que rebasó la capacidad de control de la dictadura, constituyendo un vasto territorio de fenómenos, identidades y “formas de vida” poco institucionalizadas y “nomádicas”, que rebasaron, eludieron y desafiaron los esfuerzos desplegados por el “buen orden” para codificarlos y someterlos7 (Guerrero, 2004).Este movimiento, que se hizo patente con la realización de numerosas protestas nacionales así como en el trabajo político, social y cultural desplegado sobre todo en los campos estudiantil, poblacional, sindical y gremial, quedó inscrito en nuestra memoria social como una lucha que fue llevada adelante por una multiplicidad de fuerzas, por una variedad de cuerpos en resistencia, por un enjambre de identidades en formación, acciones y subjetividades que se disputaron, en forma directa y abierta, el espacio de la política que la dictadura intentara eliminar. La política misma, por tanto, consistió en el juego de inscripciones y cruces de esa multitud, gracias a la multiplicidad que la recorría y arrastraba desbordando las formas de contenido y expresión “dictados”. Por tal motivo, si la libertad añorada sólo podía ser conseguida mediante el ejercicio decidido y soberano de prácticas de liberación, la democracia conquistada debía ser hija no tan sólo de los contenidos por los que se luchó, sino también de la forma en que éstos se forjaron y se hicieron circular. En este sentido, la calle, la asamblea, la marcha, la protesta, como instancias de roce social, de conexión de diversas relaciones desordenadas y creadoras, prometían alcanzar una democracia que fuese la expresión de esta dispersión múltiple. Así, el movimiento de lo social desplegado en aquellos años era un territorio de gestación de sociedad, al mismo tiempo que un territorio de gestación de estrategias de resistencia que conducían, en nuestra opinión, a formas distintas de hacer sociedad que el modelo trazado por las elites políticas de la transición no estuvo, a la postre, dispuesto a tolerar.

Por ello, la posdictadura proyecta algo bastante distinto a la práctica emancipadora que la posibilitó. En este sentido, la democracia actual no es sino la interrupción de los actos de democratización desplegados, de las prácticas de liberación que lograron escapar y poner en crisis los controles y codificaciones de la dictadura. Esta interrupción sólo fue posible mediante la instalación de la desmemoria como discurso hegemónico, lo que tiñó al cuerpo social de olvido: olvido de aquellos que posibilitaron la democracia y olvido de la fórmula múltiple que la hizo advenir. El efecto de este nuevo intento hegemónico fue la cristalización de los movimientos en puntos controlables y de pausa, para su “normalización” –vía un movimiento de “inclusión excluyente”– para disminuir su potencia de actuar.

La posdictadura: El segundo disciplinamiento

De acuerdo con lo recientemente señalado, el segundo disciplinamiento social es llevado adelante en democracia implicando la anulación de los diferentes modos culturales y políticos de construcción de identidades que se venían desarrollando al interior del movimiento de lo social. Esta vez lo disciplinado, por tanto, es lo que antes describimos como el exceso de la sociedad, su suplemento, con el objeto de que éste adhiriera a un sistema político particular ad hoc al modelo económico neoliberal ya impuesto, adhesión o legitimidad política que la dictadura no pudo lograr.

En efecto, el segundo disciplinamiento se vuelve necesario debido a que el escape a la dictadura devino en gran medida resistencia , es decir, los “espacios liberados” no sólo se conformaron con estrategias de supervivencia marginal, acotadas, sino que se volvieron luchas de afirmación de identidades o “formas de vida” alternativas, voluntades de poderío movilizados para la conquista de espacios, que implicaban modificar la sociedad por fuera del espacio clásico de la política, del Estado y los partidos.

Desde esta perspectiva es posible pensar, por tanto, que una vez cerrado el ciclo de movilización considerado legítimo por aquellos sectores que retornaron al ejercicio del poder, los restantes movimientos y movilizaciones comenzaron a ser etiquetados y calificados como conductas desviadas, por lo que se les aplicó políticas de control, neutralización y castigo.

A este respecto, la transición chilena a la democracia denota un proceso de “digestión” de los movimientos sociales, que utiliza a la institucionalización de los mismos como estrategia de control, en un proceso que tiene como efecto el cambio del tipo de acción colectiva, estandarizándola y cambiando el carácter de las demandas. Esto, acompañado de la promoción, como únicos modos de expresión legítimos, de la negociación, el proceso electoral y el trabajo indirecto, a través de las mediaciones de las instituciones gubernamentales.

Los partidos políticos que fueran de oposición en acuerdo con el anciane régime conformaron así un dominio regulado, en el cual los diversos fenómenos y relaciones sociales que emergieron en la lucha antidictatorial pudieron ser controlados, a partir del establecimiento de criterios compartidos por la nueva coalición gobernante y el “mundo” de la dictadura, acerca de lo válido, lo permisible y lo normal. Los partidos políticos “retomaron” su rol “natural” de autoproclamados interlocutores válidos entre la sociedad civil y el Estado, reduciendo la capacidad de influencia de los movimientos sociales en la política, cuyas demandas no se ajustaban a la transición pactada.

Es importante señalar que no toda institucionalización de los movimientos sociales ha devenido siempre en un disciplinamiento de los mismos. En países como Brasil, por ejemplo, donde los partidos políticos han sido más democráticos y abiertos a grupos diferentes a ellos mismos, los movimientos han tenido una mayor oportunidad de acceso al proceso político logrando mayor éxito en la influencia a las posiciones y prácticas de los propios partidos políticos. En Chile, por el contrario, la institucionalización ha tenido efectos excluyentes, mediante la digestión de los mismos, ya que la propia inclusión de muchos movimientos en el aparato estatal se ha constituido en la condición de posibilidad de la negación de los movimientos sociales al acceso al proceso político, articulando su propia presencia en el Estado un Estado duro, gestionado por partidos políticos elitistas que se han vuelto elitistas, hegemonizados por expertos8 (Guerrero, 2004).

El Estado chileno actual, paradójicamente, es cerrado mediante su apertura. Se ha abierto La Moneda como paseo peatonal pero no como espacio de política9 (Guerrero, 2004). La descentralización iniciada por la dictadura en 1980 sólo ha tenido el efecto de que los gobiernos locales y las municipalidades cuenten con fondos, que continúan siendo determinados y asignados por el gobierno central.

De forma tal que se puede afirmar que las elites políticas chilenas gestionan un tipo de democracia a partir de un discurso que busca hacer creer que ella es mejor servida mediante la subordinación de la participación popular a la necesidad de manutención de la estabilidad, perpetuando un sistema político que continúa siendo cerrado a las exigencias de los movimientos sociales, institucionalizando, mediante la inclusión normalizadora al aparato del Estado, la exclusión10 (Guerrero, 2004).

De manera contraria, los movimientos de lo social que sostuvieron la lucha antidictatorial, y que el discurso “transitológico” ha reconocido como una de las condiciones de posibilidad fundamentales para la propia transición, permitía la confluencia de una pluralidad de mundos y tradiciones culturales y políticas, situación que prometía el retorno a una democracia dinámica y participativa. Esta pluralidad se tornó problemática para el modelo neoliberal, económico y “cultural”, que la transición chilena, la posdictadura, asumió como propio. Por lo mismo, la administración y profundización del modelo que fue repudiado en forma unánime durante la lucha antidictatorial sólo pudo continuar mediante el recurso a un redisciplinamiento social.

¿Nuevas resistencias?

Los efectos del primer disciplinamiento, llevado adelante en dictadura, han quedado, a rasgos generales, claramente establecidos. Hacer lo mismo respecto de la posdictadura es más difícil, sobre todo porque las tecnologías de poder implementadas durante la misma aún no piensan terminar. Sin perjuicio de lo anterior, es posible señalar que ­­­­­­uno de los efectos ya palpables de este segundo disciplinamiento es el vaciamiento de la participación principalmente trabajadora y juvenil en los canales políticos clásicos, por una parte, y el surgimiento del neopopulismo de ultraderecha por otra. Los miembros activos de los “antiguos” movimientos sociales o bien se incorporaron al ejercicio de funciones estatales o se quedaron a nivel de base promoviendo la creación de redes de desarrollo local, que muchas veces vienen a llenar los vacíos que las políticas públicas del Estado van dejando. Otro sector muy numeroso simplemente “se fue para la casa”, mientras otros radicalizaron su postura y comenzaron a desarrollar acciones que son autodescritas como “antisistémicas”.

Frente a estas nuevas prácticas sociales el despliegue del disciplinamiento ya no proviene, creemos, exclusivamente del Estado. El propio discurso clásico de izquierda ha sido en muchos momentos subsumido y opera, respecto de colectivos y movimientos diversos, como dispositivos normalizantes de la diferencia (Guerrero, 1999 y 2004).

Es frente a estas nuevas formas de control y disciplinamiento social que distintos grupos y colectivos, el nuevo “exceso” de la sociedad, intentan actualmente resistir actuando de un modo distinto al concebido por los apóstoles de los canales de participación política clásicos. “El pueblo unido avanza sin partido” es una de las consignas que han acuñado algunos movimientos territoriales que se han comenzado a organizar en redes, cuyas políticas y diseños organizacionales intentan evitar vicios centralistas de antiguas experiencias de resistencia. Si estas nuevas voluntades de poder se lanzarán al futuro o, más bien, si se abrirán a sí mismas y al resto de la sociedad como futuro posible o posibilidad futura de la sociedad, y cuál será el modo en que las tecnologías de poder actualmente en uso se enfrentarán a ellas, son aspectos que aún no estamos en condiciones de dimensionar, pues forman parte de lo que está aconteciendo de modo más reciente en nuestra historia del disciplinamiento social.

Bibliografía

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Notas

1 El carácter de clase de la represión no sólo es observable en el análisis de las víctimas según actividad económica sino también en los objetivos a destruir asumidos por la dictadura, entre los que destacan, de modo directo, los movimientos sindical, estudiantil, juvenil, asociativo católico, cultural, y los partidos políticos con raigambre popular. Respecto del tratamiento del concepto de “ánimo fascista”, véase Guerrero, 2001.

2 La definición de “aparatos ideológicos de Estado” es la de Poulantzas (1976, 355-356).

3 Muchas de ellas se movilizan en defensa de los derechos humanos, como la Iglesia católica, la católica ortodoxa, las iglesias evangélicas y luteranas, metodista, la comunidad israelita y su gran rabino.

4 De los llamados comité 1 y 2 preocupados de las violaciones a los derechos humanos surgen el mismo 1973, el Comité Nacional de Refugiados y el Comité de Cooperación para la Paz en Chile; en 1974, la Agrupación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos; en 1975, la Fundación de Ayuda Social de las Iglesias Cristianas; 1976, la Agrupación de Familiares de Presos Políticos y la Vicaría de la Solidaridad; 1977, el Servicio Paz y Justicia; 1978, la Comisión Chilena de Derechos Humanos, el Comité pro Retorno de Exiliados, la Comisión Nacional pro Derechos Juveniles, la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos; 1979, el Programa Derechos Humanos (Academia de Humanismo Cristiano) y la Protección a la Infancia Dañada por los Estados de Emergencia; 1980, el Comité de Defensa de los Derechos del Pueblo y la Agrupación de Familiares de Relegados y ex relegados; 1983, la Comisión Nacional contra la Tortura y el Movimiento Contra la Tortura Sebastián Acevedo, entre otros.

5 Represión que abarcó, además de la exclusión física vía exilio, a los artistas y creadores, la prohibición de su actuación, la clausura de publicaciones, peñas, teatros, medios de comunicación de masas de la izquierda, el cierre y vaciamiento de los centros de investigación en ciencias sociales de connotación crítica, y la prohibición de toda expresión de la tradición teórica marxista, aspecto que se consagró incluso constitucionalmente. Al respecto ver Ottone, 1984, p. 121, y Brunner, 1981.

6 Así, por ejemplo, para el caso de los medios de masas, de los diez diarios de carácter nacional que existían antes del golpe se clausuraron El Siglo, Última Hora y Clarín, y son cerrados La Prensa y la Tribuna. Subsisten, por tanto, los tres diarios de El Mercurio (El Mercurio, Las Últimas Noticias y La Segunda), uno del Estado (El Cronista) y La tercera de la hora. Lo mismo ocurrió con los semanarios, radiodifusión y televisión.

7 La definición de “movimiento de lo social” es tomada de Ardite (1989, 102).

8 Un ejemplo de digestión, o “inclusión excluyente”, es lo que ocurrió con los movimientos por los derechos de las mujeres. El Estado crea en 1990 el Sernam, cuyo liderazgo, a pesar de tener un carácter conservador, ha logrado subsumir a los movimientos, dejando a éstos sin discurso ni recursos. Lo mismo es posible de constatar en el caso de los jóvenes, con el INJ; con los movimientos indígenas, con Conadi, y con los movimientos ambientalistas, con el Conama. La dureza del sistema de partidos políticos ha sido tratado por Garretón (1989, 9). Respecto a la opinión de Garretón sobre los movimientos sociales ver Garretón, 1987, pp. 111-129.

9 Este segundo disciplinamiento, el control mediante la inclusión, tiene una cara reversa que se deja observar en el cambio del tratamiento de los presos de máxima peligrosidad, cuyo hito fundamental es la construcción de la cárcel de alta seguridad en democracia. Este tópico en particular es tratado en mi ensayo antes citado “Democratización chilena y control social: La transición del encierro” (Salazar y Valderrama, 2001).

10 Esta exclusión no es exclusiva de la participación política. El modelo económico mismo, gestionado y administrado por la concertación gobernante, es señal clara del mismo fenómeno. La “transición”, así, es un complicado proceso en el que conviven la continuación y profundización del modelo político (Constitución de 1980) y económico de la dictadura –continuidad estructural en el ámbito de la transnacionalización de la economía, reforzamiento de la posición dominante en la economía del capital extranjero y de los grupos económicos internos y su consecuente concentración de patrimonio; continuidad en el traspaso de patrimonio del sector público al privado vía privatizaciones y diferentes sistemas de subsidio; continuidad en la desigual distribución del ingreso y la riqueza, entre otros–, con los esfuerzos e intenciones de democratización (Fazio, 1996 y 1997).