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Tiempo y Espacio

versión impresa ISSN 1315-9496

Tiempo y Espacio v.20 n.53 Caracas jun. 2010

 

El regreso de los “blancos pobres”. Una aproximación a la política de inmigración de canarios y españoles a Venezuela promovida a partir de 1830

Maye Primera Garcés

Universidad Católica Andrés Bello  Venezuela. maye_p@yahoo.com

Resumen

Desde el siglo XVI hasta el siglo XX, la inmigración de canarios ha sido constante y la más importante entre las que han poblado el territorio de Venezuela, en cuanto a número de individuos y grados de mestizaje. Provenían, en su mayoría, del estamento más bajo de la sociedad y eran reconocidos como blancos pobres, blancos de orilla, isleños, guanches y no como españoles, y eran considerados, con todas las limitaciones del caso, como pardos o mulatos. Cuando estalló el proceso de Independencia los más humildes se sumaron a las filas de la Corona para rebelarse contra la élite que los segregaba y oprimía, y sufrieron los embates de la Guerra a Muerte. De “pardos” o “mulatos” pasaron a ser “enemigos de la causa” y, junto con los españoles, fueron expulsados del país.

Palabras clave: canarios, inmigración, esclavitud, reconocimiento.

The return of "poor whites". An approach to immigration policy and the Spanish Canary Islands to Venezuela from 1830 promoted

Abstract

From the sixteenth to the twentieth century, immigration from the Canary Islands has been constant and most important among those who have inhabited the territory of Venezuela, in terms of number of individuals and degrees of miscegenation. They came, mostly, the lowest estate of society and were known as poor whites, white side, islanders Guanches and not Spanish, and were considered, with all the limitations of the case, as brown or mulatto. When the process of Independence broke the humblest joined the ranks of the Crown to rebel against the elite that segregated and oppressed, and suffered the ravages of war to the death. From "brown" or "mulatto" became "enemies of the cause" and, together with the Spanish, were expelled.

Keywords: Canary Islands, immigration, slavery

Recibido  09/02/2010   Aprobado  07/04/2010

Introducción

Tras la conquista de las Islas Canarias por parte de la corona de Castilla a finales siglo XV, que coincidió con el ‘descubrimiento’ de América, los isleños no han parado de atracar en los puertos venezolanos. Desde el siglo XVI hasta el siglo XX, la inmigración canaria ha sido la más importante, en número de individuos y en grado de mestizaje, entre las que han poblado en distintos periodos el territorio que se configuró en 1830 como la República de Venezuela. La entrada de canarios a Venezuela fue un hecho común a lo largo de todo el proceso de conquista y colonización, que sólo se redujo durante el periodo de Independencia y que tomó nueva fuerza a partir de 1831 (Rodríguez, 1997:150).

Provenían, fundamentalmente, de las Canarias Occidentales, y pertenecían al estamento más bajo de la sociedad. Su origen fue motivo de segregación, tanto por parte de las élites castellanas como por parte de la oligarquía criolla que a través de los años se formó en estos territorios. Blancos pobres, blancos de orilla, isleños, guanches. Así eran reconocidos los hombres y mujeres de origen canario en la sociedad colonial; no como españoles ni como americanos, a pesar de que en 1770 la Corona había equiparado sus derechos con los de los peninsulares. Eran considerados, con todas las limitaciones del caso, como pardos o mulatos, bien por su condición originaria de indígenas coloniales o por su pobreza. La mayor parte de ellos se empleaban como campesinos o artesanos -herreros, constructores de acequias, fabricantes de tejas, carpinteros-, y sólo algunos lograron incorporarse como comerciantes a la élite económica de la época o a los círculos intelectuales. En su estudio titulado Los blancos pobres, la investigadora María del Pilar Rodríguez Mesa describe de esta forma el lugar que ocupaban dentro mundo ‘de los blancos’ en la sociedad colonial venezolana:

·         El blanco que no formaba parte de la élite era conocido como criollo blanco, blanco de orilla o blanco pobre. Los mejor colocados formaban el grupo de las gentes blancas de estado llano, equivalente a la clase media. También los había pobrísimos, formando el grupo de los blancos ínfimos. Eran mayoritariamente naturales del país, es decir, criollos, y de ascendencia canaria en una proporción que puede estimarse en por encima del 85% canarios. (…) Están presentes desde el mismo momento del descubrimiento, y particularmente a partir de finales del siglo XVII y durante el siglo XVIII, lapso en que se convierten en el sostén para la política poblacional de la Corona (Ibid).

Bajo este esquema social heterogéneo, cuando estalló el proceso de independencia en los territorios de Colombia y Venezuela, se reprodujo entre los isleños el conflicto político que ocupaba a la sociedad de la época. En medio de la guerra, los canarios integrados en el seno de la oligarquía mantuana apoyaron la independencia; y los más humildes, se sumaron a las filas de la Corona para rebelarse contra la élite que los segregaba y oprimía. Los segundos fueron mayoría y sufrieron los embates de la Guerra a Muerte, declarada 1813 por el general en jefe del ejército libertador de Venezuela, Simón Bolívar, con su secuela de ejecución y expulsión para los que no tomaran como suyas las banderas de la independencia. De “blancos criollos”, de “pardos” o “mulatos”, los canarios pasaron a ser “enemigos de la causa” y, junto con los españoles, fueron expulsados del país.

Pero una vez superado el conflicto de independencia, los isleños volvieron a ser el elemento repoblador más importante en estos territorios. El Gobierno de la República de Venezuela que se instaló en 1830 promovió su inmigración para remediar la devastación que había dejado la guerra, en la que casi un tercio de la población había muerto. Los campos estaban abandonados y, a lo largo de la historia colonial, los canarios habían demostrado ser agricultores competentes para sembrarlos. En 1831 el Congreso venezolano aprobó la primera Ley de Inmigración, diseñada exclusivamente aupar la llegada de isleños. El Estado les ofrecía tierras, carta de naturalización y luego, fondos para sufragar sus gastos, gracias a un decreto aprobado en 1832. Estos beneficios fueron extendiéndose después a favor de los españoles peninsulares y más tarde, hacia los inmigrantes europeos en general. Tales medidas fueron trazadas con un doble propósito: como una forma de reactivar la mermada economía del Estado que recién se fundaba, y como un gesto de buena voluntad para procurar el reconocimiento de la República por parte del reino de España. Pero las consecuencias de su aplicación no siempre equivalieron a los nobles propósitos que se plantearon los legisladores al aprobar las leyes y decretos que le dieron forma a esta política de Estado. La aspiración de esta investigación es, precisamente, analizar sus efectos, específicamente en lo que toca a la instalación en el país y en el regreso de canarios y españoles. 4

De pardos a enemigos de la causa

La Guerra a Muerte les otorgó a los isleños la ‘igualdad social’ que la paz les negó durante siglos. En una línea, el brigadier de la Unión y general en jefe del ejército del libertador de Venezuela, Simón Bolívar, equiparó en venganza a españoles y canarios, como no lo había logrado en derechos la resolución adoptada por la Corona española en 1770, cuando declaró en su proclama a los venezolanos del 15 de junio de 1813:

Nosotros somos enviados á destruir á los españoles, á protejer á los americanos y á restablecer los gobiernos que formaban la confederación de Venezuela (…) Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de Venezuela. Americanos, contad con la vida aun cuando seais culpables (Blanco y Azpúrua, 1978: 622).

Para entonces, ya había entrado a Caracas el capitán de fragata Domingo de Monteverde y Ribas -tinerfeño, nacido en San Cristóbal de La Laguna en 1773- con la misión de reestablecer el orden monárquico, roto por el “acta insurreccional” del 19 de abril de 1810 que erigió un nuevo gobierno en esos territorios invocando la soberanía nacional. Monteverde fue llamado “El Pacificador”, luego de que el 12 de julio de 1812 lograra la firma la Capitulación a su favor que puso fin a la Primera República, instalada el 19 de abril. Bajo su mando se aglutinaron los rebeldes canarios, en especial los más humildes, que desde 1810 se habían rebelado contra el poder de la oligarquía caraqueña y que automáticamente se habían convertido en enemigos de la causa independentista.

A pocos meses del 19 de abril, ya se había perfilado entre algunos patricios caraqueños la idea de que eran los ‘blancos pobres’, antes que la Corona, el enemigo a vencer; que las castas, los pardos, podían actuar en su contra. En octubre de ese año, uno de los firmantes del acta de abril, José Félix Ribas, recorrió las calles de Caracas pidiendo la expulsión de españoles y canarios del territorio venezolano, y casi un año después, el 5 de julio de 1811, la proclamación de la Independencia por parte del Cabildo de Caracas trajo consigo una reacción violenta de la élite contra los pequeños comerciantes canarios criollos. “En general se persigue a españoles y canarios, realistas o no, nacidos dentro o fuera de Venezuela, que fueron entregados a la persecución de la milicia subalterna republicana”, apunta María del Pilar Rodríguez Mesa (Rodríguez, 1997: 160). Seis días después, el 11 de julio de 1810, se alzaron los canarios de la Sabana del Teque, al norte de Caracas, y protagonizaron la rebelión que la historiografía denominó más tarde como “La Isleñada” o “La Revolución de los Isleños”. “La Isleñada” fue duramente repelida por las fuerzas al mando de Francisco de Miranda. Dieciséis de los sublevados -entre ellos dos de los cabecillas del movimiento, el caraqueño José María Sánchez y el canario Juan Díaz Flores- fueron fusilados, luego colgados y decapitados, y sus cabezas fueron exhibidas en jaulas de madera por las calles de Caracas. Mientras esto sucedía en la capital, en Valencia triunfaba también una insurrección de pardos, en la que participó un considerable número de canarios, que manifestaban su fidelidad al rey español Fernando VII; pero la ciudad fue sitiada, hasta que se resolvió la Capitulación a favor de Miranda.

En este contexto, la llegada de Domingo Monteverde representó una clara opción de poder para los canarios, que ya habían sido abatidos en rebeliones anteriores, y por ende, para los sectores más populares de la sociedad de la época. Monteverde se convirtió, a decir de María del Pilar Rodríguez, en el “caudillo del pueblo llano”. Al tomar el poder, su gobierno se apoyó en los canarios y en su descendencia, dejando de lado a los españoles americanos.

La etapa más cruenta de la guerra civil ocurrió a partir de febrero de 1813, cuando Simón Bolívar recibió la autorización del gobierno del neogranadino para invadir Venezuela. La Guerra a Muerte contra españoles y canarios, que fue proclamada formalmente Bolívar en julio de ese año, comenzó a instrumentarse en abril con el fusilamiento de dos españoles en la Villa de San Cristóbal por parte de Antonio Nicolás Briceño -abogado y miembro del Congreso devenido en verdugo de la revolución-, quien había urdido un plan sobre cómo hacer la guerra a España: “Esta guerra se dirige en su primer y principal fin á destruir en Venezuela la raza maldita de los españoles europeos, en que van incluidos los isleños, puesto que no debe quedar ni uno solo vivo”1, escribió Briceño en una publicación hecha en Cartagena el 16 de enero de ese año.

Luego de declarar la Guerra a Muerte, el 28 de junio de 1813 Bolívar envía otra proclama a españoles y canarios en la que les advertía que sólo tenían dos opciones si aspiraban seguir viviendo: pasar al ejército libertador, con lo cual incluso podrían 1 La cita es una copia que hacen los compiladores Ramón Azpúrua y José Félix Blanco en Documentos para la historia de la vida pública del Libertador, p. 633, de la Historia de la Revolución de la República de Colombia. 6

conservar sus propiedades, o abandonar el país. La oferta culmina con el siguiente párrafo:

Por última vez, españoles y canarios, oid la voz de la justicia y de la clemencia. Si preferis nuestra causa á la de los tiranos, sereis perdonados y disfrutareis de vuestros bienes, vidas y honor; y si persistis en ser nuestros enemigos, alejaos de nuestro pais o preparaos a morir (Blanco y Azpúrua, 1978: 632).

Esta etapa del conflicto se cerró cuando, el 4 de agosto de 1813, capituló el gobierno de Monteverde en La Victoria y el 14 octubre siguiente el Cabildo de Caracas le concedió a Simón Bolívar el grado de capitán general de los ejércitos de Venezuela y el título de Libertador. A finales de ese año, sin embargo, hubo otra rebelión popular en los llanos, que condujo en 1814 a la pérdida de la Segunda República, y que fue comandada también por canarios: por cuatro isleños y por un asturiano asimilado como tal, José Tomás Boves.

Muerto Boves, en 1814, el restaurado rey Fernando VII envió a Venezuela en 1815 una expedición pacificadora liderada por Pablo Morillo, que establece su gobierno hasta 1821. El 24 de junio de ese año se libró la Batalla de Carabobo, y como consecuencia del triunfo de los patriotas, se aprueba oficialmente la conformación de la República de Colombia, que nace de la unión de los territorios de Venezuela y de la Nueva Granada.

Instalado el Congreso de Cúcuta, éste aprueba el 18 de octubre de 1821 la expulsión de los españoles y canarios desafectos a la causa republicana. Siete años más tarde, investido como Jefe Supremo y dictador, Simón Bolívar también prohibió por vía decreto que los españoles contrajeran matrimonio con mujeres venezolanas. Todas estas circunstancias contribuyeron a que la migración de isleños y peninsulares, que había sido sostenida hasta 1809, sufriera un descenso considerable. Una situación que no cambió hasta 1831 cuando, por iniciativa de la nueva República de Venezuela, comenzó el regreso a casa los blancos pobres.

1831: el regreso “a casa”

Españoles y canarios, contad con tierras y con carta de naturalización. Ese fue el sentido general de la política de inmigración que el Gobierno del general José Antonio Páez concibió a partir de 1831, para promover el regreso de familias laboriosas que repoblaran el territorio de la República, devastado por la Guerra de Independencia, y que contribuyeran al progreso de la civilización y al desarrollo de la riqueza. También era una señal que la nueva autoridad de Venezuela enviaba a la península: un gesto de buena voluntad, traducido en los decretos que a partir de entonces fueron promulgados para otorgar mayores y mejores garantías a los españoles y sus bienes, con el fin último de lograr el reconocimiento de la República por parte del Reino de España.

La primera mirada del Gobierno y de los legisladores para el desarrollo de esta política se dirigió a la población canaria con la aprobación del Congreso del decreto del 13 de junio de 1831, “autorizando al Poder Ejecutivo para promover la inmigración de canarios” (Leyes y Decretos de Venezuela 1830-1850: 92). Los isleños eran los elegidos, decía el texto legal, porque podían trasladarse con facilidad al país, porque su religión, sus costumbres e idioma eran los mismos que los de los nuevos venezolanos y porque “su economía y laboriosidad” eran “medios ciertos y honestos de prosperar, experimentados ya en nuestros fértiles campos”. El presidente de Venezuela de entonces, José Antonio Páez, se refirió a este decreto en sus Memorias, en los siguientes términos:

(…) Uno de los más importantes decretos (de 1831) fue el que tenia por objeto promover la inmigración de canarios. Venezuela, escasa de población á consecuencia de la guerra, abandonado su territorio por muchos de sus hijos, que extraviados se obstinaban en no aceptar una ciudadanía independiente tenia necesidad premiosa de abrir los puertos á la inmigración extranjera para tener brazos con que cultivar las riquezas de su fértil territorio, sobrado extenso para admitir el ingreso de la población exuberante de otros puntos. La experiencia había demostrado que los habitantes de las Canarias eran los que con mayores ventajas y con mejores seguridades de buen éxito podían satisfacer los deseos y exigencias de los hacendados, y así el Congreso autorizo al Ejecutivo para promover con ofertas generosas la emigración de aquellas islas (Páez, 1869: Volumen II, 159).

Por medio de este decreto, su Gobierno se comprometía a otorgar todas las garantías posibles a los nuevos pobladores canarios: el artículo primero establecía que todos los gastos inherentes a su traslado correrían por cuenta de un fondo extraordinario reservado por el Ejecutivo para los “imprevistos”; el artículo segundo, que quienes llegaran desde las Islas Canarias recibirían carta de naturaleza tan pronto pisaran tierras venezolanas; el tercero, eximía a los inmigrantes del servicio de las armas y de toda contribución en sus establecimientos agrícolas por espacio de diez años; y el artículo cuarto, estipulaba que se le concediera a cada individuo solo o padre de familia las tierras baldías o fanegas que pidiera y pudiera cultivar, expidiéndole a cada uno el título de propiedad correspondiente. Como incentivo adicional, a finales de 1832 el Congreso reservó la suma de 8.000 pesos para sufragar los costos de pasajes e instalación de los inmigrantes isleños en el país: un 0,6% del presupuesto de la nación, que para el periodo 1832-1833 era de 1.209.213, 20 pesos (Leyes y Decretos de Venezuela 1830-1850:112). Cada centavo, cada esfuerzo, estaba justificado, en opinión de Páez:

Estas y aun mas generosas concesiones no fueron entonces ni serian hoy exceso de liberalidad, sino una medida de salvación para Venezuela, cuya pobreza y contínuo malestar provienen, entre otras causas, de las escasez de brazos inteligentes y de la falta de interés por mantener la paz y el orden que tiene el ciudadano cuando la propiedad territorial no está distribuida entre el mayor número de los habitantes. No puede en un país desarrollarse la riqueza material si no hay población para explotarla, y no hay elemento que mas moralice á los hombres y les haga amar la patria como el cultivo de la tierra, cuya posesión ha de pasar, con todas sus mejoras, de las manos de un padre laborioso a las de hijos en su prosperidad igualmente interesados (Páez, 1869: 160).

Hernández González (1997: 65) atribuye la decisión de Páez de abrir las fronteras a los canarios, antes que a cualquier otra comunidad de extranjeros, a que durante los años veinte del siglo XIX se hizo patente por parte de los isleños la aceptación del nuevo orden político que se establecía en Venezuela. También a que muchos de los que habían sobrevivido a la Guerra de Independencia, e incluso una parte de los que se habían exiliado en las islas de Cuba y Puerto Rico como consecuencia de ésta, habían manifestado su voluntad de volver a Venezuela y de nacionalizarse.

El 14 de junio de 1831, el Gobierno también tendió un puente hacia los españoles peninsulares. Ese día el Congreso promulgó un decreto para favorecer su permanencia en la República: el que derogaba la prohibición de que los hombres españoles contrajeran matrimonio con mujeres venezolanas, establecida en tiempos de la última dictadura de Simón Bolívar. El 8 de noviembre de 1828, investido como Jefe Supremo del Estado, Bolívar había ordenado a José Antonio Páez, para la época jefe superior, civil y militar de Venezuela, que aprobara un decreto para prohibir mientras duraba la guerra de Colombia con España “contraer matrimonio del español en la República colombiana” (Blanco y Azpúrua, 1978:182). Así lo hizo Páez entonces. Y tres años más tarde, tras la separación de Venezuela de Colombia y siendo Presidente de la República, él mismo decidió también revertir la medida, bajo los siguientes considerandos:

1º Que semejante disposicion está en pugna con los principios de libertad y filantropía de un Gobierno republicano y liberal, tal como el que ha adoptado Venezuela; 2º Que la misma al paso que contribuye á impedir el incremento de la poblacion de que tanto necesita el Estado, y por consiguiente de su agricultura y artes, propende tambien á la corrupción moral (Leyes y Decretos de Venezuela 1830-1850: 93).

Hasta ese momento, sin embargo, la búsqueda de reconocimiento político de la República de Venezuela por parte de España no era una razón explícita en los textos de los decretos que favorecían la instalación de españoles y canarios en el país. Lo eran, en cambio, la necesidad de atraer a inmigrantes extranjeros que cooperaran con el adelantamiento de la nación, que cultivaran la tierra e hicieran florecer la industria; la idea de desarrollar las riquezas y perfeccionar la asociación política; y la invocación a principios republicanos y liberales.

Fue a partir del 29 de abril de 1831, con la promulgación del decreto que permitía “la importación de productos de España y la entrada y (el) establecimiento de españoles en el país, cuando el Gobierno dejó testimonio escrito en las leyes promulgadas de su intención de establecer relaciones con el Reino de España. Lo hizo a través de un único considerando en el que el legislador argumentaba que, “asegurada la Independencia de la República, (Venezuela)” estaba “animada de los mejores deseos de entrar en relaciones con la España, siempre que ella reconozca la justicia de su causa”, y que, por tanto, también era “conveniente que Venezuela dé pruebas de sus favorables disposiciones” (Ibídem: 107). Con este decreto, quedaron revocados otros dos aprobados por la administración de Simón Bolívar el 24 de noviembre de 1826 y el 18 de noviembre de 1828, respectivamente: uno que prohibía la entrada de los súbditos del reino de España a tierras colombianas (ahora, venezolanas); y el segundo, que sólo permitía el desembarco en Colombia de frutos y manufacturas españolas que fuesen transportadas a bordo de buques neutrales, siempre y cuando éste no fuese propiedad de un español ni viajara en él ni un solo sobrecargo de esa nacionalidad. De esta forma y a partir de entonces, comenzaron a ser oficialmente bienvenidos todos aquellos súbditos del rey que llegaran a puertos venezolanos “con designio de establecerse o de negociar en el país”.

Con la apertura de los puertos a las mercancías españolas, la balanza comercial entre España y Venezuela se vio robustecida. Según cifras aportadas por José Antonio Páez en su autobiografía, en el año económico de 1831 al 32 se importaron bienes españoles hacia Venezuela por el valor de 123.801 pesos y se exportaron productos en sentido contrario por el orden de los 338.386 pesos, entre los cuales el cacao figuraba como el rubro de mayor interés comercial para la Península (Páez, 1869: 302). Por otra parte, el grave estado de salud del rey Fernando VII, y los escarceos políticos que ya estaba generando en España su inminente fallecimiento, también provocaron nuevos cálculos políticos en el Gobierno de Venezuela. En marzo de 1830 Fernando VII había promulgado y hecho efectiva la Pragmática Sanción de 1830: una norma que derogaba la Ley Sálica aprobada por Felipe V de España y que establecía que, si al momento de su muerte el rey no tenía heredero varón, heredaría el trono su hija mayor. En la práctica, esta ley favorecía en la sucesión a la mayor de las hijas de Fernando VII, María Isabel Luisa: nacida el 10 de octubre de 1830 y coronada más tarde como Isabel II. Esto despertó la ira del hermano del rey, el infante Carlos María Isidro de Borbón, quien aspiraba hacerse del trono con el apoyo de una corriente realista, y dio comienzo al conflicto que luego se denominó la Guerra Carlista.

En medio de tales circunstancias, Páez confiaba en que, si tras la muerte del rey el partido absolutista lograba colocar en el trono al infante Don Carlos o si el partido liberal entronizaba a la hija de Fernando VII, era “muy probable” que los súbditos españoles que no desearan involucrarse en “las calamidades de una guerra intestina” buscaran asilo en suelo extranjero. Así describe el presidente venezolano las nuevas perspectivas que se abrían para Venezuela en la política internacional y en el comercio:

A Venezuela entónces se le presentaba la buena oportunidad de aumentar su población, pues la identidad idioma y de costumbres, y la facilidad de aclimatación convidaba á los emigrados españoles á fijar su residencia en los territorios americanos. Tambien el interes comercial de Venezuela estaba interesado en que España reconociera su independencia, pues esta nacion era la que consumía más cacao (…) Estas ventajas me hicieron comprender en 1833 la necesidad de iniciar una negociación diplomática para lograr de España el reconocimiento de nuestra independencia, ó cuando menos un tratado de tregua (Ibíd).

Con ese objetivo en mente, Páez dio inicio a una primera fase de negociaciones con España, que se prolongó entre los años 1833 y 1836. Como primera medida, durante 1833 el Gobierno venezolano buscó la mediación de Francia e Inglaterra por dos razones: porque París había demostrado tener un poderoso influjo en las decisiones del gabinete español, y porque Londres ya había adelantado algunas gestiones para lograr el reconocimiento de Venezuela. En tal sentido, el Gobierno nombró como agente de negociación a Alejo Fortique, quien ya estaba residenciado en Londres. La diligencia despertó sospechas en algunos sectores de la República, como en Apure, donde corrió el rumor de que Páez pretendía vender territorio a los ingleses como pago a la deuda nacional, o a los españoles a cambio de reconocimiento, sin que esto acarreara mayores consecuencias.

El 29 de septiembre de 1833 falleció finalmente el rey Fernando VII y, como para la fecha María Isabel Luisa sólo tenía tres años de edad, asumió el trono en su lugar la reina María Cristina de Borbón, quien desde entonces y hasta el 17 de octubre de 1840 fue Regente del Reino. A ella dirigió José Antonio Páez una carta, fechada del 20 de diciembre de 1833, en los siguientes términos:

Muy alta y poderosa Princesa:

La sabiduría y la liberalidad que caracterizan la administración de V.M., á la vez que excitan la admiración y gratitud del pueblo español, inspiran á Venezuela la esperanza de ver terminada honrosamente la guerra, que para llegar á la condición en que hoy se encuentra de estado libre é independiente, se vió en la necesidad de sostener. Venezuela, en otros tiempos parte de los dominios de los ilustres ascendientes de Vuestra Excelsa Hija, hoy por dispensaciones de la Divina Providencia, sólo depende de sí misma; y olvidando las desgracias en que ha sido probada su constancia, sólo ve en Vos el Genio del bien, y la persona escogida para establecer con estos pueblos las relaciones que la naturaleza, la religión y el idioma están designando á españoles y venezolanos. Sus puertos, sus campos, sus hogares, los brinda Venezuela independiente á la Nación española; y además le ofrece su amistad y su comercio como á la nación mas favorecida (Ibídem: 304).

Para la fecha, Páez, urgido por comenzar las negociaciones, le había encargado al general Mariano Montilla la misión de acreditarse como ministro plenipotenciario de la República en Inglaterra. El 9 de diciembre de 1833, Montilla viajó a Londres por vía de Jamaica, para explorar si éste gobierno tenía la disposición de acreditarlo. En caso de lograrlo, pasaría a España bajo la garantía de Inglaterra para iniciar allí negociaciones con la corona.

La misión se cumplió a medias. El 1 de octubre de 1834 el Marqués de Miraflores, representante de España en la Cuádruple Alianza de 1834 entre su país, Gran Bretaña, Francia y Portugal, otorgó a Montilla pasaporte para entrar a España, con una carta dirigida a don Francisco Martínez de la Roa, primer ministro de Estado de su majestad, que decía: “Ojalá que este último documento que firmo en mi corta campaña diplomática sea el iris de paz para el Nuevo Mundo, y para nuestra vieja España el precursor de ventajas que abandonó la imprevisión y el fanatismo” (Ibídem: 306). Pero el general Montilla tuvo que volver a Venezuela el 5 de diciembre de 1834 porque la cámara de representantes había negado los fondos para el establecimiento de la legación y porque su salud así lo requería. Para esa fecha, al menos había logrado que Inglaterra reconociera a Venezuela como Estado independiente y declarase extensivos a la República los beneficios del tratado suscrito con Colombia en 1825 y ratificado en Caracas por el congreso de 1830.

El lugar de Montilla lo ocupó el general Carlos Soublette, quien el 24 de abril de 1835 tuvo su primera conferencia con Martínez de la Rosa para tratar el asunto del reconocimiento. Luego hubo una segunda y una tercera reunión entre el ministro de Estado y el enviado de Venezuela. Pero las negociaciones no avanzaron. A cambio del reconocimiento de la República, España pedía para sí que se honraran sus derechos en América y se resarcieran los daños y perjuicios que hubieran recibido en sus bienes y propiedades como consecuencia de la revolución americana: que sus súbditos y el reino recibieran indemnizaciones por los bienes confiscados y por las deudas contraídas sobre su erario por las autoridades españolas desde que rigieron el país y hasta que dejaron de gobernarlo. Soublette no accedió a tales peticiones y se embarcó de regreso a Venezuela, donde se encargó del Poder Ejecutivo tras la renuncia del presidente José María Vargas.

A la par de estas negociaciones, el Congreso de Venezuela seguía aprobando decretos que contribuyeran a ablandar el juicio que sobre la República tenía el reino de España. El 7 de marzo de 1834, los legisladores establecieron una nueva norma con la que aumentaban de 8.000 a 15.000 pesos los gastos “para proteger directamente la inmigración de canarios”. Años más tarde, al escribir sus memorias en 1867, José Antonio Páez reconoció como un error que los isleños hubiesen sido hasta esta fecha los más favorecidos cuando se trató, en su primer gobierno, de introducir extranjeros al país:

Si bien los habitantes de las Canarias son hombres muy idóneos para las faenas del campo, no debio siempre pensarse solo en ellos cuando se ha tratado de inmigración extranjera, pues estas y mayores ventajas pueden proporcionar los europeos que en los Estados Unidos han dado buenos resultados. Aprovechándose del decreto sobre libertad de cultos, el Congreso debió invitar á los alemanes, ingleses, irlandeses, que entónces como ahora son pueblos dispuestos á cambiar su patria por cualquiera otra que les ofrezca ventajas positivas (Ibídem: 209).

Los beneficios que hasta 1834 eran exclusivos de la comunidad canaria se ampliaron a la inmigración general de extranjeros con la promulgación de la Ley del 19 de mayo de 1837. Para el Congreso era “conveniente hacer extensivas las concesiones que se hicieron á los canarios por el decreto del 13 de junio de 1831, á todos los13 europeos que quieran venir á la República a dedicarse á la agricultura ó á otras empresas útiles”. Más allá de la letra, la aplicación de la nueva ley trajo consigo consecuencias de hecho distintas a las motivaciones que se plantearon los legisladores al aprobarla. Por una parte, generó conflictos locales con la Iglesia católica, producto de la instalación en el país de inmigrantes que profesaban una fe distinta a la del Papa de Roma. Y por otra, terminó de consolidar el negocio ilegal del traslado de canarios desde las islas hacia Venezuela, que floreció en el país desde 1836, cuando la Corona española prohibió expresamente la emigración de sus súbditos a tierras hispanoamericanas.

La blanca esclavitud

Más que a los canarios, españoles o europeos en general que buscaban futuro en tierras venezolanas, la Ley del 19 de mayo de 1837 aprobada para proteger la inmigración de todos ellos favoreció a los empresarios: a quienes contaban con los medios para hacer que los nuevos pobladores llegaran a los puertos de Venezuela. El artículo primero de esta norma se refiere expresamente a los beneficios de los que gozarían “los empresarios que traigan inmigrados europeos ó de las Islas Canarias luego de que estos pisen el territorio de la República y obtengan la carta de naturaleza” (Leyes y Decretos de Venezuela 1830-1850: 293). Beneficios que se traducían en pesos al concedérseles los siguientes montos, calculados según la edad y la potencial productividad de la mano de obra que desembarcaban en el país: (…) la cantidad de treinta pesos por cada persona que esté comprendida en la edad de siete á cincuenta años; y la de diez pesos por cada una de las menores de siete años; por cada uno de los padres ó madres de familias que se trasladen con ellas, se conceden treinta pesos aunque excedan de cincuenta años (Ibíd).

El artículo segundo de la ley agregaba que tales cantidades serían pagadas a los empresarios como descuento de los derechos de importación de los efectos que introdujeran al país para el sostén y el adelantamiento de las empresas a los que destinaran a los inmigrados. El único requisito indispensable para hacer efectivos estos favores que les concedía la legislación venezolana era que los nuevos pobladores prestaran juramento de obediencia a la Constitución y leyes de la República venezolana. Luego debían ser presentados por los empresarios al Gobernador de la provincia respectiva o al jefe político del cantón, e inscritos en un registro en el que quedaban expresados su “nombre, sexo, edad, naturaleza, profesión ó industria y señas más notables” (Ibíd).

Los baldíos, que según legislaciones anteriores debían ser entregados directamente a los inmigrantes, fueron concedidos también a los empresarios: a partir de la aprobación de esta ley, el Poder Ejecutivo podía asignarles tantos terrenos como solicitaran, “siempre que se comprometan a cultivarlos con los inmigrados en el preciso término de cuatro años contados desde el día en que se le dé posesión” (Ibíd). La asignación de la cantidad de tierras guardaba también relación con la calidad de la mano de obra que el empresario había traído consigo para trabajarlas: por cada inmigrante mayor de 10 años, sin reparo de su sexo, podían obtener hasta tres fanegadas, cada una equivalente a la doceava parte de una hectárea. Si al cabo de cuatro años el empresario demostraba que había cultivado la totalidad de sus terrenos con caña o frutos mayores, y que en esa labor había empleado a los inmigrantes, la Ley del 19 de mayo facultaba al Poder Ejecutivo para cederle la propiedad de los terrenos; de lo contrario, éstos volverían a manos de la República.

El penúltimo artículo de la ley, el séptimo, mencionaba que los inmigrantes que llegaran a Venezuela podían gozar también de todas estas condiciones, “independientemente de toda empresa”. Pero, justamente, la dificultad era llegar por cuenta propia a puertos venezolanos. Muchos de estos inmigrantes -en especial, los canarios- eran campesinos que no contaban con medios económicos suficientes para sufragar los costos de su viaje. De allí que eligieran el ‘auxilio’ de los empresarios y que se comprometieran voluntariamente a prestarle sus servicios mediante la figura de las “contratas” que éstos les ofrecían, para viajar con ellos al Nuevo Mundo y pagar después el precio de su pasaje hasta con cuatro o cinco años de trabajo esclavizante; periodos coincidían con el tiempo que le tomaría al empresario ‘ganarse’ la titularidad de las tierras prometidas en la Ley del 19 de mayo de 1837.

Desde el punto de vista legal, la explotación a la que eran sometidos los inmigrantes canarios no era considerada una forma de esclavitud. Por el contrario, desde su instalación en 1830, el Congreso Constituyente de Venezuela había declarado su voluntad de proscribir paulatinamente ese sistema de servidumbre. Es así que el 1 de octubre de 1830, el Congreso aprobó un decreto para abolir “la alcabala en la venta de esclavos y frutos que se consumen en el país” (Ibídem: 37), bajo la consideración de que el derecho vigente era “contrario á la filantropía y aun á los deseos de la nación colombiana”, que los había exceptuado en una ley anterior, aprobada el 3 de octubre de 1821. El 2 de octubre de 1830, además, el Poder Legislativo también reformó la Ley de Manumisión promulgada en 1821, también bajo el argumento de que “la abolición gradual de la esclavitud ha sido objeto de vivas solicitudes del Gobierno de Venezuela y del unido de Colombia” (Ibídem, 46). Dicha reforma establecía los mecanismos según los cuales serían liberados del poder de sus amos quienes vivían bajo la esclavitud hasta la fecha, y prohibía expresamente la introducción de nuevos esclavos dentro del territorio o la venta fuera de éste de quienes que ya se encontraban en el país. También establecía la creación de un Fondo de Manumisión que sería empleado para sufragar los costos de la libertad, y los supuestos de elección de los esclavos serían manumitidos: tendrían preferencia, por ejemplo, los esclavos más ancianos y los más “honrados e industriosos” (Ibídem: 47).

Sin embargo, bajo el amparo de la legalidad que le otorgaba el Estado, y en un periodo en el que escaseaba la mano de obra campesina y seguía vigente la prohibición impuesta por la Corona española a sus súbditos para que emigraran hacia Hispanoamérica, se gestó una nueva forma de esclavitud blanca, en perjuicio de los inmigrantes canarios. Hernández González, 1997, la describe de la siguiente manera:

Para sectores de las clases dominantes insulares la migración no sólo era un alivio ante la crisis, sino también un lucrativo negocio. Colaboraron en la recluta y el traslado de los emigrantes, e incluso invirtieron directamente en las contratas, enriqueciéndose con ese inhumano comercio. La desidia, cuando no la complicidad de las autoridades, explica la impunidad y la naturalidad con que acontecía una emigración que estaba expresamente prohibida (por la corona española). Se argumentaría para proceder de esta forma invocando la flexibilidad de los poderes públicos por las graves consecuencias que traería consigo la aplicación estricta de la prohibición. Las contratas no sólo tenían validez jurídica en Venezuela, sino también sorprendentemente en Canarias. Al fin y al cabo continuaban con una ‘tradición’ amparada moral y socialmente, la de la emigración ‘clandestina’, tan característica de la época colonial (p. 71).

En los campos, agrega el autor, se obligaba a los inmigrantes canarios a trabajar desde el amanecer hasta la puesta de sol durante cuatro años, prorrogables por dos años en caso de que incumplieran alguna de las condiciones de trabajo impuestas por la empresa. Del salario que devengaban -seis pesos y medio real mensuales, en el caso de los hombres de 18 a 40 años de edad- el empresario descontaba el costo de pasajes y los días no trabajados por enfermedad. El saldo final era impagable, subraya Hernández González:

Los campesinos no podían hacer frente a las deudas acumuladas, pese a trabajar 18 horas diarias, con el resultado de que al cabo de 4 ó 5 años de trabajo seguían debiendo el doble o el triple de lo que les habían importado su pasaje. Su respuesta fue la deserción. Los periódicos anunciaban sus fugas y solicitaban su búsqueda y castigo, tal y como si se tratase de esclavos fugitivos. En 1841, apenas recién llegados, se evadieron 84 (p. 72).

En tanto, los negocios entre la Corona española y la República de Venezuela marchaban cada vez mejor. Un mes y medio antes de la promulgación de la Ley del 19 de mayo, el 30 de marzo de 1837 (Leyes y Decretos de Venezuela 1830-1850: 281), el Congreso Constituyente había aprobado un decreto que permitía la entrada a los puertos del país de los buques mercantes españoles. Éste derogaba el decreto anterior del 29 de abril de 1832, que sólo autorizaba el ingreso de los productos y manufacturas de España a través de los puertos venezolanos, siempre y cuando fuesen transportados en buques neutrales. Luego, el 13 de marzo de 1838, en plena vigencia de la ley que otorgaba laxas concesiones a la traída de inmigrantes canarios y europeos en general, el Gobierno de Venezuela terminó por igualar los buques españoles con los venezolanos en el pago de derechos de puertos. La razón: que la Corona ya había admitido también el ingreso de buques y mercancías venezolanas a las costas de la Península a través de un decreto aprobado el 12 de septiembre de 1837, “en el deseo mutuo de estrechar las relaciones de ambos pueblos” (Ibídem: 306).

En 1839, los asuntos binacionales eran aún más prósperos. En ese, el primer año del segundo gobierno de Páez, Venezuela reconoció todos los capitales hipotecados por el gobierno español sobre las tesorerías de la República hasta la fecha en que éste dejó de dominar las provincias que ahora conformaban el nuevo espacio territorial de Venezuela. También admitió como deuda doméstica el valor por el que fueron valuadas las propiedades particulares que confiscó y adjudicó la República en virtud de las leyes de secuestro y de distribución de bienes nacionales; y se comprometió a devolver a sus antiguos dueños aquellas propiedades que, secuestradas, permanecieran aún en manos del Gobierno.

Fue 1839 el mismo año en que el Congreso negó su consentimiento a la aprobación de un tratado que ya habían suscrito Venezuela y el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda el 19 de mayo de 1837 sobre la extinción del tráfico de esclavos. Éste ordenaba imponer “el más severo castigo a los ciudadanos de la República que bajo cualquier pretexto tomen parte en el comercio de esclavos” (Ibídem: 371) y para impedir “cualquier infracción en el espíritu del tratado” contemplaba, por ejemplo, detener y someter a juicio a todo buque mercante venezolano o británico que se sospechara pudiese estar siendo empleado en el tráfico de personas. Podía ser conducido a juicio cualquier barco que tuviese entre sus aparejos cosas como “un caldero de extraordinarias dimensiones y mayor que el necesario para el uso de la tripulación del buque en calidad de mercante”, “una cantidad de agua en toneles ó cisternas mayor de la necesaria para el consumo de la tripulación”, o “una extraordinaria cantidad de arroz, harina del Brasil, manioque ó casave”. Es decir: todo aquello, sin duda, que podría llevar abordo un barco dedicado a transportar inmigrantes canarios comprometidos a trabajar como esclavos en los campos venezolanos, durante los cuatro o seis años siguientes.

Planes frustrados, pero salvadores

Los planes de inmigración que se habían figurado el Gobierno y los legisladores de 1830 no se desarrollaron con la pureza de principios con las que fueron plasmados en el papel. Y Páez (1869) lo reconoció así años más tarde e insistió, sin embargo, en el potencial salvador de su esfuerzo al escribir en su autobiografía:

Por frustrados que hayan sido los planes para atraer población extrangera á (sic) nuestra patria, no debe nunca abandonarse tan salvadora idea, cuya importancia puede graduarse viendo los resultados producidos en la América del Norte (p. 334).

Durante su segundo mandato, el 12 de mayo de 1840, fue promulgada una última Ley de Inmigración que tuvo nuevamente como objetivo favorecer a la inmigración europea, especialmente la de aquellos particulares que no contaban con el auxilio de empresarios, y corregir de algún modo los entuertos que había fomentado la ley del 19 de mayo de 1837. Si bien este nuevo texto incorporaba en uno de sus títulos cinco artículos destinados a brindar “auxilio á los empresarios de inmigración” y a establecer “los deberes de éstos” (Leyes y Decretos de Venezuela 1830-1850: 439), también incluía otros nueve para garantizar expresamente los “privilegios de los inmigrados”, que no habían sido atendidos hasta entonces.

Entre otras modificaciones, la nueva ley, que derogaba la anterior, obligaba a los empresarios a presentar a las autoridades los contratos que hubiesen celebrado con los inmigrantes, donde debían constar “todas las obligaciones y derechos recíprocos” que constituían el poder que en lo sucesivo ejercerían como jefes inmediatos de los nuevos pobladores. Dicho poder no podía exceder los que las leyes de la República concedían a los padres de familia sobre sus domésticos, ni podían extenderse a otros sin el consentimiento de los inmigrados y sin que mediara un acto de traspaso.

La Ley de Inmigración de 1840 también incorporó dos artículos que otorgaban mayor responsabilidad al Estado sobre la integración de esta población a la vida social y económica del país, y replanteaban el otorgamiento directo de tierras para los inmigrantes. Decían lo siguiente:

Artículo 19. Las poblaciones de inmigrados y los inmigrados particulares que no cuenten con el auxilio de un empresario, serán protegidos por el Gobierno, siempre que lo necesiten para su conservación en el país, procurándose que se reintegren en plazos proporcionados los gastos que se hagan bajo las condiciones y con las precauciones convenientes al efecto. Artículo 20. Cuando los inmigrados por haber comprometido sus servicios personales desde su llegada al país, no hayan tomado tierras baldías, se les darán dichas tierras concluido el término de su compromiso, según su contrato, y entretanto se les protegerá por las autoridades respectivas para que las personas á quienes sirvan cumplan religiosamente las obligaciones que les impongan dichos contratos (Ibídem: 440).

Además, los beneficiarios, europeos y canarios, quedarían exentos mediante esta ley de toda carga impositiva, incluso del servicio militar, durante un periodo de 15 años. También les daba derecho de celebrar sus matrimonios conforme a las leyes y costumbres de su país de origen, y de profesar sin restricciones el culto a su religión. Al cabo de diez años, de dos gobiernos y de la promulgación de al menos tres leyes distintas para promover la inmigración, al menos fue parcialmente cumplido uno de los objetivos que se planteó José Antonio Páez a comienzos de su primer Gobierno: el de repoblar el territorio con mano de obra calificada. Según informe citado por Páez en su autobiografía, y que fue presentado a las cámaras parlamentarias en 1868, desde el 1 de enero de 1790 hasta 1840 ingresaron por los puertos de la unión 6.701.481 inmigrantes: gente, en su mayoría avezada, en el trabajo y a quienes Páez atribuía la apertura de magníficos canales y la construcción de vías férreas y líneas telegráficas. El segundo objetivo de esta política no se concretó sino en 1845, durante la segunda presidencia de Carlos Soublette. Al fin, el 30 de marzo de ese año, la corona española firmó el Tratado de Reconocimiento, Paz y Amistad entre Venezuela y España, que fue refrendado por el Congreso venezolano el 27 de mayo siguiente. En el tratado la corona renunció a la soberanía, derechos y acciones que habrían podido corresponderles en el territorio americano que correspondía entonces a la República de Venezuela.

Los canarios y españoles con voluntad de emigrar sí debieron esperar un poco más para zarpar a América con el consentimiento del reino. Fue en 1853 cuando finalmente la corona levantó la prohibición de que sus súbditos emigraran hacia Hispanoamérica. Pero en 1857 estalló la crisis económica mundial que provocó la caída en los mercados de los precios de los productos agrícolas venezolanos, y en medio de los apuros financieros, lo último que interesaba al Gobierno de José Gregorio Monagas, a pesar de su ascendencia canaria, era promover la inmigración. Dos años más, además, estalló también en Venezuela la Guerra Federal: un enfrentamiento entre campesinos sin tierra y oligarcas, entre blancos, negros y mestizos, en medio del cual españoles y canarios -los blancos pobres- volvieron a pasar a la acera enemiga.

Conclusiones

1. Durante la Guerra de Independencia, la población de origen canario, que en su mayoría pertenecía a los estratos más bajos de la sociedad colonial, pasó a compartir la condición de enemiga de la causa junto con los españoles peninsulares, a pesar de que hasta entonces ambas castas no guardaban más afinidad que la de ser súbditos de la misma corona. La proclamación de la Guerra a Muerte, en 1813, puso énfasis a esta circunstancia, que además se tradujo en el exilio y extrañamiento de los isleños, y en la paralización de la migración canaria que desde el siglo XVI había sido sostenida.

2. A partir de 1831, el Gobierno de José Antonio Páez promovió la migración de canarios y el regreso de españoles a los territorios de la nueva República de Venezuela, como un mecanismo para reactivar la economía y repoblar el país, consumido por la guerra. También lo hizo como un gesto de buena voluntad para procurar el reconocimiento de la República por parte de la Corona española. Pero a pesar del esfuerzo empeñado por José Antonio Páez en este sentido durante dos de sus Gobiernos, este reconocimiento no se concretó sino hasta el año de 1853.

3. En términos formales, desde 1831 el Gobierno de Venezuela ofreció ventajas económicas y sociales a la comunidad canaria para incentivar su instalación en el país, a través de la aprobación de leyes y decretos que garantizaban condiciones especiales a favor de esta comunidad, como el otorgamiento de tierras, de nacionalidad y de subsidios para sufragar los costos de su traslado al país. Sin embargo, en la práctica y al amparo de esta política migratoria, floreció una nueva forma de esclavitud bajo la figura legal de las contratas. De esta explotación fueron víctimas, especialmente, los inmigrantes canarios que comprometían hasta por seis años sus servicios personales, a cambio de que las empresas de inmigración costearan los gastos de su viaje a Venezuela.

4. Más allá de la letra, la aplicación de leyes como la del 19 de mayo de 1837, que favorecía la inmigración europea hasta Venezuela con la ayuda de empresas de inmigración, terminó de consolidar el negocio ilegal del traslado de canarios desde las islas hacia Venezuela. Esto debido a las ventajas económicas que ofrecía la ley a los empresarios por cada inmigrante que trajeran a puertos venezolanos, cuando aún seguía vigente la prohibición de que los súbditos de la Corona española emigraran a tierras hispanoamericanas, decretada por el reino en 1836. Además de la remuneración en pesos, éstos empresarios tenían la posibilidad de convertirse en propietarios de tierras asignadas por el Estado, siempre cultivaran en ellas rubros específicos, usando para ello la mano de obra inmigrante que habían traído al país.

 

Referencias

1. Documentos para la historia de la vida pública del Libertador, compilados por José Félix Blanco, Ramón Azpúrua, Comité del Bicentenario de Simón Bolívar, Caracas, 1978        [ Links ]

2. HERNÁNDEZ González, Manuel, La emigración canaria a América 1765-1824: entre el libre comercio y la emancipación, Centro de la Cultura Popular Canaria, Tenerife, 1997        [ Links ]

3. HERNÁNDEZ González, Manuel, Los canarios en la Venezuela colonial, 1670-1810, Ediciones Bid & Co, Colección Histórica, Caracas, 2008        [ Links ]

4. Leyes de Venezuela: 1830-1850, Tomo I, Edición Oficial, Imprenta de Valentín Espinal, Caracas, 1851.        [ Links ]

5. PÁEZ, José Antonio, Autobiografía del general Páez, Volumen II, Imprenta de Hallet y Breen, Nueva York, 1869        [ Links ]

6. RODRÍGUEZ Mesa, María del Pilar, Los blancos pobres: una aproximación a la comprensión de la sociedad venezolana y al reconocimiento de la importancia de los canarios en la formación de grupos sociales en Venezuela, Academia Nacional de la Historia, Separata del boletín ANH. Tomo XXX. enero-febrero-marzo de 1997, Nº 317, Caracas, 1997        [ Links ]