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EPISTEME
versión impresa ISSN 0798-4324
EPISTEME vol.30 no.2 caracas dic. 2010
Theodor Wiesengrund Adorno y Walter Benjamin: apuntes para una filosofía de lo ficcional fragmentaria
Gustavo Martín F.1
1 Universidad Central de Venezuela. E-mail del autor: gmartinfragachan@yahoo.es
Resumen: En las páginas que siguen a continuación intentaré realizar una síntesis bastante apretada de la interpretación que lleva a cabo Theodor Wiesengrund Adorno de la obra filosófica compleja y desbordante- de Walter Benjamin. Para hacerlo me basaré principalmente en el texto titulado Sobre Walter Benjamin, publicado por Cátedra en su Colección Teorema, Madrid, 1995. En este libro se encuentran compilados desde trabajos en torno a la filosofía de Benjamin, hasta algunas de las cartas dirigidas por Adorno a su amigo. Valga añadir que varios de los trabajos aquí presentados son posteriores a la muerte de Benjamin. Concretamente, me referiré después de haber analizado la caracterización de Benjamin hecha por Adorno- a los capítulos que llevan por título Dirección única de Walter Benjamin, Sobre algunos motivos en Baudelaire y Sobre Franz Kafka. Con ocasión del décimo aniversario de su muerte. A ellos añadiré los trabajos escritos por el propio Benjamin, que bajo títulos similares fueron publicados en el libro Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos, en la edición de la Editorial Monte Ávila, Caracas, 1970.
Palabras clave: Adorno, Benjamin, ficción.
Theodor Wiesengrund Adorno and Walter Benjamin: notes for fragmentary philosophy of the fictional
Abstract: In the following pages I would like to try the quite tight interpretation that carries out Theodor Wiesengrund Adorno of the overflowing and complex philosophical work of Walter Benjamin. In order to do it I shall use the text titled Sobre Walter Benjamin, published by Cátedra, Madrid, 1995. In this book they are compiled both: some texts around the philosophical work of Benjamin and some of the letters directed by Adorno to his friend. Be worth to denote that several of the works are later to the death of Benjamin. Concretely, I shall refer, after to have analyzed the portrait of Benjamin made by Adorno, to the chapters named Dirección única de Walter Benjamin, Sobre algunos motivos en Baudelaire and Sobre Franz Kafka. Con ocasión del décimo aniversario de su muerte. To them I shall add few works written by the own Benjamin that under similar titles have been published into his book Sobre el Programa de la Filosofía Futura y otros ensayos, Monte Avila, Caracas, 1970.
Keywords: Adorno, Benjamin, fiction.
1. Caracterización de Walter Benjamin
La primera constatación que hace Adorno sobre Benjamin se refiere al carácter marcadamente esotérico de sus escritos iniciales y a lo fragmentario de los posteriores. Este hecho, dicho sea de paso, es una de las razones por las cuales Benjamin ha pasado a ocupar un relevante lugar entre los gurús del postmodernismo. Y aun cuando estas características de su pensamiento no tienen nada que ver con la originalidad o con la ocurrencia, destilan un modo particular de entender el quehacer filosófico. No tenía nada de filósofo tradicional, afirma Adorno. Sólo se contentaba con dejar un sedimento sobre aquello que era objeto de su reflexión. En este aspecto, no se trata de un creador en el sentido estricto de la expresión. Antes, estamos hablando de alguien que con una singularidad especial aplicaba los procedimientos filosóficos al microcosmos de lo efímero, de lo casual, de lo instantáneo o de lo absoluta- mente nulo: La frase de que en el conocimiento lo más individual es lo más general le asienta como anillo al dedo1. Y ese gusto por lo microscópico y por lo fragmentario resulta altamente seductor para los postmodernos. La superación de los presupuestos deductivos e inductivos era su norte. Una incansable búsqueda de significados en los rincones en los que estos significados eran menos accesibles; y es por ello que El jeroglífico se convierte en modelo de su filosofía2.
¿Era realmente planificado su extravío? ¿O éste obedece más bien a una forma particular de ver el mundo, donde cierta perspectiva mágica juega un papel de primer orden? Adorno no ve ningún problema en referirse a ello como un Arte que se entreteje con la teoría y que apunta a hacer suya la promesa de felicidad. El mismo éxtasis que aprenden los niños en los cuentos infantiles. La dicha que Narciso ve en sí mismo y que la magia con sus leyes de la simpatía y la contigüidad- busca alcanzar. Omnipotencia de las ideas que lleva a que En su topografía filosófica, la renuncia está descartada de antemano3. Se refiere a una seguridad que se asienta tanto en el brillo de una luz, como en la verdad que ese resplandor esconde. No se trataba, como bien lo afirma Adorno, de un crear a partir de la Nada, sino del regocijo que traía consigo el vaciar su cornucopia vital: un entregar a manos llenas. Era su sentido del placer como excusa teórica, de la felicidad como argucia filosófica. Como en Proust, una felicidad que crece al contemplarse en el espejo de la desilusión. En definitiva, es el mismo caso del que sobrevive a una tragedia o de quien es capaz de ponderar la vida en la balanza certera de la muerte:
Que hay infinita esperanza, pero no para nosotros, hubiera podido ser el lema de su metafísica si se hubiera prestado a escribir una, y en el centro de su obra más desarrollada, el libro sobre el Barroco, lo ocupa no por casualidad la construcción del luto como la última alegoría revolucionaria, la de la redención.4
Benjamin, en consonancia con su tiempo, tras los pasos de lo que ha sido considerada como una analítica de la finitud, con sus mandarines o maestros de la sospecha (Marx, Freud y Nietzsche), problematiza al sujeto y entrevé su decadencia, mientras que busca rescatar al hombre concreto. Un nuevo motivo para su conversión en importante deidad del culto postmoderno.
Y si queremos hurgar más lejos, diré que me parece encontrar en las ideas de Benjamin algunos acordes de El Criticón de Baltasar Gracián, con su sabiduría del desengaño, su negatividad y su nihilismo. Se trata de una sabiduría que tropieza con el sinsentido y lo transforma en una vía de aprendizaje. Es también una filosofía de la sospecha, en la que la posibilidad de supervivencia viene marcada por un arte adivinatorio que consiste en reconocer las intenciones ocultas de todo cuanto se nos acerca: un juego de ocasiones y sindéresis. Las palabras y las personas: he aquí otro de los aspectos nodales de la filosofía de Benjamin. Y llega a ellos intentando escapar, como también lo hace Foucault, de las estrategias clasificatorias. ¿Pero, cómo acceder a las palabras y las personas, obviando, al mismo tiempo, esas estrategias clasificatorias detrás de las cuales se esconde una voluntad de saber/poder? La respuesta que busca Benjamin a esta interrogante la encuentra en la fenomenología: hay que operar un vaciado intelectual para ir a esas cosas mismas: a las cosas-palabras y a las cosas-personas. Un acercamiento que, como reconoce Adorno, tiene también sus matices. Y el giro personal, el barniz individual, no será otro que el de una actitud crítica frente a las abstracciones (y, muy particularmente, hacia la noción abstracta de la verdad), para reivindicar, siguiendo en alguna medida a Nietzsche, la exaltación de lo histórico y lo experiencial. Percibir lo eterno como mero adorno, contemplar lo absoluto como simple ornamento: elementos ambos de los que se puede y se debe prescindir. Hay también aquí una crítica en contra de cierta concepción de la historia, e igualmente de las interpretaciones que asumen una suerte de unicidad a-problemática de la misma y conciben su papel como de simple generatriz de ideas. Un punto más de encuentro con sus seguidores postmodernos.
La búsqueda de lo verosímil (que no de lo verdadero) le vale la fama de ensayista. Esa búsqueda del como-si, adornada, como sugiere Adorno, por cierto refinamiento, es parte del bagaje intelectual que usa para enfrentar lo que también Adorno menciona como la desgastada temática de la filosofía y su argot, al que Benjamin no duda en calificar como jerga de proxenetas. Y debo decir que no llego a comprender el por qué, después de las anteriores constataciones, Adorno califica ese valor de ensayista como un mero malentendido, a no ser que asumamos el valor heurístico que pueden tener esos malentendidos, valor que el mismo Adorno no duda en reconocer cuando afirma que Los malentendidos son el medio de comunicación de lo no comunicativo5. Para Benjamin se trata, antes bien, de comunicar parte de lo experiencial, de una cotidianidad que resulta difícil de apresar en jaulas de palabras. Y así como no dudo en afirmar que es absolutamente verosímil que un artículo sobre los pasajes de París contenga más filosofía que las consideraciones sobre el ser del ser, siempre he tenido la fundada sospecha que dicen más y mejor acerca del ser latinoamericano las historias de Macondo o las épicas del Sertao, en las también verosímiles variantes míticas escritas por García Márquez o Vargas Llosa. Y de nuevo me cuesta comprender (ya casi es endémico) el por qué para Adorno la necesidad empírica constituye un mecanismo de segura demarcación entre lo literario y lo filosófico. Incluso, creo que, en el momento actual, aun cuando se tratase de aspirar a construir límites ciertos entre la ciencia y lo literario o la ciencia y lo filosófico, terminaría sien- do una empresa absolutamente ilusoria.
No es de extrañar que las Universidades rechazaran el pensamiento de Benjamin y frustraran su vocación. Salvo las Iglesias y unos cuantos cenáculos partidistas, no hay instituciones más conservadores que las Universidades y ello vale, incluso, para las que se pretenden más progresistas. ¿Cómo aceptar a alguien no dispuesto a recitar el catecismo académico y que, para colmo de males, hace de lo verosímil y no de lo verdaderamente verdadero- su norte de trabajo? Las universidades, hace mucho tiempo, dejaron de aspirar a un conocimiento universal y olvidaron su vocación primigenia de ser centros para la creatividad, la crítica y la confrontación de ideas. En las universidades, más que en cualquier otra institución, se juega el juego de lo que Foucault reconoce como la voluntad de poder. Y creo que tiene mucha razón Adorno cuando califica a esos gustos por lo académico de vocación de anticuario.
Mostrar el mundo tal como es, sin que se le someta a las disecciones teóricas y a los trasplantes analíticos tiene su precio. Eso no está en las modas. De allí que quien escoja este camino se vea necesariamente impelido a actuar por cuenta propia y, como afirma Adorno, sin protección. Y aquí son pocas las vías que se abren: la del anacoreta o del místico, figura que tiene sus límites precisos en el loco y el ensimismado, de quienes lo separan fronteras de arenas sinuosas y movedizas. La del visionario, que, como reconoce el mismo Benjamin, se siente en la capacidad de experimentar en el propio cuerpo las sensaciones ajenas. Sin que podamos olvidar hacer mención de la vía del cínico, que aprende a demostrar entre otras muchas cosas-, y con silenciosa risita, lo insustancial de las pretensiones de la filosofía primera o de cualquier otro proyecto esencialista.
Para Adorno, el gusto por el ensayo que practicaba Benjamin se expresaba en la interpretación de la sociedad, la cultura y la historia como si se tratase de la Naturaleza. Y ello nos recuerda la estética de la disolución que propugna Lévi-Strauss, que consiste precisamente en ir de un plano de la existencia a otra: una marcha de la cultura a la naturaleza. Como también pienso que podríamos oír allí presentes algunos ecos de Spinoza y su Deus sive Natura. Por eso, siempre en términos de Adorno, Todo su pensamiento se podría calificar de histórico-natural6. Y muy concretamente, en su obra sobre el Barroco la historia natural ocupa un lugar central. De la cultura, Benjamin optaba por los elementos petrificados, embalsamados o desprovistos de vitalidad. Las naturalezas muertas: alegorías del instante y también del como-si. Alienación, enajenación, fetichismo, la hegeliana segunda naturaleza, el simulacro: he aquí algunos de los conceptos claves para comprender su modo de pensar. En todo ello palpita la vida oculta, como también lo hace en los fósiles o en las bolas que encierran una verosímil nieve. Su interés por lo vivo se refiere, como lo recalca Adorno, a lo largamente duradero, a una prehistoria que sólo puede ser comprendida por un proyecto filosófico genealógico (Nietzsche) o filosófico arqueológico (Foucault). Es la desmistificación de las fechorías de la realidad. Un proyecto apóstata que renuncia a la objetividad (la verosimilitud tiene esos inconvenientes) y hace de lo opuesto su centro de atención. Un opuesto que es instante y que es también mito. Mito que construye sus mitemas en los peldaños del destino, de un sino casi cierto que se mueve desde la culpa de lo vivo hacia la culpa del todo social.
En definitiva, para Benjamin se trata de un rechazo de los fundamentos de las esencias- que conlleva a la par, según Adorno, una apertura hacia la Dialéctica en una espiral que se mueve sinuosa entre lo rígido y lo móvil, formulando sin cesar acuciantes interrogantes: ¿qué vida queda en los fósiles?, ¿cuánto movimiento existe en lo petrificado?, ¿cuánta muerte hay en lo vivo?, ¿qué rigidez está en lo móvil?.
La conciliación del mito es el tema de la filosofía de Benjamin7. Una vocación no explicitada, siempre oculta y permanentemente presente: quizá remembranza de un temprano interés por la Cábala judía, por los misterios de los neoplatónicos, contrastando con la ortodoxia argumentativa de los profetas y los mesías, especialmente de aquellos que predican impúdicamente la posibilidad certera de alcanzar la verdad. Adorno lo expresa con la hermosa metáfora de un pensamiento amateur y de una inteligencia flotante, que me hace pensar en lo expresado en la Universidad de Salamanca, por alguien un filósofo- en torno a esa manera de discurrir: de pensamiento adolescente calificaba lo hecho por Heidegger, Nietzsche, Wittgenstein, Rorty, Quine, Davidson y, en fin, por casi todos los autores del siglo XX. Según él, no son serios ni dignos de ser tomados en cuenta, como si lo son aquellos otros, los miembros de una tradición, a la que tal vez, le cuadraría el calificativo de senil, para así distinguirlos y apartarlos de las travesuras intelectuales de estos incómodos muchachos. Y en torno a ese talante juvenil de Benjamin podríamos interrogarnos sobre ¿cómo poder fiarse de alguien que usa la técnica de la pseudoepigrafía, propia de los místicos, y no habla de cosas importantes como las esencias? Adorno considera, a despecho de lo que podría creer este filogeríatra que pontificó en Salamanca, que las actitudes críticas y las confrontaciones (síntomas inequívocos de las varicelas intelectuales juveniles) también estuvieron presentes en los escritos de Aristóteles, Leibniz, Kant y Hegel. Y hay aquí un cierto tono de reproche a un Benjamin que intenta, en algunas ocasiones, llevar a cabo un total parricidio intelectual.
El interés de Benjamin por la Cábala y los textos sagrados va más allá de ellos, y Su ensayística es el tratamiento de los textos profanos como si fueran sagrados8. Como-si (es una constante), por debajo de los niveles semántico- referenciales de la escritura, existieran (y es seguro que existen) otros niveles implícitos o no dichos -indexicales, metafóricos, alegóricos, etc- en los que habría un mayor grado de verdad y de significación. Nuevo punto de encuentro con los postmodernos, y muy especialmente con quienes militan en sus versiones textualistas. El interés de Benjamin por los textos sagrados va en este mismo sentido: cómo hacer para rescatar lo que les subyace, lo que resulta paralelo, lo no expresado o reprimido. Y en ello, Adorno ve un paralelismo entre Benjamin y Kafka, de quien, sin embargo, se aleja en muchas otras cosas y, muy especialmente, en esa interpretación francamente demoníaca que Kafka tiene sobre lo que yace escondido. En cambio, encontramos en Benjamin que la oscuridad es, paradójicamente, fuente de salvación y terror al mismo tiempo.
Muchos de sus dardos tuvieron la marca de la crítica social, la que se dirigía principalmente a la cultura burguesa y a los terribles secretos ideológicos que detrás de la misma se esconden. En este aspecto, desconfiaba incluso de algunos ropajes de su propia actividad crítica, como cuando tenía que hacer uso de lo que calificaba como veneno materialista. Sospechaba de lo colectivo, aunque
de tal modo asimiló el elemento ajeno a la experiencia propia que lo aprovecho para bien9.
Como hombre de su tiempo, Benjamin siguió cierta tradición que conduce a hacer Filosofía contra la Filosofía. En ese sentido, podemos hablar de él como miembro de esa corriente de pensamiento que se ha identificado con la Analítica de la Finitud, que inaugura Kant, y que tiene entre sus actores más conspicuos a Marx, Freud, Nietzsche, Heidegger, Merleau-Ponty y al Segundo Wittgenstein, para no mencionar sino unos pocos. Maestros de la sospecha los llamará Paul Ricoeur. En el caso de Benjamin, lo conducen a asumir esta actitud de difidencia lo que Adorno considera son sus contraenergías ascéticas. Conceptos tales como fundamento, esencia, absoluto, subjetivo, sólo tienen cabida en la medida en que son sometidos a un riguroso procedimiento de desconstrucción. Incluso, en su caso, la idea de la disolución del sujeto ocurre en medio del mito y la conciliación: De ahí que la filosofía de Benjamin extienda poco menos espanto que la felicidad que promete10. Oposiciones significativas entre, por una parte, la ambigüedad y la variedad que representa el mito y, por la otra, la univocidad y la heteronomía que trae consigo la conciliación. Y, esta
conciliación del hombre con la creación tiene como condición la disolución de toda esencia humana autocreada11. Merleau-Ponty y Lévi-Strauss suscribirían ampliamente estos puntos de vista. También los postmodernos, quienes verían en ellos un Introito a la composición de la metáfora de la muerte del sujeto. Sin embargo, Benjamin reserva para el sujeto entendido esta vez bajo el ropaje del Yo- un lugar nada despreciable: la mística. Es éste el único espacio donde nos estaría permitido hablar sin rubor, incluso, de la esencia humana. Pero, más allá de estos límites, se impone a la Filosofía la tarea de desenmascarar ese albergue de la abulia y de la turbia autosuficiencia que es la vida interior, la que, como un fantasma triste, deforma la vida del hombre. Por ello, también están proscritos del argot filosófico de Benjamin todas esas nociones que se vinculan a los dominios de la metafísica subjetiva. Sin embargo, su Dialógica lo lleva a rescatar estos conceptos como armas de su proyecto sociocrítico. Y aquí vemos oscilar su pensamiento entre, por una parte, lo que sería propio de un Lévi-Strauss: comprendiendo el mito en lo que tiene de relación natural y de autenticidad existencial; y, por la otra, asumiendo lo característico de un Derrida: entreviendo en la conciliación, en la que el nombre juega un papel decisivo, un oculto juego de jeroglíficos, escondidos detrás de lo inauténtico.
Benjamin desarrolla una visión crítica de la Modernidad, a la que concibe como Arcaicidad que no conserva huellas de verdades antiguas. Lo arcaico no se refiere a una determinación temporal, sino a un gusto: el que hace aparecer como inmanentes a los ensueños de la sociedad burguesa. Y en su método histórico vemos nuevamente reflejados instrumentos caros al proyecto postmo- derno: lo microscópico y lo fragmentario. Por lo mismo, está presente en él un rechazo a una mediación universal, a cualquier metanarrativa o metarrelato, sea el de Hegel o el de Marx o el de cualquier otro. Y es que tiene la convicción de que en lo particular microscópico también se encuentran presentes las luchas sociales y las determinaciones materiales. Para arrimar algunas brazas a su fogón, no hay que olvidar que el significado es intensional. Su pensamiento es una mezcla heteróclita de positividad con ingenuidad, de materialismo con Cábala, de mito con modernidad. Y resulta hermosa la metáfora levantada por Adorno para decirnos que la ciudad de Benjamin, con sus caminos diversos, se asemeja a esa París contradictoria que él mismo dibuja en algunos de sus escritos.
Para Benjamin, muy ciertamente, lo social tiene una realidad material y concreta. Pero lo social aparece también en forma de cristalizaciones históricas: son imágenes dialécticas que están representadas por configuraciones de las diversas épocas históricas. Así, por ejemplo, los fantasmas del siglo XIX deben ser descifrados mediante figuras demoníacas (¡me imagino el gozo de Rimbaud o el deleite de Nietzsche al oír esto!), y a la construcción de esta simbólica de lo infernal dedicará muchas páginas. Y lo hará, como ya señalé, haciendo uso de un método basado no sólo en lo fragmentario y lo microscópico sino en una construcción surrealista de donde surgen significados oblicuos; una manera de ver que está depurada de argumentos y que es construida a partir de contenidos que buscan evitar la reproducción -y aquí parecen estar presentes elementos de crítica a lo que los postmodernos califican de metafísica de la representación- y que, a la vez, intentan exorcizar la teleología invertida de los románticos como forma de revocar el proyecto de la Ilustración. Esto último, probablemente, debido a la sospecha, también presente en Gadamer, de que el movimiento romántico no es más que la otra cara del proyecto ilustrado. Y todo lo anterior ocurre a pesar de su apuesta por el mito.
En esta dialéctica la siguiente jugada como ya vimos- es a favor de la disolución del sujeto, pues para él
Lo inconmensurable reposa en un enorme entregarse al objeto12. En términos concretos, se trata de una entrega a lo extraño que está en el objeto: no sólo hacia lo raído o empolvado, sino hacia todo aquello que es capaz de escapar por los orificios de las redes conceptuales. O que por su insignificancia o por resultar incómodo ha sido oportunamente dejado de lado. Y aquí pienso en Foucault y sus historias paralelas: la locura, la enfermedad, la sexualidad, la muerte. Todas ellas fantasmagorías para un pensamiento que se quiere serio, que se autorepresenta como objetivo: que hace de la consciencia prístina su centro. Vemos como en Benjamin la idea vuela en alas de intencionalidad hasta el objeto, para extraer de él su tuétano, y con él los olores, colores, texturas y sonidos no habituales de las cosas. Es, en definitiva, un intento por lograr una comunión, por reducir esa distancia entre sujeto y objeto que cierta tradición filosófica marca como inexorable. Se trata de la voz de la intuición o, mejor aún, del grito instintivo que busca una iniciación como verdad al alcanzar la adultez en el concepto. Como queriendo realizar, nos lo recuerda Adorno, una cierta alquimia de experiencia y severidad, en la que se fusionan la dignidad de lo pasajero con la certeza de lo duradero.
Y si seguimos hablando de contenidos, hay que decir, como Adorno, que Benjamin concibe a la utopía del conocimiento como una utopía del con- tenido: la irrealidad de la desesperación. Se trata del sueño de acomodar los pedazos irremediablemente quebrados de la esperanza; de lograr la resurrección de lo muerto, de desplegar a través de los conceptos -únicos medios disponibles para la Filosofía- lo fatalmente aconceptual. La paradoja de la posibilidad de lo imposible13 la denomina Adorno; que intenta ser superada mediante una alianza entre Mística e Ilustración.
2. Dirección única de Benjamin
Adorno nos indica que, contrario a lo que pareciera ser, la obra de Benjamin Dirección única no es un compendio de aforismos, sino una colección de imágenes mentales -que no de ideas en su sentido representacional- sino de ideas como seres en sí mismos14. Y es que Benjamin:
atribuye objetividad precisamente a aquellas experiencias que hacen que el punto de vista trivial pase por ser meramente subjetivo y casual, que lo subjetivo se entienda tan sólo como manifestación de lo objetivo
15
El significado de las ideas para Benjamin se puede asociar a ese platonismo que comparte con Proust. Sin embargo, Adorno nos advierte que las imágenes de Dirección única no se corresponden con las que pudiéramos extraer de los mitos platónicos. Adorno usa el símil del jeroglífico garabateado para caracterizarlas, pues no buscan atraer al pensamiento conceptual como ocurre con los diversos tropos- sino despertar el interés por lo enigmático, sacudiendo el pensamiento de su letargo, su apatía o su rigidez convencional. Todo ello debía ser posible mediante la construcción de una triada de espíritu, imágenes y lenguaje; es decir, de los sueños; por lo que el texto contiene numerosos re- latos vinculados a lo onírico, en donde se reivindica el conocimiento logrado a través de los sueños, sin que llegue a coincidir plenamente con la interpretación que hace Freud de los mismos. Aquí, como afirma Adorno,
Los sueños no son considerados partes de lo espiritual inconsciente, sino tomados literal y objetualmente16. Aunque (es bueno mencionarlo de pasada), probablemente la idea de lo espiritual inconsciente tampoco le hace justicia al pensamiento freudiano. Benjamin busca en los sueños las verdades dispersas que están presentes en ellos y, muy especialmente, de las advertencias veladas que le hacen a la consciencia y que la razón frecuentemente desprecia. En el fondo, no se trata de un apartar o ignorar la razón, sino más bien de hacer que la misma pueda realizar un insight (para seguir usando la jerga psicoanalítica) de lo absurdo, como algo que está allí, ubicado más allá de lo obvio y que eso mismo obvio intenta enmudecer.
El pensamiento de Benjamin parece renunciar a las vías filosóficas que garantizan cierta seguridad espiritual. Allí no aparecen las deducciones o los procedimientos inductivos, tampoco hay necesidad de síntesis o conclusiones. El método que esta detrás de todos estos procedimientos sería lo contrario de la felicidad, y Benjamin siempre apuesta por ésta. Una felicidad que se vincula a lo experiencial y que, por lo mismo, intenta permanentemente escapar de la abstracción y de lo universal. En el texto Subterráneo encontramos dibujado un juego de experiencias relatadas en forma de ironías, melancolías o alegorías, como las que aparecen reflejadas en dos pequeñas oraciones referidas a lo que constituye esa rareza, no sólo filosófica, sino también existencial, que es la unión del amor con el conocimiento. Adorno las recoge: Sólo conoce a una persona quien la ama sin esperanza o Dos personas que se aman dependen sobre todo de sus nombres17; y, se puede añadir que estos nombres habitual- mente se encuentran semánticamente inflados por esa operación amatoria que consiste en la atribución ilusoria de excepcionalidad. La conclusión de Ador- no es la de que El dolor de estas percepciones es el que obliga a reprimirlas en la vida cotidiana; pero este dolor es el sello de su verdad18.
Benjamin no abandona por completo cierta tradición filosófica. A través de él también se expresa la razón transparente (y me pregunto ¿esta razón existe?). Pero, cuando ello ocurre no es para dejar atrás la esfera de las ensoñaciones; por el contrario, esta última sigue girando al compás de la existencia. Adorno cree ver en algunas definiciones que da Benjamin sobre el arte esa presencia transmutada de la razón: La obra de arte es sintética: central energética o Una obra de arte crece con su repetida contemplación. Y más que delicadas estrategias conceptuales, Adorno vislumbra en ellas eternizaciones del instante en que la cosa acude a sí misma19.
A pesar de que las apariencias hablan en sentido contrario, Dirección única está lejos de ser una reivindicación de la irracionalidad o una oda a la mitologización. Se trata más bien de una terrible constatación: la del futuro enajenado de la modernidad y la sociedad que corre paralelo al destino alienado del pensamiento. Sus descripciones de los exuberantes mobiliarios burgueses de la segunda mitad del siglo XIX le parecen muy adecuados para discurrir en torno a la comodidad de los cadáveres. Sus precisiones en torno a los sellos se refieren a éstos como signos compuestos de cosas muertas: retratos repletos de esqueletos y gusanos. Y así, Benjamin puede prever el derrumbe de la Modernidad, sucumbiendo bajo su propio fardo o bajo el peso abrumador de fuerzas que la acosan desde fuera. Ante esta evidencia es necesario templar el acero del alma, reconocer en la existencia la desesperanza, y aquí los arquetipos mitológicos que nos rememoran los sueños cumplen una importante labor: nos ayudan a librarnos del sentimentalismo y de las quimeras de la intimidad. Y resulta indudable que ese tesar el espíritu era más urgente en la medida en que las condiciones del mundo lo iban requiriendo. La diabólica figura que se levanta en Europa a partir de 1918 era el preludio de una gran desgracia y descubría la aporía radical escondida detrás de los himnos individualistas:
Una extraña paradoja: cuando actúa, la gente sólo tiene en mente los más estrechos intereses privados, pero al mismo tiempo su conducta está determinada más que nunca por los instintos de la masa. Y más que nunca los instintos de la masa están equivocados y son ajenos a la vida.20
Elías Canetti y Erich Fromm no lo hubiesen expresado tan bien.
3. Introducción a los Escritos de Benjamin.
¿Son solamente las condiciones históricas particulares, como lo señala Adorno, las que impelen a Benjamin a desarrollar un trabajo fragmentario? O, por el contrario, ¿es la constatación que palpita en el propio interior de la filosofía de que un discurso construido a partir de lo trascendental, lo absoluto, lo abstracto, lo esencial, los fundamentos, se encuentra ya agotado, lo que le conduce por este sendero? Sin negar la significación del horizonte histórico que le tocó vivir a Benjamin, y reduciendo el mismo a las determinaciones políticas y sociales que estaban presentes, yo me pronunciaría a favor de lo segundo. Ciertamente, hay quienes reconocen que el fin de los metarrelatos, y el consecuente advenimiento de lo fragmentario y lo microscópico, guarda mucha relación con Auschwitz, pero indiscutiblemente también con la clausura de una forma de pensar. Por lo demás, se trata de un cierre que ya había sido planteado muchos años antes por Baudelaire. Así, por ejemplo, cuando el escritor francés en Le Peintre de la vie moderne, caracteriza a la modernidad como lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, y, podríamos añadir, sin te- mor a traicionar su pensamiento, también como lo fragmentario. El mismo Adorno reconocerá que lo fragmentario
estaba inserto en la estructura de su pensamiento, en su idea central desde el principio.
En todo caso, lo importante para Adorno es que las páginas de los Escritos hayan podido ser rescatadas del olvido; y a través de las palabras que contienen podamos intentar acceder a los seductores secretos que esconden, los que, sin embargo como si lo anterior no bastase-, reciben un poder especial de la evidencia. Adorno lo califica como un pensamiento que no se quiere privilegiado, que se encuentra libre tanto del cánon doctrinario como del rito de iniciación. Y el mismo Adorno dibuja a Benjamin a partir de la figura de un mago, con sombrero alto y puntiagudo, que distribuye a borbotones esos hechizos y esas fórmulas mágicas que son los conceptos y los pensamientos, advirtiendo a todos que los mismos pueden ser quebradizos y que para poderlos comprender y disfrutar es necesario cierto estado luminoso de consciencia. Enunciados que se mueven más allá de los límites de lo habitual, por encima de las prohibiciones y de las normas ante las que la consciencia se frena. Poco le importaba que el precio a pagar fuese el de la ininteligibilidad. Sus pasos marchaban con la misma felicidad hacia lo sensible como hacia lo que es quizás el punto más agudo de lo inteligible: lo Absoluto. De la misma manera que Spinoza, creía en una continuidad de lo natural con lo sobrenatural. Por ello, una de las vías para llegar a lo Absoluto la de él- era a través del contacto físico con los objetos más simples y más olvidados, con los que parecen siempre paradójicamente- contradecir la experiencia. Y Benjamin creía que si el espíritu construye límites era, precisamente, con miras a superarlos. En ello se expresaba una cierta inclinación por el juego dialéctico. Aunque esta perspectiva metodológica también sirvió de arma a quienes le atribuían intereses meramente subjetivos o meta- físicos o inclinaciones puramente estéticas. Y ante ellos prefirió callar y no argumentar a favor de un conocimiento sustentado en la intuición o de una experiencia que partía perennemente del como si o el simulacro (ideas que hoy en día no tendrían nada de escandalosas). Sin embargo, su silencio también estaba cargado de significación, era la sorna levantada ante las adargas de una racionalidad que se le antojaba estéril, inútil, empobrecida; y ante unos senescales que intentan perturbarlo con el índice alzado del control intelectual. ¿Habrán leído esos áulicos con la seriedad requerida- las densas páginas del ensayo de Benjamin, cuya copia entregó a Gershom Scholem en 1918, y que apareció publicado como una Advertencia en Sobre el Programa de la Filosofía Futura y otros ensayos?
Adorno concibe la filosofía de Benjamin como un llevar el centro hacia la periferia, cuando lo habitual de todo proyecto filosófico consiste en lo contrario: conducir lo periférico hacia un centro. Sus escritos son entremezclas de condicionados y no condicionados, de especulaciones y constataciones empíricas, de fantasías y realidades a través de un método excéntrico y de interpolación de lo mínimo, pequeña cantidad que sirve para balancear el resto del mundo. Benjamin era ajeno a la arrogancia de la totalidad o de cierta conformidad frente a la finitud. Escapaba por igual de la unilateralidad teológica o de la organización clasificatoria:
Si la tesis de Benjamin estuvo dedicada a un aspecto teórico central del primer Romanticismo alemán, quedó obligado durante toda su vida a Friedrich Schlegel y Novalis en la concepción del fragmento como forma filosófica que, precisamente como quebradiza e incompleta, retiene algo de aquella fuerza de lo universal que se volatiliza en el proyecto integral.21
Ello era posible en la medida en que, para Benjamin, no existía la necesidad de que la idea coincidiera con la cosa para de esta forma llegar a la verdad. Insisto en que su búsqueda se orientaba a lo verosímil, edificado a partir de constelaciones de ideas que tienen concreción en los detalles marginales. En términos de estilo, debido a esta circunstancia de obras cuyas arquitecturas se levantan con fragmentos independientes y cuya totalidad puede ser reconstruida en una multiplicidad de variaciones, estaríamos ante algo similar a empresas como las de Cortázar en Rayuela o de Wittgenstein en las Investigaciones Filosóficas.
Al igual que muchos otros miembros de su generación, Benjamin intenta exorcizar dos grandes fantasmas que venían acompañando a la filosofía: el idealismo y el sistema. De esta forma, la fenomenología se constituye en una aliada circunstancial, en la medida en que se dirige hacia las cosas y al significado no arbitrario que las designa. En este sentido, Benjamin era pudoroso, al punto de que:
Era extremadamente sensible ante la tentación de pasar de contrabando conceptos no legitimados, bajo la protección de afirmaciones con- cretas, sustanciales y empíricamente resistentes, deslizando tácitamente lo concreto como mero ejemplo de un concepto ya premeditado.22
A ello habría que añadir cierta atadura a los asuntos históricos y literarios. Sobre ellos va a desatar una avalancha de interpretaciones, traducciones y críticas, en lo que para él no es otra cosa que un método que es la parodia del filológico. Y aquí encontramos presente la fuerte tradición representada por la interpretación judía de la Escritura y, con más interés, por su dimensión mística.
Ya he mencionado de qué manera, según Adorno, en la obra de Benjamin la naturaleza es una parábola de lo histórico. Y lo histórico, en su concreción, se transforma en una imagen primigenia de lo natural y lo sobrenatural. Estas oposiciones significativas entre lo Natural y lo Cultural dan lugar al rasgo mitificador de su pensamiento. Habría que señalar que también el análisis de los mitos y los sistemas de parentesco, en el caso de Lévi-Strauss, parten de esta oposición Naturaleza-Cultura. Y como ya he indicado, la concepción de la estética en el antropólogo francés se vincula a un procedimiento de transformación de un nivel de la realidad en otro. Sin embargo, muchas otras cosas lo alejan de los análisis sincrónicos y ahistóricos. Así, su idea de lo mítico choca tanto con la interpretación estructuralista como también con la noción de arquetipo de Carl G. Jung: Su interés filosófico no se dirige en absoluto hacia lo ahistórico, sino precisamente hacia lo más determinado temporalmente, hacia lo no reversible23. De ahí el título Dirección única. Para Benjamin lo eterno se identifica con lo perecedero, de allí el calificativo de dialéctica que le atribuye a su filosofía.
El pensamiento antisistemático de Benjamin no siempre es fácil de digerir. Unido a este carácter antisistemático, existe una gran confianza en la existencia, hecho que le lleva a huir de las grandes abstracciones y de los intentos generales de fundamentación. A pesar de ello, no dejó de dedicar varias horas de su tiempo, y muchas páginas de sus escritos, a pensadores como Kant, a cuyo pensamiento atribuye una importancia fundamental en términos de la construcción de una filosofía futura y, muy especialmente, en la edificación de un sistema de conocimientos basado en la experiencia. No obstante, su interés por lo microscópico lo lleva a la formulación de una dialéctica detenida, en la que lo histórico se inmoviliza para quedar así sedimentado en imágenes. Paradójicamente, lo que Benjamin busca es la construcción de una estática del movimiento; y este intento, incluso, llega a permear su lenguaje. Sus formulaciones históricas lo conducen, según Adorno, a un verdadero antihumanismo como expresa cuando sostiene que:
el hombre es más bien su lugar y su escenario que algo que es a partir de sí mismo y para sí mismo24. Hay una cierta deshumanización de la existencia, de la que solamente se puede escapar venciendo trampas y peligros.
A pesar de algunas ilusiones que parecieran presuponer lo contrario, Adorno define a la filosofía de Benjamin como atemática: no hay en ellas presuposiciones o evoluciones, ni afirmaciones, tesis o síntesis. Se trata de un pensamiento flotante, con límites difusos. Constelaciones de afirmaciones que hacen que Benjamin tenga cierta predilección por el aforismo. Contrario a ello, constatamos un esfuerzo permanente por hilvanar un tejido de pensamientos que intentan lograr cierta armonía, no para atraer la atención, o decir algo, o convencer, pues para él todo esto es estéril: de allí la inutilidad de emprender la lectura de sus textos esperando encontrar algo. Probable- mente ocurra lo contrario y sea la escritura la que encuentre al lector. En sus trabajos finales, nos dice Adorno, la idea central de Benjamin, bajo el influjo de un cierto materialismo, será la de lograr comunicar lo incomunicable. En esta misma época abandona las tentativas de creación a partir de la Teología mística. En definitiva:
La configuración de lo incompatible, implacable al mismo tiempo contra aquello que desechaba desde siempre, da a la filosofía tardía de Benjamin su profundidad dolorosamente quebradiza.25
Penosamente individualizados, tanto él como su pensamiento, viven con ardor la contradicción de una libertad individual limitada en sus intentos de integración a grupos o colectividades. Enajenación del burgués que abandona una clase para no poder ser aceptado en ninguna otra. En el caso de Benjamin son sus devaneos teocráticos o su pretendida ortodoxia materialista los encargados de hacer efectiva esa segregación. Se desarrollan en él dos nuevas fuerzas opuestas: la consciencia de la imposibilidad de la integración y el de- seo ferviente de aceptación. Y como conclusión siempre estará presente en su mente la idea de la imposibilidad de la armonía; y, consecuentemente, su crítica social adoptará la forma de una agria autocrítica.
En el carácter de Benjamin encontramos entonces sintetizadas numerosas cosas: el luto, el sentimiento de amenaza, el presagio de la catástrofe, la inclinación anticuaria, un ensimismamiento que lo llevaba a describir con- tinuamente su interioridad, un límite bien marcado a su yo y a su cuerpo que estaban enajenados por completo a su espíritu. A pesar de todo ello, Adorno logra percibir en él a un ser cálido y dadivoso, que irradiaba una luz especial para quienes lograban estar cerca.
4. Sobre algunos motivos en Baudelaire.
Al analizar la famosa obra de Baudelaire que lleva por título Fleurs du Mal, Benjamin llega a la conclusión de que existe una crisis de la lírica, la cual se venía dibujando desde la mitad del siglo XIX. Y esta crisis, entre otros muchos motivos, es debida a un interés creciente que ha surgido en el público por lo experiencial. Benjamin incluso menciona tres síntomas de esta situación: en primer lugar, se constata que el lírico no es ya considerado un poeta en sí mismo; en segundo término, no ha habido éxitos de masa en la lírica después de Baudelaire y, como colofón de todo lo anterior, se percibe un desinterés de las masas por la poesía lírica, incluida aquí la de autores que tradicionalmente eran muy leídos. En la filosofía, desde finales del siglo XIX, se comienza a dibujar una atracción por lo que Benjamin califica de verdadera experiencia, intentos que son enmarcados dentro de otro concepto: el de filosofía de la vida. A diferencia de lo que se pueda pensar, estas tentativas no parten del hombre en su vida social, sino de la poesía, de la naturaleza y de la mítica. En esta perspectiva se ubican autores como Dilthey, Klages, un Jung que Benjamin percibe entregado al fascismo y Bergson. En todas estas obras la experiencia apare- ce vinculada a la tradición, la cual se actualiza constantemente, no en la forma de recuerdos sino de un cúmulo de información, frecuentemente inconsciente, que alcanza la memoria. En el caso de Bergson, la experiencia no emana de la historia sino que lo hace en forma espontánea, como simple imitación de la experiencia histórica. Y es aquí donde surge la vinculación de este sentido de la experiencia con ese lector hacia quien Baudelaire busca llamar la atención: ¡Hypocrite lecteur, -mon semblabe-, mon frere!.
Este sentido de la experiencia en Bergson es el que Proust intentará re- producir en sus escritos. A pesar de que al hacerlo, introduce un elemento nuevo que constituye, según Benjamin, una crítica inmanente a Bergson. La explicación de Proust partirá de la diferencia antagónica entre la vida activa y la vida contemplativa. La memoria pura bergsoniana se convierte en Proust en memoria involuntaria. Esta última se encuentra en contraste con la memoria voluntaria, siempre al servicio del intelecto. Pero, esta memoria voluntaria hace que las informaciones que nos aporta sobre lo pasado no alberguen nada de este tiempo ido. Según Proust, los esfuerzos replegados que realiza el intelecto para revocar el pasado son inútiles, se encuentra fuera de su poder, más allá de su alcance y sólo el azar puede conducirnos hacia él. Entonces, de acuerdo con Proust, el azar es la única vía por la que el individuo puede llegar a construir una imagen de sí mismo y a comprender su propia experiencia. Para que ello sea así resulta importante la incidencia que puedan tener algunos elementos externos: los medios de comunicación cumplen un papel paradigmático en este sentido. Al respecto Benjamin señala que En la sustitución del antiguo relato por la información y de la información por la sensación se refleja la atrofia progresiva de la experiencia26. La narración va perdiendo fuerza y las personas terminan no teniendo nada que decir de sí mismas. De lo que se trata, en definitiva, es de una suerte de muerte de la experiencia. El intento de Proust, en su voluminosa obra, se dirige a una restauración de la narración que equivale a una recuperación de la existencia. A través de este proceso, Proust relata episodios de su infancia, buscando conjugar la memoria individual con una suerte de memoria colectiva. Era el papel que le correspondía jugar no es el caso de Proust- , según Benjamin, a los cultos, ritos y demás ceremonias. Y muchos autores lamentan hoy en día la ausencia de los denominados ritos de pasaje que servían para marcar las diferentes edades de los individuos, y consideran que, en buena medida, la indiferenciación etaria y sexual actual tiene que ver con este hecho.
Los motivos presentes en Proust permiten evocar también la figura de Freud, quien en su obra Más allá del principio de placer27 establece una correlación entre la memoria involuntaria y la conciencia. Esta correlación tiene en Freud el valor de una conjetura fecunda, cuyo significado heurístico fue, incluso, más explorado por sus alumnos. En particular, en el caso de Theodor Reik, encon- tramos una propuesta en torno a lo que es la memoria en la que se sintetizan las ideas proustianas de reminiscencia involuntaria y recuerdo involuntario. Reik llega a la conclusión siguiente: mientras la memoria es conservadora, pues tiende a preservar las impresiones, el recuerdo es destructivo, pues busca disolver las impresiones. Como nos dice Benjamin, estas ideas de Reik se apoyan en la hipótesis freudiana según la cual
la toma de conciencia y la persistencia de los actos mnemónicos son recíprocamente incompatibles en el mismo sistema28. En términos de Proust, ello se traduce en que sólo puede formar parte de la memoria involuntaria aquello que no se ha vivido consciente- mente, es decir, aquello que no forma parte de una experiencia vivida. Esta posibilidad de atesoramiento de marcas perdurables en la memoria se encuentra fuera de la conciencia, pues el papel de ésta sería la de servir de protección ante la energía que traen consigo los estímulos. Y la explicación de los traumas se vincula, en definitiva, a esta falta de protección contra los estímulos.
Todo lo anterior tiene significación en la medida en que Benjamin considera que la poesía lírica y Paul Valéry dice estar consciente de ello- parece estar fundada en la experiencia de una recepción de shocks (el que ocurre entre el estímulo y la consciencia) convertida en regla. Ello supondría una poesía marcada por un alto grado de consciencia y por un programa más o menos definido en términos de composición. Y para Benjamin, es éste precisamente el hilo conductor que une a Baudelaire con Poe y Valéry, como también con Proust. Precisamente es Proust quien intenta develar esta consciencia y este programa que hay detrás de la obra de Baudelaire: la liberación respecto a las experiencias vividas, insertando su poesía en los espacios vacíos de un horizonte histórico definido, tarea para la cual ha sido concebida.
El mayor o menor éxito de la experiencia vivida se vincula así con los logros obtenidos por la consciencia en su función de controladora de los estímulos. Así, los acontecimientos, al pasar por el tamiz de la reflexión, se convierten en experiencia vivida. Los fallos de ese filtro que es la reflexión implican y aquí de nuevo habla Freud- un posible trauma. Este trauma es de- nominado experiencia cruda por Baudelaire: Habla de un duelo en el cual el artista, antes de sucumbir, grita de espanto. Tal duelo es el proceso mismo de la creación.29 Por lo tanto, en el centro de la creación poética de Baudelaire está el trauma que supone el vencimiento de la consciencia por el estímulo, es decir, el shock. Es un trauma para el que el propio Baudelaire se convierte en frontera. Y esta experiencia de pararrayo constituye una pieza fundamental para comprender tanto su temple como su escritura: las intermitencias entre la imagen y la idea, las oscilaciones entre la palabra y el objeto de las que habla Gide y en las que Baudelaire lograría alcanzar su propio lugar. Un locus de leyes secretas, en las que se conjugan elementos diversos: multitudes amorfas, calles abandonadas, estrofas trasparentes, fragmentos convertidos en presas poéticas. Se podría hablar del fetichismo, como lo hace Marx, en términos de una inversión refleja, de la que Baudelaire, según Adorno, sería una especie de precursor. Ello, en la medida en que dentro del análisis no olvidemos hacer referencia al olvido.
La emergencia de las masas va permeando todo el siglo XIX. Estas multitudes hacen que pueda aparecer un nuevo y poderoso actor social: el público o el espectador, que aspira a ser, incluso, personaje de las obras. Esto lo entiende Víctor Hugo, y también lo comprende Eugene Sue. Esas masas van a tener en Baudelaire un sentido seductor: lo atraen y lo paralizan a la vez, y también le producen un limite: es incapaz de describirlas porque constituyen una suerte de aura, de velo fluctuante dice Benjamin. Y existe quizás una homología entre, por una parte, esa multitud y lo que provoca en el individuo; y, por la otra, el shock que tiene lugar cuando los estímulos vencen a la consciencia. Y precisamente, en este shock logra percibir Adorno algunas de las cosas sobre las que ha reflexionado en torno a la música y, más particularmente, en lo referido a la percepción del éxito. En ambos casos se trata de algo que es vivido como una catástrofe, de la cual Baudelaire se siente cómplice aun cuando no lo exprese abiertamente. Aunque, vale la pena aclararlo, en el caso del poeta francés no se trata nunca de una aspiración realista.
Las masas urbanas despiertan una gran ambivalencia. Por una parte, la angustia, la repugnancia, el miedo, la indisciplina, cierto vértigo y, en fin, la intuición subyacente de que la barbarie sigue viva ; por otro lado, una dosis de conmiseración, de querer ordenar, dar sentido o congruencia. Y Benjamin se detiene en pequeños detalles: todo lo que ha traído consigo la invención de los fósforos, del teléfono, de la fotografía, del film, o (por qué no) del papel toilette o el cepillo de dientes. Todo ello banaliza un tanto el shock y hace de él, según Baudelaire, un caleidoscopio dotado de conciencia. En definitiva, se le plantea al hombre una urgente necesidad de estímulos ante los cuales la consciencia retrocede.
Y es que el estado de shock pareciera ser el normal de la época. El mismo encuentra un parangón en la relación que tiene el obrero vis-a-vis las máquinas. Baudelaire va a ver una suerte de símil entre esta forma de trabajo y el juego de azar, en un acercamiento que resulta, por lo demás, un tanto paradójico: el trabajo y el azar parecen pertenecer a dos órdenes opuestos. Pero resulta que no lo son, si comprendemos que en ambos casos existe una discontinuidad: en el proceso de trabajo con las máquinas ocurren las mismas rupturas que en un juego de azar: en los dos se da un comienzo que es permanentemente renovado. Se trata de lo que Bergson describiría como una anulación de la memoria; lo que nos lleva, una vez más, a tropezar con la metáfora de la muerte de la existencia. En esos juegos de azar que en el pasado eran monopolio de la nobleza, y en los que ahora participa afiebradamente la burguesía, Baudelaire va a constatar cierta heroicidad que se escenifica en los teatros subterráneos de la vida mundana. La aproximación que hace Baudelaire a los mismos es psicológica. Lo que está detrás del juego no es la ganancia en sentido estricto; su significado permanece en la sombra, es oscuro y, por ello, se trata de un estado de ánimo que escapa a la experiencia. Con ello se ubican más allá del deseo porque éste es experiencia y, como tal, carece de inmediatez, posee una temporalidad. El juego, al contrario, implica un eterno retorno.
En el juego de azar el acontecimiento se transforma, insisto, en shock. Lo que ocurre es gracias a la fortuna: incluidos los acontecimientos políticos. Este contrario del orden, de lo establecido, es también Satanás, que se ocupa de inflar a las almas con una impaciencia que sólo puede ser saciada con el golpe favorable del azar. Y esos días en los que ocurre esa elección del destino ese momento propicio- son los días del recuerdo, de lo que Baudelaire califica de correspondance, piedra angular para la comprensión de lo que es la belleza en términos modernos.
Estas correspondances marcan un significado preciso a la experiencia, que se ubica más allá de la significación erudita que le otorgan los místicos: a través de ellas se busca reparar el oprobio de la crisis. De allí también su valor para la definición de lo bello. Las correspondances son fechas transhistóricas, hitos del destino, como los días de fiesta que nos ligan a las experiencias anteriores. Experiencias sobre las que no cabe un juicio, ya que cualquier opinión nos llevaría fatalmente a la tautología de lo que permanece idéntico a sí mismo: es, para Benjamin, lo que constituye el sentido aporético de la obra de arte, pues en la apreciación de la misma y en la belleza que su hermetismo esconde- sólo cabe la reproducción o lo que Valéry califica de imitación servil.
A pesar de todo lo dicho, lo que vuelve inconfundible a Fleurs du mal es el fracaso: aquel que no pueda tener más experiencias no tiene consuelo. Y esta incapacidad de experiencias deviene en cólera, la cual obnubila y no permite pensar en nada. Aquí el tiempo se encuentra aguzado: se plantea un nuevo significado a la duración y, en general, ocurre una verdadera atrofia de la experiencia: El hombre que pierde la capacidad de tener experiencias se siente excluido del calendario30. Más aún, los mismos objetos terminan siendo disociados de la experiencia: la propia muerte es suprimida de la historia y, de esta forma, la tradición es colocada entre paréntesis.
La experiencia rodea a los objetos de un aura sensible. Y esta aura tiene para Adorno un gran valor: Estoy convencido que nuestros mejores pensamientos son aquellos que no podemos pensar por entero31; y aun cuando el aura es un concepto no completamente elaborado, da cuenta de esa incompletitud. Sobre ellos se van acumulando, a manera de estratos geológicos, esos depósitos. Benjamin se detiene en la significación que tiene, en este particular sentido, la fotografía, que permite fijar un acontecimiento. Pero de nuevo aquí nos encontramos con que los individuos pagan por ello un precio. En el caso de Baudelaire, el daguerrotipo tiene algo de espantoso y perturbador, en un atractivo que el propio poeta define como sorprendente y cruel. Y no puedo otra cosa que evocar el miedo que produce en algunos habitantes de la Iberoamérica rural el que alguien pueda poseer una fotografía de otra persona. Porque en esa imagen está depositada parte del alma del retratado y así, realizando sortilegios y ritos, se considera que sobre esa persona se puede tener algún tipo de influencia, generalmente maligna. Otro tanto puede ocurrir con el nombre, porque en él también está presente un residuo importante del propio yo de la persona. En el caso de Baudelaire estamos ante un nuevo ejemplo de progreso mal entendido, producto de la estupidez de las grandes masas. De forma que Daguerre es un profeta de estas multitudes, y su invento un algo que desdice de la existencia, en la medida en que en ésta el hombre siempre añade el alma. Y esta alma tiene que ver con un agragado de fantasía que la reproducción niega. En la fantasía está presente un deseo que sólo se verá satisfecho a través del encuentro con la belleza. Pero este deseo es infinito, nunca se puede colmar y, muy por el contrario, es renovado constantemente: el mismo encuentro con la belleza, presente en la obra de arte, se encarga de diferir sin cesar la posibilidad de una satisfacción plena. Es precisamente esta capacidad de saciarse lo que está detrás de la fotografía:
Es por lo tanto claro lo que separa a la fotografía del cuadro, y por lo cual no puede existir más que un solo principio formal válido para los dos; para la mirada que no puede saciarse nunca con un cuadro la fotografía significa lo que es el alimento para el hambre o la bebida para la sed32.
Esta crisis de la reproducción, según Benjamin, trae aparejada una crisis de la percepción misma. Se trata de un velo de nostalgia que se posa sobre nuestros sentidos para impedirnos sentir el placer de lo bello, de lo ya ido. La reproducción impide cualquier evocación, pues en ella lo bello no tiene ningún posible espacio. Así, la fotografía y en ello parecen coincidir Baudelaire, Proust y Benjamin implica la decadencia del aura, la imposibilidad radical de que los sedimentos de la experiencia sigan depositándose sobre los objetos, para llenar- los de fantasía, para permitirles vivir un ciclo inagotable de belleza renovada: lo bello sutil, inalcanzable, permanente aspiración, diferimiento o, en palabras de Derrida, diseminación. Procedimientos en los que el intercambio de miradas no es posible, aun cuando ello implique, en definitiva, esa presencia turbadora. No hay, por lo mismo, reciprocidad; ni existe posibilidad de diálogo. Y aquí reside el núcleo de la crisis de la percepción que entrevé Benjamin, pues sólo en una mirada que aspira a ser recompensada por aquello a lo que se dirige, es decir, que aspira a ser mirada, existe la posibilidad de que ocurra la experiencia del aura: Quien es mirado o se cree mirado levanta los ojos33, y al hacerlo descubre que en los objetos perdura algo de quienes los han mirado antes. Esa es la mirada que ocurre en los sueños y de la que nos habla Valéry. Es también, piensan algunos, lo que hace la naturaleza con nosotros.
En Baudelaire, estas expectativas orientadas a recibir una mínima reciprocidad al mirar se ven decepcionadas. Los ojos de los que él se ocupa han perdido la capacidad de mirar. Sin embargo, Baudelaire es recompensado por ello: debido a una economía instintiva los ojos con capas lechosas se transforman en fuerza creadora: son Eros. La ausencia o la lejanía de quien mira en la mirada es la estrategia de la seducción. Sin embargo, Baudelaire califica a esta mirada ausente de familiar y lo hace porque piensa que en ella todavía se esconde algo: una promesa y una renuncia. Benjamin nos dice que esta mirada ausente es propia del habitante de las grandes urbes. Se trata, según él, de una mirada atenta a la seguridad y que, por lo mismo, carece del abandono soñador a la lejanía. Y la ruptura de ese encanto de la lejanía constituye un importante tema en la obra de Baudelaire: es la huida de los placeres vaporosos hacia el horizonte.
Ciertas observaciones de Adorno a este texto de Benjamin parecen orientarse a lo que sería una confusión entre las categorías histórico-filosóficas y los caracteres sociales. Confusión que, según Adorno, no estaría presente en el siglo XIX. De esta manera, en Benjamin la Historia y la magia oscilan:
Reina en general una tendencia a referir los contenidos pragmáticos de Baudelaire directamente a los rasgos inmediatos de la historia social de su tiempo, y en lo posible a aquéllos de tipo económico.34
Benjamin parece ser víctima de sus propias trampas objetivistas y de sus permanentes coqueteos con el materialismo dialéctico. Ello lo conduce aún más lejos: por una errónea concepción del empirismo, Benjamin se ahorra la teoría, lo que según Adorno dota a todo el escrito de un carácter meramente épico.
Si se quiere hablar de manera muy drástica, se podría decir que el trabajo se encuentra en el cruce entre magia y positivismo. Este pasaje está embrujado. Sólo la teoría podía romper el hechizo: su propia teoría, sin consideraciones, bien especulativa. No es más que ese deseo lo que yo le expongo.35
Benjamin era presa de una tensión esencial (para usar la expresión de Kuhn) entre un materialismo empobrecedor y unas inmensas posibilidades especulativas. Para él hubiese sido mejor tomar conciencia de que los conceptos aun los de la ciencia- organizan la realidad, y que no ocurre lo contrario. Y ello, aún a riesgo, de ser calificado de idealista.
Pese a todo, la crítica de Adorno desconcierta a ratos. Creo que no se le puede objetar a Benjamin que en su estilo rescate el como si. Ya vimos que, precisamente, si algo caracteriza a Benjamin es su inclinación a lo verosímil, al simulacro. Igualmente incomprensible me resultan ciertas llamadas de aten- ción hacia el uso de categorías objetivas para intentar frenar la aparición de conceptos como el de estructura instintiva.
5. Sobre Franz Kafka.
Con ocasión del décimo aniversario de su muerte. Benjamin empieza este trabajo con una anécdota vinculada al canciller Potemkin. Por razones de tiempo y espacio no me voy a detener en la misma, únicamente repetiré lo que afirma Benjamin: esta historia es un heraldo que anuncia con dos siglos de anticipación lo que será la obra de Kafka. Los personajes centrales de la misma: Potemkin y Shuvalkin constituyen un preludio de los personajes kafkianos. Individuos con existencias crepusculares, jueces de desvanes, hombres en decadencia, porteros en caída, funcionarios decrépitos, en fin, martinetes de vapor. Ellos se ven acompañados por padres e hijos -o quizás se trata de los mismos personajes compartiendo un mundo similar-, pletórico de inmundicias y degradaciones: El padre es al mismo tiempo el juez y el acusador. El pecado del que acusa al hijo parece una especie de pecado original
De tal suerte que el culpable sería el hijo36. Y en todo ello suenan los ecos del Tótem y tabú de Freud, en el que se establece que el padre originario se convirtió en competidor de los hijos. En todo caso, en las tramas tejidas por Kafka está presente un componente importante: el destino, el cual es definido por Hermann Cohen37 como un conocimiento del cual es imposible substraerse. Destino que opera, por ejemplo, en la seducción, como en el relato La muerte en Samarkanda que es atribuido a Italo Calvino o a Jorge Luis Borges o quién sabe a cuántos más y que es recogido por Jean Baudrillard en su obra De la seducción. La historia del soldado medieval que regresa a su ciudad y al pasar por la plaza del mercado (la que probable- mente también era un cementerio y un lupanar) se tropieza con la muerte que le hace un gesto. El caballero acude entonces urgentemente ante el rey para decirle que la muerte le ha hecho un gesto amenazador y que él, por lo tanto, necesita un caballo para huir muy, muy lejos: a Samarkanda. El rey accede y lo dota de un corcel, pero intrigado por lo que considera es una desproporción de la muerte, convoca a ésta a palacio para que le explique este despropósito. La muerte argumenta que el gesto que ha hecho no es amenazador, sino de asombro, al ver que ese soldado estaba allí, cuando mañana tenían ambos una cita en Samarkanda. Es el destino, algo que se teje en los hilos plateados de un como sí, de un simulacro, de ese algo verosímil que mucho gustaba tanto a Kafka como a Benjamin. Un recurso heurístico y estético en el que la belleza, la verdad o la dignidad emergen de los lugares más insospechados: un lirio, como otros, creciendo en un nauseabundo barreal.
Seducciones, extravíos, trampas definitivas de las que resulta imposible escapar. Sin esperanzas: puras inclinaciones de suicidio presentes en la mente de un Dios que ya agoniza y que presiente un próximo final. Como lo presentirá Benjamin, Dios como demiurgo maligno y el mundo como su pecado original. Dios-Padre que por su línea de filiación transmite todo lo malo, o lo inverosímil, a Gregorio Samsa o a Odradek. En fin, una cadena de relaciones metonímicas de abalorios que llevan por nombre Dios, el padre, el mal, el pecado, el funcionario, lo radicalmente humano: algunos ecos gnósticos. Eslabones a los que escapan los ayudantes, a cuya raza pertenecen desde el truhán hasta el estudiante, pasando por los locos, que llevan una existencia crepuscular, una vida nebulosa, como la de los gandharvas, que no son otra cosa que criaturas embrionarias, crisálidas mensajeras que transmiten un mensaje hermético: de un como sí, de un simulacro, de una apariencia que, al igual que Hermes, no debe decir toda la verdad, pero que tiene prohibido mentir. Para estos verosímiles sí existe la esperanza.
¡Y el desconcierto! Qué mayor atracción que aquello que surge como ruptura, como algo repentino e inesperado. Es, una vez más, el arte de la seducción: una mirada perdida más allá de las fronteras corporales, orientada hacia un horizonte inefable que sólo contemplan los escogidos. Por eso, nos dice Benjamin, en Kafka las sirenas callan, y al hacerlo han desaparecido sus halagos. Las potencias del mito, de esta forma, se ven controladas. Y de esta manera, el silencio de las sirenas resulta más peligroso que su canto. Es la intriga, el no saber el por qué de su silencio. En definitiva, una cierta dialéctica que se mueve entre dos polos: aquello sobre lo que pesa una cierta certidumbre y aquello de lo que no existe el menor indicio.
Benjamin nos cuenta que existe un retrato de Kafka niño. Y la opinión que Benjamin tiene del mismo deja traslucir, una vez más, su animadversión a la reproducción. Para él, Kafka es colocado en una especie de síntesis de una cámara de tortura y la sala del trono, en medio de un decorado lleno de palmeras y arabescos, vestido con un trajecito estrecho, casi humillante, sobrecargado de bordados. Y de síntesis va a ser su vida, como también su obra tendrá este carácter: el hipódromo que es, al mismo tiempo, teatro. El acontecer aun el más solemne- resuelto en gesto, es decir, en imprecisión y verosimilitud y:
sólo entonces se puede ver con certidumbre que toda la obra de Kafka representa un código de gestos que no poseen a priori para el autor un claro significado simbólico, sino que son interrogados a través de ordenamientos y combinaciones siempre nuevos.38
Se trata de gestos que no es necesario explicar o de aplicar a situaciones normales. Todo lo contrario, cualquier interpretación unívoca de los mismos no haría más que destruir su fuerza invisible, pues en esa invisibilidad reside el verdadero sentido de los gestos. De esta manera, las muecas en sí son dramas que se escenifican en el Teatro del Mundo, al que acudimos todos como absortos espectadores. Cada uno de los gestos representados abre, como lo dice Benjamin, una puerta del cielo. Y esos movimientos son como las órdenes del día que se ejecutan con una voluntad que trasciende a sus actores. En Kafka, en definitiva, la gestualidad tiene vida propia. Y posee, además, una voluntad que la lleva a ser, a actualizarse uniendo lo enigmático con lo trivial, en una alquimia que resulta fatalmente atractiva para Benjamin. Gestos de animales-personajes, protagonistas que se encuentran en un limbo que se ubica probablemente un poco más allá de lo humano, pero que también, cierta y paradójicamente, está en nuestro interior.
Y como si todas estas aporías resultaran insuficientes, Kafka también nos entrega la complejidad de la organización de la vida y del trabajo en la sociedad, en la que ésta aparece como destino. Un hado que no acepta negligencias, ni el egoísmo individual. Estos son controlados a través de la utilidad colectiva y unos fines, casi nunca explícitos, ajenos a los hombres comunes, conglomerado del cual Kafka se siente miembro. A una comunidad motivada por el misterio, que enseña a cada individuo que lo importante no es la libre decisión, ni el amor, sino un misterio -un destino- al que debe someterse ciegamente y, por lo mismo, con independencia de su consciencia. Probablemen- te el misterio era una excusa, detrás de la cual se escondía cierta ambigüedad de acciones y de afirmaciones. En este destino, Adorno avizora el premio de la redención.
Como afirma Benjamin, el Mundo para Kafka es un teatro de dimensiones universales; y la condición humana significa estar siempre en escena, y la puesta en escena es una búsqueda de redención -ello aun cuando Kafka no es un autor religioso-. De allí que Adorno considere que el único espectador de esta representación es Dios, de quien se esperan las palabras y los gestos salvadores. Esa redención substrae al hombre de un cuerpo que huye de él hasta convertirse en su enemigo. Las metamorfosis no son más que metáforas de cómo lo ajeno la enajenación- se apropia del cuerpo.
Para Benjamin muchas de las interpretaciones de los escritos de Kafka resultan sesgadas. Es el caso de las interpretaciones naturales o sobrenaturales; vale decir, de las psicoanalíticas o de las teológicas. A estas últimas, Adorno las califica de teología inversa. En esta vertiente se llega a hablar incluso de cómo el pensamiento de Kafka deriva del de Kierkegaard a través de la teología dialéctica, o del de Pascal, o, incluso, cómo en él está presente la idea de que el hombre es siempre culpable ante Dios, cuyo castigo se encuentra permanentemente diferido. Adorno se referirá a este hecho como la trasposición del Derecho mítico en la culpa. De manera tal que la historia kafkiana aparece con un pasado o prehistoria que es sinónimo de culpa, y un futuro que representa la certeza de un juicio siempre postergado. En medio de ello la vergüenza que es, al mismo tiempo que reacción íntima del hombre, un sacudimiento socialmente imperativo. Añadido a esta estrategia narrativa, encontramos el uso de lo incidental, utilizado aun para formular las proposiciones más serias o para sustentar los conceptos más elevados o sorprendentes (que son considerados siempre como algo que todos deberían saber), en un conocimiento envuelto en trivialidad. Se trata de creer que no existe nada nuevo, que la vida no es otra cosa que hacer presentes los recuerdos. El olvido la anamnesis-, por lo mismo, representa el papel del culpable, cuya intensidad grandiosa Kafka vincula con la religión judía. De igual forma, el recuerdo se asimila a la piedad, pues el mayor atributo que otorga Kafka a Jehová es el poder tener memoria. Por lo demás, el olvidado no siempre es un individuo, sino que son más bien retazos de combinaciones innumerables e inciertas que no llegan a actualizarse. Y es en este medio entre la culpa y el castigo- ; es decir, en la memoria, donde encuentran su locus los personajes de Kafka. También ocurre que el olvidado sea un animal o un antepasado o esa figura en la que el animal y el antepasado se sintetizan: el tótem. Es la vía abierta tanto al pesado pretérito de la culpa como al inexorable futuro del juicio. Por eso los animales resultan ser los más reflexivos.
El olvido hace que los seres lleguen a ser irreconocibles. De allí que, en una nueva cadena metonímica, Kafka busque unir al olvidado con lo deforme, con lo desfigurado. Pero, al mismo tiempo, es así como se le presentan los grandes misterios al hombre: el mensajero de Dios llega lleno de harapos. La gran paradoja que ocurre es la de que quien viene a enmendar deformaciones y a corregir errores es un mendigo. Se trata también de personajes, como Odradek, que constituyen el reverso del mundo objetivo, un signo de desfiguración, que no puede ser de otra forma, ya que la búsqueda de síntesis entre lo orgánico y lo inorgánico, o entre la vida y la muerte sólo es posible a través de esos signos que logran transgredir los límites de dos mundos antagónicos. En esta medida, los personajes kafkianos se superponen a los demás seres, se alojan en una vida objetivamente trastocada, y se asemejan así a los héroes míticos o a los demiurgos.
6. Conclusión
La obra de Walter Benjamin oscila permanentemente. Hay quienes como Hanna Ahrendt consideran que no se trata de un filósofo. Otros, como muchos postmodernos, ven en él un inmediato precursor de su pensamiento, en la medida en que quebranta ciertas tradiciones intelectuales. En el fondo de todo este debate parece subyacer una importante pregunta: ¿qué es la filosofía?, cuestión tan importante como lo fue en su tiempo la acuciosa interrogan- te en torno al contenido y al sentido de la Ilustración. Pienso que el trabajo de Benjamin responde con creces a este importante primer asunto; y sus respuestas, muy probablemente, no complacen a ciertos espíritus serios, de los que, afortunadamente, Adorno no forma parte. Las afirmaciones de Benjamin se orientan a resaltar la importancia de una reflexión que, partiendo de un universo microscópico y de una existencia fragmentaria, se detiene a pensar en aquello en lo que, quizás por su propia precariedad, no puede ser considerado como motivo de una reflexión académica, ya sea por sus personajes o actores, o por los motivos presentes. Hacia ellos va dirigido el interés y la crítica; hacia las circunstancias existenciales particulares: biografías, intimidades, historias. Y no es de extrañar que se lanzaran contra él todas las más dispares opiniones. Calificativos que hablan de su ambivalencia, de sus ambigüedades, de sus arbitrariedades, de su autonomía, de su vocación de iconoclasta, de cierta ortodoxia generacional, de una nostalgia que se trastoca en metafísica y, en fin, de mucha, muchísima incomprensión. Y estoy seguro que lo que todos ellos logran no es otra cosa que reforzar su dolorosa humanidad.
Benjamin fue, en buena medida, víctima de su horizonte histórico. Si su momento fuese el actual, la percepción de su obra probablemente sería diferente. ¿Estaría en ese altar donde se veneran a Foucault, Derrida, Deleuze y a otras deidades de la actual moda intelectual? O quizás no, en la medida en que sus circunstancias epocales, unidas a sus claves interpretativas, lo dotan de una fuerza y una legitimidad especiales. Casi como aquellas que dan autorictas a lo clásico. En sus páginas -llenas de anagramas, pletóricas de profundos jeroglíficos, de encantados codices-, encontraríamos una permanente invitación a esa seducción que está presente en el desvelamiento y en la interpretación.
Notas
1. Adorno, T., Sobre Walter Benjamin, Colección Teorema, Ediciones Cátedra S.A., Madrid, 1995, p.12.
2. Ibidem.
3. Ibidem, p.13.
4. Ibidem, p.14.
5. Ibidem, p.15.
6. Ibid., p.16.
7. Ibid., p.18.
8. Ibidem.
9. Ibid., p.19.
10. Ibid., p.20.
11. Ibidem.
12. Ibid., p. 25.
13 Ibid., p. 27.
14. Probablemente Benjamin maneja un concepto de idea parecido al de Frege y Church.
15. Adorno, T., Sobre Walter
, cit., p. 29.
16. Ibid., p. 30.
17. Ibid., p. 31.
18. Ibidem.
19. Ibid., p. 32.
20. Ibid., p. 33.
21. Ibid., p. 39.
22. Ibid., p. 41.
23. Ibid., p. 43.
24. Ibid., p. 46.
25. Ibid., p. 48.
26. Benjamin, W., Sobre el Programa de la Filosofía Futura y otros ensayos, Monte Ávila Editores, Caracas, 1970, p. 92.
27. La inclusión de Freud dentro del análisis de la obra de Baudelaire le resulta a Adorno muy poco clarificadora.
28. Ibid., p. 93.
29. Ibid., p. 96.
30. Ibid., p.117.
31. Adorno, T., Sobre Walter..., cit., p. 171.
32. Cf. Benjamin, W., Sobre el Programa
, cit
, p.119.
33. Ibid., p. 130.
34. Cf. Benjamin, W., Sobre el Programa
, cit., p. 153.
35. Ibid., p. 155.
36. Cf. Ibid., p. 215.
37. Ibid., p. 216.
38. Ibid., p. 221.
Referencias bibliográficas
1. Adorno, T., Sobre Walter Benjamin, Colección Teorema, Ediciones Cátedra S.A., Madrid, 1995, p.12.
2. Benjamin, W., Sobre el Programa de la Filosofía Futura y otros ensayos, Monte Ávila Editores, Caracas, 1970, p. 92.