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EPISTEME

versión impresa ISSN 0798-4324

EPISTEME vol.34 no.1 caracas jun. 2014

 

Argumentando bien, construimos ciudadanía1

Corina Yoris-Villasana1

1 Universidad Católica Andrés Bello Venezuela. E-mail del autor: cyoris@gmail.com

Resumen: El objetivo que se plantea en este artículo es discutir acerca del prototipo de ciudadano que se quiere educar en nuestras sociedades democráticas. El punto central de la discusión estará focalizado en la participación ciudadana y cómo se pretende conseguir en sociedades donde no se está promoviendo el desarrollo del pensamiento integral y la capacidad crítica en nuestros futuros ciudadanos. Abundan las razones, ya sean políticas como pedagógicas, que avalan la necesidad de plantear de nuevo una reflexión en nuestro contexto educativo.

Palabras clave: Participación ciudadana, argumentación, pensamiento crítico.

Arguing well, we build citizenship

Abstract: The main objective of this article is to discuss the prototype citizen in democratic societies and the proper way of teaching him/her democratic values. The central point of the discussion will be focused on the citizen participation in social life, especially in such societies which do not promote the development of comprehensive and critical thinking ability in their citizens. The article surveys a variety of reasons, whether political or pedagogical, which support the need to raise again a reflection on civic education.

Keywords: Citizen participation, argumentation, critical thinking.

 Introducción

En esta reflexión me he planteado insistir en un punto que suele causar fricción en las discusiones tanto políticas como educativas, y éste se resume en la pregunta ¿cuál es el prototipo de ciudadano que se quiere educar en nuestras sociedades democráticas?

No entraré en la discusión sobre el significado de la “democracia”, discusión que puede ser muy fructífera pero que desviaría el foco central de este trabajo, sino que entenderé como tal al régimen que es caracterizado de “manera clásica” por ser una forma de organización del Estado, donde las decisiones colectivas son acordadas por el pueblo mediante estructuras de intervención directa o indirecta que confieren legitimidad a sus representantes. Con sus variantes, sus virtudes y carencias, nuestras sociedades latinoamericanas transitan en este sistema de gobierno, con contadas excepciones donde se han instaurado regímenes autoritarios.

Es así como podemos afirmar que nuestros países tienen tareas comunes que deben cumplir dentro de sus diferentes planes de desarrollo social; entre ellas encontramos la urgencia de resolver conflictos pacíficamente, disminuir drásticamente los índices de pobreza, combatir la corrupción enraizada en altas esferas de los poderes públicos y, sobre todo, propiciar la apertura de espacios de participación ciudadana, así como la cooperación en las decisiones que afectan a toda una población. Y, justamente, esta ciudadanía hay que construirla desde la base. De esta manera, una de las labores que se vuelve primordial es la formación ciudadana, sea cual sea el país donde nos situemos. Por ello, la pregunta considerada en las líneas precedentes se vuelve perentoria responderla. Reiteramos la interrogante: ¿Qué se necesita para formar dicha ciudadanía en una sociedad democrática?

Valores y virtudes en una democracia

Los expertos en el diseño de políticas educativas insisten que esa formación ciudadana debe estar cimentada en un profundo sentido de pertenencia, que, a su vez, involucra valores tales como libertad, igualdad, civilidad, justicia, pluralismo y, sobre todo, procurar que se desarrolle en el individuo la tolerancia, cualidad indispensable para darle sentido a una actitud democrática;2 son los pivotes de la ciudadanía e imprescindibles para que una sociedad funcione pacíficamente. Aún más, se insiste en la importancia de dicha participación en tanto se considera que mientras mayor sea esa participación, mayores son las posibilidades reales de entrever los ideales de las distintas esferas que conforman un conglomerado social. Asimismo, se vuelve imprescindible también el reconocimiento de la diversidad y la complejidad no sólo de los individuos, sino de las diferentes comunidades que constituyen una sociedad. Incluso, es posible afirmar que el resguardo y respeto por los derechos humanos se encuentran estrechamente relacionados con la ampliación del espectro de la participación ciudadana.

En La justicia y otras virtudes públicas, V. Camps3 enfatiza como virtudes públicas para la democracia justa, libre e igualitaria, la solidaridad, la responsabilidad, la tolerancia y la profesionalidad. A las que se agregarían cualidades como la civilidad, la cual involucra, a su vez, la disciplina, el autocontrol y la cooperación.

Si analizáramos cada una de dichas virtudes, veríamos cómo inmediatamente surge la necesidad del diálogo. Por ejemplo, “la responsabilidad es la respuesta a una demanda, implícita o explícita, a una expectativa de respuesta”;4 dicho de otro modo, es la “competencia que debe poseer toda persona para reconocer y aceptar las consecuencias de un hecho realizado libremente.”

Para ser solidario, también se necesita del otro; y la tolerancia, virtud por antonomasia de una sociedad democrática, la define Camps como “El respeto a los demás, la igualdad de todas las creencias y opiniones, la convicción de que nadie tiene la verdad ni la razón absoluta, son el fundamento de esa apertura y generosidad que supone el ser tolerante.”5

Si hay un acuerdo en suscribir estos valores como necesarios para desarrollar un ciudadano “virtuoso”, la tarea por delante no es otra que implementar algunos mecanismos que nos permitan tratar de alcanzar ese ideal. Y ese asunto se nos muestra altamente difícil y controvertido. Sabemos de las inacabables discusiones en el ámbito académico sobre si se pueden enseñar o no las virtudes, si es viable enseñar a alguien a ser virtuoso.

En la Ética a Nicómaco, Libro VI, Aristóteles en su explicación sobre las virtudes, afirma que

la prudencia tiene por objeto las cosas humanas y sobre las que puede haber deliberación, y por esto decimos que la función más propia del prudente es deliberar bien. (…) El hombre que delibera rectamente, absolutamente hablando, es el que, ajustándose a la razón, acierta en lo práctico y lo mejor.6

Y, ese énfasis, sobre la buena deliberación, es el hilo conductor de la consecución de un buen ciudadano. Sigue el Estagirita argumentando que

(…) la prudencia no puede ser más que un hábito práctico verdadero, acompañado de razón, sobre lo que es bueno y malo para el hombre. Por este motivo calificamos de prudentes a Pericles y a los que son como él, porque pueden percibir las cosas buenas para ellos y para los hombres; y consideramos que individuos semejantes son capaces de dirigir familias y ciudades. Y por esto en el nombre de la moderación signifiquemos que ella guarda la prudencia porque es la moderación la que salva los juicios prácticos de la prudencia.7

Aun cuando ese modelo de ciudadano prudente al modo de Pericles parece utópico, no sería aconsejable dejar de pensar y trabajar para buscar caminos que permitan ayudar a desarrollar las virtudes. En La Política, Aristóteles afirma que “El rasgo eminentemente distintivo del verdadero ciudadano es el goce de las funciones de juez y magistrado” (Libro 3°, cap. 1). Continúa explicando que si deseamos establecer con claridad y precisión a quién llamamos ciudadano, ello va a supeditarse al tipo de constitución: así, el ciudadano será distinto en una democracia, en una aristocracia o en una oligarquía:

En la democracia todos son ciudadanos. En la aristocracia no todos son ciudadanos; porque el honor de desempeñar las funciones está reservado a la virtud y a la consideración; porque el aprendizaje de la virtud es incompatible con la vida de artesano y obrero. En las oligarquías, el mercenario no puede ser ciudadano porque sólo está abierto a los que figuran a la cabeza del censo; pero el artesano puede llegar a serlo, puesto que los demás de ellos llegan a hacer fortuna.8

Formando al ciudadano

Mientras escribía este párrafo, buscaba algunas publicaciones sobre el tema y conseguí un documento en la red,9 que señala unas pautas para algún centro de enseñanza de jóvenes, cuya meta es contribuir al desarrollo de la responsabilidad en los alumnos, proponiendo unas actividades que permitan desarrollarla.

Así como esta lista de propuestas, se pueden encontrar unas cuantas similares, donde resalta la coincidencia entre ellas de predicar que para desarrollar la responsabilidad se necesita tomar conciencia de que todos nuestros actos acarrean una consecuencia; añaden que es imprescindible educar la responsabilidad e ir corrigiendo lo que no hacemos bien y volver a empezar. Dice textualmente “si prometemos “hacer lo correcto” y no lo hacemos, entonces no tenemos responsabilidad”.

Vamos por parte, se está elaborando un elenco de actividades para desarrollar la responsabilidad y se supone que la tenemos ya cuando enuncian el condicional citado. ¿No es un argumento en círculo?

De manera que nuestro ciudadano está confrontando un serio problema en su formación. Debe ser responsable, pero para serlo es indispensable que reconozca responsablemente sus fallos.

Por otra parte, se insiste en la necesidad del debate público, donde nuestro ciudadano va a actuar. Idealmente, en ese debate público se espera alcanzar un intercambio de diferentes perspectivas sobre asuntos de interés primordial para la sociedad, con el claro propósito de poner ante la ciudadanía las diferentes propuestas de forma de ser valoradas.

Ciertamente uno de los grandes fallos de nuestra democracia, hablo de la región latinoamericana, en mayor o menor grado, es la terrible y desesperanzadora pobreza del debate público. A tal efecto, decía Carlos S. Nino “Otra razón que afecta negativamente el valor epistémico de la democracia, y que es posible encontrar en todo el mundo moderno, es la pobreza del debate público.”10 ¿Por qué esa pobreza en el debate público? ¿Por qué la ausencia de pensamiento propio y posturas reflexivas?

Ya en 1990, Lipman insistía en la necesidad de formar ciudadanos responsables que aseguren la preservación de la democracia, y esos ciudadanos se forman no en una educación basada solamente en el aprendizaje, sino en el desarrollo del pensamiento.11

Ese desarrollo del pensamiento se trató de conseguir en muchos lugares con la enseñanza de la lógica; sin embargo, esa instrucción no cumplió con el objetivo perseguido, trayendo como consecuencia el otro extremo: la desincorporación de la asignatura en algunas facultades de distintas universidades, o, como en otros países, México, por ejemplo, en el bachillerato.

Cuando comenzó a presentarse esta situación, en Canadá, Estados Unidos e Inglaterra empezó a originarse una nueva tendencia que impulsaba como una nueva opción la enseñanza del pensamiento crítico (“critical thinking”). Lo sobresaliente de la insistencia en la enseñanza de este tipo de asignatura consiste en que

El pensamiento crítico se propone examinar la estructura de los razonamientos sobre cuestiones de la vida diaria, y tiene una doble vertiente analítica y evaluativa. Intenta superar el aspecto mecánico del estudio de la lógica, así como entender y evaluar los argumentos en sus habitats naturales, por ejemplo, el jurídico, el estético y el ético.12

Para muchos teóricos políticos, el tema central de la discusión sobre la ciudadanía es su contenido mismo; es decir, se discute hasta la saciedad si la ciudadanía es tan sólo un estatus configurado por conjuntos de derechos o exige, además, una participación activa en la vida política de la comunidad, o también se discute si la ciudadanía la integran sólo derechos políticos o también sociales.

Iniciamos nuestra reflexión aceptando que esa ciudadanía exige la participación, que hablamos de un sujeto activo, no pasivo; y formar un ciudadano activo requiere de nosotros encaminar al joven al análisis cuidadoso, preparándolo para lograr un pensamiento abierto, así como para juzgarlo y oponerse a los automatismos y a todo pensamiento que revele la ignorancia de un pensamiento limitado.

En el libro citado de Nino, él continúa hablando sobre las razones que presume hay detrás de esa pobreza del debate; son razones centradas en la política y en la necesidad de depurar determinados cuerpos de los gobiernos. Sin embargo, no quiero concentrarme en esos puntos, muy interesantes y dignos de ser tomados en cuenta, pero que me alejarían del propósito de este encuentro y de mi exposición.

Hablar sobre esa pobreza nos conduce inevitablemente al uso del lenguaje en los discursos, en las campañas electorales, en la presentación de planes de gobierno, por citar sólo algunas de las ocasiones en que se da ese aludido debate.

En un trabajo anterior sobre Argumentación y Diálogo,13 comencé mi exposición recordando un determinado momento de la historia política reciente de mi país. Decía que “Enarbolando la bandera de la democracia un líder latinoamericano amenazaba en una campaña electoral con “freír en aceite la cabeza de sus adversarios”; años más tarde volvía a la carga “rodilla en tierra” pidiendo borrar de la faz del planeta a sus contrincantes. Ambos ataques estuvieron hechos en nombre de la democracia y de su fortalecimiento”. Esas palabras, aisladas y sin repeticiones, no serían más que un discurso de un momento y nada más; pero, ese discurso seguido de unas reiteradas cadenas televisivas amenazantes, arengas, propagandas, multiplicadas durante quince años constituyen un medio para desencadenar violencia y tratar de implantar un modo de hacer política. Cualquier incidente se vuelve importante y va adquiriendo un significado simbólico dentro de la red lingüística que se ha ido tejiendo. Esta red persigue un objetivo muy claro: el poder, y una vez alcanzado, retenerlo. Dentro de ese entramado se vuelve necesaria una voz que articule el discurso, lo maneje y lo convierta en una referencia permanente en el imaginario colectivo de una específica sociedad.

Así vemos surgir una nueva historia, unos nuevos héroes, unos nuevos referentes. Se necesita un líder carismático, para nombrarlo weberianamente. Se necesita un narrador para consolidar este proceso y transformarlo en poder político.14 Este “narrador” va conformando un escenario propicio para que mediante el recurso lingüístico aludido se consolide un determinado proyecto político. Obviamente he descartado la legitimidad del poder ejercido. Estoy partiendo de una situación de crisis donde ha surgido este modelo de hacer política.

En este terreno aparecen las falacias como condimento indispensable para que el discurso surta el efecto deseado. Bastaría con repasar rápidamente una lista de las falacias no formales y veríamos cómo surgen como agua de una fuente tales pseudo argumentaciones.

Vemos cómo al reinterpretar la historia y de esa reinterpretación construir una teoría, se incurre con relativa facilidad en la falacia de autoridad. Se recurre subrepticiamente al testimonio, hecho o acción de un supuesto héroe para validar la posición que se intenta instaurar. Se toma como justificación concluyente reemplazando la utilidad de la razón o tan simple del momento actual.

Obviamente si hemos hablado de un discurso intimidante, la falacia ad baculum no podía faltar en este elenco. Una apelación a la fuerza ocurre cuando en una argumentación se recurre a una amenaza para imponer una conclusión. En unas declaraciones, el líder de un gobierno “revolucionario”, ante las supuestas amenazas de sectores poderosos que pretendían derrocarlo, recalcó que no sólo contaba con el respaldo de una Fuerza Armada Nacional, sino que además “tenemos fusiles, tanques, aviones, barcos y un pueblo uniformado.”15 El discurso político violento responde a una determinada estrategia dirigida a ejercer el control de la sociedad. Se teje alrededor de situaciones muy precisas como manifestaciones y motines y se nutre de mitos, leyendas.16

Tradicionalmente este tipo de “pensamiento” que acompaña ese fantasear es conocido en algunos contextos como “pensamiento mágico”, aun cuando dicha denominación también es usada para hablar del conocido pensamiento prefilosófico. Hablamos de “mágico” cuando el “sujeto” llega a creer que su “pensamiento”, por sí mismo, logrará producir determinados efectos en la realidad, o en su defecto, piensa que “algo” puede actuar y realizarlo. Nos encontramos así en el fructífero suelo de la falacia de la causa falsa.17

Para Hubert Marraud una falacia es “un argumento que viola los criterios o normas de la buena argumentación y ocurre con la suficiente frecuencia como para que merezca la pena darle un nombre.”18 El problema que se presenta, sigue Marraud, con la literatura sobre falacias es que los ejemplos son sacados de la propia literatura sobre ellas. Por ello, en este artículo estoy tratando de ejemplificar con debates reales.

El ejemplo empleado en líneas precedentes, lo catalogué como una falacia ad baculum. Veamos el porqué. El discurso aludido comienza acusando a los poderosos de orquestar un atentado en contra de este mandatario. Lo coherente es continuar esa línea argumentativa y proceder a demostrar esa acusación; sin embargo, el esquema argumentativo que correspondería a ese argumento no es el empleado. Se recurre a una amenaza, se desvía el punto focal, para hacer valer que “la revolución es indestructible, y él, como es la revolución, es indestructible también”. Tenemos entonces dos desviaciones argumentativas: en lugar de mostrar cómo han atentado en su contra, aleja sus razones y se centra en mostrar su poderío bélico. Se han cometido dos falacias, ignoratio elenchi y ad baculum. Los esquemas argumentativos fueron empleados de manera errónea y también abusiva.

Vincular el estudio de las falacias con el discurso político, además del atractivo que puede producir en un cierto tipo de público, conviene realizarlo, porque ayuda a descubrir la distorsión de la comunicación entre quien argumenta y quien tiene el papel de receptor.

Al respecto diría Luis Vega:

La distorsión de la comunicación radica básicamente en la no transparencia discursiva del inductor: en la ocultación o disfraz de sus intenciones y en la utilización de recursos argumentativos especiosos. La distorsión de la interacción estriba en la no reciprocidad: el inductor se erige a sí mismo en autoridad, él sabe bien lo que conviene o se debe hacer en tal situación, y condena al receptor a la condición de sujeto pasivo, encerrado en un marco de opciones predeterminadas o incapacitado para asumir sus propias responsabilidades o adoptar sus propias opciones.19

Al condenar a esa pasividad al receptor, nuestro ciudadano queda desguarnecido y expuesto a las arbitrariedades y abusos de quienes lo llevaron a esa situación.

La gran mayoría de mis conciudadanos vociferan a diario que son democráticos, escriben en las redes sociales que desean para nuestro país una verdadera democracia; hay foros, coloquios, encuentros para defender la libertad de expresión; pregonamos que somos un país sin discriminaciones de ninguna especie, pero la verdadera preocupación por la trasmisión de dichos principios a las llamadas generaciones de relevo queda relegada a unos cuantos “ilusos” que creemos en la educación para el desarrollo del pensamiento.

¿A quiénes les preocupa realmente que nuestros estudiantes desarrollen la reflexión? Veo a diario cómo se ha puesto de moda, al menos en algunas de nuestras universidades, la política del mercadeo de la educación, el “posicionamiento” de la “marca” de la universidad, el afán por generar “los profesionales” que demanda el mercado, llaman “cliente” al estudiante, ¡pero pensar en el ciudadano reflexivo es patrimonio de los “ilusos filósofos” que viven el topos uranus de Platón!

La concepción que se encuentra detrás de esta práctica en muchas de las Casas de Estudios Superiores, no es más que aquella moda que también imperó en Inglaterra en el siglo XIX, cuando los editores de la Revista de Edimburgo, junto con figuras influyentes como Lord Henry Brougham y Sydney Smith, propusieron destronar a los clásicos de la posición de supremacía que tenían en Oxford y Cambridge y reemplazarlos con el conocimiento “útil “que conduce a un comercio o profesión.20

Si se debe responder a la demanda de profesionales que requiere una determinada sociedad, y en ese punto gira la enseñanza, resultaría que no tenemos universidades, sino escuelas de formación técnica o profesional.21 No estamos descartando esa función de la universidad, pero no debe ser la primordial. El asunto se vuelve espinoso para algunos especialistas de la educación; esa educación no debería significar proporcionar al educando “competencias prácticas”; se trataría de diseñar los programas de enseñanza con una suerte de “gracia” esencial, y ésta no es más que un hábito filosófico, consistente en la reflexión, en el desarrollo del pensamiento crítico, en desarrollar la autonomía de pensamiento. De esa forma, al formar al estudiante estaríamos formando también un ciudadano que no serviría a ciegas y pasivamente a cualquier individuo. No sería el individuo pasivo, acrítico que tanto daño le hace a nuestras sociedades.22

Para decirlo en palabras del Cardenal Newman:

La Universidad es un lugar que enseña saber universal (…) lo que representa un imperio en la historia política es lo que representa una universidad en el campo de la Filosofía y de la investigación (…) actúa como árbitro entre una verdad y otra (…) no mantiene una sola y única línea de pensamiento (…) es imparcial hacia todas y promueve cada una en el lugar que le corresponde en el cumplimiento de su propio objetivo.23

Palabras tan sabias y actuales como “Su misión [de la universidad] consiste en la formación del intelecto. No necesita dar más a sus estudiantes”, también de Newman, apuntan justamente a lo argumentado en este artículo. Sabemos que las ideas de Newman fueron muy criticadas por considerarlas irrealizables; sin embargo, lo utópico nos puede orientar hacia un camino donde ciertas reformas en el campo universitario deben ejecutarse. Esa utopía bien puede funcionar de una manera orientadora.

Son numerosos los escritos, ensayos, disertaciones que podríamos encontrar sobre este tema; sin embargo, seguimos realizando reformas curriculares en nuestros centros de estudios donde van dejando de lado las investigaciones de Filosofía, de Lógica, de Argumentación, por ser nada más que “reductos de inutilidad”.

Bastaría con citar el artículo “¿Para qué Filosofía?”,24 María J. Frápolli, publicado recientemente, o el libro de Martha Nussbaum, Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, 25 para reforzar las reflexiones realizadas en este artículo.

Notas

1. La primera versión de esta artículo fue presentada como Conferencia en el XVI Encuentro Internacional de Didáctica de la Lógica (EIDL) titulado “Habilidades de pensamiento: enfoques desde la Teoría de la Argumentación, la Lógica y el Pensamiento Crítico”, realizado del 11 al 15 de noviembre de 2013, en las insta­laciones de la Facultad de Filosofía de la Universidad Veracruzana, en la ciudad de Xalapa, Veracruz, México.

2. Gutiérrez, M.C, Sociedad Civil, valores y educación para la ciudadanía en XXVII Semi­nario interuniversitario de Teoría de la educación “Educación y Ciudadanía” disponible en http://pendientedemigracion.ucm.es/info/site/docu/27site/ad108.pdf.

3. Camps, V., Virtudes públicas, Madrid, Espasa-Calpe, 1996.

4. Ibidem.

5. Ibidem.

6. Aristóteles, Ética a Nicómaco, Madrid, Aguilar, 1142 a.

7 Ibidem.

8. Aristóteles, La Política, Madrid, Aguilar, 1277b/1278ª.

9.http://www.nl.gob.mx/pics/pages/s_valores_responsabilidad_base/def_responsabilidad.pdf

10. Nino, C., La constitución de la democracia deliberativa, Madrid, Gedisa, 1996, pp. 222 y ss.

11. Lipman, M., Investigación social: manual del profesor para acompañar a Mark, Madrid, Ediciones de la Torre, 1990.

12. Cf. Herrera, A., “¿Qué es el pensamiento Crítico?”, en Modus Ponens, http://www.filosoficas.unam.mx/~ Modus/MP2/mp2alex.htm  

13. Yoris, C., “¿Dialogando sin argumentos?”, en Comunicación: Estudios venezolanos de la comunicación, Caracas, Centro Gumilla, 37, 153 (Ene.-Mar. 2011).

14. Cf. Degregori, C., “Discurso y violencia política en ‘Sendero Luminoso’”, Bulle­tin d’Institut Français d’Etudes Anolines, 2000, 29 (3), p. 495. Disponible en: http:// www.ifeanet.org/publicaciones/boletines/29(3)/493.pdf. Acceso el 9 de sep­tiembre 2013.    

15. Blanco, C., Resolución y desilución, Caracas, Libros de la catarata, 2002 , p.186

16. Cf. Degregori, “Discurso y violencia política..., cit., pp. 493-513.

17. Este párrafo lo he parafraseado de un artículo mío titulado “Pensamiento mági­co y algunas falacias”, publicado en el diario El Nacional.

18. Marraud, H., Methodus Argumentandi, Madrid, Ediciones UAM, 2007, p. 239.

19. Vega, L., Si de argumentar se trata, Madrid, Montesinos, 2007.

20. Dulles, A., Newman’s Idea of a University: Still Relevant to Catholic Higher Education, disponible en http://www.catholichighered.org/CardinalDullesAddress/ tabid/400/Default.aspx. Apud, Tepedino, N., Newman y la universidad. Una reflexión felizmente anacrónica.

21. El artículo de Tepedino, citado supra, abunda en detalles al respecto.

22. Cf. Tepedino, Newman y la universidad..., cit.

23. Newman, J. H., Cristianismo y ciencias en la Universidad, Pamplona, Eunsa, 2011, pp. 41-42; apud Gutiérrez, C., “John Henry Newman y la idea de la universidad”, en Estudios, Vol. XI, (2013), N° 106.

Referencias bibliográficas

1. Gutiérrez, M.C, Sociedad Civil, valores y educación para la ciudadanía en XXVII Semi­nario interuniversitario de Teoría de la educación “Educación y Ciudadanía” disponible en http://pendientedemigracion.ucm.es/info/site/docu/27site/ad108.pdf.

2. Camps, V., Virtudes públicas, Madrid, Espasa-Calpe, 1996.         [ Links ]

3. Aristóteles, Ética a Nicómaco, Madrid, Aguilar, 1142 a.        [ Links ]

4. Aristóteles, La Política, Madrid, Aguilar, 1277b/1278ª.        [ Links ]

5. Nino, C., La constitución de la democracia deliberativa, Madrid, Gedisa, 1996, pp. 222 y ss.         [ Links ]

6. Lipman, M., Investigación social: manual del profesor para acompañar a Mark, Madrid, Ediciones de la Torre, 1990.        [ Links ]

7. Herrera, A., “¿Qué es el pensamiento Crítico?”, en Modus Ponens, http://www.filosoficas.unam.mx/~ Modus/MP2/mp2alex.htm  

8. Yoris, C., “¿Dialogando sin argumentos?”, en Comunicación: Estudios venezolanos de la comunicación, Caracas, Centro Gumilla, 37, 153 (Ene.-Mar. 2011).

9. Degregori, C., “Discurso y violencia política en ‘Sendero Luminoso’”, Bulle­tin d’Institut Français d’Etudes Anolines, 2000, 29 (3), p. 495. Disponible en: http:// www.ifeanet.org/publicaciones/boletines/29(3)/493.pdf. Acceso el 9 de sep­tiembre 2013.    

10. Blanco, C., Resolución y desilución, Caracas, Libros de la catarata, 2002, p.186         [ Links ]

11. Marraud, H., Methodus Argumentandi, Madrid, Ediciones UAM, 2007, p. 239.        [ Links ]

12. Vega, L., Si de argumentar se trata, Madrid, Montesinos, 2007.         [ Links ]

13. Newman, J. H., Cristianismo y ciencias en la Universidad, Pamplona, Eunsa, 2011, pp. 41-42; apud Gutiérrez, C., “John Henry Newman y la idea de la universidad”, en Estudios, Vol. XI, (2013), N° 106.