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Boletin de Linguistica
versão impressa ISSN 0798-9709
Boletin de lingüistica vol.24 no.37-38 Caracas dez. 2012
Independencia política vs. Independencia lingüística
Rita Jáimez
Universidad Pedagógica Experimental Libertador IPC-IVILLAB
1. LLEGADA Y EXTENSIÓN DE LA LENGUA CASTELLANA
Cuando las carabelas atracaron en este lado del Atlántico aquel 12 de octubre de 1492, no solo desembarcaron hombres de tez blanca, distintos hábitos y modos de concebir el mundo; nuevas leyes, autoridades y religión; desconocidos tipos de comunicación, sorprendente tecnología y prodigiosos conocimientos; nefastos virus y extraños alimentos, vestidos y utensilios, sino que también saltó a tierra la vieja lengua del Cid, que era la misma lengua de Castilla y su Reina: el castellano.
Con la lengua que nació en las montañas de la cordillera cantábrica y que luego se extendió progresivamente por la península ibérica se forjó a América. Con ella se conquistó, gobernó y pobló, violentamente a veces, pacíficamente otras, pero siempre con igual resultado: la sustitución de la realidad anterior, el exterminio de las lenguas originales. El castellano fue también la lengua que los primeros extranjeros que se apostaron en América legaron a sus hijos, a los viejos habitantes, a los fardos de de tez oscura atrapados en África, así como a las generaciones futuras, ya mezcladas, ya no. En fin, a todos los nuevos hijos del hemisferio americano.
La vieja lengua que llegaba debía adaptarse al nuevo territorio, debía servirles a sus viejos y nuevos hablantes, debía cubrir las viejas y nuevas necesidades. Durante los tres siglos que duró la colonización, la lengua castellana, en todos los espacios americanos en los que se hablaba, sufrió modificaciones, muchas de las cuales llegaron con cada nueva oleada de inmigrantes (De agora pasamos a ahora; de me se olvidó a se me olvidó; de vuestra merced a usted). Otras surgieron en el nuevo territorio. De estas, unas pocas atravesaron el océano y se asimilaron al castellano europeo (canoa, huracán, hamaca, butaca, barbacoa, iguana, maíz, cacao, tomate). Pero la mayoría de las modificaciones se quedó aquí (tapara, totuma, budare, cazabe, catire, auyama, papa, maní, cocuiza, guayuco, guaricha, báquiro, mapurite, cachicamo, morrocoy, terecay, entre muchas otras). Además de estos procesos, también hubo readaptación como lo demuestran algunas voces que en el siglo XVI compiló Juan de Castellanos (1961 [1589]) y el significado que de esas mismas voces reportan Núñez y Pérez (1994) cuatrocientos años después. Con sus obras testimonian que ciertas palabras de la lengua de Castilla dejaron de referir una realidad europea y empezaron a reseñar una venezolana: (i) apechugar dejó de significar acometer con ímpetu para denotar abrazar fuerte y con afecto a una persona, apretujar. (ii) Atarantado nunca más fue picado de tarántula, no solo porque cada día hubo menos víctimas de arácnidos, sino también porque adquirió nuevos valores, tales como: persona de escaso entendimiento, con trastornos mentales, individuo aturdido porque recibió un golpe. (iii) Y baraja perdió su otro valor, riña, para referir únicamente naipe, carta.
En aquellos tiempos, los modelos lingüísticos más preciados venían del otro margen del océano. Sin embargo, nadie podía evitar que eventualmente diferentes estructuras sufrieran algún tipo de modificación en su adaptación a la realidad americana. Quizás debido a estos procesos, nuestra manera de hablar continuó pareciéndose a la peninsular, pero conteniendo singularidades que la hacían distinta y le otorgaban rasgos propios.
Los usos que se extendieron a lo largo y ancho del castellano le ofrecen uniformidad, igualdad, lo hacen lengua; los usos locales, los que no se extienden, hacen las diferentes formas de hablar, hacen las distintas variedades, ya sociales (manera de hablar de la clase alta, media y baja), ya geográficas (modo de hablar del oriental, del central o del occidental). Era la lengua de Isabel una única lengua que contenía gran diversidad: sucedía lo que acontece en las lenguas que ocupan un vasto territorio (Moreno Cabrera 2000) y que conviven con un sinnúmero de otras distintas (Siguán 2001). Su convivencia con las lenguas nativas no se dio en igualdad de condiciones. La lengua castellana representaba el poder (Dios y la Corona), de modo que las tareas y diligencias administrativas y políticas se realizaban en castellano. Con el transcurrir del tiempo, el castellano americano creció en extensión, en tanto que aniquilaba lenguas autóctonas. Era empleado por más y más americanos (indígenas, criollos, blancos, negros y mestizos), que abandonaban otras posibilidades lingüísticas.
No obstante, la lengua no era la única expresión cultural que repetíamos de la metrópoli. Con todos los ajustes a que haya lugar, con sus más y sus menos, con sus sediciones y sus vasallajes, el desarrollo de la vida cotidiana, las autoridades, las directrices políticas, las pautas culturales y el prestigio en todos los órdenes, en aquellos tiempos, venían de la Corte (Siguán 2001). Así se mantuvieron las tasaciones a lo largo de tres centurias, pero el statu quo comenzó a estremecerse a finales del siglo XVIII y se derrumbó en el siguiente.
2. LA REVOLUCIÓN FRANCESA EN VENEZUELA
Ya nada volvería a ser como antes: el prestigio absoluto y los modelos a seguir nunca más vendrían exclusivamente de España. Nuevas ideas referidas a diferentes estilos de vida, a orden y organización política comenzaron a configurarse en Francia. Esta nueva concepción trascendió todos los ámbitos y niveles, y tuvo respuestas contundentes en materia social, política y económica. Los franceses Charles-Louis de Montesquieu, Denis Diderot, Voltaire y Jean Jacques Rousseau usaron sus escritos como propaganda contra el imperio de la autoridad eclesiástica, el conservadurismo anquilosado y la estructura semifeudal. En las mismas embarcaciones en que se transportaban las políticas realistas, también llegaban camufladas al continente americano las ideas que los franceses sistematizaron en tres principios: "Liberté, Égalité, Fraternité" ("Libertad, Igualdad, Fraternidad"). Todos los órdenes estaban estremeciéndose en las grandes potencias y en las colonias se vivían las réplicas. Efectivamente, la filosofía de la Ilustración y la difusión de las ideas liberales tuvieron gran influencia en las distintas castas que constituían la sociedad colonial americana (Chiaramonte 1979).
Venezuela no escapó de esta ola: el ideario francés empezó a ser leído, discutido y repetido por sus pobladores. Los escritos de Jean Jacques Rousseau se popularizaron. La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano y el derrocamiento de la monarquía como sistema, dos de los grandes logros de esa Revolución francesa, calaron como semilla fértil en el valle de Caracas y sus provincias asociadas (González 1978 [1858]). Los mantuanos, los mismos descendientes directos de los colonizadores, los blancos de orilla, así como los pardos, mestizos, negros e indios comenzaron a dudar que su identidad naciera y se fortaleciera entre el Cantábrico y el Guadalquivir, comenzaron a sospechar que eran una raza diferente. Vislumbrando otra realidad, otra identidad que no fuera la hispánica, les incomodó la monarquía en sus distintas presentaciones (ya española, ya francesa). En la concepción de muchos ciudadanos se fraguaba la idea de una nación independiente de España o de Francia.
3. LA INDEPENDENCIA EN VENEZUELA: SU CONCEPCIÓN
Se arraigaba la concepción de un nuevo orden mundial. Conseguir la libertad no era tarea fácil, pero no habría vuelta atrás. Don Andrés Bello reconocía que ya la Capitanía General de Venezuela había alcanzado la adultez, que ya había crecido lo suficiente; por lo tanto, le había llegado el momento de comenzar a andar por cuenta propia, sin muletas ni tutores, ni andaderas. Venezuela no debía ser una provincia de España, ya no debía recibir cédulas y provisiones españolas en las que se le indicara cómo iba a regirse. Bello (1978 [1810]: 48) tomó como analogía el rechazo que Venezuela mostró a los privilegios económicos que se pretendieron imponer con la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas,1 y aseveró:
( ) las sociedades pasando de la infancia no necesitan de las andaderas2 con que aprendieron a dar los primeros pasos hacia su engrandecimiento. Venezuela tardó poco en conocer sus fuerzas y la primera aplicación que hizo de ellas, fue procurar desembarazarse de los obstáculos que le impedían el libre uso de sus miembros.
La Venezuela de 1810, consideraba el maestro de Simón Bolívar, se sabía y se sentía independiente. Venezuela había despertado y creía en la posibilidad de ser una república autónoma, no un apéndice de un reino lejano e impropio. El 5 de julio de 1811 oficializó el Acta de la Independencia. Poco tiempo después, el país se hallaba enfrascado en cruentas batallas para conseguir en la práctica lo que había declarado y firmado. Transcurrido un lustro, Simón Bolívar (1994 [1815b]: 41) describió la situación bélica que vivía el hemisferio americano en el Discurso de instalación del gobierno de las Provincias Unidas que dio en Bogotá el 23 de enero de 1815:
La América entera está teñida con la sangre americana ¡Ella era necesaria para lavar una mancha tan envejecida! Es la primera que se vierte con honor en este desgraciado continente, siempre teatro de desolaciones, pero nunca de libertad. México, Venezuela, Nueva Granada, Quito, Chile, Buenos Aires y el Perú presentan heroicos espectáculos de triunfos; por todas partes corre en el Nuevo Mundo la sangre de sus hijos.
Efectivamente, América estaba envuelta en una feroz conflagración. Todos los americanos se habían embarcado en la lucha: unos, los patriotas, por lograr la independencia; y otros, los realistas, por perpetuar el dominio peninsular. A medida que las batallas se multiplicaban, se acentuaba la ruina, el abandono, el silencio y la desolación en los caseríos, aldeas, villas y ciudades venezolanas. Las viviendas estaban habitadas por escasas mujeres, algunos ancianos y enclenques niños. Los demás, fundamentalmente hombres, jóvenes y adultos, todos en edad de tomar las armas, habían fallecido en el combate o lo sostenían. Pero el sacrificio no era una quijotada más, valía la pena porque era el camino. Al menos, así lo interpretaba Simón Bolívar, capitán general de los Ejércitos de Venezuela; se luchaba por la libertad, único objeto digno del sacrificio de la vida de los hombres (Bolívar, 1994 [1815b]: 41).
A la par del derramamiento de sangre como resultado tangible, se constituía una concepción intangible: la identidad, que los americanos habían empezado a configurar pasados los primeros días de la conquista, se dibujaba con mayor precisión tres siglos después. Además, a finales del siglo XVIII ya no predominaban los recién llegados, sino que la mayoría de los habitantes, principales y vulgares, había nacido aquí. Incluso, los hispánicos nacidos en tierras americanas, criollos y mantuanos, se distinguían de los recién llegados, llamados despectivamente chapetones y cachupines. La independencia se demandaba porque no éramos españoles ni indios, porque éramos distintos, éramos algo más, éramos americanos. Los viejos habitantes americanos, nacidos en estas tierras, constituyen una unidad policroma, pero unidad al fin, entendía Bolívar. Esa unidad tiene un enemigo común, se enfrenta a una misma fuerza, la foránea, la constituida por los españoles europeos.
Estamos autorizados, pues, a creer que todos los hijos de la América española, de cualquier color o condición que sean, se profesan un afecto fraternal recíproco3, que ninguna maquinación es capaz de alterar ( ). Todavía no se ha oído un grito de proscripción contra ningún color, estado o condición; excepto contra los españoles europeos ( ). Hasta el presente se admira la más perfecta armonía entre los que han nacido en este suelo (Bolívar 1994 [1815b]: 41).
Para el caudillo venezolano, los nacidos aquí (blancos, negros, indios y zambos) reconocían como su único enemigo a los nacidos acullá. De conformidad con sus ideas, el habitante de estas tierras, porque mantenía diferencias claras con el poblador peninsular, no debía ser gobernado por este último. En este sentido, al americano se le negaba el derecho de decidir el rumbo de su nación, el derecho a regirla. Consideraba un atentado ceder ante las exigencias de la administración ibérica. La creía abusadora y usurpadora: administraba como suyo un bien ajeno.
4. INDEPENDENCIA POLÍTICA VS. INDEPENDENCIA LINGÜÍSTICA: LAS IDEAS
Esta no es una idea ni aislada ni fugaz en Simón Bolívar. Previamente, en la alocución que realizó en Bogotá el 23 de enero de 1815, en el acto de Instalación del Gobierno de las Provincias Unidas, se lamentó porque todo era extranjero en este suelo, religión, leyes, costumbres, alimentos, vestidos4, eran de Europa, y nada debíamos ni aún imitar (Bolívar, 1994 [1815b]: 40). Con este enunciado, el patriota caraqueño denuncia y rechaza el modelo extranjero, el modelo español en sus diferentes manifestaciones. Pero también se aprecia en esa cita que cuando Bolívar enumera los cuestionables modelos foráneos, no menciona la lengua que hablaba, una lengua que también había sido impuesta por la forastera administración. Esta noción cobra mayor importancia si se contempla otra declaración. En la ya mencionada Carta de Jamaica, el Libertador justificaba el nacimiento de las naciones americanas mediante los rasgos que compartían. Entre ellos, como se verá inmediatamente, además de la religión y algunas costumbres, menciona la lengua:
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua4, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse (Bolívar 1994 [1815a]: 61).
Si se comparan las dos últimas citas, es posible pensar que el líder americano se contradecía en algunos factores que son marcas culturales, marcas de identidad, de grupo, como algunas costumbres y la religión; pero también no nos deja duda de que para el Libertador había una única lengua: la castellana. En su cruzada por la independencia, mucho negó y rechazó de lo español, pero no repudió el castellano como su lengua ni como lengua nacional. De modo que el estatus del castellano para Bolívar no estuvo en entredicho. La lengua que hablaba aparece como elemento que une, no como factor que desune; aparece como factor americano, no como elemento europeo. Presuponemos que Bolívar entendía que si bien la lengua había nacido allende el mar, también pensaba que el nuevo hombre americano la había hecho suya.
Pero la lengua española como realidad americana y con sus particularidades americanas no era un valor exclusivamente bolivariano. El reconocimiento de la diferencia entre esos hablares estaba extendido, como lo confirman otros hechos referidos por la historia. Guillermo Guitarte en el Simposio realizado en Bloomington en agosto de 1964, se apoya en Don Miguel Antonio Caro para ilustrarlo: Hemos oído contar que alguna vez el soldado español descubría al insurgente americano porque éste, como nosotros hoy día, pronunciaba la z como s (Guitarte 1967 [1964]: 169). Pero lo más resaltante para nuestros intereses no es que refiere el reconocimiento de la diferencia; lo más interesante es lo que reporta seguidamente:
La tradición que llegó hasta Caro debe ser exacta ( ). Sabemos que en 1820, durante la época de la guerra a muerte, el guerrillero colombiano Hermógenes Maza quiso salvar la vida a los americanos que podía haber en un grupo de soldados realistas que había capturado. Hizo desfilar a los prisioneros ante él y cada uno debía pronunciar la palabra Francisco: el que la decía con la z española era inmediatamente arrojado al Magdalena (Guitarte 1967 [1964]: 169).
Con que la diáfana diferencia entre la variedad española y la variedad americana, en el siglo XIX se utilizó como arma de guerra. La acción de Maza significaba la obediencia ciega a las órdenes del Libertador. A Simón Bolívar, en medio de la Campaña Libertadora desarrollada en el año 1813, le informaron que los defensores del rey, comandados por Domingo Monteverde y José Tomás Rodríguez Boves, no dejaban sobrevivientes enemigos. Como respuesta a ello, el 8 de junio en Mérida, el líder caraqueño anunció que sería implacable el odio que los americanos le tendrían a los españoles y que la guerra sería a muerte. El 15 de junio lo proclamó oficialmente en un documento que pasaría a la historia como el Decreto de Guerra a Muerte. Su punto álgido lo expuso al final del escrito: Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de Venezuela. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables. (Bolívar 1994 [1813]: 19). Ese decreto salvaba al oriundo de América y condenaba al nacido en España; por ello, había que distinguir a los combatientes por su origen. Y en ese momento tan sanguinario, apremiante y determinante, el origen no se determinó por el oscuro color de la piel, por el cabello rizado, por el respeto a la disciplina, por el uniforme bien cortado, por la tolerancia al clima, por el agrado al maíz y al cazabe; se comprobó por la manera de hablar. De modo que en el ambiente más sangriento de la lucha por la independencia, en el que reinó la muerte aún fuera del campo de batalla, la lengua se transformó en patíbulo infalible para el zezeante y en seguro salvavidas para el seseante.
Estos hechos demuestran que en aquel entonces se tenía certeza de una manifestación lingüística americana diferente a la peninsular. Los hablantes de principios del siglo XIX estaban al tanto de que había una lengua que permitía que se entendieran los parlantes de ambas orillas atlánticas, pero a la vez reconocían diferencias entre sus maneras de hablarla. Lo que en esos días ocurrió con la lengua no podía evitarse. Entre las instituciones sociales, la lengua se presenta con mayor carga psíquica, incluso determina el sentido de pertenencia. De todas las manifestaciones nacionales, culturales, históricas, temporales y sociales, la más extensa, la más profunda, la más arraigada, la imprescindible es la lengua. La lengua nos permite ser nosotros mismos (Alvar 1983: 24). Y es cierto: con la lengua expresamos, construimos y perpetuamos nuestra realidad. Con toda razón decía el don Manuel Alvar: mi lengua es mi patria (Ibídem). Por estos motivos, nadie puede evitar sentir su lengua, contener su lengua. Ningún latinoamericano podía evitar el afecto que le profesaba. Tampoco Bolívar podía eludir la defensa que le hizo acaso subconscientemente y sin procurarlo.
5. EL ESPAÑOL CAMINO A LENGUA NACIONAL
Recién concluida la guerra, con las heridas abiertas, hubo fractura en el esquema de valores de la otrora América Hispánica. La comunidad podría revisar su lealtad lingüística como recurso sociopsicológico que expresaba su identidad y podía comenzar a dudar del buen modelo de habla que hasta hace poco había recibido pasivamente como pueblo dominado y carente de prestigio. López Morales (2010: 113) lo plantea en los siguientes términos:
La independencia política de las colonias, aún reciente, había producido una cierta incomunicación entre el nuevo concierto de naciones libres y la antigua metrópoli, ahora con relaciones poco frecuentes y en principio frías. Este conjunto de factores hacía presagiar lo peor5.
Presagiar lo peor significa la consunción de la lengua castellana. En esos instantes ese presentimiento no era un desatino. Por el contrario, la mesa estaba servida para la hecatombe lingüística. Las nuevas naciones buscaban lo propiamente americano y comenzaron a ver con simpatía y respeto sus diferentes expresiones culturales. Por aquellos tiempos debió de arraigarse un fuerte sentimiento de lo propio, debió de ser imperiosa la necesidad de encontrar una nueva identidad cultural y, con ella, una identidad lingüística. Para los americanos la norma lingüística, el modelo de habla ya no tenía por qué ser hispánico; de modo que el prestigio absoluto de la norma peninsular quedaba en entredicho. La aceptación de diferentes formas de hablar el español surgió como consecuencia límpida de esta situación. Entonces, no solo habría comenzado a aceptarse una legítima manera de hablar americana, sino también diferentes y autorizadas formas locales de habla. Los periódicos hablan de noticias locales, abordan problemas locales, también la literatura se va haciendo localista. Las naciones construían su color local y se encontraban en su realidad lingüística: en las naciones que se hicieron políticamente soberanas, se fue perfilando un criterio de identidad nacional que culminó con la adopción de conceptos como peruanismo, chilenismo, argentinismo, hondureñismo, venezolanismo, etc. (Colmenares 1996: 23).
Cada país vio constituirse particulares focos de cultura a cuyos usos se ajustaban los hablantes. Además, los miembros de los círculos cultos latinoamericanos entraron en contacto directo con la élite de las naciones europeas que presidía el desarrollo cultural, a la vez que confirmaron el desplome del imperio ibérico. Ya no hay mayor influjo español y los venezolanos se niegan a incorporarse a la Real Academia Española. Con el correr del tiempo, las diferencias se acentúan y la brecha lingüística que España y América bosquejaban se ensancha. Todo lo que se pareciera o recordara a España se consideraba tóxico; Inglaterra, Estados Unidos y, sobre todo, Francia, aportaban lo bueno. De forma que también se aceptaron vocablos extranjeros, básicamente franceses. En los salones de la alta sociedad era frecuente utilizar palabras en francés, como símbolo de refinamiento y elegancia (Troconis de Veracoechea 1992: 186) hasta bastante avanzado el siglo XX. La inclinación de América ante la lengua parisina no era un comportamiento aislado, estaba extendido al resto de los ámbitos.
El antiguo emporio había perdido todo su brillo y majestuosidad. Domingo Faustino Sarmiento (1948 [1842]: 44) después de sus viajes por Europa lo aludía con displicencia: no tiene autores, ni escritores, ni sabios, ni economistas, ni políticos, ni historiadores, ni cosa que lo valga ( ). No hemos visto (en América) más libro español que uno que no es libro, los artículos de periódico de Larra. Juzgaba que la exangüe España nada tenía que ofrecerle a la pujante América ni a su intelecto. A su manera de ver, había que recibir de Francia sus ideas, su literatura, sus modelos, sus palabras, porque en la ribera del Sena se construía conocimiento, mientras que en la del Manzanares privaba la penuria cultural. El rechazo a todo lo español se tradujo en el beneplácito y la admiración ante todo lo galo. Las nuevas repúblicas rechazaban las costumbres españolas y copiaban las francesas. Lo más granado de América también bailó, vistió, actuó y alimentó a la francesa.
América procuraba distinguirse, encontrarse; en tanto que la metrópoli había perdido su carácter áureo. España ya no era el modelo a seguir ni los americanos querían comunicarse con ella. Estas condiciones desencadenaron nuevos usos que contribuirán con las diferencias dialectales, y en cada región predominará el lenguaje popular, mezclado tal vez con el extranjero, o se alterará la sintaxis, o la pronunciación, o la forma de las voces (Rosenblat 1971: 130). Fórmulas lingüísticas tal vez agrestes, anónimas, tímidas o altaneras, pero siempre mestizas. Para nosotros, en adelante, muchas de las buenas y malas palabras se originaron en territorio venezolano, quizás acuñadas por la nueva clase gobernante constituida por militares de origen humilde (José Antonio Páez, Julián Castro, Cipriano Castro, Joaquín Crespo, etc.), acaso favorecidas por apreciados intelectuales (Andrés Bello, José Luis Ramos, Juan Vicente González, Rafael Ma. Baralt y Félix Bigotte, etc.) e instruidos combatientes (Juan Crisóstomo Falcón y los hermanos Monagas).
Sin embargo, a pesar de la verdad que encierran estas nociones, la situación, como en todo momento de transición, fue mucho más compleja de lo que se ha expuesto hasta aquí. Cosechar la independencia política tomó menos tiempo que sembrar la independencia lingüística. En esta época, la lealtad lingüística debió de entrar en conflicto: las sociedades americanas debieron de vacilar entre buscar una nueva identidad lingüística y ser leal a ella o ser fiel a la vieja. Debió de haber titubeos, incertidumbres, desacuerdos. Al parecer una cosa era la independencia política, militar y económica y otra muy distinta, el desdén y el desprendimiento lingüístico del español peninsular.
Cuando en América Latina el gobierno hispano era un simple recuerdo salvo en Cuba y Puerto Rico, Andrés Bello defiende el español europeo. El mismo Andrés Bello que había exhortado con empeño la soberanía americana, que había declarado que éramos adultos para hacer nuestra propia historia y que no necesitábamos ni de tutores ni de andaderas, recomendaba a los americanos adherirse al castellano castizo. Rechazaba la conservación del vos y la confusión de los sonidos [/y/ /ll/]. Incluso, la misma pronunciación que había servido a Maza para salvar a los soldados americanos, ahora era condenada por el humanista caraqueño y sugería su corrección.
No hay hábito más universalmente arraigado en los americanos y más difícil de corregir, que el de dar a la z el valor de s. ( ). Es cosa ya desesperada restablecer en América los sonidos castellanos que corresponden respectivamente a la s, y a la z, o c subseguida de una de las vocales e, i. (Bello 1934 [1835]: 18-19).
José Victorino Lastarria, en el discurso que leyó en la inauguración de la Sociedad Literaria en Chile en 1842, aunque no cuestionó usos americanos, apoyó el idioma heredado y abogó por su pureza:
[El idioma castellano] fue uno de los pocos dones preciosos que [los conquistadores] nos hicieron sin pensarlo. Algunos americanos, sin duda fatigados de no encontrar en la antigua literatura española más que insípidos y pasajeros placeres, y deslumbrados por los halagos lisonjeros de la moderna francesa, han creído que nuestra emancipación de la metrópoli debe conducirnos hasta a despreciar su lengua y formarnos sobre sus ruinas otra que nos sea más propia, que represente nuestras necesidades, nuestros sentimientos (Lastarria 1968 [1842]: 101).
Lastarria defiende el idioma castellano ante el cuestionamiento que le habían hecho algunos americanos. Asegura que era un oneroso obsequio, entre los pocos que habían hecho los conquistadores. De sus palabras deducimos que los odiosos, abusadores y mezquinos conquistadores sin proponérselo, sin pensarlo, algo bueno nos dejaron: el idioma castellano. Y este idioma era bueno porque únicamente a través de él lográbamos manifestar nuestras necesidades, nuestros sentimientos.
La posición de Bello se mantiene con el paso del tiempo. Esto lo testimonia La controversia filológica de 1842 que lideró entre abril de 1842 y enero de 1843 en el periódico chileno El Mercurio. Dos grupos se enfrentaron en la polémica: en un extremo se ubicaban los conservadores, quienes seguían a Bello y defendían una norma lingüística panhispánica basada en la academia (Torrejón 1990: 42); es decir, defendían el modelo europeo. Y en el otro se encontraban los radicales, quienes tenían su máxima figura en el argentino Domingo Faustino Sarmiento. A este último grupo le importunaba que la lengua no proviniera de la conquista nacional, así que se empeñó en alejarla lo más posible de la europea. La agrupación repudió el paradigma castizo. Entendió que había que despañolizar la lengua, que había que americanizarla. Exigía una norma propia para Latinoamérica, caracterizada esencialmente por las adopciones de neologismos y de formas propiamente americanas.
El 27 de abril de 1842 aseguró Sarmiento (1945 [1842b]: 3) que la soberanía del pueblo tiene todo su valor y su predominio en el idioma; los gramáticos son como el senado conservador, creado para resistir a los embates populares, para conservar la rutina y las tradiciones. Asimismo, sostuvo que nada podía detener la tendencia lingüística de un pueblo. Tres semanas más tarde, el 12 de mayo, Andrés Bello (1945 [1842]: 27) le respondía que los especialistas conservadores no eran simples guardianes, custodios filosóficos a quienes está encargado por útil convención de la sociedad fijar las palabras empleadas por la gente culta, y establecer su dependencia y coordinación en el discurso, de modo que revele fielmente la expresión del pensamiento. Igualmente, manifestó que la adopción de giros opuestos al genio del idioma, de locuciones exóticas, de vulgares chocarreras e idiotismo del populacho atentaba contra la calidad de la lengua. Pero el 19 del mismo mes Sarmiento (1945 [1842a]: 35) insistía en que los auténticos usuarios de la lengua acudían a las expresiones que necesitaban para manifestar su mundo, sin importar su origen. Un idioma es la expresión de las ideas de un pueblo, y cuando un pueblo no vive de su propio pensamiento, cuando tiene que importar de ajenas fuentes las fórmulas lingüísticas que necesita, está condenado a recibirlas. El argentino, de este modo, además de defender los neologismos, coloca la norma local por encima de la norma académica. Si el pueblo necesita una expresión, tuviese el origen que tuviese, no había que sancionarla, simplemente había que admitirla. Esta cita encierra otra idea de relevancia: un idioma es la idiosincrasia de un pueblo. Aquí Sarmiento acude a la identidad nacional como factor que determina la lealtad lingüística. Los americanos deben hablar como lo dicte su necesidad, que, por cierto, es diferente a la europea.
José María Núñez, el 27 de mayo, realiza un acto promisorio con palabras que indican que el Libertador seguía vivo en América en 1842. Núñez no dará descanso a su alma hasta consolidar la independencia lingüística como el alma de Bolívar no descansó hasta acabar con el yugo español: juro que esta misma independencia que se nos acaba de revelar, que no volveré al descanso ( ) hasta que la lengua emancipada del frenillo se mueva por acá, por acullá, como debajo de campanilla6 (Núñez 1945 [1842]: 50).
No acabó la discusión con la Controversia. Sarmiento, en Memorias sobre ortografía americana (1948 [1842]: 2), una obra publicada fuera de la disputa, retoma las ideas que Bello había expuesto en 1935 sobre nuestra pronunciación:
Asista a las Cámaras, donde hablan los hombres más ilustrados de la República; y si hay algún que pronuncie z o v pregúntele al oído cuántos años de trabajo le ha costado habituarse a la monería de imitar la pronunciación española; ponga atención en seguida a lo que dice, y se divertirá un poco oyéndole a la menor distracción cambiar una s por z o una z por s ( ); asista a las pláticas y sermones donde se ostenta la oratoria sagrada, y nunca oirá el sonido z y el sonido v, a no ser que el predicador sea español. ( ) Oiga en los salones a las señoritas, y nunca percibirá el sonido z ni el sonido v exceptuando tan sólo en la palabra corazón en que por monada pronuncian la z.
La cita indica que intelectuales, ideólogos, estadistas y damas se preocupan por incorporar a su idiolecto la pronunciación española, aunque esa incorporación fue (y es) artificial: era abandonada cuando los hablantes se entretenían, cuando dejaban de aparentar y comenzaban a expresarse de manera espontánea, de forma americana. Ese hábito fonético cuestionado por Bello se repetía y se extendía porque iba en y con el alma americana. Abandonar ese hábito como lo solicitaba el sabio, significaba renunciar a nuestra condición de americano, de venezolano, y eso era imposible (como también lo es hoy). De las palabras de Bello puede creerse que su lucha se dirige a la forma de hablar americana, que en su fuero interno algo le indica que América debía acomodarse, ajustarse, acoplarse al modelo castizo. Habrá que esperar que publique su Gramática para efectuar un olfateo distinto. Se opone, rechaza las nuevas y viejas formas de hablar si estas no provienen del habla culta, ya española, ya americana, ya venezolana, ya chilena, como lo manifestó en su Gramática:
No se crea que recomendando la conservación del castellano sea mi ánimo tachar de vicioso y espurio todo lo que es peculiar de los americanos. Hay locuciones castizas que en la Península pasan hoy por anticuadas, y que subsisten tradicionalmente en Hispanoamérica: ¿por qué proscribirlas? Si según la práctica general de los americanos es más analógica la conjugación de algún verbo, ¿por qué razón hemos de preferir la que caprichosamente ha prevalecido en Castilla? Si de raíces castellanas hemos formado vocablos nuevos según los procederes ordinarios de derivación que el castellano reconoce, y de que se ha servido y se sirve continuamente para aumentar su caudal, ¿qué motivos hay para que nos avergoncemos de usarlos? Chile y Venezuela tienen derecho como Aragón y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias, cuando las patrocina la costumbre uniforme y auténtica de la gente educada7 (Bello 1981 [1847]: 130-131).
Parece que su punto no es si el español americano es mejor, peor o igual que el español europeo o viceversa, que no se preocupa por la diatopía; que su desasosiego lo genera la diastratía, la diversidad social y sus posibles consecuencias: ¿adónde nos conducirían? Su mayor temor reside en que se produzca en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín. Chile, el Perú, Buenos Aires, México hablarían cada uno su lengua, o ( ) varias lenguas (Bello 1981 [1847]: 130). Parece que le alarmaba que muriera la lengua castellana como lo había hecho la del Imperio romano cuando este se derrumbó. Bello conjeturaba que la lengua de nuestros padres se extinguiría indefectiblemente si se dejaba la autorización de los usos lingüísticos al capricho de los comunes hablantes.
6. EL PASO DEL TIEMPO
Con el paso del tiempo las posiciones extremas se acercaron. Dos circunstancias lo favorecieron: el vulgo se instruyó y la lengua castellana sirvió para todo (para consolidar ideales de nación, construir ciencias, hacer literatura, ir al mercado, conversar en el hogar y un extenso etcétera). De modo que el español americano se erigió como parte de la soberanía. El vulgo se sabía americano y hablaba en un código que le pertenecía. A medida que se actualizaba, la lengua forjó identidad e idiosincrasia. Los americanos rechazaron aún la religión y hasta ciertas costumbres, pero no su lengua. Con el castellano estructuraron su mundo. Negar la lengua hubiera sido negarse a sí mismo. Por ese motivo, tanto Simón Bolívar como Andrés Bello defendieron la lengua en que explicaban y demandaban la independencia.
Notas
1. La Real Compañía Guipuzcoana de Caracas (1728-1785) controló el comercio entre España y la provincia de Venezuela. El escandaloso desequilibrio entre los beneficios económicos obtenidos por los peninsulares y los criollos, provocó una gran revuelta en el año 1751. Con esta, los americanos no solo mejoraron sus inversiones, sino que lograron cierta independencia económica.
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