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Cuadernos del Cendes

versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X

CDC v.23 n.62 Caracas mayo 2006

 

Por qué construir un pueblo es la tarea principal de la política radical*

ERNESTO LACLAU**

** Deseo agradecer a los editores de Critical Inquiry por haberme invitado a responder las críticas de Slavoj Zizek a mi trabajo. 

Resumen

En este ensayo Ernesto Laclau continúa su polémica con Slavoj Zizek iniciada en obras anteriores. Los temas centrales son la interpretación de la categoría de sujeto, la conceptualización del estatus del psicoanálisis, y en especial de la teoría lacaniana, y la noción de «heterogeneidad social». La lectura de la historia del marxismo es central a la estructuración del conjunto del argumento, así como la relación entre las categorías «pueblo» y «lucha de clases». Las nociones de «hegemonía» en la teoría política, de «significante vacío» en la estructuración de los sistemas de significación, y de «objeto a» en la teoría psicoanalítica, son peldaños fundamentales en la organización del enfoque teórico postulado por el ensayo.

Palabras clave Populismo / Categoría «sujeto» / Heterogeneidad social

Abstract

This article offers a continuation of Ernesto Laclau´s controversy with Slavoj Zizek, initiated in previous works. Key issues here are the interpretation of the category «subject», the conceptualization of the psychoanalysis status, in particular the Lacanian theory, and the notion of «social heterogeneity». The reading of Marxism history is central to the argument construction, as is the relationship between the categories «people» and «class struggle». The concepts of «hegemony» in political theory, «empty signifier» in the configuration of signifying systems, and the «object a» of the psychoanalytical theory, are essential steps in the organization of the theoretical approach posited in this essay.

Key words Populism / Category «subject» / Social heterogenity 

RECIBIDO: JUNIO 2006    ACEPTADO: AGOSTO 2006

Me ha sorprendido bastante la crítica de Slavoj Zizek1 a mi libro La razón populista.2 Como este incluye una fuerte referencia crítica a su enfoque, por supuesto que me esperaba alguna reacción de su parte, pero en su réplica él optó por un camino más bien indirecto y oblicuo: no respondió ninguna de mis críticas a su trabajo y en su lugar formuló una serie de objeciones que solo tienen sentido si uno acepta totalmente su perspectiva teórica, que es justamente lo que cuestioné. Para no seguir con este diálogo de sordos, voy a tomar el toro por las astas: indicaré qué es lo que considero fundamentalmente errado en el enfoque de Zizek, y en el transcurso de esa argumentación refutaré sus críticas

Populismo y lucha de clases

Dejaré de lado las secciones del ensayo de Zizek que tratan sobre los referendos en Francia y Holanda –cuestiones en las que mis puntos de vista no difieren mucho de los suyos–3 y me concentraré más bien en las partes teóricas, donde él expone nuestras divergencias. Zizek comienza diciendo que yo «prefiero» el populismo antes que la lucha de clases (p. 4). Esta es una forma bastante absurda de presentar el argumento: sugiere que «populismo» y «lucha de clases» son dos entidades que existen de hecho en este mundo y entre las cuales uno tendría que elegir, tal como cuando uno decide ser miembro de un partido político o un club de fútbol. La verdad es que mi noción de «pueblo» y el concepto marxista clásico de «lucha de clases» son dos formas diferentes de concebir la construcción de identidades sociales, de manera que, si una es correcta, hay que descartar la otra –o más bien reabsorberla y redefinirla en función del enfoque alternativo–. Sin embargo, Zizek ofrece una descripción precisa de los puntos en que las dos perspectivas difieren: «‘lucha de clases’ presupone un grupo social particular (la clase trabajadora) como agente político privilegiado; dicho privilegio no es en sí mismo consecuencia de una lucha hegemónica sino que se basa en la posición social objetiva de tal grupo; de esa forma, la lucha político-ideológica queda reducida, en última instancia, a un epifenómeno de procesos sociales ‘objetivos’, poderes y sus conflictos. Para Laclau, por el contrario, el que una determinada lucha sea elevada a ‘equivalente universal’ de todas las luchas no es un hecho predeterminado, sino en sí mismo el resultado de la lucha política contingente por la hegemonía –en alguna coyuntura, esta lucha puede ser la de los trabajadores; en otra, la lucha patriótica anticolonialista, y en otra tercera la lucha antirracista por la tolerancia social…– en las cualidades positivas inherentes a una lucha particular no existe nada que la predetermine para un papel hegemónico tal de equivalente general de todas las luchas…» (ibíd.).

Aunque esa descripción del contraste entre los dos enfoques es obviamente incompleta, no objeto la visión general de la distinción básica que ella proporciona. No obstante, Zizek propone un rasgo más del populismo que en su opinión no tomé en cuenta: si bien yo habría señalado correctamente el carácter vacío del significante maestro que corporiza al enemigo, no habría mencionado la seudoconcreción de la figura que lo encarna. Debo decir que no encuentro ningún fundamento en esa acusación: todo mi análisis se basa precisamente en la afirmación de que todo campo político-discursivo se estructura siempre a través de un proceso recíproco mediante el cual la «vacuidad» debilita la particularidad de un significante concreto, pero, a la inversa, esa particularidad reacciona dándole a la universalidad un cuerpo necesario que la encarna. He definido la hegemonía como una relación por la cual una determinada particularidad se convierte en el nombre de una universalidad absolutamente inconmensurable. De ese modo, al carecer de cualquier medio de representación directa, lo universal obtiene solo una presencia prestada, a través de los medios distorsionados de su investidura en una particularidad determinada.

Pero dejemos este asunto a un lado por ahora, pues Zizek tiene algo mucho más fundamental que agregar a mi noción teórica de populismo. Según él, «algo que hay que añadir es la forma en que el discurso populista desplaza el antagonismo y construye al enemigo: en el populismo, el enemigo es externalizado/reificado en una entidad ontológica positiva (aun si esa entidad es espectral), cuya aniquilación restituiría el equilibrio y la justicia; simétricamente, nuestra propia identidad –la del agente político populista– es percibida también como anterior al ataque del enemigo» (p. 5). Por supuesto que nunca dije que la identidad populista existiera antes del ataque del enemigo, sino exactamente lo contrario: que tal «ataque» es la condición previa a cualquier identidad popular. Incluso, para describir la relación que tenía en mente cité a Saint-Just, quien dijo que la unidad de la República es solo la destrucción de lo que se le opone.

Pero veamos cómo se desarrolla el argumento de Zizek. Él afirma que reificar el antagonismo en una entidad positiva involucra una forma elemental de mistificación, y que, aunque el populismo puede moverse en una variedad de direcciones políticas (reaccionaria, nacionalista, nacionalista progresiva, etc.), «en la medida en que, en su noción misma, éste desplaza el antagonismo social inmanente en un antagonismo entre el ‘pueblo’ unificado y su enemigo externo, alberga ‘en última instancia’ una tendencia protofascista de largo plazo» (p. 7). A esto añade su razón para pensar que los movimientos comunistas nunca pueden ser populistas: mientras que en el fascismo toda idea se subordina a la voluntad del líder, en el comunismo Stalin es un líder secundario –en el sentido freudiano– porque está subordinado a la Idea. ¡Qué gran cumplido para Stalin! Como todo el mundo sabe, él no estaba subordinado a ninguna ideología, sino que la manipulaba de la manera más grotesca para ponerla al servicio de su pragmática agenda política. Por ejemplo, el principio de la autodeterminación nacional tenía un lugar privilegiado en el universo ideológico estalinista, pero con la estipulación de que había que aplicarlo «dialécticamente», lo que significaba que se podía violar tantas veces como se considerara políticamente conveniente. Stalin no era una particularidad subsumible en una universalidad conceptual; por el contrario, era la universalidad conceptual la que se subsumía bajo el nombre «Stalin». Desde este punto de vista, a Hitler tampoco le faltaron «ideas» políticas –«la patria», «la raza», etc.– que manipulaba igualmente por razones de conveniencia política. Por supuesto, con esto no quiero decir que los regímenes nazi y estalinista fueran idénticos, sino, en cambio, que sean cuales fuesen las diferencias que uno pueda encontrar entre ellos, éstas no se basan en una relación ontológica diferente entre «el Líder» y «la Idea»4 (en lo que respecta a la relación concreta entre populismo y comunismo, retomaré ese punto más adelante).

Pero regresemos a los pasos lógicos que estructuran el análisis de Zizek –es decir, cómo concibe él su «complemento» a mi planteamiento teórico–. Su argumento es poco más que una sucesión de conclusiones non sequitur, y la secuencia es la siguiente: 1) para comenzar, cita un pasaje de mi libro donde, refiriéndome a la forma en que se constituyeron las identidades populares en el cartismo británico, sostengo que los males de la sociedad no eran presentados como un producto del sistema económico, sino como resultado del abuso de poder por parte de grupos parasitarios y especulativos;5 2) para él, algo similar ocurre en el discurso fascista, donde la figura del judío se convierte en la encarnación concreta de todos lo males sociales (y presenta esa concretización como una operación de reificación); 3) concluye que eso muestra que en todo populismo (¿por qué?, ¿cómo?) hay «una tendencia protofascista a largo plazo»; 4) sin embargo, el comunismo sería inmune al populismo, puesto que en su discurso la «reificación» no ocurre, y el líder se mantiene, sin riesgos, como secundario.

No es difícil percibir la falacia de todo este argumento: en primer lugar, se presenta al cartismo y al fascismo como dos especies del género «populismo»; en segundo lugar, se conceptualiza el modus operandi de una de esas especies (el fascismo) como «reificación; tercero, sin ofrecer ninguna razón para ello (al llegar a este punto se olvida silenciosamente el ejemplo del cartismo), el modus operandi de la especie se vuelve el rasgo definitorio de todo el género; cuarto, como resultado, una de las especies se convierte en el destino teleológico de todas las demás especies que pertenecen a ese género. A lo anterior añadiríamos, en quinto lugar y como una conclusión infundada más, que si «el comunismo» no puede ser una especie del género «populismo» es porque presuntamente (pues no se afirma explícitamente en ningún momento de la argumentación) en él no ocurre la reificación. En el caso del comunismo tendríamos una universalidad no mediada: por esta razón la suprema encarnación de lo concreto –el líder– tendría que estar totalmente subordinada a la Idea. No hace falta decir que esa conclusión no se basa en ninguna evidencia histórica, sino en un argumento absolutamente apriorístico.

Sin embargo, más importante que insistir en la obvia circularidad del razonamiento de Zizek es explorar los dos supuestos gratuitos en los que se basa, y que son los siguientes: 1) cualquier encarnación de lo universal en lo particular deber ser concebida como «reificación»; 2) tal encarnación es inherentemente «fascista». Voy a oponer dos tesis a estos postulados: 1) que la noción de «reificación» es completamente inadecuada para comprender el tipo de encarnación de lo universal en lo particular inherente a la construcción de una identidad popular; 2) que tal encarnación –entendida correctamente–, lejos de ser característica del fascismo o de cualquier otro movimiento político, es inherente a cualquier tipo de relación hegemónica –es decir, el tipo de relación inherente a lo político como tal–.

Comencemos por la reificación. Este no es un término del lenguaje común; tiene un contenido filosófico específico. Fue introducido por Lukács, aunque muchas de sus dimensiones operaban ya avant la lettre en varios textos de Marx, especialmente en la sección de El capital relativa al fetichismo de la mercancía. La omnipotencia del valor de cambio en la sociedad capitalista imposibilitaría el acceso a una visión de la totalidad; las relaciones entre los hombres tomarían un carácter objetivo y, en tanto que los hombres serían convertidos en cosas, las cosas aparecerían como los verdaderos agentes sociales. Ahora bien, si observamos cuidadosamente la estructura de la reificación, vemos un rasgo que sobresale inmediatamente: la reificación consiste esencialmente en una operación de inversión; lo que es derivado aparece como originario, lo que es aparencial se presenta como esencial. La inversión de la relación sujeto/predicado es la médula de cualquier reificación. En ese sentido, del principio al fin es un proceso de mistificación ideológica, y su correlato es la noción de «falsa conciencia». Sin embargo, el conjunto categorial reificación/falsa conciencia solo tiene sentido si podemos revertir la distorsión ideológica; si ella fuera parte constituyente de la conciencia, no podríamos hablar de distorsión. Es por esta razón que Zizek, para mantener su noción dinosáurica de falsa conciencia, tiene que visualizar los antagonismos sociales como basados en una suerte de mecanismo inmanente que tiene que concebir la conciencia de los agentes sociales como meramente derivada (o más bien, en el cual esta última, si es que se admite su existencia, es vista como una expresión transparente del primero). Lo universal hablaría en forma directa, sin necesitar ninguna mediación de lo concreto. En sus palabras, «[el populismo] desplaza el antagonismo social inmanente al antagonismo entre ‘el pueblo’ unificado y su enemigo externo». Es decir, se presenta la construcción discursiva del enemigo como una operación de distorsión. Y, ciertamente, si lo universal que mora en el antagonismo tuviera la posibilidad de una expresión inmediata, la mediación a través de lo concreto solo podría concebirse como reificación.

Desafortunadamente para Zizek, el tipo de articulación entre lo universal y lo particular que supone mi aproximación a la cuestión de las identidades populares es radicalmente incompatible con nociones tales como «reificación» y «distorsión ideológica». No estamos tratando con una falsa conciencia opuesta a una verdadera (que estaría esperando por nosotros como un destino teleológicamente programado), sino con la construcción contingente de una conciencia tout court. Así, lo que Zizek presenta como su «complemento» a mi enfoque no es ningún complemento, sino un cuestionamiento de sus premisas básicas. Tales premisas provienen de una comprensión de la relación entre lo universal y lo particular, lo abstracto y lo concreto, que discutí en mi trabajo desde una triple perspectiva –psicoanalítica, lingüística y política–, y que deseo resumir aquí brevemente para demostrar su incompatibilidad con el rudimentario modelo de Zizek de la «falsa conciencia».

Comencemos por el psicoanálisis. En La razón populista traté de mostrar cómo la lógica de la hegemonía y la del objeto «a» lacaniano se imbrican, y refieren a una relación ontológica fundamental en donde solo es posible alcanzar «la plenitud» (fullness) mediante una investidura radical en un objeto parcial (que no es una parcialidad dentro de la totalidad, sino una parcialidad que es la totalidad). En este punto recurro en buena medida a los análisis de Joan Copjec, quien exploró en profundidad las implicaciones lógicas de las categorías lacanianas, sin distorsionarlas con analogías hegelianas superficiales à la Zizek. El punto más relevante para nuestro tema es que la plenitud –la Cosa freudiana– es inalcanzable, es solo una ilusión retrospectiva que se substituye con objetos parciales que encarnan la imposible totalidad. En palabras de Lacan, la sublimación consiste en elevar un objeto a la dignidad de la Cosa. Como he tratado de demostrar, la relación hegemónica reproduce todos esos momentos estructurales: una determinada particularidad asume la representación de una universalidad elusiva. Como vemos, el modelo reificación/distorsión/falsa conciencia es radicalmente incompatible con el de la hegemonía/objeto «a»: mientras el primero supone el logro de la plenitud a través de la reversión del proceso de reificación, el segundo concibe la plenitud (la Cosa) como inalcanzable debido a que está vacía de todo contenido; y mientras el primero ve la encarnación en lo concreto como una reificación distorsionada, el segundo ve la investidura radical en un objeto como la única forma de alcanzar una cierta plenitud. Zizek solo puede mantener su enfoque de la reificación/falsa conciencia a costa de extirpar radicalmente la lógica del objeto «a» del campo de las relaciones políticas.

Siguiente paso: significación (lo que antes denominé «la perspectiva lingüística») se refiere no solo a lo lingüístico en sentido estricto, sino a todos los sistemas de significación. Como estos últimos se superponen con vida social, las categorías y relaciones exploradas por el análisis lingüístico no pertenecen a áreas regionales, sino al campo de una ontología general. Aquí tenemos la misma imbricación entre particularidad y universalidad que encontramos en la perspectiva psicoanalítica. En una obra anterior6 mostré que es imposible totalizar un sistema de diferencias sin una exclusión constitutiva. Pero esta exclusión tiene un efecto lógico primario, que es la división de cualquier elemento significante en una dimensión equivalencia y otra diferencial. Como no es posible suturar estas dos dimensiones en forma lógica, el resultado es que cualquier sutura será retórica: una determinada particularidad asumirá un rol de significación «universal», sin dejar de ser particular. Ergo, el desnivel es el único terreno dentro del cual puede tener lugar un proceso de significación. Catacresis = retoricidad = la posibilidad misma de la significación. La misma lógica entre la Cosa (imposible) y el objeto «a» que encontramos en el psicoanálisis, la encontramos ahora como condición misma de la significación. El análisis de Zizek no aborda directamente la significación, pero no es difícil sacar las conclusiones que se derivarían, en este campo, de su enfoque de la «reificación»: cualquier tipo de substitución retórica que no llegue a reconciliación «significante» plena se reduciría a falsa conciencia.

Finalmente: política. Tomemos un ejemplo que usé en varios puntos de La razón populista: Solidarnosc (Solidaridad) en Polonia. Esta era una sociedad donde una pluralidad de demandas frustradas por un régimen opresor había creado una equivalencia espontánea entre ellas que, sin embargo, era necesario expresar a través de algún tipo de unidad simbólica. Aquí tenemos una alternativa clara: o existe un contenido conceptualmente especificable en última instancia y que es negado por el régimen opresor –en cuyo caso puede ser expresado directamente en su identidad diferencial positiva– o las demandas son radicalmente heterogéneas y lo único que comparten es un rasgo negativo: su oposición al régimen opresor. En ese caso, no se trata de la expresión directa de un rasgo positivo subyacente a las diferentes demandas: como lo que hay que expresar es una negatividad irreductible, su representación tendrá necesariamente un carácter simbólico.7

Las demandas de Solidaridad se convertirán en el símbolo de una cadena más amplia de demandas cuya inestable equivalencia en torno a ese símbolo va a constituir una identidad popular más amplia. Esta constitución de la unidad simbólica del campo popular –y de su correlato, la unificación simbólica del régimen opresor a través de medios discursivos/equivalenciales similares– es lo que Zizek sugiere que debemos concebir como reificación. Pero está completamente equivocado: como hemos visto, en la reificación tenemos una inversión de la relación entre expresión verdadera y distorsionada, mientras que aquí la oposición verdadero/distorsionado no tiene ningún sentido: una vez establecido el nexo de equivalencia entre demandas radicalmente heterogéneas, su «homogenización» mediante un significante vacío es un simple passage à l’act, la construcción de algo esencialmente nuevo y no la revelación de ninguna identidad «verdadera» subyacente. Es por esta razón que en mi libro insistí en que el significante vacío es un nombre puro que no pertenece al orden conceptual. Así, no se trata de un asunto de conciencia «verdadera» o «falsa». Como en el caso de la perspectiva psicoanalítica –la elevación de un objeto a la dignidad de la Cosa–, y en el de la significación –la presencia de un término figurado que es característico por cuanto nombra y confiere presencia discursiva a un vacío esencial dentro de una estructura de significación–, en política también tenemos una constitución de agentes nuevos –pueblos, en nuestro sentido– mediante una articulación de lógicas equivalenciales y diferenciales. Dichas lógicas implican encarnaciones figurales que resultan de una creatio ex nihilo que no puede reducirse a ninguna literalidad precedente o final. De modo que, olvidemos la «reificación».
Lo que hemos dicho hasta ahora anticipa ya que, en nuestra opinión, la segunda tesis de Zizek, según la cual la representación simbólica –que él concibe como reificación– sería esencial o al menos tendencialmente fascista, no va por mejor camino. Aquí Zizek usa un artificio demagógico: elige como ejemplo el papel del judío en el discurso nazi, lo que inmediatamente evoca todos los horrores del holocausto y provoca una reacción negativa instintiva. Ahora bien, es cierto que el discurso fascista usó formas de representación simbólica, pero no hay nada específicamente fascista en hacerlo, pues no hay discurso político que no construya sus propios símbolos de esa manera. Yo diría incluso que esa construcción es la definición misma de lo que es político. El arsenal de ejemplos ideológicos posibles, diferentes al que escogió Zizek, es inagotable. ¿Qué otra cosa sino una encarnación simbólica está en juego en un discurso político que presenta a Wall Street como la fuente de todos los males económicos? ¿O en la quema de una bandera de Estados Unidos por manifestantes del Tercer Mundo? ¿O en los emblemas rurales, antimodernistas, de las acciones agitadoras de Ghandi? ¿O en el incendio de la catedral de Buenos Aires por las masas peronistas? Nos identificamos con ciertos símbolos en tanto que rechazamos otros, pero esa no es razón para aseverar que la matriz de la estructura simbólica varía de acuerdo con el contenido material de los símbolos. Tal aseveración es imposible sin alguna noción de reificación à la Zizek que haría posible adscribir algunos contenidos a la conciencia verdadera y otros a la falsa. Pero ni siquiera esta operación ingenua podría funcionar sin el postulado ulterior de que cualquier forma de encarnación simbólica será una expresión de falsa conciencia, en tanto que la conciencia verdadera estaría completamente exenta de toda mediación simbólica (es en este punto donde la teoría lacaniana se convierte en la Némesis de Zizek: deshacerse completamente de la mediación simbólica y tener una expresión pura de la conciencia verdadera es lo mismo que sostener que existe un acceso directo a la Cosa como tal, mientras que a los objetos «a» se les concederá solamente el estatus de representaciones distorsionadas).

Demandas: entre «peticiones» y «reclamos»

La unidad mínima de nuestro análisis social es la categoría de «demanda». Presupone que el grupo social no es en última instancia un referente homogéneo: su unidad debe concebirse más bien como una articulación de demandas heterogéneas. Zizek formula dos objeciones principales a este enfoque. La primera es que la noción de demanda no capta la verdadera naturaleza de la confrontación que se da en el acto revolucionario («¿No se mueve el acto revolucionario/emancipatorio propiamente dicho allende este horizonte de demandas? El sujeto revolucionario no actúa ya en el nivel de demandar algo de los que están en el poder: él desea destruirlos…») (p. 8). La segunda objeción es que no existe una correlación entre la pluralidad implícita en la noción de una cadena equivalencial de demandas y las metas reales de la movilización populista, pues muchos movimientos populistas se estructuran en torno a objetivos monotemáticos: «Sobre los movimientos populares con un objetivo único –por ejemplo, las revueltas antitributarias en Estados Unidos– hay que hacer una observación más general: aunque funcionan en forma populista, movilizando a la gente en torno a una demanda que las instituciones democráticas no satisfacen, NO parecen basarse en una compleja cadena de equivalencias, sino que se concentran en una sola demanda» (pp. 10-11).

Las dos objeciones de Zizek carecen de todo fundamento. Comencemos por la primera. Aunque Zizek se refiere a la tensión petición/reclamo en torno a la cual se construye explícitamente nuestra noción de demanda, no se percata en absoluto de sus consecuencias teóricas. Desde nuestro punto de vista, toda demanda empieza como una petición. Por ejemplo, se pide a las instituciones del poder local que atiendan las quejas de la gente en un asunto particular (por ejemplo, vivienda). Esta es la única situación que vislumbra Zizek: se pide a los que están en el poder que acepten amablemente la petición que les hace un grupo de personas. Desde esta perspectiva, la situación sería absolutamente desnivelada; acceder a la demanda sería una concesión por parte de los que están en el poder. Pero reducir el asunto a ese caso significa ignorar la segunda dimensión de nuestro análisis: el proceso social a través del cual una petición se convierte en reclamo. ¿Cómo ocurre esta metamorfosis? Como lo argumenté, mediante la actuación de la lógica equivalencial. La gente que hizo demandas sobre vivienda que no tuvieron respuesta ve que otras demandas sobre transporte, seguridad, salud, educación, etc. tampoco son satisfechas. Esto desencadena un proceso que describí in extenso en mi libro y que se traduce en lo siguiente: la frustración de una demanda particular transforma la petición en reclamo en la medida en que la gente se considera portadora de derechos que no le son reconocidos. Sin embargo, esos reclamos son limitados, pues están dirigidos a una entidad perfectamente identificable (en nuestro ejemplo sobre vivienda, la municipalidad). Pero si se extiende la equivalencia entre demandas (en nuestro ejemplo: vivienda, transporte, salud, educación, etc.), resulta mucho más difícil determinar a cuál instancia hay que dirigir los reclamos. Hay que construir discursivamente al enemigo –la oligarquía, la clase dirigente, los ricos, el capitalismo, la globalización, etc.– y, por la misma razón, la identidad de los que reclaman resulta transformada en este proceso de «universalización» tanto de las metas como del enemigo. Todo el proceso de la revolución rusa comenzó con tres demandas: «paz, pan y tierra». ¿A quién estaban dirigidas esas demandas? Cuanto más se expandía la equivalencia más claramente se veía que no era simplemente al régimen zarista. Una vez que se va más allá de cierto punto, lo que se pedía dentro de las instituciones se convirtió en reclamos dirigidos a las instituciones, y en cierta etapa estos pasaron a ser reclamos contra el orden institucional. Cuando ese proceso rebasa los aparatos institucionales más allá de cierto límite, comenzamos a tener el pueblo del populismo.

Podríamos preguntarnos por qué las acciones sociales siempre deben concebirse como demandas. La razón, como lo explicamos en nuestro libro, es que el sujeto siempre es el sujeto de la falta, siempre surge de una asimetría entre la plenitud (imposible) de la comunidad y el particularismo de un lugar de enunciación. Eso también explica por qué los «nombres» de la plenitud siempre van a provenir de investir radicalmente una determinada particularidad con un valor «universal»: nuevamente, la elevación de un objeto particular a la dignidad de la Cosa. Pero es importante darse cuenta de que esa investidura no deja inmodificado al objeto particular; ella lo «universaliza» al inscribirlo en una infraestructura de relaciones equivalenciales. Es por eso que nunca puede tratarse de una mera cuestión de «reificación», como argumenta Zizek (como hemos dicho, la reificación implica una inversión por la cual la particularidad y la universalidad intercambian lugares sin cambiar sus identidades, mientras que la relación hegemónica supone contaminación entre lo particular y lo universal).

Esta situación, por la cual una determinada particularidad no es nunca mera particularidad, pues está siempre cruzada por relaciones de equivalencia que universalizan su contenido, es respuesta suficiente a la segunda objeción de Zizek (a saber, que las movilizaciones por un asunto puntual, al tener metas particularistas, no pueden constituir identidades políticas más amplias). Esto es una ilusión total. La demanda inmediata puede ser particular, pero es solo la punta del iceberg. Detrás del asunto individual, un mundo mucho más amplio de asociaciones y emociones lo contamina y lo transforma en la expresión de tendencias mucho más generales. Tomar la demanda específica de una movilización al pie de la letra sería lo mismo que reducir el análisis de un sueño a su contenido manifiesto. El referendo francés y el holandés son buenos ejemplos. El asunto era puntual, pero, como lo muestra el mismo Zizek, un sinnúmero de frustraciones, temores y prejuicios encontró expresión en el «No». Y todo el mundo sabe que lo que está en juego en el referendo tributario en EE. UU. son profundos desplazamientos políticos del sentido común comunitario. La conclusión es que el significado latente de una movilización nunca puede leerse en sus lemas literales y metas proclamadas; un análisis político digno de ese nombre comienza cuando uno sondea la sobredeterminación que sostiene esa literalidad.

Así pues, ¿qué conclusiones generales pueden derivarse de este complejo conjunto de interconexiones entre las identidades populares y las demandas y, dentro de las propias demandas, entre «peticiones» y «reclamos»? La más importante es que cada una de las articulaciones posibles dentro de esa matriz estructural conduce a una forma diferente de constituir identidades sociales y a grados diferentes en la universalización de sus reclamos. En un extremo, cuando las demandas no van más allá de la etapa de meras peticiones, tenemos una situación altamente institucionalizada. Los actores sociales tienen una existencia «inmanente» dentro de las localizaciones objetivas que delinean el orden institucional de la sociedad (por supuesto, este es un extremo puramente ideal: la sociedad nunca está tan estructurada como para que las instituciones absorban totalmente a los agentes sociales). El segundo escenario es uno en el cual hay una tensión más permanente entre las demandas y lo que el orden institucional puede absorber. Aquí las «peticiones» tienden a convertirse en «reclamos» y hay una crítica a las instituciones en lugar de una simple aceptación pasiva de su legitimidad. Finalmente, cuando las relaciones de equivalencia entre una pluralidad de demandas sobrepasan cierto punto, tenemos movilizaciones masivas contra el orden institucional como un todo. Aquí tenemos el surgimiento del pueblo como un actor histórico más universal, cuyas metas van a cristalizar necesariamente alrededor de significantes vacíos como objetos de identificación política. Hay una radicalización de los reclamos que puede conducir a una reconfiguración del orden institucional como un todo.

Ese es probablemente el tipo de situación que Zizek tenía en mente cuando hablaba de no demandar nada de los que están en el poder, sino intentar destruirlos. Sin embargo, la diferencia entre su enfoque y el mío es que para mí el surgimiento de actores emancipadores tiene una lógica propia que se arraiga en la estructura de la demanda como unidad básica de acción social, mientras que para Zizek esa lógica no existe: él concibe a los sujetos emancipadores como criaturas ya maduras que surgen sin ningún tipo de proceso genético: como Minerva de la cabeza de Júpiter. La sección de mi libro que trata sobre su trabajo se titula «Zizek: esperando a los marcianos». De hecho, hay algo de extraterrestre en los sujetos emancipadores de Zizek; sus condiciones como sujetos revolucionarios están especificadas dentro de una geometría de efectos sociales tan rígida que ningún actor empírico puede llenar los requisitos. En sus últimos escritos, sin embargo, al nombrar a los «agentes revolucionarios» Zizek despliega una estrategia nueva, que consiste en elegir algunos actores sociales «realmente existentes», pero atribuyéndoles tantas características imaginarias que se convierten en marcianos en todo menos el nombre. Más adelante regresaremos a la estrategia de «marcianización» de Zizek.

Heterogeneidad y prácticas sociales

Pasaremos ahora a una serie de observaciones de Zizek en lo que respecta al estatus de la teoría marxista. La más importante se refiere a la economía política marxista. Según él, mi enfoque básico sería que se trata de una ciencia «positiva ‘óntica’ que delimita una parte de realidad social substancial, de manera que cualquiera fundamentación directa de la política emancipatoria en la CEP [Critica de la economía política] (o, en otras palabras, cualquier privilegio concedido a la lucha de clases) reduciría lo político a un epifenómeno separado de la realidad substancial» (p. 16). Después de eso, a fin de refutar las afirmaciones que me atribuye, Zizek se embarca en una larga perorata en la cual trata de mostrar que el fetichismo de la mercancía es un efecto interno de la forma del capital como tal, y que esa forma no es abstracta, pues determina procesos sociales reales: «esta ‘abstracción’ (…) ‘real’ en el sentido preciso de determinar la estructura de procesos sociales materiales: el destino de estratos completos de población, y a veces de países enteros, puede ser decidido por la danza ‘solipsística’ del capital, que busca alcanzar su objetivo de rentabilidad en medio de una completa indiferencia respecto a la forma en que su movimiento afecta la realidad social» (p. 17). Habiendo detectado así la violencia sistémica central del capitalismo, Zizek concluye que: «Aquí encontramos la diferencia lacaniana entre la realidad y lo Real: ‘realidad’ es la realidad social de la gente real involucrada en una interacción y en el proceso productivo, mientras que lo real es la inexorable lógica ‘espectral’ del capital, que determina lo que ocurre en la realidad social» (ibíd.).

Este último comentario es simple y llanamente una tergiversación de la noción lacaniana de lo Real –un buen ejemplo de cómo Zizek distorsiona sistemáticamente la teoría lacaniana para hacerla compatible con un hegelianismo que, en muchos aspectos, es justamente lo opuesto–. Lo Real no puede ser una lógica espectral inexorable, y menos aún algo que determina lo que ocurre en la realidad social, por la sencilla razón de que no es un objeto especificable dotado de leyes de movimiento propias sino, por el contrario, algo que solo existe y se muestra a través de sus efectos disruptivos en el campo de lo simbólico.8 No es un objeto, sino un límite interno que impide la constitución final de cualquier objetividad.

Identificar lo Real con la lógica del capital es un buen ejemplo de esa «reificación» a la que Zizek siempre vuelve. Su error es parecido al de Kant, quien después afirmar que las categorías solo se aplican a los fenómenos y no a las cosas en sí, afirmó que las últimas son la causa externa de las apariencias, aplicando así una categoría –causa– a algo que no puede subordinarse legítimamente en ninguna categoría. Por qué Zizek tiene que distorsionar de este modo la noción de lo Real es evidente: solo si la lógica del capital es autodeterminada puede actuar como una infraestructura que determine lo que ocurre en la «realidad» social. Pero lo Real, en el sentido lacaniano, hace exactamente lo contrario: pone un límite que impide cualquier autodeterminación de lo simbólico.

Todo ese uso metafórico barato de la dualidad realidad/real para referirse a algo que no es más que la vieja distinción base/superestructura está completamente fuera de lugar: es evidente que la lógica del capital es tan simbólica como la realidad social que se supone que ella determina. La consecuencia es que, si la lógica del capital y la realidad social son en pari materia –ambos son simbólicos– los vacíos y rupturas creados en la realidad social por la presencia de lo Real, también estarán presentes dentro de la lógica misma de autodesarrollo del capital (que, como resultado, estará contaminado por algo heterogéneo; no será autodesarrollo puro).

No estoy diciendo que lo Real no sea relevante para los asuntos que estamos discutiendo, sino que Zizek lo ha buscado en todos los lugares equivocados. Concebir lo Real como una lógica objetiva, conceptualmente especificable, no tiene ningún sentido. Sin embargo, antes de intentar darle a lo Real su ubicación ontológica precisa –si podemos usar esos términos en relación con algo cuya presencia subvierte, precisamente, toda ubicación–, deseo referirme a la afirmación de Zizek de que yo le «reproché» a la economía política marxista el ser una ciencia óntica que delimita una región de la realidad social y reduce lo político a una posición epifenoménica. Ese «reproche» que Zizek me atribuye es una pura invención. Nunca afirmé que la economía política marxista es una ciencia regional por la simple razón de que, cualesquiera sean sus méritos o deficiencias, es un discurso que concierne a la totalidad social («la anatomía de la sociedad civil es la economía política»). En tal caso, las dos únicas maneras de criticarla son, o bien probar que hay inconsistencias lógicas en la secuencia de sus categorías, o bien demostrar que hay un «exterior» heterogéneo que impide a la economía política cerrarse en torno a sus categorías internas, de modo tal que constituyeran así el fundamentum inconcussum de lo social. Ahora bien, la primera crítica es posible y –aunque yo mismo no la he formulado– fue planteada repetidamente en el último siglo, hasta el punto que poco queda de la teoría del valor trabajo tal como fue formulada por Marx. Baste con mencionar los nombres Böhm-Bawerk, Bortkiewicz, Joan Robinson o Piero Sraffa.9 Toda la discusión de la transformación de los valores en precios a comienzos del siglo XX constituyó la primera etapa de este análisis crítico. Zizek ignora completamente esa literatura y sigue manteniendo la versión de Marx de la teoría del valor trabajo como un dogma incuestionable.

Pero no perdamos tiempo con ese dogmatismo estéril y pasemos a la segunda crítica posible de la economía marxista, que es mucho más relevante para nuestro tópico. La alternativa es la siguiente: un primer escenario sería aquel donde no existiría un «exterior» al proceso descrito por la sucesión de categorías económicas; la Historia sería simplemente el desarrollo endógeno de esas categorías, de manera que la historia óntica –para usar el término de Zizek– que ellas relatan sería, al mismo tiempo, ontológica. Así tendríamos un proceso puramente interno que no es interrumpido por ningún exterior. La sucesión lógica tendría también un valor metafísico. Sin embargo, ¿qué ocurre con las fuerzas que se oponen al capitalismo? En este modelo, solo pueden ser un efecto interno al capitalismo mismo. Es bien sabido cómo se presenta la «lucha de clases» en esta perspectiva objetivista: el capitalismo crea sus propios sepultureros. El segundo escenario resulta del supuesto contrario: las fuerzas que se oponen al capitalismo no son simplemente efecto de la lógica capitalista, sino que lo interrumpen desde el exterior, de manera que la historia del capitalismo no puede resultar del desarrollo de sus categorías internas. Para dar un solo ejemplo, como lo han demostrado diversos estudios, la transición de la plusvalía absoluta a la relativa no es solo la consecuencia de movimientos en la lógica de la ganancia en un espacio libre de conflictos, sino también una respuesta a la movilización de los trabajadores. Si esto es así, no existe una historia puramente interna al capitalismo como la descrita en el «Prefacio» a la Crítica de la economía política, sino una historia plagada de conflictos que no puede aprehenderse a través de ningún tipo de desarrollo que se pueda captar conceptualmente. Quisiera insistir en este punto porque nos llevará directamente a la noción de pueblo que se presenta en La razón populista.

No hace falta decir que de las dos opciones dentro de la alternativa planteada, escogemos sin duda la segunda. De hecho, La razón populista es en gran medida un intento de desarrollar las consecuencias teóricas de esa elección. Zizek, por el contrario, opta por negar que la alternativa exista. Así: «Marx distingue entre ‘clase trabajadora’ y ‘proletariado’: ‘clase trabajadora’ es efectivamente un grupo social particular, mientras que ‘proletariado’ designa una posición subjetiva» (p. 15). Pues bien, para comenzar, Marx nunca hizo tal distinción. Quizás debería haberla hecho, pero no la hizo. Por el contrario, todo su esfuerzo teórico se dirigió a mostrar que el secreto de la historia solo podía resolverse en la medida en que la subjetividad revolucionaria estuviera arraigada firmemente en una posición objetiva, consecuencia ella misma de un proceso gobernado por leyes inmanentes y necesarias. ¿Ha leído Zizek alguna vez el Manifiesto comunista? Si lo hubiera hecho sabría que para Marx y Engels «la burguesía no solo ha forjado las armas que acarrearán su destrucción, sino que también ha creado a los hombres que van a empuñarlas –la clase trabajadora moderna, el proletariado–». ¿Leyó La sagrada familia, donde, contra Bruno Bauer, ellos plantean la inevitabilidad del comunismo, basándose precisamente en la deshumanización del proletariado (clase trabajadora) causada por la lógica de la propiedad privada? ¿Leyó La ideología alemana, donde se oponen al «verdadero socialismo», y presentan la división del trabajo –o sea, un conjunto estructurado de posiciones sociales objetivas– como la raíz y fuente de la alienación humana? ¿Y qué son El capital y los Grundisse sino un intento de radicar la explotación en un proceso objetivo cuya contraparte obligatoria es la lucha de la clase trabajadora? Suficiente. Para qué seguir refiriéndonos a un argumento que cualquier estudiante universitario conoce. Además, está clarísimo lo que Marx habría pensado de una distinción taxonómica entre lo «subjetivo» y lo «objetivo»: habría dicho que, desde el punto de vista de la totalidad social, lo que importa no es la distinción como tal, sino la lógica y la topografía de las interconexiones entre sus dos términos –y el Prefacio a la Crítica de la economía política deja perfectamente en claro cuál era para él esa interconexión.

De hecho, la alternativa que hemos presentado se refleja en una forma contradictoria en el pensamiento de Zizek. Por una parte, la distinción entre lo «subjetivo» y lo «objetivo» es vital para él, pues, siguiendo la dualidad de Alain Badiou entre «situación» y «acontecimiento»,10 desea establecer una discontinuidad radical entre la ruptura revolucionaria y lo que la precedió. El corolario es que el acto revolucionario no debería tener nada en común con la situación dentro de la cual ocurre. Sin embargo, Zizek ha insistido también ad nauseam en la centralidad de la lucha económica anticapitalista, lo que significa que algo en la situación existente –lo «económico» como ubicación particular dentro de una topografía social– tiene una especie de papel estructurador trascendental, determinando a priori los «acontecimientos» que pueden ocurrir en los hechos. De este modo, la situación tendría una primacía ontológica sobre el acontecimiento, cuya ruptura con esa situación no podría, en consecuencia, ser radical. Así pues, Zizek está frente a una alternativa excluyente, y es bastante cómico que no se dé cuenta y siga planteando ambas opciones de un modo perfectamente contradictorio.

Dejemos que Zizek disfrute de su contradicción, y pasemos más bien a la forma en que Marx aborda la alternativa. No hay duda de que para Marx el lado objetivo tiene el papel dominante. La Historia es un relato coherente porque el desarrollo de las fuerzas productivas establece su significado subyacente. El progreso tecnológico conduce a una explotación creciente, de manera que la lucha de los trabajadores ayuda a acelerar la crisis del capitalismo, pero no la origina. El colapso final del sistema, aunque no es mecánico, no procede, en última instancia, de las acciones de los trabajadores. Sin embargo, sería un error pensar que para él la necesidad histórica redujo la libertad de acción a un mero epifenómeno. Se trata más bien de que necesidad histórica y libre acción revolucionaria coinciden, de tal modo que resulta imposible diferenciar entre ellas. La noción espinoziana de la libertad como conciencia de la necesidad, que en Hegel todavía conservaba una dimensión esencialmente especulativa, se transforma en Marx en un principio activo que identifica la necesidad y la libertad. Es por esa razón que para Marx no hay diferenciación posible entre lo descriptivo y lo normativo, y que, como resultado, el marxismo no puede tener una ética fundamentada en forma independiente. Y es también la razón por la cual la distinción de Zizek entre «proletariado» y «clase trabajadora», «subjetivo» y «objetivo» hubiera sido anatema para Marx.

Las dificultades comenzaron más tarde, con la creciente toma de conciencia de que había una opacidad esencial que impedía una transición fluida de una categoría económica a la siguiente y de un antagonismo social al otro. La visión marxista del destino de la sociedad capitalista se basaba en un postulado: la simplificación de la estructura social bajo el capitalismo. El campesinado y las clases medias desaparecerían y, al final, el grueso de la población sería una vasta masa proletaria, de modo que la última confrontación antagónica de la historia sería un enfrentamiento definitivo entre la burguesía y la clase trabajadora. Sin embargo, muy rápido se vio que ese modelo estratégico mostraba toda clase de inconsistencias, tanto en el nivel teórico como en tanto lectura de lo que estaba ocurriendo en la sociedad. Se demostró que la teoría del valor trabajo estaba plagada de inconsistencias teóricas; las diferenciaciones internas entre sectores de la economía no podían aprehenderse intelectualmente con ningún tipo de ley general de tendencia; la estructura social, lejos de ser más homogénea, se volvió más compleja y diversificada; aun dentro de la clase trabajadora, las divisiones entre lucha económica y lucha política se volvieron cada vez menos manejables políticamente. En esta situación, la reacción inicial fue tratar de mantener los lineamientos básicos de la teoría clásica pero multiplicando el sistema de mediaciones, el cual, mientras se convertía en el garante de su validez final, asumía la tarea heroica de homogeneizar lo heterogéneo. La noción de Lukács de «falsa conciencia» –cuyo correlato fue la localización de la «verdadera» conciencia del proletariado en el Partido– es una expresión típica de este ejercicio laborioso, pero inútil en última instancia. Y, dentro del marxismo de orientación estructural, la diferenciación de Poulantzas entre «determinación en última instancia» y «rol dominante» no tuvo mejor suerte. La única alternativa posible era aceptar la heterogeneidad al pie de la letra, sin trata de reducirla a ningún tipo de homogeneidad oculta o subyacente, y abordar el interrogante de cómo puede ser posible una determinada totalización que, sin embargo, es compatible con una heterogeneidad irreductible. Esbozar los contornos de una respuesta a esta cuestión es nuestra próxima tarea. No obstante, antes de embarcarnos en ella, quisiera hacer un comentario sobre las páginas 15-18 del ensayo de Zizek, por cuanto en ellas se presenta lo que en sí es más cercano a un argumento coherente. Los puntos principales son los siguientes:

1. Existen dos lógicas de la universalidad que es preciso diferenciar rigurosamente. La primera se correspondería con el Estado concebido, como en Hegel, como la clase universal, «el agente directo del orden social». La segunda sería una universalidad «supernumeraria», interna al orden existente pero sin un lugar propio dentro de él: la «parte de los sin parte» de Rancière. Así, no tendríamos un contenido particular que «va a homogeneizar la forma vacía de la universalidad, sino una lucha entre dos formas distintas de universalidad».

2. El proletariado sería la encarnación de este segundo tipo de universalidad (es en este punto donde Zizek diferencia entre «proletariado» y «clase trabajadora» en la forma que hemos comentado). Aquí Zizek critica el planteamiento de mi libro sobre el lumpenproletariado argumentando que su diferencia con el proletariado strictu senso no es «la que hay entre un grupo social objetivo, un remanente-excedente sin lugar propio dentro del edificio social, sino una distinción entre dos modos de ese remanente-excedente que genera dos posiciones subjetivas diferentes». Mientras el lumpenproletariado, como no grupo, puede ser incorporado en la estrategia de cualquier grupo social –es decir, es infinitamente manipulable– la clase trabajadora como grupo se encuentra en la contradictoria posición de tener una ubicación precisa dentro de la acumulación capitalista y, sin embargo, ser incapaz de encontrar un lugar dentro del orden capitalista.

3. La lógica abstracta del capital produce efectos concretos. Aquí Zizek propone su diferenciación entre «realidad» («gente real involucrada en interacción y en el proceso productivo») y «lo Real» («la inexorable lógica espectral ‘abstracta’ del capital que determina lo que ocurre en la realidad social»). Ya hemos demostrado las inconsistencias de esa distinción y no vamos a volver sobre eso. Sin embargo, él añade otro punto: «las categorías de la economía política (digamos el ‘valor’ de la mercancía ‘fuerza de trabajo’ (sic), o el grado (sic) de ganancia) no son datos socioeconómicos objetivos, sino datos que indican siempre el resultado de una ‘lucha política’». Por lo tanto, lo político no puede ser un epifenómeno.

4. Zizek agrega entonces una crítica a la forma en que yo conceptualizo, en una oposición «A - B», la «esencia B» de B que se resiste a una transformación simbólica en una simple relación «A - no A». Como para discutir este punto tendríamos que referirnos a ciertas premisas de mi argumento que voy a presentar más adelante, pospondremos hasta entonces la discusión de esa crítica.

5. «El ‘capitalismo’, por tanto, no es simplemente una categoría que delimita una posible esfera social, sino una matriz formal-trascendental que estructura todo el espacio social: literalmente, un modo de producción».

¿Cuál de esas diversas críticas resulta admisible al menos tentativamente? La respuesta es simple: ninguna. Procedamos a considerarlas una por una.

1. Las dos universalidades que describe Zizek no pueden coexistir en el mismo espacio de representación, ni siquiera bajo la forma de una presencia antagónica. La mera presencia de una hace imposible la otra. La universalidad inherente a la clase universal de Hegel totaliza un espacio social, de manera que, en definitiva, dentro de él no puede existir nada antagónico –de lo contrario el Estado no sería la esfera de reconciliación de las particularidades de la sociedad civil y no podría cumplir su rol universal–. Pero ¿qué ocurre si a ese rol lo amenazan particularismos que no puede dominar? En ese caso, simplemente no hay reconciliación; la universalidad, concebida como universalidad no contaminada, es una farsa. Puesto que la relación entre la universalidad del Estado y lo que escapa a su rol de reconciliación es una de exterioridad pura, es esencialmente contingente; lo que es lo mismo que decir que debe ser aprehendida como un sistema de poder. La universalidad no es un dato subyacente, sino un poder que, como todo poder, se ejerce sobre algo diferente a sí mismo. Ergo, todo tipo de universalidad es tan solo una particularidad que ha logrado articular en torno a sí de forma contingente una gran cantidad de diferencias: pero esto no es otra cosa que la definición de la relación hegemónica. Pasemos ahora a la segunda universalidad de Zizek: la de un sector que, aunque está presente dentro de un espacio social, no puede contarse como miembro de ese espacio. Muchas veces se cita el caso de los sans papiers [indocumentados] en Francia como ejemplo pertinente. Digamos, para comenzar, que el mero hecho de estar fuera del sistema de posiciones que define la trama social no dota a un grupo de personas de universalidad alguna. Los sans papiers quieren tener papeles, y si el Estado se los concede, podrían convertirse en una diferencia más dentro de un Estado ampliado. Para llegar a ser «universal» se requiere algo más (a saber, que su situación de outsiders se vuelva un símbolo para otros que también están «afuera», que son marginales de la sociedad), esto es, que tenga lugar una agregación contingente de elementos heterogéneos. Tal agregación es lo que hemos denominado un pueblo. Y, repetimos, ese tipo de universalización es lo que entendemos por «hegemonía». Llegamos a la misma conclusión que habíamos alcanzado cuando nos referimos a la universalidad del Estado. Es por eso que Gramsci habló del «devenir Estado de la clase trabajadora», lo cual supone una reagregación de elementos en torno a un cierto punto nodal, a costa de otros. Gramsci llamó a este movimiento «guerra de posición» entre universalidades antagónicas. El hecho de que Zizek atribuya existencia real a sus dos universalidades y no pueda explicar en qué podría consistir la lucha entre ellas, y que, además, conciba la lucha hegemónica como la hegemonización de «la forma vacía de la universalidad» por una particularidad, muestra que no entendió ni siquiera el abecé de la teoría de la hegemonía.

2. En lo que respecta al lumpenproletariado, una vez más Zizek está confundiendo la cuestión. Él dice que, en el caso del proletariado, hay una contradicción entre su ubicación precisa dentro de la acumulación capitalista y su falta de localización en el orden capitalista, mientras que en el caso del lumpenproletariado el primer tipo de ubicación no existiría, por lo que su identidad sociopolítica sería infinitamente maleable. La pregunta es, sin embargo, si la falta de localización del proletariado está tan anclada en su ubicación precisa dentro de la acumulación capitalista que resultaría imposible establecer una equivalencia con otros sectores «fuera de lugar», de manera que se pudiera formar una identidad más amplia de los excluidos que rebase cualquier ubicación particular. Si es así, la marginalidad del lumpenproletariado sería el síntoma de un fenómeno mucho más extenso. Volveremos sobre este punto.

3. Para Zizek, el campo económico es intrínsecamente político porque es allí donde se estructura la lucha de clases. No puedo sino estar de acuerdo con una aseveración de tal generalidad. Gramsci escribió que la construcción de la hegemonía comienza en el nivel de la fábrica. El desacuerdo empieza, sin embargo, cuando tratamos de definir lo que entendemos por «lo político». Para mí lo «político» tiene un papel primariamente estructurante porque las relaciones sociales son en última instancia contingentes, y cualquier articulación que prevalezca proviene de una confrontación antagónica cuyo resultado no está predeterminado. Para Zizek, en cambio, los datos socioeconómicos siempre indican el resultado de una lucha «política» –es decir, si hay una transición lógica de los datos económicos al resultado político, lo político es simplemente una categoría interna de la economía–. Quizás no sea un epifenómeno, en el sentido de que su estatus ontológico no es meramente el reflejo de una realidad substancial sino parte de ella, pero precisamente por eso carece de toda autonomía. Mientras mi análisis conduce a una «politización» de la economía, el de Zizek termina en una «economización» de la política.

4. Como dijimos antes, el cuarto punto lo discutiremos más adelante.

5. En cuanto al quinto punto, Zizek no mantiene solamente que existe un espacio estructurado llamado «modo de producción», sino que además afirma que tal espacio: 1) es una matriz formal-trascendental, y 2) estructura directamente todo el espacio social, es decir, que en ningún punto la realidad social rebasa lo que esa matriz puede determinar y controlar (excepto, supuestamente, en la transición de un modo de producción a otro; pero como, si el modelo es coherente, tal transición tendría que ser gobernada por la lógica interna al propio modo de producción, eso no haría ninguna diferencia). Toda la versión de Zizek se mantiene o se derrumba dependiendo de la validez de esos dos supuestos. Eso es lo que vamos a examinar a continuación.

Heterogeneidad y dialéctica

Comenzaremos nuestra discusión tratando de determinar el estatus de lo «heterogéneo». Entendemos por relación heterogénea aquella que existe entre elementos que no pertenecen al mismo espacio de representación.11 Esta noción requiere un conjunto de especificaciones, pues un espacio de representación puede constituirse en una pluralidad de maneras. En primer lugar, la unidad de un espacio tal puede ser el resultado de mediaciones dialécticas –es decir, un tipo de conexión entre elementos que implica que en cada uno de ellos hay todo lo necesario para moverse lógicamente hacia todos los demás–. En la dualidad «A - no A», la identidad de cada polo se agota en ser la negación pura del otro. Así, las transiciones dialécticas no solo son compatibles con la contradicción, sino que tienen que apoyarse en ella como condición de su unidad dentro de un espacio homogéneo. No hay nada heterogéneo en una contradicción dialéctica. Por esa razón, solo pueden tener lugar en un espacio saturado. Cualquier remanente de una empiricidad contingente que no sea dominado dialécticamente por el todo pondría en peligro a este último, pues, en ese caso, la contingencia del elemento no dominado volvería al todo igualmente contingente, y la propia posibilidad de una mediación dialéctica estaría en entredicho (esta es la objeción de «la pluma de Krug» a la dialéctica, a la cual Hegel respondió descartándola con una presteza que difícilmente ocultaba que no tenía ninguna respuesta para dar). La afirmación de Zizek de que los datos socioeconómicos «indican el resultado de una ‘lucha política’» es un ejemplo de una transición dialéctica –i.e. una que ocurre en un espacio homogéneo que elimina así completamente la posibilidad de negatividad radical–. Pero la homogeneidad no requiere necesariamente transiciones dialécticas entre los elementos que delimitan un espacio; una relación semiológica entre elementos también es una alternativa posible. El concepto de lengua de Saussure como un sistema de diferencias presupone también homogeneidad, en la medida en que la identidad de cada elemento requiere su diferencia de todos los demás. La heterogeneidad solo entraría en juego si pudiera mostrarse que la propia lógica de la totalidad –ya sea dialéctica o semiológica– falla en algunos puntos como consecuencia de una aporía que no puede resolverse dentro de los principios que estructuran la totalidad.

Tomemos como punto de partida el concepto hegeliano de la Historia. La premisa básica es que una lógica interna, conceptualmente aprehensible y concebida como una sucesión de trastocamientos y recuperaciones dialécticas, gobierna el movimiento de los acontecimientos históricos. La llegada de diversos pueblos a la arena histórica es la manifestación fenomenológica de esa lógica. Sin embargo, en ese cuadro hay un punto débil: aquello que Hegel denomina «pueblos sin historia», los cuales no representan ningún momento diferenciado en la serie dialéctica. En mi libro los comparé con lo que Lacan llama el caput mortuum, el residuo que queda en el tubo de ensayo después de un experimento químico. Esta presencia no histórica es como la gota de gasolina que arruina el tazón de miel, pues la existencia de un exceso contingente que desborda la dialéctica de la Historia hace a esta igualmente contingente y, en consecuencia, toda la visión de la Historia como una relato coherente queda comprometida, por decir lo menos.

Lo mismo ocurre con el modelo de historicidad de Zizek: para que el capitalismo sea «una matriz formal-trascendental que estructura todo el espacio social» lo que se necesita es que tal «matriz» funcione estrictamente como un fundamento, es decir, que nada en el «espacio social» exceda las capacidades de dominación de la matriz. Sin embargo, puede haber una cierta versión pragmática del modelo dialéctico: aunque esta nueva versión moderaría considerablemente las ambiciones dialécticas, todavía podría afirmarse que el «exceso» es marginal respecto a las principales líneas del desarrollo histórico, de manera que, desde la perspectiva de una «historia universal», se la podría ignorar sin problemas mayores. En tal caso, todo depende de decidir si los hechos como tales confirman o no las afirmaciones de esta versión pragmática.

Al llegar a este punto debemos pasar de Hegel a Marx, de cuya obra se deriva la mayoría de los análisis de Zizek. Sin embargo, vamos primero a recapitular nuestros pasos teóricos previos. En primer lugar, como hemos visto, cualquier tipo de transición dialéctica se basa en un terreno lógico saturado en el que nada puede escapar a la determinación dialéctica. Segundo, este «cierre» lógico es, no obstante, inalcanzable, pues algo dentro de ese terreno escapa al dominio dialéctico (hemos usado el ejemplo de los «pueblos sin historia», pero obviamente se podría mencionar muchos otros). En tercer lugar, refriéndonos ahora el terreno de la historia, ese exceso respecto al desarrollo dialéctico únicamente puede conceptualizarse a través de su relación contingente con la línea principal del desarrollo histórico. Cuarto, el hecho de que esa «línea principal» tenga una relación contingente con algo externo a sí misma significa que ella misma se vuelve contingente. Quinto, en consecuencia, la pretensión de esa línea de ser «la principal» deja de basarse en un desarrollo dialéctico ineluctable, y solo puede hacerse valer como proceso contingente históricamente comprobado. De modo que la pregunta es: en la teoría de Marx, ¿existe alguna entidad que, en su contingencia, sea homóloga a los «pueblos sin historia» de Hegel? A mi juicio sí la hay, y es el lumpenproletariado. Y el efecto de su presencia será la destrucción de la pretensión del proletariado de tener un papel central a priori como agente necesario del desarrollo histórico.

Para Marx, la Historia, en la medida en que es una narración coherente, es una historia de la producción (el desarrollo de fuerzas productivas y su compatibilidad/incompatibilidad con las relaciones de producción). De modo que, para él, tener una ubicación precisa dentro de las relaciones de producción es la única base posible para ser un actor histórico. Pero esa ubicación es justamente lo que no tiene el lumpenproletariado. Sin vacilación, Marx deduce lo que, a partir de sus premisas, es la única conclusión posible: se debe negar toda historicidad al lumpenproletariado; este es un sector parasitario que habita en los intersticios de todas las formaciones sociales. Aquí vemos una similitud estructural con los «pueblos sin historia» de Hegel; respecto a la línea principal del desarrollo histórico, su existencia es marginal y contingente. Si eso fuera todo, no habría mayores problemas: aunque el lumpenproletariado no tendría un lugar en una narrativa histórica concebida dialécticamente, confinarlo a una categoría de turba de la ciudad –que es claramente un sector marginal– no pondría en entredicho la versión pragmática del relato dialéctico. Sin embargo, las dificultades persisten. Sin duda, para Marx el referente intuitivo del lumpenproletariado es el populacho urbano, pero él ofrece también una definición conceptual de ese referente, que se encuentra en la distancia del lumpenproletariado del proceso productivo. Pero muy pronto se dio cuenta de que tal distancia no es exclusiva del populacho urbano, sino que está presente en muchos otros sectores (por ejemplo, habla de la aristocracia financiera como resurgimiento del lumpenproletariado en la cúspide de la sociedad). Y con el desarrollo de toda la discusión sobre el trabajo productivo e improductivo –un asunto que ya había llamado la atención de los economistas políticos clásicos– la noción de Historia como historia de la producción se vio cada vez más comprometida y su defensa requirió las contorsiones más implausibles. Estaba claro que no se había pasado la prueba pragmática. Es por eso que la cuestión del lumpenproletariado es importante para mí, porque es la «vía real» que hace visible una cuestión más amplia: a saber, la cuestión general de la lógica que estructura la totalidad social. Es por eso que dije que la cuestión del lumpenproletariado es un síntoma.

Sin embargo, hay otra cosa que pone aún más radicalmente en entredicho el enfoque de Zizek. Se trata de la cuestión del estatus teórico del antagonismo social. Regresemos a su afirmación de que la clase trabajadora «es un grupo que en sí mismo, como grupo dentro del edificio social, es un no grupo, es decir, uno cuya posición es en sí misma ‘contradictoria’: son una fuerza productiva, la sociedad (y los que están en el poder) los necesitan para reproducirse a sí mismos y a su dominio, pero, sin embargo, no pueden encontrar un lugar apropiado para ellos» (p. 16). Esto solo puede significar una de dos cosas: o que esa posición objetiva del trabajador dentro de las relaciones de producción es la fuente de su posición antagónica dentro de la sociedad capitalista como un todo, o que la ausencia de esa posición objetiva dentro de la sociedad capitalista como un todo se deriva de algo en el trabajador que está más allá de su posición objetiva dentro de las relaciones de producción. Dado el enfoque general de Zizek, está claro que solo puede referirse a lo primero; pero eso es lo que es imposible de sustentar teóricamente. Para que la posición del trabajador dentro de las relaciones de producción sea puramente objetiva habría que reducirlo a la categoría de «vendedor de fuerza de trabajo», y al capitalista a la de «comprador» de fuerza de trabajo como mercancía. Sin embargo, en ese caso no estaríamos definiendo ningún antagonismo, porque el hecho de que el capitalista extraiga plusvalía del trabajador no implica antagonismo a menos que el trabajador se resista a tal extracción, pero esa resistencia no puede deducirse en forma lógica del mero análisis de la categoría «vendedor de fuerza de trabajo». Es por eso que en varios puntos de mi trabajo12 argumenté que los antagonismos sociales no son relaciones objetivas, sino el límite de toda objetividad, de forma tal que la sociedad nunca es un orden puramente objetivo sino que se construye alrededor de una imposibilidad fundamental.

A esta altura está claro que la única forma salir de este atolladero es pasar al segundo significado posible de la afirmación de Zizek (que él evita sistemáticamente): a saber, que la sociedad capitalista no niega en el trabajador algo inherente a la categoría «vendedor de fuerza de trabajo», sino algo que en el trabajador está más allá de esa categoría (el hecho de que, por debajo de cierto nivel de salario, él/ella no pueda tener acceso a un consumo mínimo, a una vida decente, etc.). Por consiguiente, el antagonismo no es intrínseco a la relación de producción sino que tiene lugar entre la relación de producción y algo externo a ella. En otras palabras, los dos polos del antagonismo están conectados por una relación no correlativa: es decir, son esencialmente heterogéneos entre ellos. Como la sociedad está entrecruzada por antagonismos, la heterogeneidad existe en el centro mismo de las relaciones sociales.

Las consecuencias de este desplazamiento de la noción de un espacio homogéneo, saturado, a otra en la que la heterogeneidad es parte constitutiva pueden colegirse rápidamente. En primer lugar, aseverar que un antagonismo social surge de una heterogeneidad insuperable implica, como corolario inevitable, que la relación antagónica es conceptualmente inaprensible. No hay un Espíritu Absoluto que pueda asignarle un contenido objetivamente determinable. Esto significa que sus dos polos no pertenecen al mismo espacio de representación. Aquí estamos en una situación estrictamente homóloga a la descrita por Lacan en su famoso dictum según el cual la relación sexual no existe. Obviamente, Lacan no estaba aseverando que la gente no tiene relaciones sexuales, sino que no existe una fórmula única de sexuación que pueda absorber los polos masculino y femenino dentro de un todo unificado y complementario.13 Se trata de un exterior radical que no puede ser dominado simbólicamente. Heterogeneidad es otro nombre para lo Real.14 Esto explica cabalmente por qué Zizek no puede entender el estatus teórico del Real lacaniano: si el modo de producción fuera –como lo es para él– una matriz formal-trascendental de lo social, todo en la sociedad tendría que explicarse a partir de los movimientos endógenos de esa matriz; ergo, no habría lugar para la heterogeneidad (= la presencia de lo Real). Su absurda atribución de un contenido formal-trascendental a lo Real está reñida con las nociones más elementales de la teoría lacaniana. Es interesante observar que, dentro de la misma tradición marxista, hace mucho tiempo se rebajó la importancia de las ambiciones imperialistas epistemológicas de la categoría «modo de producción». Para referirnos solo a la escuela althusseriana, Etienne Balibar demolió el esencialismo de Reading Capital y demostró que la unidad de una formación social no puede pensarse a partir de una matriz «modo de producción».15

Sin embargo, hay una consecuencia aún más importante de darle ese papel constitutivo a la heterogeneidad, y es que la categoría «lucha de clases» es rebasada en todas las direcciones. Mencionemos tan solo las de mayor peso:

1. Si los antagonismos no son internos a las relaciones de producción sino que ocurren entre la relaciones de producción y la forma en que los agentes sociales son constituidos fuera de ellas, es imposible determinar la naturaleza y el perfil de un antagonismo (en el extremo, si es que este va a existir realmente y su grado de intensidad) a partir del mero análisis de la estructura interna de las relaciones de producción. Sabemos que, empíricamente, grupos de personas pueden reaccionar de las formas más opuestas a lo que, técnicamente, son movimientos en la tasa de explotación. Y también sabemos que, teóricamente, no puede ser sino así, dada la heterogeneidad inherente a los antagonismos. Por lo tanto, ya no hay lugar para seguir hablando infantilmente de «falsa conciencia», que presupone una elite esclarecida cuya posesión de la verdad hace posible determinar cuáles son los «verdaderos intereses» de una clase.

2. Pero la heterogeneidad desestabiliza la centralidad de la clase trabajadora en otro sentido más. Una vez que se acepta que los antagonismos suponen un exterior radical, no hay razón para pensar que las localizaciones dentro de las relaciones de producción vayan a ser puntos privilegiados del surgimiento de antagonismos. El capitalismo contemporáneo genera todo tipo de desequilibrios y áreas críticas: crisis ecológicas, marginalidad y desempleo, desniveles en el desarrollo de diferentes sectores de la economía, explotación imperialista, etc. Eso significa que los puntos antagónicos van a ser múltiples y que cualquier construcción de una subjetividad popular tendrá que comenzar a partir de esa heterogeneidad. Ninguna limitación basada en una estrecha noción de clase servirá a esos efectos.

3. Esto tiene una tercera consecuencia crucial que traté en detalle en mi libro. El desbordamiento de cualquier identidad restringida de clase por lógicas equivalenciales tiene que tomar en cuenta el hecho de que las equivalencias actúan sobre un substrato de demandas esencialmente heterogéneas. Eso significa que el tipo de unidad que puede constituirse a partir de ellas va a ser nominal, no conceptual. Como he sostenido, el nombre es el fundamento de la cosa. De este modo, las identidades populares son siempre singularidades históricas.

Ahora tenemos todos los elementos necesarios para responder la objeción de Zizek respecto a lo que él llama mi «reducción de lo Real a determinaciones empíricas del objeto». Zizek se centra en un pasaje de mi libro donde se asevera que «la oposición entre A y B nunca va a volverse completamente A - no A. La ‘esencia-B’ de la B va a ser, en última instancia, no dialectizable. El ‘pueblo’ siempre va a ser algo más que el opuesto puro del poder. Existe un real del ‘pueblo’ que resiste la integración simbólica».16 La objeción de Zizek a ese pasaje es que en mi planteamiento habría una ambigüedad, pues oscilaría entre aceptar una noción formal de lo Real como antagonismo y, por otro lado, reducirlo a las determinaciones empíricas del objeto que no es posible subsumir en una oposición formal. Para Zizek, la cuestión crucial es encontrar qué es aquello que, en el pueblo, excede el ser meramente lo opuesto del poder, porque si se trata tan solo de una cuestión de abundancia de determinaciones empíricas «entonces no estamos tratando con un Real que se resiste a la integración simbólica, ya que, en ese caso, lo Real es el antagonismo A - no A, de manera que ‘lo que en B es más que no A’ no es lo real en B, sino las determinaciones simbólicas de B» (p. 18).

Esta objeción es altamente sintomática, pues muestra de la forma más clara posible todo lo que Zizek no entiende respecto a lo Real, a los antagonismos y a las identidades populares. Para comenzar, para él solo existen dos opciones: o tenemos una contradicción dialéctica (A - no A), o tenemos la empiricidad óntica de dos objetos (A - B) –lo que Kant llamó Realrepugnanz–. Si se tratara de una alternativa excluyente, es evidente que cualquier «esencia B» que sea más que «no A» solo podría ser de naturaleza empírica, y obviamente a Zizek no le costaría demostrar que, en tal caso, no estaríamos tratando con lo Real, sino con la determinación simbólica del objeto. Pero Zizek no entendió lo esencial: el punto importante es si tengo en «A» todo lo necesario para moverme hacia su opuesto (que, en consecuencia, quedaría reducido a «no A»); para volver a nuestra discusión previa: si en la forma del capital encuentro todo lo que necesito para deducir lógicamente el antagonismo con el trabajador. Si ese fuera el caso, tendríamos una contradicción, mas no antagónica, pues sería totalmente representable dentro de un espacio simbólico unificado. Y como sería completamente simbolizable, no estaríamos tratando con lo Real en lo más mínimo. Un espacio construido alrededor de la oposición «A - no A» es un espacio enteramente saturado, que a través de esa oposición agota todas las alternativas posibles y no tolera ninguna interrupción. Es por eso que el universo de la dialéctica hegeliana, con su ambición de obtener una imbricación completa entre los órdenes óntico y ontológico, es incapaz de abordar lo Real del antagonismo, que requiere precisamente la interrupción de un espacio (simbólico) saturado. Nuestra noción de antagonismo como límite de la objetividad es otra forma de denominar lo Real, y su condición previa es que nos alejemos de cualquier espacio saturado «A - no A».

Sin embargo, ¿no estaríamos en la misma situación –es decir, dentro de un espacio saturado– si pasamos a la segunda alternativa de Zizek sobre una «esencia B de B» no dialectizable? Lo estaríamos si se identificara ese exceso con la empiricidad del objeto. Ese espacio enteramente simbolizado ya no sería dialéctico, sino diferencial o semiótico; sin embargo, su dimensión definitoria seguiría siendo la representatividad objetiva total. Pero es al llegar a este punto que pueden verse todas las consecuencias de nuestro análisis de la heterogeneidad. En nuestra discusión previa planteamos que el antagonismo no es interno a las relaciones de producción, sino que se establece entre éstas y la forma en que los agentes sociales son constituidos fuera de ellas. Eso significa que la explotación capitalista tiene un efecto interruptor. Como hemos visto, ese efecto es lo Real del antagonismo. De este modo, la presencia del antagonismo niega a los agentes sociales la plenitud de una identidad, y como resultado se da un proceso de identificación mediante el cual determinados objetos, demandas, etc., se convierten en los nombres de esa totalidad ausente (son «elevados a la dignidad de la Cosa»). Eso es exactamente lo que significa «la esencia B de B»; no se trata simplemente de un objeto empírico, sino de uno que ha sido investido, infundido, con la función de representar una totalidad que rebasa su particularidad óntica. De modo que, como podemos ver, la alternativa de Zizek es enteramente ficticia: primero imagina lo Real del antagonismo como una relación dialéctica «A - no A», en la cual la representabilidad total de sus dos polos elimina la naturaleza disruptiva de lo Real; y segundo, reduce la «esencia B de B» a las determinaciones empíricas del objeto, ignorando así toda la lógica del objeto «a». La objeción de Zizek no tiene el menor fundamento.

Sobre la genealogía de «el pueblo»

Habiendo alcanzado este punto en nuestra argumentación, el próximo paso debería ser decir algo sobre la forma en que la heterogeneidad constitutiva se refleja en la estructuración de las identidades sociales. Algunas dimensiones de ese reflejo ya están claras. En primer lugar, la dialéctica homogenización/heterogenización debe ser pensada bajo la primacía de la segunda. No hay ningún substrato fundamental, ninguna natura naturans, a partir de la cual puedan explicarse las articulaciones sociales existentes. Las articulaciones no son las superestructuras de nada, sino el terreno primario de la constitución de la objetividad social. Esto implica que son esencialmente contingentes, pues se componen de conjuntos relacionales que no obedecen a ninguna lógica interna, como no sea su convivencia fáctica. Eso no quiere decir que puedan moverse en cualquier dirección en cualquier momento. Por el contrario, las formaciones hegemónicas pueden tener un alto grado de estabilidad, pero tal estabilidad es en sí misma el resultado de una construcción que actúa sobre una pluralidad de elementos heterogéneos. La homogeneidad se alcanza, jamás se recibe. La obra de Georges Bataille es altamente pertinente a ese respecto.

Una segunda dimensión que se desprende de nuestro análisis previo es que la heterogeneidad constitutiva implica la primacía de lo político en el establecimiento del nexo social. A estas alturas debería estar claro que no entiendo por «lo político» ningún tipo de área regional de acción, sino la construcción contingente del nexo social. Es por esa razón que la categoría «hegemonía» adquiere su centralidad en el análisis social. La consecuencia es que la categoría «formación hegemónica» reemplaza la noción de «modo de producción» como totalidad real autoabarcante. Las razones son obvias. Si el modo de producción no crea sus propias condiciones de existencia –es decir, si estas son proporcionadas externamente y no son un efecto superestructural de la economía–, esas condiciones son una determinación interna de la totalidad social primaria. Y esto es aún más evidente si añadimos que los nexos entre diferentes momentos y componentes del proceso económico son ellos mismos productos de articulaciones hegemónicas.

Una tercera dimensión que hay que tomar en cuenta es que, si la heterogeneidad es constitutiva, la sucesión de articulaciones hegemónicas se estructurará como una narrativa que es también constitutiva y no el reverso fáctico de un proceso que puede determinarse lógicamente. Eso significa que el reflejo de la heterogeneidad en la constitución de las identidades sociales adoptará a su vez la forma de una ruptura (nuevamente: la irrupción de lo Real) de lo homogéneo por parte de lo heterogéneo. Como el discurso marxista se organizó, como sabemos, en torno a la noción de «leyes necesarias de la Historia», vale la pena considerar por un momento la manera en que un «otro» heterogéneo irrumpió en el campo de su discursividad y condujo al resurgimiento del pueblo como actor histórico privilegiado.

Los puntos en que el marxismo clásico, como campo homogéneo de discursividad, fue interrumpido por una heterogeneidad ingobernable dentro de su sistema de categorías, son innumerables. Sin embargo, solo nos vamos a ocupar de la experiencia leninista, tanto por su centralidad dentro del imaginario político de la izquierda, como porque muestra, con claridad paradigmática, el tipo de crisis político-teórica a la que nos queremos referir. Unos pocos principios organizaron el marxismo clásico como un espacio homogéneo de representación discursiva. Uno fue el postulado de la naturaleza de clase de los agentes históricos. Otro fue la visión del capitalismo como una sucesión ordenada de etapas dominadas por una lógica económica unificada y determinada en forma endógena. Un tercero, y el más importante para nuestro argumento, fue una perspectiva según la cual las metas estratégicas de la clase trabajadora dependían completamente de las etapas del desarrollo capitalista. Como Rusia estaba en un proceso de transición hacia una sociedad capitalista «madura», el derrocamiento del absolutismo sólo podía consistir en una revolución burguesa-democrática que, siguiendo el patrón de procesos similares en Occidente, abriría el camino a un largo periodo de expansión capitalista.

Todo eso estaba perfectamente en armonía con los pronósticos políticos y la visión estratégica del marxismo tradicional. Sin embargo, había una anomalía heterogénea –una «excepcionalidad», para usar el vocabulario de la época– que complicaba el cuadro: la burguesía rusa había llegado demasiado tarde al mercado mundial capitalista y, en consecuencia, era débil e incapaz de llevar a cabo su propia revolución democrática. Esto fue reconocido desde el primer manifiesto de la socialdemocracia rusa, escrito por Peter Struve, y ni siquiera un dogmatista empedernido como Plekhanov se atrevió a atribuir a la burguesía un papel protagónico en la revolución por venir. En esas circunstancias, diferentes clases debían asumir las tareas democráticas (de acuerdo con Lenin, una alianza de trabajadores y campesinos; en la concepción de Trotsky, la clase trabajadora). Es sintomático que ese hacerse cargo de una tarea por una clase que no es su titular natural fuese llamado por los socialdemócratas rusos «hegemonía», introduciendo así el término en el lenguaje político.

Aquí encontramos ya una heterogeneidad que interrumpe la fluida secuencia de las categorías marxistas. Los discursos de Lenin y Trotsky fueron un esfuerzo continuo de mantener bajo control esos efectos disruptivos. No se trataba de que la identidad de clase de los trabajadores cambiara como resultado de que ellos hubieran asumido las tareas democráticas, o de que la naturaleza de las tareas mismas se transformara porque los trabajadores se hacían cargo de ellas. La concepción leninista de «alianzas de clases» es explícita al respecto: «golpear juntos y marchar separados». Y, para Trotsky, toda la lógica de la «revolución permanente» se basaba en una sucesión de etapas revolucionarias que solo tenían sentido si la naturaleza de clase, tanto de los agentes como de las tareas, seguía siendo la que había sido desde el mismo comienzo. Además, se concebía la «excepcionalidad» de la situación como de corto plazo: el poder revolucionario en Rusia solo podía sobrevivir si tenía lugar una victoria socialista en los países capitalistas avanzados de Occidente. Si eso sucedía, el «exterior» heterogéneo sería reabsorbido por un desarrollo ortodoxo normal.

Sin embargo, el que no se produjera la revolución en Occidente, importante como fue por su efecto dislocador, no fue el único factor determinante del colapso del «clasismo» del marxismo clásico (incluyendo su variante rusa). En la visión leninista de la política mundial ya había algunas semillas que presagiaban tal derrumbe. Para Lenin, el capitalismo mundial no era solo una realidad económica, sino también política: era una cadena imperialista. En consecuencia, la crisis en uno de sus eslabones creaba desequilibrios en las relaciones de fuerza en otros. La cadena estaba predestinada a romperse por su eslabón más débil, y nada garantizaba que este se encontrara en las sociedades capitalistas más desarrolladas. Más bien lo contrario. La noción de «desarrollo desigual y combinado» era la expresión más clara de esa disrupción de la sucesión ordenada de etapas que se suponía gobernaba la historia de toda sociedad. Cuando en 1930 Trotsky afirmó que el desarrollo desigual y combinado era el terreno de todas las luchas sociales en nuestro tiempo, estaba (sin darse cuenta) escribiendo la partida de defunción del clasismo estricto de la Segunda y la Tercera Internacional.

¿Por qué? Porque cuanto más profundamente trastorna este desarrollo la relación entre tareas y agentes, menos posible es asignar las tareas a un agente «natural» determinado a priori, y menos puede considerarse que los agentes tienen una identidad independiente de las tareas que asumen. De este modo entramos en el terreno de lo que hemos llamado articulaciones políticas contingentes y en la transición del «clasismo» estricto a identidades populares más amplias. Las metas de cualquier grupo que esté empeñado en una lucha por el poder solo pueden alcanzarse si ese grupo actúa hegemónicamente sobre fuerzas más amplias que él mismo; fuerzas que, a su vez, cambiarán la subjetividad de ese grupo. Es en ese sentido que Gramsci habla de «voluntades colectivas». Ese «populismo» socialista está presente en todas las movilizaciones comunistas exitosas de ese periodo. La aseveración de Zizek de que el populismo –entendido en ese sentido– es incompatible con el comunismo carece de todo fundamento. ¿Qué estaba haciendo Mao en la Larga Marcha sino creando una identidad popular más amplia, hablando incluso de «contradicciones en el seno del pueblo», y reintroduciendo así una categoría –pueblo– que hubiera sido anatema para el marxismo clásico? Y podemos imaginarnos los resultados desastrosos que habría obtenido Tito en la Yugoslavia natal de Zizek si hubiera apelado únicamente a los trabajadores, en lugar de llamar a las vastas masas populares a resistir la ocupación extranjera. En un mundo heterogéneo, una acción política significativa solo es posible si la identidad sectorial se concibe como núcleo y punto de partida en la constitución de una voluntad popular más amplia.

Otras críticas

Por último, Zizek hace otras críticas menores a mi trabajo que no quisiera dejar sin respuesta.

• En cuanto a la diferenciación entre mi categoría del «significante vacío» y la noción de Claude Lefort del lugar vacío del poder, Zizek escribe que: «las dos vacuidades simplemente no son comparables: la vacuidad del pueblo es la vacuidad del significante hegemónico que totaliza la cadena de equivalencias, es decir, cuyo contenido particular es ‘transubstanciado’ en una encarnación del todo social, mientras que la vacuidad del lugar del poder es una distancia que vuelve a cada portador empírico de poder ‘deficiente’, contingente y temporal» (p. 9). Yo sería el último en negar que la diferenciación de Zizek es correcta. De hecho, yo mismo la hice en el pasaje de mi libro que él cita: «La vacuidad es, para mí, un tipo de identidad, no una ubicación estructural».17 Durante varios años me he opuesto a la tendencia de la gente a asimilar mi enfoque al de Lefort, lo que en buena medida proviene, creo, de que en ambos análisis se usa la palabra «vacío». Pero que la noción de vacuidad sea diferente en ambos enfoques no quiere decir que sea imposible compararlos. Lo que afirmo en mi libro es que si la noción de vacuidad se restringe a un lugar del poder que todo el mundo puede ocupar, se está omitiendo un aspecto vital de la cuestión global: a saber, que ocupar un lugar vacío es imposible sin que la fuerza ocupante se convierta ella misma, hasta cierto punto, en el significante de la vacuidad. Lo que Zizek retiene de la idea de que «cada portador empírico de poder [es] ‘deficiente’, contingente y temporal» es solo la posibilidad de que sea substituido por otros portadores de poder, pero pasa totalmente por alto la cuestión de los efectos de esa condición deficiente, contingente y temporal sobre la identidad de tales portadores. Dado la ceguera de Zizek a la dimensión hegemónica de la política, esto difícilmente puede sorprendernos.

• En cuanto al movimiento antisegregacionista en Estados Unidos, que tiene su epítome en Martin Luther King, Zizek afirma que «aunque procura articular una demanda que no fue adecuadamente satisfecha dentro de las instituciones democráticas existentes, no puede ser llamado populista en ningún sentido significativo del término» (p. 10). Todo depende, por supuesto, de la definición de populismo de uno dé. En el sentido usual y restringido del término, cuyos matices peyorativos lo asocian a la demagogia pura, sin duda los movimientos de derechos civiles no pueden ser considerados populistas. Pero ese es el sentido del término que cuestiona todo mi libro. Mi argumento es que la construcción del «pueblo» como un actor colectivo requiere extender la noción de «populismo» para cubrir muchos movimientos y fenómenos que tradicionalmente no han sido considerados como tales.18 Y, desde ese punto de vista, no queda duda de que el movimiento estadounidense a favor de los derechos civiles extendió lógicas equivalenciales en una diversidad de direcciones nuevas e hizo posible la incorporación de sectores anteriormente excluidos a la esfera pública.

Finalmente, deseo referirme a un punto anecdótico, tan solo porque Zizek lo planteó. En una entrevista que concedí en Buenos Aires19 hice alusión a otra que le hicieron a Zizek, también en Buenos Aires pero en un periódico diferente,20 en la cual él afirmaba que el problema de EE. UU. en la política mundial era que actuaba globalmente y pensaba localmente, y de esa forma no podía proceder adecuadamente como policía universal. De ese llamado a EE. UU. a actuar, pero también pensar globalmente, deduje que Zizek estaba pidiéndole que se convirtiera en «la clase universal» en el sentido marxista-hegeliano del término. En su artículo en Critical Inquiry, Zizek reacciona con furia a lo que denomina mi interpretación «ridículamente maliciosa» y afirma que lo que quiso decir era «que esta brecha entre universalidad y particularidad es estructuralmente necesaria, por lo cual a largo plazo EE. UU. está cavando su propia tumba» (p. 14). Veamos lo que dijo Zizek exactamente en la entrevista. A la pregunta del periodista, «¿Cree que invadir Irak fue una decisión acertada de Estados Unidos?», responde: «Me parece que el punto es otro. ¿Recuerda usted aquel slogan ecologista que decía: ‘Piense globalmente, actúe localmente?’. Bueno, el problema es que los Estados Unidos hacen exactamente lo opuesto: piensan localmente y actúan globalmente. En contra de lo que opinan muchos intelectuales de izquierda, que siempre se están quejando del imperialismo de los Estados Unidos, yo creo que este país debería intervenir mucho más». Y, después de mencionar como ejemplos a Ruanda e Irak, concluye diciendo que: «Esa es la tragedia de los Estados Unidos: en el corto plazo ganan guerras, pero en el largo plazo esas guerras terminan por agravar los conflictos que debían resolver. El problema es que ellos deberían representar más honestamente el papel de policías globales. No lo hacen, y pagan el precio de no hacerlo».

Le corresponde al lector, por supuesto, decidir si fui particularmente ridículo y malicioso al no darme cuenta de que cuando Zizek pide a EE. UU. «representar más honestamente el papel de policías globales» quería decir que «la brecha entre universalidad y particularidad es estructuralmente necesaria, por lo cual a largo plazo EE. UU. está cavando su propia tumba». Si es así, el mundo está lleno de gente ridícula y maliciosa. Recuerdo que cuando esa entrevista se publicó, la comenté con varias personas en Argentina, y no encontré ni una sola que hubiera interpretado sus palabras en la forma en que él dice ahora que deberían interpretarse. Hasta la periodista que lo entrevistó confiesa que se sintió confundida, pues era un filósofo marxista quien estaba pidiéndole a EE. UU. que actuara como un policía internacional. Y el título de la entrevista es «Zizek: Estados Unidos debería intervenir más y mejor en el mundo» (¿para qué dar el consejo si se considera que es «estructuralmente necesario que no lo haga»). ¿Pero por qué es estructuralmente necesario que no lo haga? Aquí Zizek le pide ayuda a Hegel: «en eso reside mi hegelianismo: el ‘motor’ del proceso histórico-dialéctico es precisamente la brecha entre ‘actuar’ y ‘pensar’» (p. 14). Pero la expresión de Hegel no se refiere particularmente a la política internacional, pues se aplica a absolutamente todo en el universo. Así, a la pregunta de si EE. UU. hizo bien o no en invadir Irak, la respuesta de Zizek es que eso no es lo que importa, porque el punto realmente importante es que en la estructura de lo Real hay una brecha necesaria entre pensar y actuar. Sea como sea, con mucha buena voluntad estoy dispuesto a aceptar la interpretación que Zizek da sus propias palabras. Pero mi consejo amistoso es que, si no quiere que lo malinterpreten completamente, tendría que elegir sus palabras con más cuidado cuando hace declaraciones públicas.

La liquidación ultraizquierdista de la política

Hemos relacionado una serie de categorías: lo político, el «pueblo», significantes vacíos, equivalencia/diferencia, hegemonía. Cada uno de esos términos precisa la presencia de los otros. La dispersión de antagonismos y demandas sociales, que son los rasgos definitorios de una era de capitalismo globalizado, requiere la construcción política de toda identidad social, algo que solo es posible si se establecen relaciones equivalenciales entre elementos heterogéneos, y si se pone de relieve la dimensión hegemónica de la denominación. Es por esta razón que toda identidad política es necesariamente popular. Pero hay otro aspecto más que es necesario recalcar. Como hemos demostrado, la heterogeneidad antagónica apunta a los límites en la constitución de la subjetividad social, pero precisamente por eso no puede estar en una situación de exterioridad total respecto del sistema al que se opone. La exterioridad total significaría una posición topológica que se definiría por una ubicación precisa respecto a ese sistema, y en tal caso sería parte de él. La exterioridad total es simplemente una de las formas de la interioridad. Una intervención verdaderamente política nunca es meramente de oposición, sino que desplaza los términos del debate; rearticula la situación en una configuración nueva. En sus trabajos, Chantal Mouffe ha hablado de la dualidad agonismo/antagonismo, señalando que la acción política no solo tiene la responsabilidad de tomar posición dentro de un contexto determinado, sino también la de estructurar el propio contexto en el cual una pluralidad de posiciones se expresan.21 Este es el sentido de una «guerra de posición», una categoría que ya hemos discutido. Eso es lo que hace que el recurso ultraizquierdista a la exterioridad total sea sinónimo de erradicación de lo político como tal.

Es difícil encontrar un mejor ejemplo de ese ultraizquierdismo que el trabajo de Zizek. Veamos el siguiente pasaje, al que vale la pena citar completo:

Hay una voluntad de consumar el «acto de fe» y dar un paso fuera del circuito global en acción aquí, una voluntad que se expresó de manera extrema y aterradora en un incidente muy conocido de la guerra de Vietnam: después de que el Ejército estadounidense ocupara una aldea vietnamita, sus médicos vacunaron a los niños en el brazo izquierdo para demostrar su preocupación humanitaria; cuando el Vietcong retomó la aldea al día siguiente, le cortó el brazo izquierdo a todos los niños vacunados… Aunque es difícil sustentarlo como un modelo literal a seguir, ese repudio total del enemigo, precisamente en su aspecto solícito, humanitario, sin importar a qué precio, tiene que ser avalado en su intención básica. De forma similar, cuando Sendero Luminoso tomaba una poblado, no se concentraba en matar a los soldados o a los policías destacados allí, sino a los asesores agrícolas o a los trabajadores de la salud estadounidenses o de la ONU que trataban de ayudar a los campesinos locales –tras sermonearlos por horas, y forzarlos después a confesar públicamente su complicidad con el imperialismo, los fusilaban–. Con todo lo brutal que era, ese procedimiento se arraigaba en una percepción sagaz: ellos, no la policía ni los militares, eran el verdadero peligro, el enemigo en su forma más pérfida, pues estaban «mintiendo disfrazados de verdad» –mientras más «inocentes» eran (ellos «realmente» trataban de ayudar a los campesinos), más servían como instrumento de EE. UU–. Solo un golpe total, contra el enemigo en su expresión más buena, en el punto donde el enemigo «en verdad nos ayuda», muestra verdadera autonomía y «soberanía» revolucionarias.22

Hagamos caso omiso de la truculencia de este pasaje y concentrémonos en cambio en lo que importa: la visión de la política que subyace a tal exposición. Hay un aspecto principal que salta a la vista de inmediato: la noción de rearticular demandas en una guerra de posición está cien por ciento ausente. Al contrario, hay un claro intento de consolidar la unidad del bloque de poder existente. Como de costumbre, el ultraizquierdismo se vuelve la principal fuente de apoyo a la formación hegemónica existente. La idea de tratar de hegemonizar las demandas en un nuevo bloque popular es rechazada como cuestión de principio. Lo único que se concibe como acción legítima es una confrontación violenta, frontal, con el enemigo tal como es. Solo una posición de exterioridad total respecto a la situación presente puede garantizar la pureza revolucionaria. De ahí a hacer de la exterioridad qua exterioridad el supremo valor político, y propugnar la violencia por la violencia misma, solo hay un paso. Y el pasaje siguiente muestra que no hay nada «ridículamente malicioso» en mi sugerencia de que Zizek no está lejos de dar ese paso: «La única posibilidad ‘realista’ es fundar una nueva universalidad política optando por lo imposible, asumiendo plenamente el lugar de la excepción, sin tabúes, sin normas a priori (‘derechos humanos’, ‘democracia’), el respeto por las cuales nos impediría también ‘resignificar’ el terror, el ejercicio despiadado del poder, el espíritu de sacrificio (…) si algunos liberales sensibleros tachan esta opción radical de Linksfaschismus [fascismo de izquierda], ¡que así sea!».23

Sin embargo, podríamos preguntarnos:¿cuáles son para Zizek los sujetos políticos de su Linksfaschismus? Es difícil responder esa pregunta porque él es muy evasivo a la hora de discutir estrategias de izquierda. Por esto es que el libro de Zizek sobre Irak es muy útil, porque ahí dedica unas páginas a los protagonistas de lo que él ve como la verdadera acción revolucionaria. Se refiere principalmente a tres: los consejos de trabajadores de la tradición soviética (que él mismo reconoce que desaparecieron); Canudos (un movimiento milenarista del Brasil del siglo XIX); y los habitantes de las favelas brasileñas. La conexión entre los dos últimos es presentada en los siguientes términos: «Los ecos de Canudos se perciben claramente en las favelas actuales de las megalópolis latinoamericanas: ¿no son, en cierto sentido, los primeros ‘territorios liberados’, las células de futuras sociedades autoorganizadas? (…) Los territorios liberados de Canudos en Bahía serán por siempre el modelo de un espacio de emancipación, de una comunidad alternativa que niega completamente el espacio existente del Estado. Aquí hay que avalarlo todo, hasta e incluyendo el ‘fanatismo’ religioso».24

Esto es delirio puro. Las favelas son villas miseria de pobreza pasiva, sometidas a la acción de bandas criminales totalmente apolíticas que mantienen aterrorizada a la población, a lo que hay que añadir las acciones de la policía, que lleva a cabo ejecuciones regularmente denunciadas por la prensa. En cuanto a la aserción de que las favelas mantienen viva la memoria de Canudos, ella implica estar tan grotescamente mal informado que la única respuesta posible es: «vaya a hacer sus deberes». En el Brasil contemporáneo no hay un solo movimiento social que establezca un vínculo con la tradición milenarista del siglo XIX (ni que hablar de los habitantes de las favelas, que no tienen idea de lo que Canudos era). Zizek ignora totalmente lo que pasó en Brasil hoy, ayer o siempre –lo que para él, por supuesto, no es obstáculo para emitir las declaraciones más tajantes sobre estrategias revolucionarias brasileñas–. Este es el proceso de «marcianización» al que me refería antes: atribuir a sujetos realmente existentes los rasgos más absurdos, pero reteniendo sus nombres, para que se mantenga la ilusión de un contacto con la realidad. La gente de las favelas tiene ya problemas harto apremiantes sin necesidad de prestar atención a los preceptos escatológicos de Zizek. Así que lo que él necesita son marcianos de verdad. Pero ellos son demasiado avisados para bajar a nuestro planeta simplemente para satisfacer los sueños truculentos de Zizek.

Notas:

* Versión original publicada en Critical Inquiry, 32 (4), 2006 [«Why Constructing a People Is the Main Task of Radical Politics»]. Traducción de Nora López para la Revista Cuadernos del Cendes. 

1 S. Zizek, «Against the Populist Temptation», Critical Inquiry, 32 (3), 2006. Las referencias en el texto remiten a esta obra.

2 Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005 [On Populist Reason, Londres, Verso, 2005].

3 Excepto, por supuesto, cuando identifica el carácter particular de las campañas por el «No» con características definitorias de todo populismo posible.

4 Una ardid barato que uno puede encontrar en varios puntos de la obra de Zizek consiste en identificar el hecho de que algunos autores encuentren un cierto grado de comparabilidad entre rasgos de los regímenes nazi y estalinista, con la imposibilidad de distinguir entre esos regímenes postulada por autores conservadores tales como Nolte. En realidad, la relación entre un líder político y su «ideología» es un asunto muy complicado que implica muchos matices. No existe ninguna situación en la que el líder sea totalmente externo a su ideología y mantenga una relación meramente instrumental con ella. Muchos errores estratégicos de Hitler durante la guerra, especialmente en la campaña rusa, solo pueden explicarse por el hecho de que él realmente se identificaba con dimensiones básicas de su propio discurso ideológico, y en ese sentido era un líder «secundario» respecto a ellas. Pero si es un error convertir la relación manipuladora entre líder e ideología en la esencia de una suerte de régimen «totalitario» uniforme, es igualmente errado establecer, como lo hace Zizek, una diferenciación mecánica entre un régimen (comunista) donde el líder sería absolutamente secundario y otro (fascista) en el cual tendría una primacía irrestricta.

5 En el pasaje que cita Zizek, simplemente estoy resumiendo, apreciativamente, el análisis del cartismo de Gareth Stedman Jones en «Rethinking Chartism» (Languages of Class: Studies in English Working Class History 1832-1982, Cambridge University Press, 1983).

6 Ver «Why do Empty Signifiers Matter to Politics?», en Emancipation(s), Londres, Verso, 1996.

7 Aquí no estoy usando el término «simbólico» en el sentido lacaniano, sino en el que se encuentra con frecuencia en las discusiones sobre la representación. Véase, por ejemplo, Hanna Fenichel Pitkin, The Concept of Representation, University of California Press, 1967, capítulo 5.

8 Pasamos ahora a la noción estrictamente lacaniana de lo simbólico.

9 Véase el excelente libro de Ian Steedman, Marx after Sraffa, Londres, New Left Books, 1977.

10 L’être et l’événement, París, Seuil, 1988.

11 Más adelante discutiremos cómo es posible una relación entre elementos que pertenecen a espacios de representación diferentes.

12 Véase E. Laclau y C. Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy, Londres, Verso, 1985, capítulo 3; E. Laclau, New Reflections on the Revolution of Our Time, Londres, Verso, 1990, pp. 17-27; E. Laclau, On Populist Reason, Londres, Verso, 2005, pp. 139-156.

13 En relación con este punto, véase el artículo clásico de Joan Copjec, «Sex and the Euthanasia of Reason», en J. Copjec, Read my Desire, Cambridge, Mass, MIT Press, 1994.

14 Lo que implica una representación de lo irrepresentable que lleva a lo que Hans Blumenberg llamó «la metáfora absoluta».

15 Véase E. Balibar, «Sur la dialectique historique. (Quelques remarques critiques à propos de Lire le Capital», en Cinq études du materialisme historique, París, 1984.

16 La razón populista, cit., p. 191.

17 La razón populista, cit., p. 210.

18 Cada vez que se define la base que organiza una determinada área de subjetividad, cambian los límites de esta última y, en consecuencia, se modifican substancialmente los referentes abordados por ese discurso. Véase, por ejemplo, el siguiente pasaje de Freud: «Al demostrar el papel que desempeñan los impulsos perversos en la formación de síntomas de la psiconeurosis hemos aumentado muy notablemente la cantidad de personas que podrían ser consideradas pervertidas… Así, la diseminación extraordinariamente extensa de las perversiones nos obliga a suponer que la disposición a la perversión no es una rareza, sino que forma parte de lo que se considera la constitución normal» (Freud, Standard Edition, vol. 7, p. 171). Lo mismo puede decirse del populismo.

19 E. Laclau, «Las manos en la masa», Radar, 5 de junio de 2005, p. 20.

20 «Zizek: Estados Unidos debería intervenir más y mejor en el mundo. Pide que asuma su papel de policía global», La Nación, 10 de marzo de 2004.
21 Al menos hay que celebrar que en su artículo en Critical Inquiry Zizek haya hecho por primera vez un esfuerzo por discutir en forma separada mi trabajo y el de Mouffe, en lugar de atribuir a cada uno las posiciones del otro. Para mencionar un ejemplo particularmente extremo, después de una larga cita de un trabajo de Mouffe, Zizek comenta que: «el problema aquí es que esta traducción del antagonismo en agonismo, en el juego regulado de la competencia política, implica, por definición, una exclusión constitutiva, y es esa exclusión lo que Laclau no logra tematizar» (Iraq: the Borrowed Kettle, Londres, Verso, 2004, p. 90). Pero el problema no es si estoy o no de acuerdo con lo que dijo Mouffe: el problema es que es deshonesto criticar a un autor por cosas que otro autor dijo.

22 Zizek, Iraq…, cit., pp. 83-84.

23 S. Zizek, «Holding the Place», en J. Butler, E. Laclau y S. Zizek, Contingency, Hegemony, Universality. Contemporary Dialogues on the Left, Londres, Verso, 2000, p. 326.

24 S. Zizek, Iraq…, cit., p. 82.