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Cuadernos del Cendes

versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X

CDC v.24 n.65 Caracas  2007

 

Las fronteras del Gobierno de Kirchner: entre la consolidación de lo viejo y las aspiraciones de lo nuevo

MARISTELLA SVAMPA

Resumen

El presente artículo analiza las dimensiones políticas y sociales del Gobierno de Néstor Kirchner, a fin de evaluar las rupturas y continuidades del proceso en curso. La caracterización general da cuenta de las ambigüedades, las tensiones y dobles discursos propios de la gestión de Kirchner, en un escenario regional recorrido por el quiebre del consenso neoliberal. El análisis explora las tres fronteras mayores que van configurando las limitaciones de dicha gestión: la frontera de la exclusión, ante la ausencia de programas verdaderamente inclusivos respecto del mundo de los excluidos; la frontera de la precariedad, frente a la debilidad de las políticas laborales. Por último, las fronteras de la política institucional marcadas, entre otras cosas, por la consolidación del modelo de democracia decisionista y delegativa.

Palabras clave Democracia / Exclusión / Precariedad

Abstract

This article analyses the political and social dimensions of the government of Nestor Kirchner, in order to evaluate the ruptures and continuities in the ongoing process. A general characterization recounts the ambiguities, tensions and twofold discourses typical of Kirchner´s administration, in a regional setting crossed by the rupture of the neoliberal consensus. The analysis explores three major boundaries shaping the limitations of this administration: the exclusion boundary, considering the absence of truly inclusive programs for the excluded ones; the precariousness boundary, given the weakness of the labor policies. Finally, the boundaries of the institutional policy, which were set, among others, by the consolidation of the model of decisional, delegatory democracy.

Key words Democracy / Exclusion / Precariousness

RECIBIDO: MAYO 2007 ACEPTADO: JULIO 2007

Introducción

La caracterización del actual Gobierno de Néstor Kirchner no es una tarea sencilla, pues requiere tomar nota de los elementos de ruptura, que se refieren a la significación positiva de ciertos gestos políticos y a los nuevos aires ideológicos que surcan el continente, así como de los elementos de continuidad que dicho Gobierno ofrece en términos de modelo de dominación y de políticas redistributivas. En este sentido, aunque el Gobierno de Kirchner está lejos de constituir una supuesta refundación política, como sostienen fervorosamente sus defensores, tampoco puede ser interpretado sin más en términos de continuidad lineal respecto de los años noventa, como afirman ciertos críticos del mismo.

Y si no, ¿cómo podríamos analizar y comprender la inclusión en el elenco gubernamental de dirigentes y militantes sociales, fuertemente comprometidos en la lucha contra el modelo neoliberal durante los noventa, mientras observamos que se perpetúan en cargos importantes tantos representantes de la dirigencia política vinculada a la época menemista? ¿Cómo podemos entender que algunos reivindiquen una «nueva política» en oposición a la «vieja política», frente a la potenciación de los dispositivos clientelares que el kirchnerismo ha realizado en relación con el empobrecido mundo popular? ¿Cómo podríamos explicar que el Gobierno de Kirchner haya asumido como política de Estado la condena a las violaciones de los derechos humanos realizadas bajo la última dictadura militar, haciendo avances inimaginables en este campo y, al mismo tiempo, haya sido el Gobierno que con mayor énfasis –y éxito– promovió la criminalización de las organizaciones de desocupados opositoras, símbolo de la resistencia al modelo neoliberal?

En lo que sigue, nuestra propuesta es avanzar en la exploración de algunas de las dimensiones políticas y sociales del Gobierno de Kirchner, a fin de evaluar rupturas y continuidades del proceso en curso. El orden propuesto es el siguiente: luego de realizar una introducción acerca de las condiciones del acceso de Kirchner al Gobierno, nos ocuparemos de la política gubernamental respecto de las poblaciones excluidas. Este análisis de las fronteras de la exclusión incluye una lectura tanto de las políticas sociales, como de la relación que Kirchner ha desarrollado con las organizaciones de desocupados. En segundo lugar, presentaremos un bosquejo de la política laboral, así como una breve reseña de las diferentes expresiones y conflictos sindicales de los últimos años. Complementaremos este análisis con una presentación de las posiciones del Gobierno respecto de las empresas privatizadas y los nuevos conflictos ambientales. Por último, abordaremos la manera en que Kirchner busca delimitar las fronteras de la política institucional, a través del afianzamiento del espacio de la soberanía presidencial y la consolidación de una democracia delegativa.

Entre la demanda de normalidad y la productividad del peronismo

Hay diversos factores que ayudan a comprender los primeros «éxitos» del Gobierno de Kirchner. Estos factores son de diverso orden y se refieren tanto a la oportunidad abierta por la crisis de 2001-2002, como a la productividad política del peronismo; y por último, al nuevo escenario regional latinoamericano, caracterizado por la crisis del consenso neoliberal. Pero sin duda, ninguno de estos tres factores tendría hoy peso relativo si a esto no añadiéramos la variable referida al alto crecimiento que ha tenido la economía argentina en los últimos cuatro años.

En primer lugar, recordemos que, a diferencia de la hiperinflanción de 1989, la crisis de 2001 fue generalizada, pues abarcó la totalidad de la vida política, social, económica y cultural de la Argentina. Como toda gran crisis, esta estaba recorrida por demandas ambivalentes y hasta contradictorias: por un lado, había un llamado a la solidaridad y a la autoorganización social, demanda que rápidamente desembocaría en la conformación de un complejo campo multiorganizacional, caracterizado por el cruce social entre actores sociales heterogéneos y por el cuestionamiento del sistema institucional. Por otro lado, la crisis expresaba también un fuerte llamado al orden y al retorno a la normalidad, frente al quiebre de las instituciones básicas y la amenaza de disolución social.

Durante el año 2002 tendió a imponerse la demanda de solidaridad, en un escenario de efervescencia social y de surgimiento de nuevas formas de acción colectiva (ahorristas, asambleas barriales, colectivos culturales, trabajadores de empresas recuperadas), que se añadían a los movimientos de resistencia ya existente (organizaciones de desocupados). No hay que olvidar tampoco que esto ocurría en medio del endurecimiento del contexto represivo, el cual tuvo su pico en junio de 2002, cuando un operativo conjunto de las fuerzas de seguridad asesinó a dos jóvenes piqueteros en el Puente Pueyrredón, uno de los accesos a la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, a principios de 2003, el declive de las movilizaciones, principalmente de las nuevas asambleas barriales, que levantaban la consigna «Que se vayan todos», así como el avance de la fragmentación y las disputas políticas en el campo de las organizaciones sociales, fueron diluyendo el llamado a la solidaridad, así como la expectativa de una recomposición política «desde abajo».

Este desplazamiento de demandas se tornó visible en la masiva concurrencia de la población a las elecciones presidenciales de mayo de 2003. Finalmente, la exigencia de normalidad se fue imponiendo como corolario, en un marco de desdibujamiento de los actores movilizados, hasta ir concluyendo en una lectura unilateral de lo efectivamente ocurrido. Pronto, demasiado pronto, algunos olvidarían que el año 2002 fue el de la recuperación del protagonismo, de la capacidad de acción, a través de las movilizaciones, para retener sobre todo el recuerdo del caos y del gran cataclismo.

En coincidencia entonces con esta exigencia de normalidad, desde su asunción, Kirchner buscaría encarnar esta nueva expectativa, la de encontrar un principio de estabilidad después del cataclismo vivido. No es extraño que, frente al déficit de legitimidad con el cual fue ungido (solo el 20 por ciento de los votos), se encaminara a articular aspectos de esta demanda (como aparece explicitado en la consigna «Por un país en serio, por un país normal»).

En segundo lugar, hay que añadir que los primeros gestos políticos de Kirchner fueron más allá de esta demanda, mostrando una vez más la productividad política del peronismo. Productividad que se insertaba en un escenario caracterizado por la grave crisis institucional, que había desembocado en el colapso de gran parte del sistema partidario argentino, dejando casi como únicos sobrevivientes un Partido Justicialista sumamente dividido, así como los partidos de izquierda, vinculados a las nuevas organizaciones sociales. Productividad manifiesta en las primeras medidas de gobierno, que generaron una amplia expectativa social y recolocaron en el primer plano al sistema institucional, abriendo así un nuevo escenario político. En efecto, entre los primeros gestos políticos del Gobierno de Kirchner se destacan la ampliación de los márgenes de negociación con los organismos internacionales de crédito (favorecida por una situación de semidefault), así como por el descabezamiento de la cúpula militar y el recambio de la Corte Suprema de Justicia, esta última estrechamente asociada al menemismo.

Asimismo, el Gobierno de Kirchner asumió como política de Estado la condena de las violaciones de los derechos humanos realizadas durante la última dictadura militar (1976-1983), lo cual contribuyó a echar por tierra la «teoría de los dos demonios» que habían avalado los Gobiernos anteriores, sin excepción, así como a impulsar una política de la memoria; dos cuestiones intrínsecamente ligadas a la larga lucha desarrollada por las organizaciones de derechos humanos en Argentina. En este aspecto, el actual Gobierno sentó una gran diferencia respecto de administraciones anteriores, llegando al punto de solicitar perdón a la sociedad en nombre del Estado argentino, por la situación de impunidad registrada a lo largo de dos décadas de Gobierno democrático respecto de las violaciones de derechos humanos durante aquella trágica época.

En tercer lugar, es necesario tener en cuenta que el Gobierno de Kirchner se instaló en un espacio de crítica al neoliberalismo, que había sido la nota común de las grandes movilizaciones de 2002. En este sentido, su llegada se vio favorecida también por la emergencia de un nuevo polo latinoamericano, visible en el surgimiento de Gobiernos de «centro-izquierda», como el de Lula da Silva en Brasil y Hugo Chávez en Venezuela, en un contexto de crisis del consenso neoliberal, propio de los noventa. Este cambio de clima ideológico se expresaría en la fuerte retórica antineoliberal que Kirchner asumiría desde mediados del año 2003, y que tendría por objetivo ciertos agentes económicos nacionales (en especial, los productores del campo) como las empresas privatizadas en manos de consorcios multinacionales.

Por último, recordemos que el período que se abre entre la salida del esquema de la convertibilidad y la posterior devaluación se caracterizó por la peor crisis económica y social de la historia argentina. Sin embargo, aunque la caída económica fue muy marcada, los indicadores de los últimos meses de 2003 ya mostraban una recuperación del crecimiento económico, confirmada luego en 2004. En efecto, en los primeros nueves meses de 2004 la economía creció un total de 8,8 por ciento (Encuesta Permanente de Hogares, Instituto Nacional de Estadísticas). Esta recuperación económica se explica esencialmente por el pasaje a un modelo productivo orientado a la sustitución, que apuntó a la revitalización de un sector de la industria nacional, así como por la rentabilidad de las exportaciones (maíz, soja transgénica, entre otros), beneficiadas tanto por la devaluación como por los altos precios internacionales.

Lo cierto es que el Gobierno de Kirchner exhibe logros económicos importantes respecto de la gran crisis de 2002, visible en la generación de empleo y el descenso paulatino de la tasa de desocupación, que en 2006 rondaba el 11,4 por ciento.1 Más aún, gracias al superávit fiscal, en 2005 el Gobierno argentino decidió cancelar la deuda que tenía con el Fondo Monetario Internacional, un total de 9.500 millones de dólares, que pese a constituir solo un 9 por ciento de la deuda externa del país, ha tenido una repercusión muy positiva en la sociedad.

Por otro lado, el alto crecimiento económico (en 2005 fue del 9,3 por ciento) tiene como contrapartida un aumento notorio de la precariedad, al tiempo que no ha sido acompañado por una activa política de redistribución de la riqueza. Las brechas económicas y sociales abiertas en los noventa, y reforzadas luego de la salida desordenada de la convertibilidad, se han consolidado. Recordemos que en la década anterior el 10 por ciento más rico ganaba 20 veces más que el 10 por ciento más pobre. En 2005, la brecha era un 35 por ciento más amplia.2 Por ende, el balance económico-social está lejos de ser uniforme, dejando al descubierto la falta de vinculación entre estrategias de crecimiento y políticas de redistribución.

Las fronteras de la exclusión

Mundo comunitario, políticas sociales y reproducción del peronismo

En la medida en que las políticas de ajuste estructural implicaron una redistribución importante del poder social (generando un contingente amplio y heterogéneo de «nuevos perdedores»), durante los noventa, como en otros países latinoamericanos, el Estado argentino se vio obligado a reforzar las estrategias de contención de la pobreza, por la vía de la distribución –cada vez más masiva– de planes sociales y de asistencia alimentaria a las poblaciones afectadas y movilizadas. Esto se vio reflejado en la consolidación de una determinada manera de hacer política «hacia abajo», que puede ser sintetizada como un nuevo modelo de gestión estatal, vinculado al mandato de los organismos multilaterales, en el cual se unen perversamente gestión y llamado a la eficiencia, con participación y autoorganización comunitaria.

El alcance de la intervención estatal sobre los sectores populares no puede entenderse si no tenemos en cuenta la inflexión neoliberal del peronismo, encargado de llevar adelante las llamadas reformas estructurales. Como consecuencia de este viraje, el peronismo fue perdiendo su dimensión igualitaria y contracultural, para reducirse cada vez más a una lógica de dominación, a través de las multiplicadas formas del clientelismo afectivo. Así, el pasaje de la fábrica al barrio se fue consolidando a través de la articulación entre políticas sociales focalizadas y organizaciones comunitarias: los primeros ensayos de asistencia alimentaria (impulsada por el Gobierno radical –1983-1989– y los diferentes gobiernos provinciales, en manos del justicialismo, a fines de los ochenta) fueron seguidos por una política más sistemática de ayuda social, que incluía la salud y la infancia, entre otros. A mediados de los noventa, el ejemplo elocuente fue la creación de una red de «manzaneras» en la provincia de Buenos Aires, que produjo una reorganización de la política en función del mediador barrial.

A partir de 1997, tocaría a las organizaciones de desocupados la tarea de abrir una brecha en ese empobrecido mundo popular, por fuera del peronismo, cuyos ejes serían precisamente la crítica al clientelismo y la afirmación de la dignidad. Pese a que el surgimiento de nuevas organizaciones de tipo territorial no llegó a cuestionar la hegemonía del peronismo, su expansión era vista como un dato preocupante. Lo cierto es que entre 1997 y 2002 la relación entre peronismo y mundo popular se vio bastante deteriorada.

En medio de la crisis, durante el Gobierno provisorio de Eduardo Duhalde (2002-2003) los subsidios aumentaron de 300.000 o 700.000 (según los Gobiernos) a casi 2 millones, a partir de la instalación del Plan Jefas y Jefes de Hogar. Esta política de masificación de la ayuda social se continuó con Kirchner, quien retomó la iniciativa en la tarea nada fácil de recomponer las relaciones con los sectores populares, con la idea de «recuperar» el espacio perdido en manos de las nuevas organizaciones de tipo territorial.

Los nuevos planes conllevaron un fortalecimiento de la matriz asistencial del modelo neoliberal, y ello por varias razones. En primer lugar, pese a que el plan originariamente tenía aspiraciones universalistas, la inscripción al mismo fue cerrada en mayo de 2003, y desde 2004 se registran solo bajas.3 En este sentido, pese a la existencia de diferentes propuestas presentadas por sectores de centroizquierda (Argentina por una República de Iguales - ARI, Central de Trabajadores Argentinos - CTA), el Gobierno no promovió una discusión sobre formas de ingreso ciudadano ni tampoco apoyó la demanda de universalización de los planes sociales, que impulsaban las propias agrupaciones piqueteras, uno de cuyos beneficios hubiese sido desalentar la discresionalidad y el clientelismo que denuncian amplios sectores de la sociedad. Además, a diferencia de los anteriores, los planes Jefas y Jefes de Hogar condujeron a una individualización de la contraprestación laboral. La medida, que en parte apuntaba a desarticular los proyectos colectivos que desarrollaban las organizaciones piqueteras, repercutió negativamente sobre el universo de los beneficiarios, contribuyendo al debilitamiento de la «cultura del trabajo». Por último, desde el comienzo el ingreso del subsidio era insuficiente (cincuenta dólares por mes), sin sumar que la inflación de los últimos años licuó por completo sus efectos compensatorios.

El segundo eje de la política social de Kirchner se ha centrado en la multiplicación de subsidios en favor de la autoorganización de los pobres (emprendimientos productivos). Sin embargo, en la actualidad, no son pocos los microemprendimientos que se encuentran en graves problemas, tanto de tipo exógeno (las condiciones de comercialización de sus productos, la falta de apoyo técnico), como endógenos (la falta de capacidades técnicas), con lo cual muestran escasas posibilidades de mantenerse sin ayuda estatal.

A esto hay que agregar que el carácter discrecional en el manejo de subsidios encontró una penosa confirmación durante la ajetreada campaña electoral de 2005 de renovación de autoridades parlamentarias, en la cual Kirchner y su esposa, la senadora Cristina Fernández, llevaron a cabo la ruptura oficial con el sector del peronismo comandado por Duhalde, desatando una verdadera guerra interna que conmovió el llamado «aparato peronista» en la provincia de Buenos Aires. Finalmente, las elecciones dieron un amplio triunfo de los candidatos sostenidos por el Frente de la Victoria, comandado por Kirchner, quien no vaciló en utilizar los medios de comunicación (y los recursos del Estado) para llevar a cabo la batalla contra Duhalde, como símbolo de la «vieja política». Dicha victoria fue el resultado de la deserción masiva de intendentes del Conurbano bonaerense, que reorientaron su apoyo hacia el presidente, seducidos menos por la retórica antineoliberal que por la posibilidad de acceder a recursos económicos, en un contexto de superávit fiscal. Por otro lado, el Conurbano, símbolo de todos los males del país, fue testigo de una intensa batalla clientelar, en especial durante las últimas semanas de campaña electoral, cuando se registraron entregas masivas de electrodomésticos y de subsidios en hogares pobres.

En suma, la inflexión de la política social es doble. Por un lado, la política social actual es absolutamente coherente con las políticas sociales anteriores; más aún, podría decirse que por su misma envergadura y alcance apunta a la consolidación de la matriz neoliberal, al fijar la inclusión de los excluidos en tanto excluidos. Por otro lado, y de manera casi paradojal, la crisis del 2001 otorgó al peronismo una nueva oportunidad histórica, pues le permitió dar un enorme salto a partir de la masificación de los planes asistenciales y recomponer los históricos –y deteriorados– vínculos con los sectores populares. Así, en un contexto de penuria y exclusión, los dispositivos del clientelismo afectivo se potenciaron y, a la vez, se transformaron, asegurando la posibilidad de la reproducción del peronismo «desde abajo».

 Entre la estigmatización y la integración de los movimientos de desocupados

En la Argentina de la última década emergieron nuevas formas de organización y acción colectiva, como producto de la resistencia a las políticas neoliberales. Entre estas expresiones, sin duda la nota más original fue la emergencia de un conjunto de movimientos de desocupados (piqueteros), a partir de 1996/1997. Desde sus orígenes, estos movimientos estuvieron atravesados por diferentes corrientes político-ideológicas que incluyen desde el populismo nacionalista hasta una multiplicidad de organizaciones de corte anticapitalista. Sin embargo, más allá de la heterogeneidad, estos grupos reconocen un espacio común recorrido por determinados repertorios, entre los cuales se encuentra el piquete o corte de ruta, la inscripción territorial (el trabajo en el barrio), la democracia directa y el control de planes sociales otorgado por el Estado. La evolución y progresiva instalación de las organizaciones piqueteras en la escena política nacional no fue fácil. Desde el inicio, las relaciones con los sucesivos Gobiernos han combinado diferentes estrategias, que alternan la negociación con una política de disciplinamiento y represión, acompañada por la judicialización del conflicto social. No obstante, ello no impidió ni el crecimiento ni la visibilidad cada vez mayor de los movimientos de desocupados, que alcanzaría un climax entre 2000 y 2003.4

Sin embargo, luego de la asunción de Kirchner, varias cosas han cambiado. En este sentido, su política consistió en poner en acto, simultáneamente, el abanico de estrategias disponibles para integrar, cooptar y disciplinar a las organizaciones piqueteras opositoras. Este proceso encontró una primera traducción en el realineamiento que la propia entrada de Kirchner produjo en el espacio piquetero, visible, por un lado, en la institucionalización e integración de las corrientes afines a la tradición nacional-popular, que apoyarán la política del presidente, y por otro, en la oposición y movilización de las vertientes ligadas a la izquierda partidaria e independiente. Como consecuencia de ello, la división del espacio piquetero fue mayor. Mientras que las organizaciones oficialistas se desmovilizaban y algunos de sus dirigentes pasaban a ocupar cargos de gobierno, las agrupaciones opositoras continuaron desarrollando una fuerte presión sobre el Gobierno, a través de la apelación a la movilización y la acción directa, sobre todo en la ciudad de Buenos Aires y en las zonas petroleras.

La hipótesis de la integración e institucionalización comenzó a perfilarse como una de las tendencias centrales del Gobierno de Kirchner, alimentadas por el accionar de ciertas organizaciones sociales que vieron en el nuevo Presidente la posibilidad de un retorno a las «fuentes históricas» del justicialismo. Dicho giro fue posible en el marco de un nuevo escenario regional, caracterizado por la emergencia de Gobiernos de centro-izquierda. El modelo y símbolo de este cambio es sin duda Chávez, cuyo discurso y acción política trae tantas reminiscencias a los partidarios del peronismo histórico.

Entre estas organizaciones se destacan la Federación de Tierras y Viviendas (ligada a la CTA), Barrios de Pie (con militancia más juvenil) y el MTD Evita, este último creado desde el Gobierno en 2003. Luego del contundente triunfo del Frente para la Victoria en las elecciones de octubre de 2005, no son pocos los dirigentes piqueteros que se han incorporado al Gobierno, sobre todo en secretarías ligadas a la acción social y comunitaria, tanto en el nivel nacional como en las diferentes provincias. En la actualidad, comparten espacios de poder con intendentes y gobernadores anteriormente ligados al menemismo o a lo más rancio del aparato del justicialismo, sectores con los cuales consideran que han entablado una disputa de poder.5 En este sentido, aunque algunos de estos grupos posean un proyecto «propio» (como es el caso de Barrios de Pie, ala izquierda del movimiento), tendieron a sobreestimar la capacidad innovadora del nuevo Gobierno, al tiempo que terminaron por resignar su autonomía, como lo muestra acabadamente la subordinación fiel a las consignas –movilizadoras o desmovilizadoras– que se imparten desde el Gobierno.

Por otro lado, a la integración e institucionalización hay que sumar la estrategia de disciplinamiento dirigida hacia los grupos más movilizados, entre los que se encuentran el hoy debilitado Bloque Piquetero Nacional –que congrega en su mayoría organizaciones ligadas a los partidos de izquierda– así como las agrupaciones de la izquierda independiente. Para ello, el Gobierno nacional no dudó en alimentar la estigmatización de la protesta –contraponiendo la movilización callejera a la exigencia de «normalidad institucional»–, impulsando activamente la difusión de una imagen de la democracia, supuestamente «acosada» por las agrupaciones piqueteras. El escenario mayor de esta desigual contienda política entre el Gobierno nacional y las organizaciones de desocupados opositoras fue la ciudad de Buenos Aires, centro del conflicto social. La campaña de invectiva y descalificación verbal tuvo momentos de alto voltaje entre octubre de 2003 y agosto de 2005. Como nunca, los esquemas maniqueos y las burdas simplificaciones ganaron el lenguaje periodístico y apuntaron a reducir la experiencia piquetera a una metodología de lucha (el piquete), acusando a las organizaciones de asistencialismo (dependencia respecto del Estado a través de los planes sociales), y hasta de nuevo clientelismo de izquierda.

Cierto que los movimientos piqueteros también contribuyeron a esta situación de aislamiento y deslegitimación. Especialmente las organizaciones ligadas a los partidos de izquierda tuvieron serias dificultades para reconocer el cambio de oportunidades políticas (la demanda de normalidad) y la productividad política del peronismo, por lo cual diagnosticaron que Kirchner representaba una pura continuidad respecto de los Gobiernos anteriores. En consecuencia y en un escenario de fuerte confrontación, tendieron a impulsar la movilización callejera, multiplicando los focos de conflicto y, en última instancia, olvidando la gran asimetría de fuerzas y recursos existentes.

La otra gran escena de conflictos entre Gobierno y piqueteros remite a las zonas de explotación petrolera. Desde hace años, las regiones petroleras se han constituido en el escenario privilegiado de la globalización neoliberal, caracterizado por las grandes asimetrías entre lo local y lo global, en el cual se combinan perversamente la baja calidad institucional de los gobiernos provinciales y la acción poco controlada de las grandes multinacionales, con el deterioro de los derechos ciudadanos y la recurrencia a salidas represivas. No por casualidad, los primeros piquetes y levantamientos comunitarios, que se registraron a mediados de los noventa, tuvieron lugar en las localidades petroleras (Salta y Neuquén).6

En los últimos tiempos, a los conflictos ya existentes se añadieron aquellos de la provincia de Santa Cruz, en donde las protestas –tanto de piqueteros como de trabajadores petroleros– alcanzaron una gran intensidad entre 2004 y principios de 2006. No hay que olvidar que Santa Cruz es la provincia que Kirchner gobernó durante muchos años, antes de llegar a la Casa Rosada. El caso es que la política de las autoridades provinciales y nacionales apuntó al encarcelamiento de los activistas y la militarización de las zonas de conflicto, a través de un gran despliegue de tropas de gendarmería nacional, policías provinciales y grupos especiales.7 Luego de varias denuncias de violaciones de derechos humanos, finalmente el conflicto en Santa Cruz fue desactivado, a partir de la satisfacción del reclamo de los trabajadores petroleros y de la distribución de fondos, así como del reemplazo del gobernador por el vicegobernador, impulsado por el propio Kirchner.

En resumen, desde el punto de vista del poder, la política de disciplinamiento y división del Gobierno de Kirchner en relación con las organizaciones de desocupados opositoras ha sido exitosa. Los costos, claro está, han sido muy altos. El resultado ha sido el avance de la judicialización de la protesta y, en muchos casos, la instalación de un nuevo umbral de tolerancia respecto de los conflictos que se desarrollan en el espacio público. Asimismo, la estigmatización social involucra la totalidad del arco piquetero, incluida las organizaciones oficialistas que hoy se han incorporado al Gobierno. En fin, la instalación de un «consenso antipiquetero» expresa también el quiebre de aquellos puentes y vínculos solidarios entre nuevas clases populares y sectores medios movilizados que habían comenzado a forjarse en 2002, durante el año de la gran crisis y las grandes movilizaciones. Ello terminó por actualizar la oposición entre el centro y los suburbios, ilustrada de manera emblemática por la «frontera social» entre la ciudad rica y cosmopolita de Buenos Aires y el Conurbano Bonaerense, pauperizado y desindustrializado, concebido como sede permanente de las llamadas «clases peligrosas».

Las fronteras de la precariedad

Gobierno, conflicto social y dinámica de precariedad

Es sabido que la Argentina conoció una de las reformas laborales más flexibilizadoras del subcontinente. En efecto, el proceso de ajuste y reestructuración desbordó la esfera del Estado, para alcanzar la totalidad del mercado de trabajo, a través de un conjunto de reformas laborales que implicaron la «reformulación de las fronteras internas del trabajo asalariado» (Palomino, 2005). La implementación de un modelo de acumulación flexible produjo el desmantelamiento del marco regulatorio anterior y una estructuración diferente del mercado de trabajo, reflejada en la multiplicación de las formas de contratación (empleo autónomo, tercerización, subcontratación, trabajos temporarios). Ello se hizo efectivo en 1991 gracias a la sanción de la Ley Nº 24.013 o «Nueva Ley de Empleo», que conllevó un cambio en el modo en que el Estado intervenía en la relación capital-trabajo. La Ley reconocía la emergencia laboral al tiempo que planteaba una doble estrategia: por un lado, la flexibilización del contrato de trabajo formal y la creación de «nuevas modalidades de contratación», destinadas a facilitar la entrada y salida del mercado de trabajo; por el otro, el desarrollo de políticas sociales compensatorias. Esta Ley redujo asimismo los aportes patronales y la seguridad social, modificó las normas sobre accidentes y enfermedades laborales y creó un seguro de desempleo que cubría sólo ciertos sectores del mercado formal. Las reformas incluyeron también un decreto que incentivaba la descentralización de la negociación colectiva y otro que implementó el aumento por productividad. De esta manera, en la década de los noventa el llamado «costo laboral» bajó un 62 por ciento, según las estadísticas oficiales del Ministerio de Trabajo. Esto fue acompañado por un notorio aumento del empleo no registrado, que pasó del 25,2 por ciento en 1990 al 38,5 por ciento en el 2001 (Lozano y otros, 2006). Pese a las críticas programáticas, esta política laboral encontró continuidad durante el breve Gobierno de la Alianza, con la promulgación de la polémica ley de flexibilización laboral, que vino a confirmar así el cambio de las reglas de juego en las relaciones entre el capital y el trabajo.

Estas transformaciones, operadas en un contexto de ajuste del gasto público y de desindustrialización, aceleraron notablemente el proceso de quiebre del poder sindical, reorientando sus fines y limitando su peso específico dentro de la sociedad, y acentuaron el proceso de territorialización de las clases populares, visible en el empobrecimiento y la tendencia a la segregación socio-espacial. Como consecuencia de ello, el espacio de acción sindical se redujo notablemente.

En este escenario, la conflictividad laboral sufrió modificaciones importantes. Así, el nivel de conflictividad laboral fue decreciente en el sector de los trabajadores industriales, quienes sufrieron directamente el impacto de la flexibilización y, a partir de 1994, la amenaza disciplinadora del desempleo. Durante los noventa, el conflicto sindical tendió a concentrarse en el sector público, donde se sostuvieron niveles de conflictividad similares a los años ochenta, con un notorio incremento de las acciones de carácter defensivo en los sectores de salud y educación (Spaltenberg, 2000). Precisamente será en el sector público dónde surgirán dos nuevos nucleamientos opositores a la política neoliberal, a saber la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) y la Corriente Clasista y Combativa (CCC).

Durante 2002 y 2003, en medio de la crisis, la conflictividad sindical siguió siendo muy baja, pese al contexto de efervescencia colectiva y a excepción de los trabajadores de las fábricas recuperadas. Sin embargo, como veremos más adelante, la crisis del consenso neoliberal y el posterior crecimiento económico abrieron luego a un nuevo escenario, atravesado por fuertes reclamos sindicales.

Así las cosas, la política laboral del Gobierno se inserta en un contexto caracterizado por una fuerte dinámica de precariedad. Ya hemos dicho que el actual crecimiento económico, registrado sobre todo en la construcción y en la industria, tiene como contracara el aumento de la precariedad. En 2006, según datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec), el trabajo no registrado alcanzaba el 44,3 por ciento, mientras que el costo laboral había descendido un 30 por ciento respecto de 2001.8 La precarización no solo golpea a los trabajadores del sector privado, sino también al sector público, que en el año 2006 alcanzaba el 24,1 por ciento (Lozano y otros, 2000). Asimismo, el proceso de precarización ha venido impulsando la expansión de trabajo esclavo en el rubro textil, que emplea mano de obra proveniente de países limítrofes, en especial, de Bolivia. En marzo de 2006, un incendio ocurrido en un barrio porteño que terminó con la vida de seis inmigrantes bolivianos (la mayoría menores), fue el disparador de la denuncia de este tipo de talleres clandestinos, que emplean aproximadamente cuatro mil ciudadanos bolivianos en la ciudad de Buenos Aires.9

En segundo lugar y respecto de los cambios en la política salarial, hay que tener en cuenta que, a fines de 2004, luego de once años sin ser convocada, el Gobierno nacional llamó a la Comisión de Salario Mínimo, a fin de discutir aumentos salariales. En esta dirección, el Gobierno otorgó aumentos de jubilaciones y pensiones, se encaminó a desarrollar una campaña para el blanqueo de las trabajadoras domésticas, al tiempo que estableció un techo del 19 por ciento para el aumento salarial. Asimismo, el Congreso Nacional ha venido avanzando en el tratamiento de modificaciones a la legislación laboral en beneficio del trabajador, como la eliminación del tope de indemnización por despido y la ley que posibilita a un empleado accionar ante la justicia cuando sus condiciones de trabajo sean modificadas de manera unilateral por parte del empleador. Sin embargo, frente a la resistencia del sector empresarial, el tratamiento de estas medidas en el Parlamento se halla suspendido.

¿Cuál ha sido el comportamiento de los principales nucleamientos sindicales? Como era de esperar, la consolidación del liderazgo de Kirchner contribuyó al realineamiento del espacio sindical peronista, así como repercutió severamente en la orientación política de la CTA. En efecto, el escenario actual encuentra nuevamente una CGT unificada, esta vez bajo el liderazgo de Hugo Moyano, líder de los camioneros, quien durante los años menemistas encabezara el Movimiento de Trabajadores Argentinos (MTA), un nucleamiento sindical peronista que osciló constantemente entre la crítica a la CGT oficialista (los llamados «gordos») y la colaboración con la CTA.10

Por su parte, la CTA, que atraviesa diferentes dificultades desde diciembre de 2001, aún no ha podido diseñar una política coherente respecto del nuevo Gobierno. Recordemos que, con la vista puesta en la entonces exitosa experiencia brasileña, a fines de 2002 la CTA lanzó un llamado a la creación de un movimiento político-social. No obstante, unos meses después este llamado se traducía en una suerte de diáspora política, cuando conocidos referentes de la CTA presentaron su candidatura a través de diferentes partidos políticos. En abril de 2005, esta sufrió un duro golpe, cuando el Gobierno nacional le negó la personería gremial, cuyo monopolio continúa en manos de la CGT. En fin, todo indica que la CTA, que renovó sus autoridades a fines de 2006, continuará atravesando un período ambiguo, acosada por las diferencias internas –que incluyen varios dirigentes que adhieren al kirchnerismo (algunos, por la vía del «chavismo»)– frente la reactivación de la tradición nacional-popular en el espacio latinoamericano.

Asimismo, hay que recordar que en Argentina existe un importante movimiento de fábricas recuperadas que continúan luchando por la vía judicial y legislativa a fin de obtener la ley de expropiación y el reconocimiento como cooperativa de trabajadores. En la actualidad, hay más de ciento cincuenta, nucleadas en diferentes corrientes y constituidas en cooperativas. A diferencia de la experiencia piquetera, estas fábricas han concitado desde el inicio una fuerte simpatía y apoyos sociales que fueron fundamentales para su expansión y consolidación. Las fábricas recuperadas se consideran a sí mismas como «movimientos», en tanto la recuperación (el acto de resistir) es equiparada a la protesta social (Rebón, 2004). En realidad, salvo casos excepcionales (entre los cuales se encuentran Cerámica Zanón, situada en el norte de la Patagonia y el céntrico Hotel Bauen, en la ciudad de Buenos Aires), las fábricas recuperadas no han encontrado una fuerte resistencia por parte del Estado, aun si la respuesta no ha sido homogénea y se han registrado varios intentos de desalojos y de entrega a los antiguos propietarios. Antes bien, la crisis abrió nuevas oportunidades políticas, que coadyuvaron al acompañamiento de estos procesos, primero a través de una oficina del Estado (el Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social - Inaes) que creó una unidad ejecutora para las empresas recuperadas), y luego facilitando la formación de cooperativas y la expropiación en favor de los trabajadores.

Vale la pena recordar también que la expropiación solo es temporaria y que no son pocas las empresas recuperadas que se encuentran en una difícil situación económica, y sus trabajadores en condiciones de verdadera autoexplotación. En este sentido, los obstáculos actuales remiten tanto a la falta de apoyo del Estado en el proceso de comercialización de los productos, como a la fragmentación organizacional que presenta dicho movimiento. Si bien la mayoría de estas experiencias no tiene vínculo orgánico con ningún partido, los dirigentes de las principales corrientes que las nuclean provienen de la tradición nacional-popular. En la actualidad, las dos principales –el Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas (MNER) y el Movimiento Nacional de Fábricas Recuperadas por sus Trabajadores (Mnfrt)– poseen aceitados vínculos con el Gobierno de Kirchner.

Por otro lado, en los últimos dos años ha habido un resurgimiento de los conflictos sindicales. En 2005, los conflictos laborales que terminaron en huelgas o suspensión de servicios se triplicaron con relación al año anterior (en 2005 hubo 819 conflictos sindicales, mientras que en 2004 se registraron 249 casos).11 Este ha sido el índice más alto desde 1990, año en que se implementaron las primeras reformas neoliberales. Aunque la mayoría de los conflictos han sido en demanda de una recomposición salarial (la inflación en 2005 fue del 12,3 por ciento), no son pocos los que vienen reclamando contra las consecuencias de la precariedad, con el objetivo de reducir las disparidades salariales instaladas entre los trabajadores de un mismo sector, fomentadas por el tercerismo y la política de flexibilidad salarial impuesta en los noventa.

Estos conflictos han sido protagonizados por comisiones internas, en algunos casos por fuera de la dirigencia de los sindicatos o de las centrales reconocidas. En este sentido, hasta la propia CTA , reconocida por su carácter antineoliberal y cuyo rol de oposición fuera crucial en los noventa, se ha visto desbordada por la radicalidad que adoptan los mismos. Los más resonantes se han producido en el sector de la telefonía (empresas de call center dependientes de Telefónica Argentina), la salud pública (hospitales), docentes (de todos los niveles) y transporte público. Un conflicto emblemático ha sido el de los trabajadores del subterráneo de la ciudad de Buenos Aires, empresa privatizada en los noventa. En el mismo trabajan 2.900 personas, de las cuales 900 estaban precarizadas. Es decir, se trata de trabajadores contratados y monotributistas de una docena de empresas que abonaban sueldos más bajos que aquellos que fija el convenio colectivo entre la empresa y el gremio del sector, la Unión de Trabajadores Automotores (UTA). Entre fines de 2005 y mediados de 2006, los trabajadores del subte realizaron cortes de servicio y bloqueos de las vías y lograron el reencuadramiento sindical de un sector importante de los trabajadores.

En este contexto de intensificación de los conflictos, es frecuente que los marcos de lectura predominantes impulsados por el Gobierno y los grandes medios de comunicación acerca de la conflictividad social subrayen prima facie las consecuencias negativas de las acciones de protesta (la obstrucción del tránsito, los problemas de transporte, la pérdida de días de clase, el riesgo de desatención en los hospitales públicos, entre otros) o apunten a denunciar, acto seguido, su carácter «eminentemente político». En fin, la emergencia de un conjunto diferente de nuevas acciones sindicales desembocó, en diciembre de 2005, en la conformación del Movimiento Intersindical Clasista, un espacio de coordinación que reúne la izquierda basista y cuya afinidad con las líneas más independientes del movimiento piquetero no puede ser negada.

Política, empresas privatizadas y protestas ambientales

Algunos podrían argüir que el discurso crítico de Kichner ha tenido ciertos blancos privilegiados, entre ellos, las empresas privatizadas. Ciertos casos resonantes, como el de la salida intempestiva de Suez, la compañía francesa, acompañada por una sobreactuación discursiva de Kirchner, parecerían avalar lo dicho. En realidad, lo más prudente sería relativizar esta afirmación. Para ello, vale la pena recordar las formas que adoptó el proceso de privatizaciones realizadas a inicios de los noventa, el cual conllevó no sólo la destrucción de las capacidades estatales, sino también la conformación de mercados monopólicos, con una alta rentabilidad, favorecidos por la protección del Estado.12 Ello explica tanto la escasa capacidad (institucional) de los tardíos entes reguladores –algunos de ellos creados incluso meses después de la privatización del sector–, como la cooptación de las incipientes organizaciones de consumidores, por parte del Estado.

Sin embargo, la salida de la convertibilidad y la posterior devaluación repercutió doblemente en las empresas privatizadas. Primero, porque disminuyó la valorización de sus activos; segundo, porque debieron enfrentarse al virtual congelamiento de las tarifas de los servicios. Sin duda, de los dos puntos mencionados, el segundo es el más importante. Y aunque Kirchner, desde el comienzo de su gestión, se haya encargado de aclarar que la renegociación de los contratos de servicios públicos con las empresas privatizadas se hará una vez asegurada la salida del default, hasta el día de hoy el tema continúa siendo una asignatura pendiente. En consecuencia, durante estos tres años la política gubernamental se ha orientado –ahí donde lo requería– al otorgamiento de subsidios a las empresas privatizadas, a fin de impedir un incremento importante de las tarifas. En este sentido, el Gobierno es consciente de que los incrementos impactarían negativamente en las condiciones de vida de las clases medias y populares, ya golpeadas por la fuerte crisis. Además de erosionar sus bases de legitimidad, las medidas podrían convertirse en un disparador de nuevas protestas, en una sociedad muy proclive a expresar sus demandas a través de acciones directas no convencionales.13

Por otro lado, el Gobierno actual ha tenido que afrontar conflictos puntuales con las empresas privatizadas, sobre todo frente al grave incumplimiento de los contratos por parte de las mismas. En algunos casos, ello desembocó en la ruptura de contratos y su posterior paso a manos del Estado, como fue respecto del servicio de aguas y cloacas, en manos del grupo Suez, y del servicio postal –Correo Argentino–, del ferrocarril San Martín y del espacio radioeléctrico, antes a cargo de la francesa Thales Spectrum. Ambos fenómenos –de una parte, el congelamiento de tarifas y, por otro, la rescisión de ciertas concesiones, tanto en el nivel provincial como nacional– explican por qué la Argentina, con treinta y cuatro causas en su haber, es uno de los países con más causas abiertas en el Ciadi, el tribunal arbitral del Banco Mundial.

Por último, respecto de una temática muy sensible como es el control y explotación de los recursos naturales y la protección del medioambiente (minería, gas y petróleo) imperan los dobles discursos. Más allá de ciertos gestos simbólicos (como ha sido, por ejemplo, la creación de Energía Argentina Sociedad Anónima –Enarsa– y su asociación con la empresa petrolera venezolana, Pdvsa), el Gobierno se ha cuidado muy bien de no desarrollar una prédica nacionalista, ni reactivar la antinomia «estatal/privado», pese al reclamo de diferentes organizaciones sociales (incluyendo una parte del arco oficialista), que consideran necesario realizar un cambio fundamental en los marcos regulatorios. Más aún, en octubre de este año el Gobierno convirtió en ley una polémica norma que establece beneficios fiscales para las petroleras que inviertan en nuevos yacimientos de gas y petróleo.

En realidad, por el momento la nueva etapa parece señalar que, gracias a la existencia de un marco regulatorio extremadamente favorable, forjado en los años noventa y continuado en la actualidad, los agentes del capitalismo global encontraron la puerta abierta, nuevamente demasiado abierta, para concretar la expansión por las llamadas áreas marginales, en las cuales se encuentran importantes reservas energéticas y mineras. En esta línea, uno de los hechos mas notorios ha sido la expansión de las fronteras mineras, llevada a cabo por empresas trasnacionales, lo cual lejos está de haber encontrado una recepción positiva o pasiva por parte de las sociedades locales en las cuales estos proyectos se implantan. Antes bien, dicho proceso ha generado movilizaciones multisectoriales en defensa del hábitat, que cuestionan el desarrollo de la minería tóxica. En efecto, a partir de 2001, y en diferentes provincias (Chubut, Río Negro, San Juan, Catamarca, Mendoza, La Rioja y Catamarca, diversos colectivos de comunidades afectados por la minería han venido denunciando las consecuencias contaminantes de dichos emprendimientos, en demanda de una ley provincial que prohíba este tipo de actividad.

Al igual que en otros países de América Latina, estas movilizaciones dan cuenta de la importancia de nuevos núcleos de conflicto, ligados a la defensa del hábitat, la protección de la biodiversidad y los recursos naturales no renovables. Dichos conflictos, que reúnen diferentes actores económicos y sociales, así como escalas de acción (lo local, lo regional, lo nacional y lo global), abren una disputa en torno a lo que se entiende por modelo de desarrollo sustentable. Para el caso argentino, estas expresiones multisectoriales de defensa del medioambiente adoptan formas de participación y asamblearias (asambleas de autoconvocados), lo cual sin duda se conecta tanto con el proceso de politización abierto en 2002, como con los levantamientos comunitarios registrados en los noventa, ligados a la crisis y desmantelamiento de las economías regionales.

El único reclamo vinculado a la defensa del medioambiente que el Gobierno nacional ha apoyado es el de los vecinos de Gualeguaychú, en la provincia de Entre Ríos, en contra de la instalación de empresas papeleras concedida por el Gobierno uruguayo. A diferencia de los otros conflictos ambientales, que tienen una escasa visibilidad mediática y social, las protestas contra las «pasteras» –que ha incluido largos cortes de los pasos fronterizos entre 2005 y 2006– ocupan un lugar importante en la agenda del Gobierno de Kirchner. Cierto es que se trata de un conflicto de gran complejidad, de consecuencias imprevisibles, que yuxtapone a las diversas escalas de acción (local y global) el conflicto binacional entre Argentina y Uruguay. En efecto, el conflicto llegó a tensar sobremanera las relaciones entre los Gobiernos de Kirchner y de Tabaré Vásquez, al tiempo que desembocó en dos querellas: la del Tribunal Internacional de la Haya, que deberá decidir acerca de la denuncia argentina de riesgo de contaminación; y la causa abierta por el Uruguay en el Tribunal Arbitral de Controversias del Mercosur, que alega «la omisión del Estado argentino en adoptar medidas apropiadas» frente a los cortes de los puentes fronterizos. El fallo de este último tribunal pareció mantener un equilibrio entre ambas partes (reconoció la validez del reclamo uruguayo, pero negó que el Estado argentino tuviera responsabilidad por omisión). Lo notorio fue, sin embargo, que para esta ocasión el Gobierno argentino desarrolló una línea de argumentación que justificaba los cortes de ruta en nombre de la libertad de expresión, posición que contrastaba con la política que ha venido desarrollando respecto de otras organizaciones (en especial los desocupados), resuelta en favor de la judicialización de la protesta.14

En resumen: un primer balance de la política de Kirchner acerca de estas problemáticas debe contemplar varios aspectos. Respecto de las empresas privatizadas, no pareciera que el Gobierno actual se haya propuesto desarrollar una política de reestatizaciones que se orienten a un cambio en el marco regulatorio. En realidad, lo que sucede es más simple, y tiene que ver con el hecho de que el Gobierno de Kirchner ha asumido una cierta firmeza y, por sobre todo, un tono virulento que linda con la sobreactuación política, inimaginable en la década pasada. Sin embargo, gran parte de estos temas constituye una asignatura pendiente, de cuya resolución depende sin duda la legitimidad futura del Gobierno. En fin, todo presagia un escenario abierto a nuevas dinámicas y actores, muy marcado por las nuevas formas de movilización social.

Las fronteras de la política institucional

Política y modelo de dominación

Nos toca analizar ahora los aspectos más político-institucionales de la gestión de Kichner. Como en otros países de América Latina, las reformas neoliberales se apoyaron en la tradición hiperpresidencialista existente, y en consecuencia terminaron por reforzarla, acentuando el giro decisionista de los últimos años, lo cual se tradujo en una mayor concentración de poder en el líder o jefe presidencial. En Argentina, esto fue facilitado por la convergencia entre una tradición hiperpresidencialista y una visión populista del liderazgo, lo cual, frente al vaciamiento de la soberanía nacional, terminó por desembocar en el proceso de construcción de una suerte de «nueva soberanía presidencial».15 De esta manera, el decisionismo se constituyó en la clave de bóveda del nuevo modelo de dominación, visible en la tendencia a gobernar a través de decretos de necesidad y urgencia que la Constitución habilita para el caso de las «situaciones extraordinarias», así como a disciplinar y/o cooptar las voces disidentes (en ambas cámaras del Parlamento), mediante un estilo de liderazgo peronista caracterizado por la subordinación de los actores sociales y políticos al líder. En fin, esta situación fue promovida por la misma tendencia del propio Partido Justicialista a devenir, tal como afirma J.C. Torre (1999), «un sistema político en sí mismo», convirtiéndose al mismo tiempo en oficialismo y oposición.

Esta política de concentración del poder, lejos de ser un rasgo coyuntural, se prolongó en la práctica de los gobernantes que sucedieron a Carlos Menem, como Fernando de la Rúa, quien no sólo apeló a las facultades extraordinarias, sino también al «Estado de sitio». Así, por ejemplo en sus diez años de gestión, Menem sancionó 545 decretos (cfr. Ferreyra y Goretti, 2000). Por su parte, De la Rúa firmó, entre 2000 y 2001, 73 decretos (Ferreyra y Goretti, cit. en La Nación, 13-6-2005).

En esta línea, la política de Kirchner postula una fuerte continuidad respecto de sus predecesores, al tiempo que instala ciertas rupturas. En efecto, en primer lugar tendió a fortalecer aún más el lugar de la soberanía presidencial. Sin embargo, aquí es necesario subrayar las diferencias con Menem y De la Rúa, pues en el caso de Kirchner el espacio de la soberanía presidencial fue utilizado –al menos en un primer momento– con el objetivo de redefinir y otorgar mayor variabilidad a la relación entre economía y política, en un contexto de semidefault de la economía argentina. En este sentido, Kirchner se vio favorecido por una situación de crisis económico-financiera, lo cual le otorgó mayores márgenes de acción, que hábilmente supo capitalizar. En consecuencia, sus primeros gestos también fueron leídos como una suerte de «recuperación de la política», en comparación con la subordinación dramática de la política a los mandatos de los organismos multilaterales, así como al alineamiento automático con las orientaciones de Estados Unidos (la política de las «relaciones carnales») durante los noventa.

Este giro fue acompañado por otras medidas que tuvieron un gran impacto en la opinión pública. Entre ellas, como ya hemos señalado, se destaca el descabezamiento de la Corte Suprema de Justicia y el nombramiento de magistrados reconocidos por su idoneidad profesional e integridad política. Este cambio, lejos de tener solo un alcance simbólico, tiende traducirse en una política de ampliación de los derechos. Dos fallos de la Corte, en 2006, así lo indican: por un lado, el máximo tribunal ordenó al Gobierno actualizar los haberes de los jubilados, congelados desde la época del menemismo. Por otro lado, ante la denuncia efectuada por ciento cuarenta vecinos y damnificados intimó al Estado a resolver la contaminación del Riachuelo y fijó una audiencia pública con cuarenta empresas que se calcula no cumplen con los requisitos ambientales que marca la ley. En virtud de ello, el Gobierno se comprometió a lanzar un plan integral de saneamiento de la cuenca Matanza-Riachuelo, la cual involucra nada menos que a cuatro millones de habitantes.

Sin embargo, esta política de fortalecimiento de la independencia del Poder Judicial sufrió un primer embate, en diciembre de 2005, con la aprobación de la ley que autoriza la reducción de los miembros del Consejo de Magistratura. Aclaramos que el mismo es un organismo multisectorial introducido por la reforma constitucional de 1994, cuya actividad más importante es la selección, sanción y remoción de jueces. Con la excusa de reducir el número de consejeros, la reforma introducida por el Gobierno de Kirchner aumentó la representación política –eliminando la participación de las minorías– y limitó la participación de jueces, académicos y abogados.16 Del costado del oficialismo, la defensa del proyecto estuvo a cargo de la esposa del presidente, la senadora Cristina Fernández de Kirchner, quien puso a prueba su estilo frontal y colérico frente a díscolos y opositores.

En segundo lugar, la tendencia a la normalización del «Estado de excepción» (G. Agamben) se ha prolongado a través de la firma de decretos de necesidad y urgencia. Así, durante los dos primeros años de mandato, Kirchner dictó ciento cuarenta decretos, cantidad que superó los firmados por Menem y De la Rúa en el mismo lapso (La Nación, 13-6-2005). Lejos de constituir un rasgo asociado a la situación de emergencia, dicha política se prolonga hoy, en un contexto de crecimiento económico y superávit fiscal, tal como lo muestran los acalorados debates en torno a los «superpoderes» solicitados por el Gobierno. Esta reforma aprobada en agosto apunta al fortalecimiento de la autoridad del jefe de gabinete, quien tiene la potestad para reasignar partidas presupuestarias, sin control del Parlamento. En fin, el desmedido énfasis que puso el Gobierno en la defensa de este proyecto en el Parlamento sorprende aún más si se tiene en cuenta que el oficialismo cuenta con la mayoría en ambas cámaras.

Así, todo indica que la revalorización de la política conllevó una modificación de los márgenes en la delicada y compleja relación entre economía y política. Sin embargo, dicha revalorización se ha hecho, una vez más, en provecho del fortalecimiento de la soberanía presidencial, esto es, de la ampliación de la esfera de decisionismo y personalismo del Ejecutivo.

Modelo decisionista versus nuevas formas de participación

Durante los noventa, la consolidación de un modelo decisionista fue produciendo un desdibujamiento de la política, entendida esta como esfera de deliberación y participación, como espacio de disputa y de conflicto entre proyectos societales diferentes. Dicho proceso derivó en una concepción delegativa de la democracia, impulsando activamente la desarticulación entre lo político y lo social, esto es, entre el mundo de la política institucional y las nuevas formas de acción colectiva.

Este intento de sutura de la política en el marco del nuevo orden económico originó importantes tensiones y conflictos en la sociedad argentina durante la segunda mitad de los noventa, que abrieron la brecha para un doble cuestionamiento del modelo dominante. Así, el primer fenómeno –la evacuación de la política como esfera de deliberación– dio origen a un discurso político centrado en la demanda de transparencia y la apelación al «buen funcionamiento» de las instituciones republicanas. El segundo –la desarticulación entre lo político y lo social– desembocó en la emergencia de nuevos movimientos sociales, de carácter territorial, centrados en la acción directa no convencional y en el desarrollo de formas de democracia asamblearia. En fin, mientras la primera demanda fue canalizada por los nuevos partidos de centro-izquierda, cuya máxima experiencia (el Frente por un País Solidario - FrePaSo) terminó por ser absorbida y destruida por la lógica del propio sistema que criticaba (la subordinación de la política a la economía como «horizonte insuperable»), la segunda tendió a generar nuevas formas de movilización (las organizaciones de desocupados), que impulsaron la ampliación de las bases asistenciales del Estado.

Entre 1999 y el 2001, con la gestión de la Alianza, ese modelo de dominación asentado tanto en la sumisión de la política a la economía, como en el liderazgo de tipo presidencialista y la democracia decisionista se desencastró y tendió a desarticularse. Este proceso fue acompañado por la generalización de nuevas formas de participación que impugnaban el sistema institucional, apuntando a corroer el régimen de dominación desde abajo. Sin embargo, dicho desencastramiento no fue definitivo. A partir de 2003, con el arribo de Kirchner al poder, asistimos a una recomposición del esquema de dominación en un escenario atravesado por la demanda de normalidad y, a la vez, por el cuestionamiento al modelo neoliberal.

En la actualidad, este modelo decisionista y delegativo de la política coexiste y convive con las nuevas formas de organización, marcadas por la acción no institucional. De manera muy excepcional y transitoria –como es el complejo caso de la Asamblea Ambientalista de Gualeguaychú– estos dos universos de la política –la institucional y la no institucional– convergen o tienden a articularse. Cierto es que una parte del nuevo mundo organizacional fue integrado a la esfera gubernamental, como es el caso de varias agrupaciones piqueteras (y organismos históricos de derechos humanos). Y si bien todavía es temprano para realizar evaluaciones definitivas, por lo pronto resulta claro que los avances se refieren a la «política de la memoria», esto es, a la condena y enjuiciamiento de los responsables de la violación de los derechos humanos durante la última dictadura militar.17

De esta manera, aunque la situación actual estimule la posibilidad de pensar creativamente los procesos de ampliación de participación ciudadana, estas cuestiones no parecen formar parte de la agenda gubernamental, que lejos está de alentar una «reforma política». Esto se ve reforzado por el hecho de que la Argentina, a diferencia de otros países latinoamericanos (como Brasil, Uruguay o Venezuela), posee un diseño institucional más rígido, que contempla escasamente la introducción de mecanismos de participación ciudadana, a través de formas de democracia directa y participativa.18

En realidad, lo que sigue ausente de la agenda de gobierno es el desafío de pensar la vinculación entre la democracia representativa y las nuevas formas de democracia directa y participativa por fuera de los moldes del régimen de dominación, instituido en los noventa.

Conclusión

El Gobierno de Kirchner presenta tres fronteras mayores, que van anunciando los límites de su gestión. En primer lugar, está la frontera de la exclusión, claramente delimitada, frente a la ausencia de programas verdaderamente inclusivos respecto del amplio mundo de los excluidos, en un contexto de naturalización de las desigualdades sociales. En segundo lugar, está la frontera de la precariedad, que da cuenta de la debilidad y las oscilaciones de las políticas laborales y las estrategias redistributivas en su combate contra la dinámica flexibilizadora y las grandes asimetrías económico-sociales. En tercer lugar, están las fronteras de la política institucional marcadas, hacia adentro, por la consolidación del modelo decisionista y la democracia delegativa; hacia afuera, con relación a la política no institucional, por la absorción y pérdida de autonomía de las organizaciones sociales oficialistas o, en su defecto, por la exterioridad estigmatizante de las organizaciones opositoras.
    Así, sin continuidades lineales, y pese a que el escenario político presenta importantes modificaciones respecto del pasado reciente, tanto en lo que se refiere a la proliferación de nuevas prácticas de resistencia como a la circulación de discursos políticos críticos, el modelo neoliberal –y el régimen político que acompañó su instalación– sigue gozando de buena salud. En fin, ambigüedades, tensiones y dobles discursos constituyen entonces el hilo articulador de la política del Gobierno de Kirchner, en un escenario en el cual se entrecruzan y yuxtaponen la consolidación de lo viejo con las aspiraciones de lo nuevo…

Referencias bibliográficas

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NOTAS:

1 La tasa, correspondiente al primer trimestre de 2006, no incluye a los beneficiarios de los planes sociales. En ese caso, la desocupación alcanzaría el 14,1 por ciento (Taller de Estudios Laborales, www.tel.org.ar).

2 Los datos son de Lozano, 2005.

3 Según cifras del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad, los beneficiarios del Plan Jefas y Jefe de Hogar son 1.378.928 (Siempro, junio de 2006).

4 Para el tema véase Svampa y Pereyra, 2003.

5 La llamada «Plaza del Sí», convocada por Kirchner en el tercer aniversario de su Gobierno (25 de mayo de 2006), fue la ocasión para reunir en un mismo espacio un conjunto heteróclito de organizaciones que iba desde los organismos históricos de derechos humanos hasta las organizaciones piqueteras oficialistas, pasando por los sindicatos de la Confederación General del Trabajo (CGT) y las organizaciones del peronismo bonaerense.

6 Recordemos que la política de privatización de los recursos naturales trajo consecuencias nefastas para la Argentina y se tradujo en el desmantelamiento de la red de regulaciones que garantizaban un lugar a las economías regionales en la economía nacional. El resultado de ello fue la crisis y desaparición de actores asociados al anterior modelo (economías regionales ligadas a empresas estatales, pymes, minifundios), lo cual condujo a la «reprimarización de la economía» a través de la expansión de enclaves de exportación (caracterizados por un modelo extractivo, donde el valor agregado es débil o nulo), desconectados de la comunidad local.

7 El despliegue e intervención de fuerzas de seguridad en las zonas petroleras en conflicto atraviesa los noventa, a partir de los primeros levantamientos de los pueblos petroleros. La estrategia de militarización encontró un primer clímax en General Mosconi (Salta), localidad que estuvo prácticamente sitiada por las fuerzas de gendarmería entre mayo de 2000 y diciembre de 2001, período en el cual se registraron varios episodios de represión que terminaron en cinco asesinatos.

8 Según el asesor laboral del la CGT y diputado oficialista, Héctor Recalde. Véase Página, 12-7-2006.

9 Las investigaciones posteriores apenas si alcanzaron a mostrar la oscura trama, hecha de arreglos y complicidades gubernamentales, que anudan la ruta del trabajo clandestino entre Bolivia y Argentina. En fin, estos hechos estuvieron en el origen de tres marchas de trabajadores bolivianos e incluso de la visita de una comisión del Gobierno boliviano. Recordemos que la presencia boliviana en Argentina es muy importante y alcanza, según estimaciones, a los dos millones de personas.

10 El MTA sólo se retiró de la CGT en el año 2000, esto es, bajo un Gobierno no peronista, formando entonces lo que se conocerá con el nombre de CGT disidente. La reunificación de la CGT (entre el sector de los «gordos» y el sector «disidente») se realizó en 2004.

11 Los datos provienen del Centro de Estudios Nueva Mayoría, www.nuevamayoría.com.

12 Para el tema, véase Azpiazu, 2002; Basualdo, 2000.

13 Un ejemplo de ello se dio en diciembre de 2005, cuando de manera espontánea los usuarios del ex ferrocarril Sarmiento expresaron su hartazgo ante el maltrato cotidiano y las deficiencias en los servicios públicos privatizados, incendiando varias formaciones del tren. El episodio ocurrió en Haedo, provincia de Buenos Aires, y renovó la polémica ante la falta de control del Estado en los servicios públicos privatizados.
14 De los cuatro mil procesados estimados, una gran parte se debe a cortes de ruta realizados a partir de 1996, lo cual está penalizado por el artículo 194 del código penal.

15 Retomamos libremente la expresión de G. Althabbe (1998). Para un análisis más detallado del modelo de dominación, véase Svampa, 2005, cap. II.

16 Más allá de las críticas de los partidos de la oposición y de unas pocas voces discordantes dentro del oficialismo, el cuestionamiento de las principales ONG a esta reforma de ley fue unánime.

17 La reciente desaparición (septiembre de 2006) de Julio López, un ex detenido-desaparecido, testigo esencial en la condena a prisión perpetua de un ex comisario de la dictadura militar, plantea una redefinición del escenario político respecto de los alcances de la actual política de derechos humanos vinculada al juzgamiento de los responsables de crímenes de lesa humanidad en los años de plomo, muy especialmente en relación con la continuidad del aparato represivo dictatorial en las actuales fuerzas de seguridad.

18 Pese a que la reforma constitucional de 1994 incorporó la figura de la consulta popular, esta no posee un carácter vinculante.