SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.24 número66El estudio interdisciplinario de los conflictos por el agua en el medio urbano: una contribución desde la sociología índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Cuadernos del Cendes

versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X

CDC v.24 n.66 Caracas dic. 2007

 

Agua, medio ambiente y la evaluación de los costes en la Directiva Marco Europea*

FEDERICO AGUILERA KLINK

* Agradecemos los comentarios y sugerencias de dos evaluadores anónimos que han contribuido a mejorar la calidad de este trabajo.

Resumen

La aprobación de la Directiva Marco Europea del Agua (DMA) en el año 2000 brinda a la Unión Europea un nuevo marco institucional para la gestión del agua. Aunque el objetivo aparente es la recuperación del buen estado ecológico de las masas de agua, el verdadero es la aplicación del principio de recuperación de costes de los servicios del agua, incluyendo costes ambientales y de recursos naturales, conforme el análisis económico y el principio de «el que contamina paga». Si bien es importante que los usuarios del agua paguen su coste real, el enfoque de la DMA en cuanto a costes ambientales es inadecuado, pues ignora el principio de precaución, razona solo en términos monetarios y olvida que no hay gestión del agua sin gestión del territorio: así, los principales contaminadores seguirán siendo «competitivos» a costa del suelo y el agua.

Palabras clave: Agua / Medio ambiente / Costes

Abstract

The approval of the EU Water Framework Directive (WFD) in 2000 provides the European Union with a new institutional frame for water management. Although the ostensible goal is to restore the ecological quality of bodies of water, the real one is to apply the principle of costs recovery to water services, including environmental and natural resources costs, following the economical analysis and «the polluter should pay» principle. Even though it is important that water users pay the actual costs, the WFD approach is inadequate as it disregards the precautionary principle, thinks in monetary terms and forgets that there cannot be water management without territory management. In this way, the main polluters will go on being «competitive» at the cost of the soil and the water.

Key words: Water / Environment / Costs

Todavía queda la exagerada fe en los números, que implica

que con demasiada frecuencia se deje por completo fuera de

todo cálculo aquello que no puede cuantificarse (…) En

muchos casos, por tanto, resultan injustificables conclusiones

basadas únicamente en los efectos mensurables.

E. J. Mishan (1971)

Los costes del desarrollo económico

RECIBIDO: JUNIO 2007 ACEPTADO: JULIO 2007

Introducción

La noción de «coste del agua» depende, obviamente, de lo que entendamos por agua y de lo que entendamos por coste. Aparentemente el tema es muy sencillo, puesto que se supone que todos sabemos qué es el agua y qué es un coste o, al menos, cuál es el coste del agua. Pero aunque no nos resulte fácil verlo, o no queramos verlo, ya que nuestros esquemas mentales nos lo impiden, la realidad nos muestra que diferentes personas y grupos de interés tienen diferentes ideas y nociones de lo que es el agua, del papel que juega y de cómo hay que considerarla y gestionarla.

Por lo tanto, sólo reconociendo estas diferentes perspectivas, algunas de las cuales son incompatibles actualmente debido al marco institucional que representa la Directiva Marco Europea del Agua (DMA), podremos hablar con cierta claridad de los diferentes costes del agua y de sus implicaciones.

Este trabajo tiene un carácter de reflexión conceptual sobre la gestión del agua y del medio ambiente y, a la vez, se refiere al ámbito europeo con alguna mención concreta a España. Pero lo importante no es el ámbito geográfico, sino el conceptual. Con esto queremos decir que lo relevante, desde nuestro punto de vista, es ver en qué medida las reflexiones que hacemos ayudan a comprender posibles problemas teóricos y empíricos. Nuestra experiencia como docente e investigador durante casi treinta años nos lleva a concluir que con frecuencia gran parte de los conceptos y categorías con los que «pensamos» sobre algunas cuestiones realmente nos impiden entender lo que estamos estudiando, en lugar de aclarárnoslo. El problema es que no somos plenamente conscientes de ello o, si lo somos, nos cuesta explicitarlo. Como decía Georgescu Roegen hace veinte años, estamos en una época en la que hay que enfatizar lo obvio porque ha sido ignorado durante mucho tiempo. En esta línea pretendemos ir en este trabajo.

El agua como recurso natural y la competencia entre funciones ambientales como un ejemplo de coste

Una de las nociones de recurso natural que consideramos adecuada para facilitar la comprensión de los problemas relacionados con la gestión del agua y con sus costes tiene que ver con las funciones que desempeña el agua, es decir,

la palabra recurso no se refiere ni a una cosa ni a una sustancia, sino a una función que una cosa o una sustancia pueden realizar o a una operación en la cual pueden tomar parte, es decir, la función o la operación de alcanzar un fin dado, tal como satisfacer una necesidad. En otros términos, la palabra recurso es una abstracción que refleja la valoración humana y que se relaciona con una función o una operación (Zimmerman, 1964:17).

Insistiendo en esta idea de las funciones o usos que puede realizar un recurso, R. Hueting (1991:198) señala la posibilidad de distinguir entre diferentes usos o funciones ambientales: «Cuando el uso de una función ambiental entra en conflicto con el uso de otra o consigo misma, tanto en el presente como en el futuro, se producen pérdidas de función. Nosotros entendemos que se produce competencia entre funciones y distinguimos entre competencia cuantitativa, cualitativa y espacial». El aspecto que consideramos más destacado es que la competencia cualitativa tiene lugar cuando el uso de una función ambiental X se produce a costa de otras funciones, «pero en la mayoría de los casos se traduce en usos del medio ambiente para actividades de producción y consumo actuales en detrimento de otros usos deseables o de posibles usos futuros» (ibíd.). En la medida en que la competencia entre funciones lleva a un deterioro de una o varias de ellas se puede hablar de coste, entendido este como pérdida, temporal o definitiva, de una función. Así pues, un recurso sólo sigue siéndolo si posee la calidad adecuada para cumplir sus diferentes funciones.

Por otro lado, es importante señalar que la competencia cualitativa entre funciones muestra claramente la interdependencia entre las mismas y, al mismo tiempo, que el hombre no sólo se apropia de recursos naturales, sino de ecosistemas; por eso, estudiar la gestión del agua implica estudiar la gestión del territorio y de los usos que son compatibles con el mantenimiento de las funciones ambientales. En consecuencia, parece razonable, sobre todo cuando no hay sustitutos perfectos, cuando es deseable evitar un deterioro irreversible o simplemente cuando nos movemos en un contexto de incertidumbre, limitar la extracción y el uso de los recursos a un nivel cercano al estándar mínimo de seguridad, más allá del cual el uso de los recursos pone en movimiento un proceso acumulativo e irreversible de disminución y agotamiento (Ciriacy-Wantrup, 1952; Kapp, 1963). Esa idea fue reformulada hace algunos años por Hueting (1991) al sugerir, como solución práctica ante el «insoluble problema de los precios sombra para las funciones ambientales», la siguiente propuesta:

    1. definir unos estándares físicos para las funciones ambientales, basados en sus usos sostenibles;

    2. formular los indicadores necesarios para definir dichos estándares, y

    3. estimar los costes monetarios asociados a alcanzar los estándares.

En otras palabras, se trata de aplicar el criterio de mantener las funciones ambientales en un nivel sostenible, utilizando posteriormente un análisis del tipo coste-eficiencia para evaluar la manera menos costosa de alcanzar ese nivel. En cierto modo esta propuesta recoge la aplicación del principio de precaución al reconocer implícitamente que existen serias limitaciones al conocimiento científico y que hay suficiente base científica para la preocupación, es decir, para tomar decisiones ahora en lugar de esperar a conocer con «certeza total» una situación que puede ser irreversible. Lo importante es que el mantenimiento de las funciones no depende de las preferencias monetarias, o sea, no depende de que exista o no una disposición a pagar que refleje o no unas preferencias individuales, sino de una decisión política, como expresión de una posible preferencia social por la conservación, apoyada en criterios científicos, para mantener los ecosistemas, mejorar la salud de las personas, etc.

Esto es lo que intenta reflejar el gráfico 1. Muy brevemente, se trata de reconocer el nivel de disponibilidad (o de deterioro) de una función ambiental en relación con el estándar de sostenibilidad de esa función, para después estimar cuánto, en términos monetarios, costaría recuperar dicho nivel (si es que esto es posible). Luego veremos que, de alguna manera, es lo que parece pretender llevar a cabo la DMA.

Un ejemplo de lo anterior puede ser, al menos en apariencia, el mantenimiento de la salud –con independencia de la disposición a pagar–, tal y como ocurre con la calidad que debe tener el agua potable. Por otro lado, este ejemplo refleja adecuadamente la relación entre el mantenimiento de las funciones ambientales y el papel de los valores, más allá de las preferencias individuales de carácter monetario. El problema es que en otros aspectos menos visibles pero no menos importantes, relacionados con la pérdida o deterioro de las funciones ambientales, al ser las implicaciones menos claras, surge un conflicto social más o menos serio según cual sea la fuerza de los actores que intervienen.

La situación es obviamente más grave si la pérdida de las funciones es irreversible. Pero incluso en el caso de que la pérdida de las funciones sea reversible, el problema al que nos enfrentamos consiste en calcular, en la medida de lo posible, los costes de la reversibilidad o de la recuperación de las funciones. Sin embargo, la sencillez de la solución de Hueting es engañosa puesto que, como él mismo reconoce, no es fácil –e incluso puede ser imposible– evaluar estos costes en términos monetarios debido a que las soluciones no son sólo tecnológicas, sino que requieren frecuentemente cambios sociales y en los estilos de vida y en los hábitos de consumo, que pueden ser conflictivos y que exigen un debate amplio y una negociación política.

Todo esto nos lleva a concluir que el agua es un recurso natural que puede verse como un activo ecosocial (Aguilera, 1994) imprescindible para la vida, pero también como un factor de producción necesario para actividades económicas que deben ser compatibles con el medio ambiente. Es más, en contra de la idea, tan difundida como errónea, que muestran habitualmente los manuales de Economía, nos gusta insistir en que un factor de producción no es sólo algo físico, como hectómetros o toneladas, sino un derecho a usar ese factor de una manera determinada (ibíd.), lo que incluye la obligación de no deteriorar su calidad (depurar o evitar procesos que lo degraden) y de pagar el coste real de su obtención, que no es sólo monetario sino, además, físico.

Algunos costes del agua y la Directiva Marco

Hace ya unos cuantos años, casi cuarenta, el economista inglés Ezra J. Mishan reflexionaba sobre la necesidad de pensar con claridad e insistía en que

… lo que constituye un coste para la empresa depende de la legislación existente (…) En cuanto se ponen en cuestión las actividades de la industria privada, la alteración de la ley exigida parece evidente, puesto que la industria privada, cuando se preocupa por justificar su existencia para la sociedad, suele hacerlo sobre la base de que el valor de lo que produce supera los costes en los que incurre (…) Pero, precisamente, lo que constituye los costes de acuerdo con la ley, y lo que debería contabilizarse como costes, es el tema de discusión (Mishan, 1971:61).

Entendemos que esta cita es muy adecuada para contextualizar el problema de la recuperación de los costes, tal y como está planteado por la DMA (Unión Europea, 2000), y las posibilidades de recuperar las funciones ambientales de los ríos y acuíferos.

En el apartado anterior ya hemos mostrado la propuesta de Hueting (2001) para pasar de los costes físicos a los monetarios. También hemos comentado que es una propuesta difícil pero interesante. Sin embargo, en lugar de seguir en una línea similar, incorporando, además, el criterio de Mishan, el artículo 9 de la DMA establece que todos los Estados Miembros tendrán en cuenta el principio de recuperación de costes de los servicios del agua, incluyendo los costes ambientales y de recursos naturales, considerando el análisis económico y de acuerdo con el principio el que contamina paga. Este mismo artículo obliga a los Estados Miembros a que aseguren para el año 2010: a) una política de precios del agua que proporcione incentivos adecuados a los usuarios para usar el agua eficientemente, contribuyendo así a los objetivos ambientales de esta Directiva, y b) una contribución adecuada, por parte de los diferentes usuarios, a la recuperación de los costes de los servicios de agua, de acuerdo con el análisis económico.

Con lo fácil que habría sido, si hubiera habido voluntad política y más independencia de las presiones empresariales, aplicar el esquema que denominamos «Mishan-Hueting»... Sin embargo lo que se ha conseguido es crear una espléndida confusión (que no complejidad), un río revuelto en política de aguas, con la consiguiente ganancia de pescadores.

En cualquier caso, lo que la DMA entiende por análisis económico viene descrito en su Anexo II, que dice que:

El análisis económico contendrá información lo suficientemente detallada para:

a) efectuar los cálculos pertinentes necesarios para tener en cuenta, de conformidad con el artículo 9, el principio de recuperación de los costes de los servicios relacionados con el agua, tomando en consideración los pronósticos a largo plazo de la oferta y la demanda de agua en la demarcación hidrográfica y, en caso necesario:

- las previsiones del volumen, los precios y los costes asociados con los servicios relacionados con el agua, y

- las previsiones de la inversión correspondiente, incluidos los pronósticos relativos a dichas inversiones;

b) estudiar la combinación más rentable de medidas que, sobre el uso del agua, deben incluirse en el programa de medidas de conformidad con el artículo 11, basándose en las previsiones de los costes potenciales de dichas medidas.

Consideramos que exceptuando el apartado «a» del artículo 9 –que el párrafo 4 de dicho artículo permite no aplicar sin que se considere violada la Directiva– la redacción de los artículos citados más arriba es ambigua ya que no termina de dejar clara la preponderancia de las consideraciones ambientales sobre el análisis económico. En primer lugar no está nada claro qué significa exactamente realizar un análisis económico del uso del agua en cada cuenca o demarcación hidrográfica. Si a lo que se refiere es a las estimaciones de precios y costes, es importante tener claro que «... la singularidad del método económico, al menos tal y como es entendido convencionalmente, reside en el hecho de que el dato ´objetivo‘ del economista no es a fin de cuentas nada más que las valoraciones subjetivas de todos los individuos afectados por un cambio determinado» (Mishan, 1982:29).

Por otro lado, sabemos que los precios dependen de la distribución de la renta, aunque a los estudiantes de Economía se les explique lo contrario. Más concretamente: «Los criterios de Pareto y de coste-beneficio no pueden separarse de las consideraciones básicas de equidad, puesto que ambos tienen que basarse en los precios existentes, que dependen de la distribución existente de la renta y de la riqueza» (Howe, 1996:30), y es preciso definir institucionalmente cuál es la noción de coste con la que se va a trabajar para que las comparaciones sean relevantes, algo que la DMA deja erróneamente –pero de manera deliberada– en el aire al remitirse al análisis económico como marco de decisión ambiental. Es más, relacionar el análisis económico con el principio de recuperación de costes de los servicios del agua y las previsiones a largo plazo de la demanda y la oferta es no decir prácticamente nada, puesto que en Europa no se puede decir, en rigor, que existan mercados de agua, siendo totalmente erróneo e incorrecto emplear expresiones como oferta y demanda. Existen consumos, pero no demandas en sentido estricto, por lo que hay que trabajar mucho para desarrollar los incentivos adecuados que estimulen cambios tecnológicos relacionados con el ahorro y la depuración del agua en sus diferentes usos, para alcanzar buenos resultados ambientales.

En cualquier caso, debería estar perfectamente claro que «... apoyar el uso de incentivos o instrumentos económicos no es sinónimo de apoyar ‘soluciones de mercado´. Una solución de mercado que estableciese un mercado de derechos de contaminación, implicaría la propiedad privada del medio ambiente, requeriría una gestión de la información y exigiría incurrir en unos costes de transacción» (Swaney, 1987:295).

Pero incluso en el caso de que existiesen realmente mercados, esto tampoco garantizaría los resultados automáticos que parece suponer la Directiva, pues todo depende de qué tipos de mercados y de transacciones existan y de si hay realmente una razonable competencia o si son simplemente mercados administrados u oligopólicos controlados por algunos grandes intermediarios, tal y como ocurre con los mercados de agua de Tenerife (Aguilera y otros, 2002). También en Chile, donde existen derechos privados de agua,

… la negociación privada ha fracasado en la resolución de los conflictos existentes entre los propietarios de derechos consuntivos y los de derechos no consuntivos, es decir, entre regantes y compañías hidroeléctricas, porque los derechos privados son tan fuertes, en relación con la capacidad regulatoria de la agencia estatal de agua, que los mayores y más poderosos usuarios de agua poseen un escaso incentivo para negociar. En particular, las compañías eléctricas tiene poco que temer de la DGA o de los pequeños usuarios, mientras que los regantes poseen poco poder negociador porque apenas tienen importancia política y económica, a la vez que se enfrentan a unos costes de transacción elevados para organizarse entre ellos. Más aún, las compañías eléctricas poseen influencia nacional mientras que la influencia de los regantes es local y regional. Ante la incapacidad de resolver las disputas (vía mercado), los conflictos han acabado repetidamente en los tribunales (Bauer, 1999:719).

Finalmente, no existe en ninguno de los países de la Comunidad una idea clara del potencial de ahorro del agua que se podría obtener si se aplican planes de gestión de la demanda.

En segundo lugar, la noción de recuperación de costes debería ser mucho más claramente explicitada. ¿Qué significa que «… se incluirán los costes ambientales y de recursos naturales considerando el análisis económico y el principio de quien contamina paga»? No demasiado. La mayoría de los costes ambientales pueden ser irreversibles y esto convierte el análisis económico, entendido en este caso como un cálculo monetario de los daños ambientales, en un análisis sencillamente irrelevante, al no poder calcular algo que es inconmensurable, de ahí que se puedan encontrar cifras monetarias muy diferentes para los mismos impactos. Una interpretación más malévola de la redacción de la DMA sugiere que la intención consiste en que quede claro que se puede contaminar siempre que se incluyan los costes ambientales y de recursos naturales considerando el análisis económico, costes cuya evaluación monetaria es más que discutible y siempre será inferior que prevenir el daño mediante inversiones en depuración o en un cambio de procesos tecnológicos.

Por eso entendemos que, en lugar de estas consideraciones ambiguas, la DMA debería dejar bien claro que hay unos principios ecológicos irrenunciables y que hay unos costes (deterioros) ambientales y de recursos que son inaceptables. Es decir, la Directiva tiene la obligación de precisar cuál es la noción de coste con la que se va a trabajar y cuáles son las diferentes dimensiones de ese coste que se van a tener en cuenta, en lugar de aplicar la muletilla de los costes ambientales y de recursos naturales considerando el análisis económico, que, insistimos, es visto allí como una simple cuantificación monetaria.

Sin embargo, ocurre todo lo contrario puesto que, desde nuestro punto de vista, afirmaciones como la del párrafo 31 de la declaración de intenciones de la Directiva abren la puerta anticipadamente a escapes, legitimando incluso el no alcanzar los difusos objetivos propuestos. Así, en el citado párrafo se indica que:

En los casos en que una masa de agua esté tan afectada por la actividad humana o su condición natural sea tal que pueda resultar imposible o desproporcionadamente costoso mejorar su estado, podrán establecerse objetivos medioambientales menos rigurosos con arreglo a criterios adecuados, evidentes y transparentes, debiendo adoptarse todas las medidas viables para evitar el empeoramiento de su estado (Cursivas nuestras).

No obstante, no se exige el uso de esos criterios apropiados, evidentes y transparentes para demostrar por qué es desproporcionadamente costoso mejorar el estado de la masa de agua, sobre todo cuando lo más probable es que la actual actividad industrial y agrícola sea la que ya hace tiempo está generando unos costes y daños sociales y ambientales realmente desproporcionados que no se quieren ver.

Esto significa que se abre una gran puerta, no ya a la subjetividad, sino más bien a la arbitrariedad, con la excusa de las decisiones desproporcionadamente costosas. Es más, parece poco serio que una Directiva cuyos objetivos parecen ser ambientales y de incorporación de nuevos criterios de carácter multidimensional le conceda tanta importancia a una medida unidimensional y que debe expresarse en términos monetarios. Estos escapes o excusas son bastante notorios y se presentan de diferentes maneras en algunos artículos de la DMA, al referirse a ampliaciones en los períodos de aplicación de los plazos límite (art. 4, párrafo 3), a la aceptación de no alcanzar los objetivos ambientales previstos (art. 4, párrafos 4 , 5 y 6) y a no informar sobre los progresos realizados en los objetivos de los planes de cuenca o a no aplicar el ambiguo principio de recuperación de costes (art. 9, párrafos 2 y 4), entre otros.

En tercer lugar, el problema o una parte muy importante de él no está sólo en la idea de recuperación de los costes, sino en cómo se va a llevar a cabo dicha recuperación. Dicho más claramente, en cómo va a ser la distribución de esos costes. Esta cuestión está directamente relacionada con la de la eficiencia, y la Directiva tampoco la expresa con claridad. De hecho, cuando el artículo 9 habla de una política de precios del agua que proporcione incentivos adecuados para usar el agua eficientemente, contribuyendo así a los objetivos ambientales, da la impresión de que volvemos de nuevo a una idea de eficiencia ambiental, es decir, de que lo que más cuenta son los objetivos ambientales y de que los instrumentos económicos se ponen al servicio de dichos objetivos. Sin embargo, al no quedar claro el tema de la distribución de los costes, es decir, de la eficiencia social, permanece velado, y por lo tanto ignorado, el conflicto existente entre ambos tipos de eficiencia; conflicto que puede desembocar en un fuerte rechazo social a la consecución del objetivo de la eficiencia ambiental, fundamentalmente por la clara percepción social de la impunidad con la que afrontan las grandes empresas los daños ambientales y de que, en última instancia, el Estado se encuentra a su servicio.

En cuarto lugar, se puede decir que una manera de responder a las cuestiones anteriores se refleja en la importancia que concede la DMA al principio «el que contamina paga», por diferentes razones. Primero porque es un principio obsoleto e inútil desde el punto de vista científico, segundo porque también lo es desde el punto de vista de su operatividad en la protección del medio ambiente, y tercero porque sabemos que ese principio, tan mencionado como inaplicado, se ha convertido en «el que paga contamina», sin que la cuantía del pago esté de ninguna manera relacionada con el daño ocasionado.

Por todo lo anterior, acudir al principio el que contamina paga como única opción supone incurrir en un retroceso, en un reduccionismo y en una contradicción inaceptables de los propios objetivos de la Directiva, ya que en su exposición de motivos (párrafo 11) se cita el artículo 174 del Tratado, en el sentido de que:

... la política de la Comunidad en el ámbito del medio ambiente debe contribuir a alcanzar los siguientes objetivos: la conservación, la protección y la mejora de la calidad del medio ambiente, y la utilización prudente y racional de los recursos naturales; asimismo, debe basarse en el principio de precaución y en los principios de acción preventiva, de corrección de los atentados al medio ambiente preferentemente en la fuente misma, y de quien contamina paga. (Cursivas nuestras).

Así pues, es llamativo que, en lugar de aplicar con claridad el artículo 174 del Tratado, lo que hace la Directiva no es otra cosa que difuminarlo, trastocarlo y, en definitiva, vaciarlo de contenido. Esta trivialización de lo que supone el principio de precaución es muy importante, puesto que una adaptación del mismo con todas sus implicaciones sí permitiría que la DMA fuera un programa de prevención de la contaminación hídrica serio, minimizando el negocio de la descontaminación ambiental citado más arriba.

No en vano, el principio de precaución

… desafía al método científico establecido; somete a prueba la aplicación del análisis coste-beneficio en aquellas áreas donde, sin duda, es más débil (esto es, en situaciones donde el deterioro ambiental puede ser irreversible o potencialmente catastrófico); exige cambios en los principios y prácticas legales establecidos tales como la responsabilidad, la compensación y el peso de la prueba; desafía a los políticos a que comiencen a pensar en términos de marcos temporales más largos que el de «cuándo va ser la próxima elección» o recesión económica. La precaución atraviesa fronteras disciplinares y plantea cuestiones sobre la calidad de vida de las futuras generaciones. Es profundamente radical y potencialmente muy impopular. Paradójicamente su éxito radica en su novedad y en su aptitud para diferentes interpretaciones (O’Riordan y Jordan, 1995:191).

Y es obvio que existe la decisión política de no aplicar este principio, aunque sea mencionado, desde nuestro punto de vista, con el fin de crear más confusión y hacer creer que se va a aplicar.

Finalmente, un aspecto muy importante al que la DMA no presta atención, y que puede acabar invalidándola, es que no hay gestión del agua si no hay gestión del territorio. Y, sin embargo, la Directiva no menciona explícitamente la gestión del territorio sino que centra su actuación en medidas básicas y suplementarias que, según el artículo 11, «tendrán en cuenta los resultados de los análisis requeridos en el artículo 5», es decir, los resultados del análisis económico. Pero lo importante es que las medidas propuestas son, fundamentalmente, medidas de carácter técnico y prohibiciones, algunas de las cuales pueden incluso relajarse, sin que se establezca una conexión clara entre la gestión del agua y la gestión del territorio. Esta manera de enfocar la gestión del agua ignora «... que existe una interdependencia primaria entre los diferentes flujos de residuos, lo que implica que sea preciso dudar de la clasificación tradicional entre contaminación atmosférica, de las aguas y del suelo como categorías individuales. Algo que es muy importante a efectos de la política de planificación y control» (Ayres y Kneese, 1974:215). En definitiva, la cuestión que nos preocupa es la siguiente: ¿responde realmente la Directiva Marco al conocimiento científico que poseemos sobre la gestión del agua y las interdependencias que existen entre los diferentes ecosistemas? Nuestra respuesta es que no.

El caso de la agricultura es especialmente preocupante, pues no tiene sentido depurar el agua contaminada por abonos, fertilizantes y pesticidas, sino evitar esa contaminación cambiando las prácticas y procesos de cultivo, moviéndonos hacia una agricultura ambientalmente compatible, orgánica o ecológica. En otras palabras, carece de sentido seguir «echando» en España anualmente más de 2 millones de toneladas de abonos y unas 100.000 toneladas de pesticidas para usos agrícolas y pretender cumplir la Directiva Marco.

Los otros costes del agua

Además de los costes del agua, entendidos como pérdida o deterioro de las funciones ambientales, y dejando de lado aquellos a repercutir de las infraestructuras hidráulicas, hay otros costes que nos parece importante mencionar brevemente. El primero se refiere al coste de mantener una agricultura que riega con agua subvencionada. Entendemos que es preciso aclarar que no se puede identificar el sector agrario como un colectivo homogéneo al que hay que subvencionar con agua gratis (o casi gratis) y con ayudas europeas a través de la Política Agrícola Comunitaria (PAC). Por eso consideramos necesario acabar con la excusa de que la PAC beneficia al pobre y pequeño agricultor. En consecuencia, se debería distinguir entre: a) pequeños agricultores que viven realmente de la agricultura y a los que se podría subvencionar si realmente los ingresos obtenidos por esta actividad son insuficientes, de acuerdo con determinados criterios y baremos que tendrían que incluir la obligatoriedad de las prácticas ecológicas, b) inversores agrarios, cuyo objetivo es rentabilizar la inversión de un capital financiero en el sector agrario, igual que podrían invertir en cualquier otra actividad, a los que en ningún caso habría que subvencionar sino, al contrario, exigirles que adquirieran el agua a su coste real y que no la contaminen con fitosanitarios, y c) caza-primas que invierten en actividades agrarias con el fin de obtener subvenciones, generando, también, importantes problemas ambientales.

Nos parece que no hay demasiado interés, ni público (Ministerios y Consejerías Autonómicas correspondientes) ni privado (nos referimos sobre todo a los agricultores y a los sindicatos agrarios), en profundizar en esta caracterización y en cuáles son sus implicaciones, por eso destacaremos algunos párrafos de un reciente trabajo del Círculo de Empresarios (2003) sobre la agricultura y las subvenciones en España, donde se afirma, entre otras cosas, que:

… los verdaderos beneficiarios consiguen mantenerse bajo la apariencia de pequeños agricultores (p. 9).

España es también, pese a la retórica de protección al pequeño agricultor, uno de los países de la Unión en que las ayudas más se concentran en las mayores explotaciones (p. 18).

... se mantiene un sistema que incentiva que el objetivo de la producción agraria no sea satisfacer la demanda del mercado, sino obtener las primas a la producción (p. 15).

La PAC actual tampoco está sobrada de legitimidad social pues (...) hace recaer el coste de todo ese entramado sobre el consumidor y el contribuyente (a quienes se hace creer que los pequeños agricultores son los principales destinatarios de las ayudas) (p. 19).

... el valor añadido por el sector agrario es negativo, es decir, que detrae del conjunto de la economía española más recursos de los que produce (...) la contribución del sector agrario al Producto Interior Bruto español es negativa (p. 29).

El mantenimiento de una política con efectos tan negativos para tantos y tan lucrativos para unos pocos solamente puede explicarse como consecuencia de otra subvención: la subvención política del voto agrario, implícita en el hecho de que, al ejercerse en circunscripciones menos pobladas y tener asignadas estas mayor número de diputados por habitante, el voto rural es electoralmente mucho más valioso que el urbano, lo cual supone una discriminación contra este último (p. 33).

El cuadro 1 ayuda a entender perfectamente lo anterior.

Al desconocer la distribución de la cuantía por intervalos, hemos realizado una estimación de acuerdo con la hipótesis de que cada perceptor recibe la cantidad máxima del intervalo en el que se encuentra. Ahora bien, como el intervalo más elevado (> 400.000 €) carece de máximo, hemos estimado su magnitud restando a la cuantía total de las ayudas directas de la Unión Europea para mercados en España en 2001 (5.635 millones de euros), la cuantía de las ayudas directas percibidas por todos los intervalos que sí tienen máximo, obtenida de acuerdo con la hipótesis anterior, que asciende a 5.346.469.000 €. La cantidad obtenida totaliza 288.531.000 €. Finalmente, la división de esta cantidad entre el número de perceptores del intervalo > 400.000, suponiendo que la distribución es equitativa, muestra que cada perceptor percibe 2.508.965 €.

El método de cálculo seguido subestima la cuantía que recibe el último intervalo (> 400.000 €) al imputar siempre un máximo a los intervalos anteriores, por lo que es razonable pensar que la cantidad real sea superior a 288.531.000 €. Además, tampoco hemos incluido en la cuantía de las ayudas la correspondiente a desarrollo rural, que asciende a 1.161 millones de euros en el año 2001, lo que significa que la distribución es aún más regresiva que la que obtenemos.

El cuadro 1 muestra con claridad que los pequeños agricultores no son más que una excusa para que los grandes sigan beneficiándose, de manera desmesurada, de las ayudas europeas. Así vemos que el 81,2 por ciento de los agricultores perciben el 22,75 por ciento de la cuantía de las ayudas, mientras que un 4,5 por ciento de los perceptores recibe el 44,6 por ciento. Quizás la comparación más destacada es la que muestra que los casi 450.000 agricultores del intervalo más bajo (< 1000 €) reciben en total 435.480.000 €, una cantidad menor que la percibida por los 601 perceptores de los tres tramos más elevados (> 200.000 €) y que asciende a 445.531.000 €.

El segundo aspecto a destacar consiste en la necesidad de cambiar de cultivos en zonas que son poco adecuadas, tanto por las características de su clima como de su suelo, para continuar con los cultivos actuales –grandes consumidores de agua–, tal y como ocurre con el cultivo del maíz en La Mancha. Según el Instituto Nacional de Estadística español, en Castilla-La Mancha el maíz consumió aproximadamente el 55 por ciento del agua usada en la agricultura en 1999. Además, el ingreso bruto obtenido por cada metro cúbico de agua usado en el cultivo del maíz es de 0,1 euros (16,4 Pts.) (Estevan, 2002), mientras que el coste oficial de cada metro cúbico trasvasado es de 0,31 euros (52 Pts.), es decir, el coste del agua es, como mínimo, tres veces superior a la producción bruta por metro cúbico. Pese a ello, el Plan Hidrológico Nacional (PHN) cierra los ojos a ese despilfarro y destina a La Mancha 200 Hm3. En suma, se subvenciona el agua y se subvenciona el cultivo, vía la Política Agraria Comunitaria (PAC), generando una sobreexplotación del acuífero y una contaminación del mismo a través de los agrotóxicos utilizados, por lo que se puede afirmar que la PAC es incompatible con la Directiva Marco y no genera riqueza, sino que la destruye. En otras palabras, la PAC necesita ser reformada para adaptarse a la filosofía de la Directiva en lo que respecta a no contaminar el agua y no sobreexplotar los acuíferos.

Finalmente, el tercer aspecto se refiere a la necesidad del debate público y de la participación ciudadana como instrumentos de política pública que pueden colaborar eficazmente en una mejor calidad en la toma de decisiones. Por eso es relevante recordar que, para un Premio Nobel de Economía como Amartya Sen, «Los poderes públicos no sólo tienen que intentar poner en práctica las prioridades que se derivan de los valores y afirmaciones sociales sino también facilitar y garantizar el debate público» (Sen, 2000:336). La realidad es que los políticos hacen continuas y vacías referencias a la participación pública, convirtiéndola en una especie de muletilla de obligatoria mención que el propio lenguaje jurídico convierte en trámite: no en vano se habla del trámite de la participación ciudadana. Pero también es cierto que, a pesar de esta resistencia, la evidencia empírica constata que la participación pública mejora la calidad de las decisiones. En una investigación sobre la calidad de las decisiones tomadas contando con la participación pública, y que abarca 239 casos de estudio, la conclusión a la que llega su autor es que: «La mayoría de los casos evidencian que la participación pública conduce a mejores decisiones que en ausencia de esa participación; añadiendo nueva información, nuevas ideas y nuevos análisis; y teniendo un acceso adecuado a los recursos científicos y técnicos» (Beierle, 2000). En un sentido similar argumenta K. Shrader-Frechette (1997:231), al señalar que «La ejecución de proyectos fracasa generalmente cuando la agencia gubernamental –que promueve alguna tecnología– intenta ‘vender‘ una decisión tomada de antemano y no fomenta la educación pública» (cursivas nuestras).

Esto es más importante de lo que parece, puesto que nos introduce en un cuestionamiento, y a la vez en una redefinición, de la noción de eficiencia. Dicho de otra manera, algunos objetarán que la insistencia en la participación lleva más tiempo y retrasa la toma de decisiones, haciendo menos eficiente el proceso. Efectivamente, lleva más tiempo y retrasa la toma de decisiones, pero esto no significa que disminuya la eficiencia en esa toma de decisiones, puesto que, como vimos más arriba, mejora la calidad de las mismas. Por otro lado, si tenemos en cuenta que la participación pública no sólo contribuye a la mejora de la calidad sino a plantear adecuadamente cuál es el problema, lo que ocurre es que la eficiencia se puede ver como uno de los resultados más destacados del proceso de participación pública, que conduce a no construir infraestructuras innecesarias con fondos públicos, tal y como muestra el ejemplo de la derogación del trasvase del Ebro, una vez demostrado que el problema no consiste en la escasez física, sino en que la escasez se construye socialmente (Aguilera y otros, 2000) manteniendo comportamientos derrochadores o ineficientes o cultivando productos incompatibles con las características edafoclimáticas del lugar de cultivo. En otras palabras, la mejora de la eficiencia que se puede obtener –en términos económicos, ambientales y sociales– con la citada derogación es muy elevada, pues evita una transferencia de fondos públicos hacia las constructoras, previniendo, en suma, que se construyan infraestructuras innecesarias, lo que a nuestro juicio constituye la ineficiencia máxima.

Además del ejemplo del trasvase del Ebro, Flyvbjerg y otros (2003), tras estudiar una muestra significativa de megaproyectos por todo el mundo, señalan que la mayoría de los megaproyectos que se construyen comparten unas características que resumen en las siguientes:

1. Mientras se construyen cada vez más megaproyectos (…) los resultados son muy pobres en términos económicos, ambientales y de apoyo ciudadano.

2. El desarrollo de los megaproyectos no constituye hoy un campo que pertenezca a lo que se denomina «cálculos honestos» [por el contrario] apenas hay cálculos fiables y menos aún los cálculos de los llamados expertos.

3. Los promotores de los megaproyectos con frecuencia evitan y violan las prácticas establecidas de buen gobierno, transparencia y participación en la toma de decisiones política y administrativa.

4. Existe un comportamiento de buscadores de rentas en aquellos que justifican la inversión en infraestructuras, explicado por el hecho de que dichas inversiones pueden generar beneficios para grupos concretos de constructores y usuarios, mientras que la mayor parte de los costes recae sobre los contribuyentes.

Por lo tanto, es importante recordar la necesidad de realizar un análisis coste-beneficio riguroso y, además, reconocer que:

Dado que las cuestiones medioambientales incluyen a menudo conflictos no sólo de intereses sino también de valores, el método para resolverlos pasa por la deliberación y el debate (...) deliberar no sólo sobre los costes y beneficios de un proyecto, sino también acerca de los valores morales implicados en el mismo, la distribución de ganancias y pérdidas y los argumentos que avalan una u otra decisión (Jacobs, 1996:14).

Decisiones autoritarias vs. decisiones democráticas

La cuestión a resolver consiste en que para llevar a cabo lo anterior es necesario empezar por cambiar las preguntas, si realmente deseamos comprender: a) ¿cuál es el problema que estamos analizando?, y b) ¿cuáles son las alternativas posibles?

Por eso sugerimos como guía metodológica abierta al lector el cuadro 2, que muestra una comparación, con un cierto grado de ironía, entre el contenido de una «decisión autoritaria» y el de una «decisión democrática».

La «decisión autoritaria» se caracteriza porque: a) la solución suele estar determinado de antemano, como indica Shrader-Frechette, e incluso es previa a la definición pública y aceptada del problema; b) suele aparecer como «legitimada» por «expertos» a los que no se les ha pedido que reflexionen sobre ella, sino que den esa solución exactamente, por lo que suelen insistir en que es la mejor entre las opciones alternativas, que raramente se muestran; y c) se intenta camuflarla como una decisión participativa, aunque la participación raramente va más allá del «trámite participativo» de exposición del proyecto y de la apertura de los treinta días hábiles para la presentación de recursos, tal y como expresa el propio lenguaje administrativo.

Frente a esta manera autoritaria de tomar decisiones, entendemos que una «decisión democrática» o solidaria se caracteriza fundamentalmente porque: a) se atreve a cambiar las preguntas, lo que permite ver que realmente existen diferentes opciones alternativas viables, al redefinir la cuestión preguntando cuál es exactamente el problema que queremos abordar, por qué se ha generado y cuáles son las posibles soluciones, y b) acepta, como parte necesaria de la decisión, abrir un debate público argumentado, razonado y disciplinado en el que pueden intervenir expertos independientes y no expertos, con el objetivo de ofrecer claridad sobre las cuestiones en discusión, así como sobre la multidimensionalidad de estas, y el conflicto entre valores e intereses. Se trata, en definitiva, de crear una «comunidad de evaluadores extendida» (Funtowicz y Ravetz, 1993) y de explicitar todos los aspectos que influyen en la decisión, incluyendo no sólo lo que sabemos, sino también mostrando lo que no sabemos, es decir, nuestra ignorancia. Dicho de otra manera, el reconocimiento de la ignorancia es fundamental, pues proporciona una información muy relevante que raramente se muestra. De hecho,

La verdadera competencia técnica de los expertos no consiste, pues, en afirmar de manera categórica hechos de los cuales se podrán deducir necesariamente consecuencias en materia de políticas (…) Reside más bien en las reservas que emiten, fundadas en sus juicios competentes, de modo que su consejo sea oportuno y útil (Ravetz, 1996:68).

Este es el tipo de competencia técnica que la comunidad científica y la sociedad civil llevan años emitiendo sobre la gestión del agua, y que es sistemáticamente desoída. No se trata únicamente de derogar un trasvase, como el del Ebro, que era innecesario, sino también de empezar a pensar de otra manera sobre la gestión del agua y de ver qué costes podemos permitirnos y cuáles no podemos soportar, de empezar a potenciar, en serio, la participación pública, y de dejar de verla como una amenaza a los políticos elegidos. No en vano la legitimidad de la democracia no reside, sólo, en las elecciones y en los votos, sino, fundamentalmente, en la calidad de las decisiones y en la aplicación de las leyes. Tal y como acertadamente señala la actual ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona (2004:vii), «No hay mayor amenaza para el medio ambiente que la demagogia, es decir, el engaño a los ciudadanos, el ocultismo intencionado de datos y decisiones, la manipulación interesada de la situación real de los recursos naturales y de las alternativas que existen para explotarlos adecuadamente». Otra cosa es que el Ministerio de Medio Ambiente se tome esta afirmación en serio.

Referencias bibliográficas

1. Aguilera, F. (1994). «Agua, economía y medio ambiente: interdependencias físicas y la necesidad de nuevos conceptos», Revista de Estudios Regionales, nº 167, pp. 113-130.        [ Links ]

2. Aguilera, F. (1999). «Hacia una nueva economía del agua: cuestiones fundamentales», en P. Arrojo y J. Martínez Gil, coords., El agua a debate desde la Universidad. Hacia una nueva cultura del agua, Zaragoza, Institución Fernando El Católico, CSIC.        [ Links ]

3. Aguilera, F. (2002). Los mercados de agua en Tenerife. Bilbao, Bakeaz.         [ Links ]

4. Aguilera, F. y otros (2000). «The Social Construction of Scarcity. The Case of Water in Tenerife (Canary Islands)», Ecological Economics 34, pp. 233-245.        [ Links ]

5. Ayres, R. y A. Kneese (1974). «Producción, consumo y externalidades», en J.A. Gallego Gredilla, Economía del medio ambiente, pp. 7-71, Madrid, Instituto de Estudios Fiscales.        [ Links ]

6. Bauer, C. (1999). «Slippery Property Rights: Multiple Water Uses and the Neoliberal Model in Chile, 1981-1995», en P. Arrojo y J. Martínez-Gil, coords., El agua a debate desde la Universidad. Hacia una nueva cultura del agua, pp.697-738, Zaragoza, Institución Fernando El Católico, CSIC.         [ Links ]

7. Beierle, T.C. (2000). «The Quality of Stakeholder-Based Decisions: Lessons from the Case Study Record», Discussion Paper 00-56, Washington, Resources for the Future.        [ Links ]

8. Círculo de Empresarios (2003). «Agricultura: reflexiones críticas sobre un sector subvencionado», disponible en http://circulodeempresarios.org.        [ Links ]

9. Ciriacy-Wantrup, S.V. (1952). Resource Conservation: Economics and Policies. Berkeley, University of California Press.        [ Links ]

10. Estevan, A. (2002). «La gestión del agua en el Mediterráneo español. La necesidad de una solución europea para un problema europeo», inédito.        [ Links ]

11. Flyvbjerg, B; Bruzelius, N; y Rothengatter, W. (2003). Megaprojects and Risk: An Anatomy of Ambition. Cambridge, Cambridge University Press.         [ Links ]

12. Funtowicz, S. y Ravetz, J. (1993). Epistemología política. Ciencia con la gente, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina.        [ Links ]

13. Howe, C.W. (1996). «Water Resources Planning in a Federation of States: Equity versus Efficiency», Natural Resources Journal, vol. 36, pp. 29-36.        [ Links ]

14. Hueting, R. (1991). «Correcting National Income for Environmental Losses: A Practical Solution for a Theoretical Dilemma», en R. Costanza, ed., Ecological Economics. The Science and Management of Sustainability, pp. 194-213, Nueva York, Columbia University Press.        [ Links ]

15. Hueting, R. y B. de Boer (2001). «The Parable of the Carpenter», International Journal of Environment and Pollution, vol.15, nº 1, pp. 42-50.        [ Links ]

16. Jacobs, M. (1996). La economía verde. Medio ambiente, desarrollo sostenible y la política del futuro, Barcelona, Icaria.         [ Links ]

17. Kapp, W. (1963). Social Costs of Business Enterprise, Bombay-Londres, Asia Publishing House.        [ Links ]

18. Mishan, E.J. (1971). Los costes del desarrollo económico, Barcelona, Oikos-Tau.        [ Links ]

19. Mishan, E.J. (1982). «The New Controversy about the Rationale of Economic Evaluation», Journal of Economic Issues, vol. XVI, nº 1, pp. 29-47.        [ Links ]

20. Narbona, C. (2004). «Prólogo», Recursos mundiales, 2004. Decisiones para la tierra: equilibrio, voz y poder, Madrid, Instituto de Recursos Mundiales-Ecoespaña.        [ Links ]

21. O’Riordan, T. y A. Jordan (1995). «The Precautionary Principle in Contemporary Environmental Politics», Environmental Values, vol. 4, nº 3, pp. 191-212.        [ Links ]

22. Ravetz, J. (1996). «Conocimiento útil, ¿ignorancia útil?», en J. Thies y B. Kalaora, comps., La tierra ultrajada: los expertos son formales, Barcelona, FCE.         [ Links ]

23. Sen, A.K. (2000). Desarrollo y libertad, Barcelona, Planeta.        [ Links ]

24. Shrader-Frechette, K. (1997). «Amenazas tecnológicas y soluciones democráticas», en M. González, J. López y J. Luján, eds., Ciencia, tecnología y sociedad, pp. 225-236, Barcelona, Ariel.        [ Links ]

25. Swaney, J.A. (1987). «Building Instrumental Environmental Control Institutions», Journal of Economic Issues, vol. XXI, nº 1, pp. 295-308.        [ Links ]

26. Unión Europea (2000). «Directiva Marco Europea del Agua», disponible en http://ec.europa.eu/environment/water/water-framework/index_en.html.        [ Links ]

27. Zimmerman, E.W. (1964). Introduction to World Resources, Nueva York, Harper & Row Publishers.        [ Links ]