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Cuadernos del Cendes
versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X
CDC v.25 n.68 Caracas ago. 2008
La precaria sostenibilidad de la democracia en Latinoamérica*
Osvaldo Sunkel**
* Esta es una versión traducida y revisada de un artículo del mismo título publicado en Björn Hettne, ed., Sustainable Development in a Globalized World, v. I, Gran Bretaña, Palgrave Macmillan, 2008. Traducción para Revista Cuadernos del Cendes, Nora López.
** Presidente de la Corporación de Investigaciones para el Desarrollo (CINDE), Santiago de Chile. Chile.
Correo-e: osunkel@manquehue.net
Resumen
La acentuación de la globalización y la adopción de políticas neoliberales en los ochenta llevó a un cambio socioeconómico radical en los países latinoamericanos, que pasaron del modelo de desarrollo estadocéntrico al mercadocéntrico, mientras en casi todos surgían regímenes democráticos. Se suponía que ambos enfoques se reforzarían mutuamente. Dos décadas después hay que cuestionar tal supuesto. Un crecimiento económico lento e inestable, persistencia o empeoramiento de la pobreza, desigualdad, subempleo y desempleo, polarización y frustración sociocultural, integración transnacional de las elites y desintegración nacional de las clases media y trabajadora, inestabilidad política y crisis de gobernabilidad, más corrupción y debilidad de los sistemas políticos, sugieren que, en Latinoamérica, el neoliberalismo está socavando la democracia.
Palabras clave:
Democracia / Desarrollo estadocéntrico / Neoliberalismo / Neoestructuralismo / Desarrollo desde dentroAbstract
The escalation of globalization and the adoption of neoliberal policies in the 1980´s led to a radical socioeconomic reorganization as L.A. countries moved from the state-led to the market-led development model. Simultaneously, democratic regimes emerged in most of them. Both trends were supposed to reinforce each other. Two decades later, this assumption has to be seriously questioned. Slow and unstable economic growth, the persistence or worsening of poverty, inequality and under- and unemployment, sociocultural polarization and frustration, transnational integration of the elites and national disintegration of the middle and working classes, political instability and governance crises, plus the corruption and weaknesses of the political systems, suggest that, in the Latin American context, neoliberalism is undermining democracy.
Key words: Democracy / State-led development / Neoliberalism / Neostructuralism / Development from within
RECIBIDO: MAYO 2008
ACEPTADO: JULIO 2008
Introducción
Por primera vez en la historia desde la década de los ochenta todos los países latinoamericanos, con excepción de Cuba, han alcanzado el estatus político de democracias, al menos en cuanto a que sus autoridades políticas fueron elegidas en comicios relativamente libres y más o menos limpios. A falta de cumplir muchos otros requisitos, las denominaremos en este trabajo «democracias electorales» (UNDP, 2005). Además, a diferencia de lo que ocurría frecuentemente en la historia previa, en las últimas décadas ningún Gobierno ha sido derrocado por un golpe militar. Por estas razones, entre otras, hasta hace poco se esperaba que la democracia echara raíces y floreciera, reforzada por los procesos simultáneos de la globalización y la adopción de medidas neoliberales para reducir el papel del Estado y aumentar el del mercado. Se daba por sentado que la democratización, la globalización y el neoliberalismo venían tomados de la mano.
Lamentablemente, la tendencia pareciera ir en dirección contraria, puesto que en varios países la democracia se ha debilitado y se ha vuelto más precaria, como lo demuestran con patente claridad las frecuentes y serias crisis de gobernabilidad que han significado que desde 1990 nueve presidentes fueran destituidos o tuvieran que renunciar antes de finalizar su mandato: Alberto Fujimori (Perú, 1992), Jorge Serrano (Guatemala, 1993), Abdala Bucaram (Ecuador, 1997), Luis María Argaña (Paraguay, 1999), Jamil Mahuad (Ecuador, 2000), Fernando de la Rúa (Argentina, 2001), Gonzalo Sánchez de Losada (Bolivia, 2002), seguidos más recientemente (2005) por Carlos Meza (Bolivia) y Lucio Gutiérrez (Ecuador). Además, en las elecciones presidenciales más recientes, salvo pocas excepciones ganaron candidatos que criticaban decididamente las políticas neoliberales y las consecuencias negativas del proceso de globalización, y proponían correcciones o buscaban alternativas: Hugo Chávez (Venezuela, reelecto en 2004 y 2006), Daniel Ortega (Nicaragua, 2006), Rafael Correa (Ecuador, 2006), Néstor Kirchner (Argentina, 2004), Tabaré Vázquez (Uruguay, 2005), Evo Morales (Bolivia, 2006), Cristina Fernández de Kirchner (Argentina 2007). Por su parte Ollanta Humala y Andrés Manuel López Obrador obtuvieron fuertes votaciones en las elecciones presidenciales de Perú y México, respectivamente.
Para comprender mejor esta situación es necesario entender los efectos de las profundas transformaciones socioeconómicas que han experimentado los países latinoamericanos en las tres últimas décadas, como consecuencia de la adopción generalizada de las política neoliberales del llamado «consenso de Washington» a partir de los años ochenta, y del acelerado proceso de globalización iniciado en la década anterior. Pero eso no es suficiente, es indispensable también ir mucho más atrás en la historia. Las raíces de algunos de los obstáculos más formidables para la democracia, no obstante el creciente anhelo y lucha por sociedades más democráticas, se hunden en la época colonial y en la persistencia de algunas de esas características a lo largo de los siglos XIX y XX, a pesar de procesos de modernización y desarrollo socioeconómico, cultural y políticos significativos, pero parciales, heterogéneos y discriminatorios.
En consecuencia, comenzaremos con algunas referencias básicas a los antecedentes sociopolíticos, institucionales y culturales heredados del pasado colonial, para abordar posteriormente los procesos de desarrollo y modernización parcial que tuvieron lugar en Latinoamérica durante la segunda mitad del siglo XIX, en tiempos de la expansión mundial del Imperio Británico acompañado más tarde y después remplazado por los Estados Unidos de América, que dejaron una marca indeleble en las estructuras económicas, sociales y políticas de la mayoría de los países latinoamericanos, particularmente como resultado del desarrollo en todos ellos de actividades especializadas de exportación de productos primarios.
Luego nos referiremos a las profundas transformaciones que sobrevinieron después de las dos guerras mundiales, y particularmente a los efectos, más perdurables, de la Gran Depresión de principios de la década de los treinta. En especial al nuevo papel más amplio y activo del Estado en el campo económico, social e internacional, lo que cambió los escenarios del desarrollo y la modernización, no solo en la región latinoamericana, sino en todo el mundo, desde la década de los cuarenta hasta los setenta.
Seguidamente se hará alusión a las consecuencias del comienzo del proceso de globalización en los años setenta, a las crisis de la deuda y del desarrollo a principios de los ochenta, y al dramático giro, desde las políticas económicas del período anterior, que denominaremos «estadocéntricas», a las políticas neoliberales inauguradas en la década de los ochenta, que llamaremos «mercadocéntricas». De este modo, a partir de entonces llegaron a coincidir en el tiempo la adopción de economías de mercado, por una parte, y la instauración de democracias electorales, por la otra.
En las secciones posteriores se examinará el contraste entre las expectativas que originó el establecimiento de regímenes democráticos y los pobres resultados de las políticas económicas neoliberales, la consecuente desilusión y pérdida de fe en la democracia y en esas políticas, y las reacciones y respuestas que se están produciendo más recientemente. Se prestará especial atención a la irrupción en el escenario político de amplios sectores populares, sistemáticamente marginados y reprimidos, particularmente en países con un fuerte componente poblacional de origen indígena o africano. Un recordatorio de estructuras y condiciones sociales históricas que hasta ahora los países latinoamericanos no han podido o no han querido superar. Su creciente efervescencia política, compartida también por importantes segmentos de la clase trabajadora y la clase media, ha generado significativas movilizaciones sociopolíticas e influido en que la gran mayoría de las elecciones presidenciales se hayan inclinado hacia posiciones críticas al neoliberalismo y la globalización. Estas nuevas orientaciones, que presentan grandes diferencias entre los países, se califican un tanto livianamente de izquierdizantes y populistas, simplemente porque demandan una mayor presencia y acción del Estado, en especial en materia de políticas sociales.
De hecho, en el ámbito del pensamiento socioeconómico y de las políticas económicas y sociales se han generado fuertes reacciones ante los decepcionantes resultados de las políticas económicas neoliberales de las últimas décadas. Esto ha llevado, de un lado, a que los partidarios del neoliberalismo y la globalización insistan en ampliar, profundizar y complementar las políticas mercadocéntricas, argumentando que se requiere más tiempo, profundizar las reformas e introducir otras adicionales, mientras, por otro lado, sus críticos, que no comparten el ideologismo neoliberal extremo, proponen, exploran y ensayan enfoques y políticas alternativas. Estas van desde propuestas de retornar al desarrollismo del período estadocéntrico e intentos de implementación de un «socialismo del siglo XXI», a propuestas de políticas de desarrollo renovadas a la luz de la crítica de sus deficiencias anteriores, y actualizadas en función de las nuevas y cambiadas realidades y circunstancias de cada país y del fenómeno de la globalización, como es el caso del neoestructuralismo.
Sobra advertir que en este breve ensayo no se intenta más que una caracterización general y sintética de algunos rasgos y fenómenos básicos que presentan gran similitud en los diferentes países de América Latina, debido fundamentalmente a su conformación histórica común, a la forma similar en que han estado insertos en la economía mundial y a la semejanza en la manera como han evolucionado sus políticas económicas y sociales, en especial las más recientes. Es evidente que no se pretende que esta caracterización general se ajuste necesariamente a las especificidades de cada país.
Antecedentes sociopolíticos y culturales de la época de la colonia
Latinoamérica estuvo sometida al dominio español y portugués del siglo XVI al XVIII, un periodo colonial mucho más largo que el experimentado por cualquier otra región del mundo. Los colonizadores ibéricos destruyeron y desarticularon sistemáticamente los imperios y civilizaciones azteca e inca que encontraron a su llegada. Al erigir nuevos sistemas sociales crearon una cultura, instituciones y conjuntos de reglas formales e informales ad hoc, facilitando así la explotación de la abundante población indígena sobreviviente a fin de producir lo que se necesitaba para la subsistencia de la población colonial, particularmente de la elite de colonizadores, pero sobre todo para la gran fuerza laboral trasladada a las actividades mineras y de exportación de productos tropicales.
Es esencial recordar que la cultura y las instituciones formales o informales impuestas por España y Portugal provenían de la parte de Europa que era preliberal, premoderna, precientífica y preindustrial, y que a los movimientos religiosos de la Reforma había respondido con la Contrarreforma, incluyendo su notoria Inquisición, en una estrecha alianza entre la Iglesia Católica y el Estado. Por otra parte, eran imperios altamente centralizados, autoritarios, corporativos, mercantilistas, escolásticos, patrimoniales, feudales y belicosos. La libertad no se entendía como un derecho del ciudadano, sino como un privilegio jurídico concedido «desde arriba» (Wiarda, 1998).
Las sociedades indígenas preexistentes se concentraban fundamentalmente en los imperios inca y azteca, mientras otras regiones estaban escasamente pobladas por sociedades de recolectores y cazadores preagrícolas, o prácticamente deshabitadas. Como resultado, durante el periodo colonial y el siglo XIX surgió una importante diferenciación entre distintas regiones en Latinoamérica (Sunkel y Paz, 1970). La reorganización de imperios y culturas indígenas preexistentes con el fin de exportar metales preciosos tuvo lugar más que nada en México, Centroamérica (excepto Costa Rica) y los países andinos, especialmente Perú, Bolivia y Ecuador. Las ciudades capitales de los virreinatos que creó la Corona, Ciudad de México, Quito y Lima, se convirtieron en centros de poder, riqueza y prestigio, como lo atestigua todavía su espléndida arquitectura colonial. El otro lado de la moneda son las grandes masas de personas de origen indígena marginadas, discriminadas cultural y racialmente, explotadas económicamente sobre todo en las zonas rurales, pero también cada vez más en las urbanas que hasta el día de hoy forman la vasta mayoría de la población más pobre de la región.
En contraste con esas áreas provistas de abundante mano de obra y riquezas minerales, las islas del Caribe y Brasil estaban constituidos por fértiles tierras tropicales escasamente pobladas. Allí la mano de obra fue traída de África y la economía se organizó con base en el sistema de plantaciones, originando otro tipo de sociedades altamente jerárquicas, cimentadas en la esclavitud y gobernadas por una pequeña minoría blanca. Todavía hoy una amplia población de negros y mulatos pobres, tanto cultural como racialmente discriminados, conforman la mayoría de la población de las áreas rurales, y crecientemente de las urbanas, de esos países, así como de las zonas costeras tropicales de otras naciones como Colombia y Venezuela.
A fines del siglo XIX y comienzos del XX se desarrollaron en América Latina nuevas actividades de exportación agrícola y minera en gran escala como consecuencia, primero de la expansión mundial del Imperio Británico, y luego de los crecientes intereses económicos y políticos de Estados Unidos en Centroamérica (Cortés Conde y Hunt, 1985). Esto trajo consigo una etapa temprana y muy parcial de modernización capitalista, con grandes inversiones extranjeras en el sector exportador y en las actividades afines de transporte, comunicaciones y comercio, concentradas en las áreas urbanas y portuarias. Mientras tanto, las estructuras sociopolíticas en el interior de los países, donde tenía lugar la mayor parte de las nuevas y ampliadas actividades de exportación agrícola y minera, permanecieron más o menos inalteradas, con el poder económico y político concentrado en manos de terratenientes tradicionales y grandes compañías extranjeras, que siguieron explotando a las grandes masas rurales de origen indígena o africano en forma similar a los tiempos de la Colonia.
Los países del Cono Sur latinoamericano, incluyendo a Argentina, Uruguay, la parte meridional de Brasil y en cierta medida Chile, al igual que Costa Rica en Centroamérica, no se prestaban a la explotación colonial en haciendas y plantaciones dada su escasa población de tribus preagrícolas, lo que obligó a los conquistadores a dedicarse a actividades productivas, básicamente de supervivencia. Durante la segunda mitad del siglo XIX comenzó a llegar a estas regiones y países una gran ola migratoria europea causada, entre otros factores, por la revolución industrial y por la gran expansión del Imperio Británico, lo que facilitó el desarrollo de actividades agrícolas de exportación. En contraste con los conquistadores y colonizadores españoles y portugueses, estos inmigrantes, que en algunos casos llegaron a constituir proporciones significativas de la población, trajeron consigo elementos de la cultura agrícola e industrial de Europa, incluyendo experiencia empresarial, destrezas técnicas, familiaridad con organizaciones sociales e ideas religiosas y políticas progresistas. Además, debido a la escasez de mano de obra esclava o servil en las regiones donde se asentaron, tuvieron que depender más extensamente del trabajo propio y de la familia, en sus esfuerzos de sobrevivir y prosperar.
Desde el punto de vista que nos interesa aquí, la consecuencia más importante fue el desarrollo de movimientos y partidos políticos de las clases obrera y media urbana, siendo la segunda mucho más significativa aquí que en los otros dos grupos de países. Pero las poderosas clases terratenientes formadas durante la Colonia y el siglo XIX, algunas de las últimas relacionadas con la inversión extranjera, lograron concentrar la propiedad de la tierra en unas pocas manos y organizar una estructura rural dominante basada en el complejo latifundio-minifundio que persistió hasta cierto punto hasta hace poco o que aún existe en algunas partes.
Primeros pasos en la larga marcha hacia la democracia
Desde fines del siglo XVIII la democracia se convirtió en la inspiración y aspiración de las elites latinoamericanas. Los líderes del movimiento independentista, como Francisco de Miranda, Simón Bolívar, Simón Rodríguez y José de San Martín, habían recibido una gran influencia de los ideales de la Ilustración, el liberalismo, la Revolución Francesa y la independencia norteamericana. De hecho, muchos de ellos participaron en los dos últimos procesos, tanto en Europa como en Estados Unidos. Esto influyó en que desearan establecer una forma de gobierno republicano en Latinoamérica. No obstante, tuvieron que encarar la dura realidad de estructuras sociales oligárquicas heredadas de la época colonial y de las tendencias de fragmentación y desintegración inherentes al derrumbe del sistema colonial español. Las soluciones pragmáticas que aplicaron fueron concentrar todo el poder en el Ejecutivo, en detrimento del Poder Judicial y del Legislativo, destinar la representación democrática únicamente a los terratenientes, otorgar privilegios corporativos especiales a los militares y a la Iglesia Católica, y establecer mecanismos para mantener a las clases bajas bajo control (Prats, 2005).
El sistema colonial español era una red gigantesca de privilegios corporativos e individuales que a fin de cuentas dependía directamente de la autoridad del monarca y de sus delegados. Esta red de clientelismo, patrimonialismo y entidades interconectadas se desintegró con las guerras de independencia y con la descomposición de los virreinatos de México, Perú y Quito en varios Estados independientes. Esto condujo a pugnas y conflictos políticos internos en muchos de los nuevos Estados durante más de un siglo, y al predominio de dictaduras militares y regímenes caudillescos, con unos pocos interludios de gobiernos democráticos altamente elitistas. Excepciones importantes, aunque solo parciales, fueron Chile, Costa Rica y Uruguay.
Brasil, que abarca casi la mitad del territorio sudamericano, no se dividió en varios Estados independientes gracias a que la monarquía portuguesa se refugió allí en 1808, ante la inminente invasión de Portugal por las tropas de Napoleón, y al establecerse en ese territorio mantuvo juntas sus diferentes regiones. Pero con el fin de la monarquía brasileña en 1889, Brasil tuvo también su cuota de dictaduras militares y caudillos.
Mientras tanto, con diferencias importantes entre los países más grandes y los más pequeños, y sus diferentes historias coloniales, desde la década de los veinte en adelante tuvo lugar una creciente urbanización y una expansión continua de los sectores exportadores y de las inversiones privadas, así como un incipiente proceso de industrialización, lo cual condujo a un crecimiento de la clase trabajadora y de la clase media, y movimientos sociopolíticos que demandaban democracia; pero en la mayoría de los casos fueron sistemáticamente confrontados y sofocados por alianzas conservadoras tradicionales de grandes terratenientes, capital extranjero e intereses comerciales y financieros afines. En muchos países dichas alianzas se deshicieron como consecuencia de la quiebra financiera de 1929 y de la Gran Depresión que vino a continuación en los países industrializados: notablemente en Gran Bretaña y Estados Unidos, las potencias dominantes vis-à-vis Latinoamérica.
Como consecuencia, en todos los países latinoamericanos cayeron las exportaciones, se esfumaron la inversión y el financiamiento extranjeros, creció enormemente el desempleo, disminuyeron las reservas de divisas y los déficit fiscales aumentaron; en suma una crisis económica y sociopolítica catastrófica. Todo esto debilitó la estructura de poder oligárquico-rural tradicional y puso fin al ciclo y modelo dinámico de exportación de productos primarios que habían prevalecido desde alrededor de los años setenta decimonónicos, con lo que finalizó la era liberal de fines del siglo XIX.
Industrialización y desarrollo estadocéntricos
Para salir de esa profunda crisis, en los países latinoamericanos, como en muchos otros alrededor del mundo, se puso en acción el Estado, el cual promulgó políticas fiscales, monetarias, financieras, arancelarias, de empleo, de control de cambios y de comercio internacional, que favorecieron un aumento de la producción, el empleo y las inversiones nacionales, mientras limitaban y controlaban las importaciones. Fue el comienzo de la denominada «sustitución de importaciones», no solo en Latinoamérica, sino en todo el mundo, incluyendo los países industrializados.
En las naciones latinoamericanas y otras subdesarrolladas, la reducción y el control de la importación de manufacturas crearon las condiciones para el desarrollo de un sector industrial nacional. Mientras tanto, en los países industriales se limitaba la importación de productos de origen agropecuario, lo que desembocó eventualmente en la protección, apoyo y subsidio de sus propios sectores agrícolas; una situación que aún existe, como lo atestigua el nuevo y reciente fracaso de la ronda de negociaciones de Doha.
El problema que más afectaba y preocupaba a los países industriales era la inmensa masa de desempleo urbano generada por la Gran Depresión y la correspondiente capacidad productiva ociosa en el sector manufacturero, una situación que motivó grandes incrementos en el gasto público mediante programas como el New Deal del presidente Roosevelt en Estados Unidos, las políticas sociales que desembocaron en el Estado de Bienestar en varios países europeos, y los programas de obras públicas y armamento en la Alemania nazi y la Italia fascista.
La crisis mundial que llevó a esas políticas de emergencia también condujo eventualmente a una revolución en la teoría económica con la publicación de la Teoría general de J.M. Keynes. Allí se justificaba teóricamente el aumento del gasto deficitario del Gobierno en situaciones caracterizadas por una demanda efectiva insuficiente, y se convertía el pleno empleo en el objetivo central de la política económica, con lo cual se daba al Estado un papel protagónico en el crecimiento económico.
El tema del desarrollo económico y la modernización alcanzó el tope de la agenda internacional como resultado de un proceso histórico complejo que incluyó elementos cruciales tales como la revolución socialista en la Unión Soviética, la Segunda Guerra Mundial, la creación de las Naciones Unidas, la implantación de regímenes socialistas en países de Europa central y en China, el proceso de descolonización en África y Asia, la Guerra Fría, la práctica de la economía planificada en los países socialistas, y la aplicación de políticas económicas basadas en el nuevo enfoque keynesiano del pleno empleo y el crecimiento económico, en el mundo capitalista.
En Latinoamérica surgió una nueva orientación a favor de políticas dirigidas a la promoción del desarrollo económico, la industrialización y las políticas sociales. Este cambio de perspectiva se debió principalmente a factores tales como el fracaso y derrumbe definitivo del modelo decimonónico de exportación de productos primarios, las nuevas condiciones que eso creó para el desarrollo y/o expansión del sector manufacturero nacional, las dificultades económicas experimentadas durante la Segunda Guerra Mundial, los cambios fundamentales en el entorno económico y sociopolítico internacional y una población urbana en veloz crecimiento.
Lo anterior condujo a un papel cada vez mayor del Estado en el desarrollo económico, a un sector público en expansión, con nuevos organismos, servicios y empresas estatales, a un aumento de la clase media profesional, y al surgimiento de sindicatos obreros y partidos populares y de izquierda. Todo acompañado por fuertes influencias políticas y culturales internacionales a favor del progreso económico, la democracia y los derechos humanos. Lógicamente, la trascendencia de ese proceso varió mucho entre los diferentes países latinoamericanos, dependiendo de su tamaño, grado de industrialización y urbanización, composición étnica de la población, y otros factores.
Un componente crucial de este cambio y reorientación fundamentales en las políticas económicas y sociales de Latinoamérica como fue el caso de las revoluciones keynesianas y socialistas en el exterior fue el importante papel ideológico, teórico y consultivo de un grupo de economistas reunidos en la Comisión Económica para América Latina (Cepal) de las Naciones Unidas, creada en 1948, con sede en Santiago de Chile. El líder de este grupo fue Raúl Prebisch, un economista argentino que dirigió el Banco Central de Argentina cuando ese país sufría las consecuencias de la Gran Depresión e implementó políticas monetarias anticíclicas sumamente heterodoxas. Prebisch conocía igualmente de primera mano la histórica relación económica de dependencia de su país vis-à-vis la Gran Bretaña, particularmente las negociaciones que tuvieron lugar entre ambos países en las décadas de los veinte y los treinta. Además, estaba familiarizado con la experiencia de otras naciones latinoamericanas como Uruguay, Brasil, México y Venezuela.
Prebisch no era solamente un observador partícipe y con experiencia profesional, sino también un teórico vigoroso y de gran originalidad. Internacionalmente se le conoce más por su famosa y polémica tesis (elaborada también por Hans Singer) sobre el deterioro secular de la relación de intercambio de las materias primas en el comercio internacional, pero eso es tan solo el corolario de su análisis del desarrollo y el subdesarrollo en el sistema capitalista mundial.
Para Prebisch, el sistema económico internacional estaba compuesto por un centro, a saber, las potencias industriales de Europa y Norteamérica, y una periferia que incluía los países latinoamericanos y otras economías no industriales. Lo que determinaba el dinamismo de este sistema eran los incrementos de productividad debidos al progreso tecnológico que tenía lugar en el sector manufacturero de las economías industriales más avanzadas, lo que llevaba a aumentos sustanciales en el ingreso y la riqueza de esos países. La clase trabajadora participaba de esos aumentos hasta cierto punto, gracias a su capacidad de organización y a la relativa escasez de mano de obra.
Para su desarrollo, los países industrializados necesitaban importar productos minerales y agrícolas que eran suministrados por los países de la periferia a cambio de las manufacturas que ellos importaban. En este proceso histórico, el centro había adquirido ventajas comparativas en la producción y exportación de bienes industriales, sector donde tenía lugar el progreso tecnológico y los aumentos de productividad, mientras la periferia se especializaba en la producción y exportación de materias primas y productos agrícolas. El progreso tecnológico y los aumentos de productividad no se extendieron en forma significativa a esas actividades primarias porque la mano de obra era abundante y barata, lo que mantenía los salarios en el nivel de subsistencia. Por consiguiente, en los países de la periferia el ingreso y la riqueza aumentaron más lentamente que en las naciones industriales del centro, y se acumularon mayormente en manos de los dueños de la tierra y de las minas y las grandes empresas nacionales y extranjeras, determinando la persistencia de una estructura productiva atrasada, una distribución muy desigual de los ingresos y una considerable salida de utilidades al extranjero.
Por otra parte, en el largo plazo el comercio internacional propendía a beneficiar a los países industriales, ya que existía una tendencia desfavorable en la relación de precios entre las exportaciones de productos básicos y las importaciones de manufacturas. Esto se debía a dos factores. En primer lugar, la elasticidad de la demanda de los productos manufacturados que importaban los países subdesarrollados era mucho mayor que la de los productos primarios importados por los países industriales. En segundo lugar, el progreso tecnológico en estos últimos conducía a un remplazo y/o a una utilización más eficiente de los productos primarios obtenidos de la periferia, determinando un coeficiente descendente de importaciones primarias por unidad de producto. A todo esto había que añadir otra desventaja para los países subdesarrollados: la grave inestabilidad coyuntural que caracterizaba la producción, exportaciones y precios de productos primarios en la economía internacional.
En consecuencia, las características del sistema centro-periferia, si bien contribuían positivamente al desarrollo de los países industriales, habían determinado una estructura productiva atrasada y heterogénea de las economías de Latinoamérica, caracterizadas por un sector relativamente modernizado, que se había especializado en la oferta de productos primarios para la exportación, y un territorio rural interior que se mantenía en condiciones de atraso colonial y subdesarrollo.
De este análisis se derivan dos conclusiones estratégicas principales. En primer lugar, que la industrialización era necesaria para la modernización y el desarrollo de los países de la periferia, visto que el sector industrial era el portador del progreso tecnológico, de tal manera que la eventual exportación de manufacturas compensaría la desventaja derivada de la especialización en la exportación de productos primarios. En segundo lugar, que también se requería una reforma agraria y la modernización rural para superar el atraso y la explotación de la población que prevalecían en las zonas agrícolas del interior. La principal conclusión referente a políticas públicas fue que, tal como en la experiencia contemporánea de los países desarrollados y socialistas de esa época, el Estado tenía que desempeñar un papel protagónico para que se produjeran ambos procesos: la industrialización y la transformación y modernización rural.
La caída del orden financiero y económico liberal internacional del siglo XIX como consecuencia de la Gran Depresión de los años treinta y de la Segunda Guerra Mundial proporcionó las condiciones económicas, políticas e ideológicas nacionales e internacionales para un cambio de política: del modelo de exportación de productos primarios a la estrategia de industrialización por sustitución de las importaciones; orientación que fue adoptada prácticamente en todo el mundo en desarrollo y socialista a partir de los años finales de la década de los cuarenta.
La industria manufacturera no estaba del todo ausente en los países latinoamericanos; en los que habían desarrollado sectores exportadores significativos se estaban produciendo ya algunas manufacturas, lo que había generado, directa o indirectamente, un mercado interno para tales productos en Argentina, Brasil, México y Chile, y en menor grado en otros países. Adicionalmente, las crisis del comercio exterior y las Guerras Mundiales crearon otras oportunidades para producir localmente manufacturas que se acostumbraba importar. Eso llevó también a que se formaran gradualmente clases sociales medias de empresarios, comerciantes, profesionales y empleados, así como las clases obreras urbanas, que se convirtieron en fuentes de poder político interesadas en respaldar el esfuerzo industrializador.
El hecho de disponer de una teoría que justificaba la industrialización como un medio para superar el subdesarrollo, y la existencia de clases empresariales y otras relacionadas para respaldar este esfuerzo, proporcionaron la piedra angular definitiva para adoptar el desarrollo, la industrialización y la modernización como programa político y como ideología. El otro tramo del proyecto de modernización, la reforma agraria y la transformación del medio rural, fue pospuesto en muchos casos hasta el presente, y sigue siendo una plaza fuerte de las clases dirigentes tradicionales.
Como ya se mencionó, las medidas de industrialización tenían como respaldo la nueva práctica de políticas y planificación económica y social para alcanzar el crecimiento y el pleno empleo en los países industriales, y de la industrialización y modernización en las naciones socialistas. A eso hay que añadir las nuevas políticas de asistencia externa que, ante el inicio de la Guerra Fría, estaba aplicando Estados Unidos para ayudar a Europa (el Plan Marshall) y fomentar el desarrollo de los países subdesarrollados (programa del Punto IV del presidente Truman). Como resultado, en muchos de estos países lo que comenzó como una respuesta ad hoc a las crisis del comercio exterior y las dificultades cambiarias se convirtió en adelante en una política deliberada de desarrollo, con el Estado como actor principal y promotor del progreso económico y social.
Las principales funciones que tuvo que asumir el Estado fueron: la aplicación de impuestos, subsidios y controles de cambio y de precios en los mercados de bienes y de factores, con el objetivo de trasladar recursos a las tareas de industrialización y modernización; la creación de corporaciones y bancos de desarrollo para el financiamiento e implementación de proyectos y programas de largo plazo, a fin de superar la falta de un mercado financiero privado; la redistribución de ingresos mediante la creación y/o ampliación de servicios sociales públicos (salud, educación, cultura, vivienda, desarrollo urbano, seguridad social); inversiones públicas para proporcionar el respaldo físico necesario para la creación de un mercado interno integrado de alcance nacional, mediante el desarrollo de redes de transporte y comunicaciones; la creación de empresas públicas en actividades básicas que no le interesaban al sector privado o que estaban por encima de sus capacidades (hierro y acero, productos químicos básicos, energía); programas especiales para modernizar, al menos parcialmente, el sector agrícola, etc.
Para cumplir este enorme conjunto de tareas era necesario ampliar el aparato estatal y modernizar sus actividades creando instituciones y adoptando nuevos métodos de administración, organización, planificación, preparación de presupuestos, análisis de proyectos, información estadística sobre los recursos naturales, etc. Todo esto generaba mayores oportunidades de empleo, lo que contribuía sustancialmente al desarrollo y diversificación de universidades e institutos tecnológicos para el entrenamiento del personal calificado que se necesitaba en todas esas nuevas actividades. De este modo, la ampliación del aparato estatal y los servicios públicos contribuyó significativamente a la expansión de las nuevas clases medias y trabajadoras, mencionadas anteriormente.
El periodo que va desde fines de la década de los cuarenta hasta los setenta fue excepcionalmente exitoso, tanto en América Latina como en el ámbito mundial, en términos de crecimiento, empleo, industrialización, modernización, urbanización, mejoras sociales, acumulación de capital económico y social y desarrollo. Pero en Latinoamérica el proceso de sustitución de importaciones, que era uno de los principales motores del cambio, experimentaba dificultades crecientes debido a una protección excesiva y demasiado prolongada, insuficiente énfasis en el aumento de las exportaciones, falta de modernización del sector agrícola y mercados internos restringidos. Además, la resistencia a un aumento en la tributación, necesario para financiar las actividades de un Estado mucho más grande y más activo, contribuyó a la inflación y a una deuda externa crecientes.
También estaban aumentando las tensiones sociales, pues los beneficios del desarrollo no llegaban a la población rural ni al creciente número de pobres urbanos. Al mismo tiempo, la Guerra Fría se expandía a América Latina a través de la Revolución Cubana, que estimulaba movimientos revolucionarios sobre todo en las zonas rurales de algunos países, todo ello en el contexto de la guerra de Vietnam. En 1961 el presidente Kennedy lanzó la «Alianza para el Progreso» como una respuesta reformista; su sucesor, Lyndon Johnson, continuó el programa cuando Kennedy fue asesinado. Sin embargo, en la mayoría de los países, controlados todavía por elites de terratenientes, Gobiernos conservadores seguían renuentes a implementar reformas progresistas tales como la largamente esperada reforma agraria. La agitación social y política aumentó y se establecieron varios Gobiernos revolucionarios o semirrevolucionarios en Guatemala, Argentina, Brasil, Bolivia, Chile y otros países. Después vinieron dictaduras militares represivas promovidas por las oligarquías y fuerzas políticas conservadoras nacionales, contando con un fuerte respaldo de Estados Unidos, el cual promovía la doctrina de «seguridad nacional», en vista de lo que se consideraba un «enemigo interno»: una continuación latinoamericana de la guerra de Vietnam. A finales de los setenta, en la región solo sobrevivían cuatro democracias más o menos precarias en Colombia, México, Costa Rica y Venezuela.
Globalización en los ochenta: hechos y expectativas
En la década de los ochenta las crisis del desarrollo y de la deuda, presiones populares internas en aumento y un movimiento internacional a favor de los derechos humanos y la democracia contribuyeron a poner fin a los regímenes militares corruptos y represivos de los setenta. Desde entonces, la globalización de los valores democráticos y de derechos humanos, la caída del socialismo en la Unión Soviética y Europa oriental, el fin de la Guerra Fría, el respaldo internacional a los regímenes democráticos y una extensa demanda popular de participación política condujeron a una generalización de las democracias electorales. Por primera vez en su historia como naciones independientes, todos los países latinoamericanos, con excepción de Cuba, habían establecido regímenes democráticos electorales.
Estamos usando las expresiones «democracias electorales» y «regímenes democráticos electorales» deliberadamente. En las últimas dos décadas y media, todas las naciones de Latinoamérica, excepto Cuba, han elegido sus Gobiernos en comicios más o menos limpios. Sin embargo, en la mayoría de los casos aún están total o parcialmente ausentes muchos de los requisitos de una democracia plena. En general, pero con diferencias importantes entre los países y algunas excepciones parciales como Costa Rica, Chile y Uruguay, aunque hay importantes movilizaciones sociopolíticas en varios países, la participación política es escasa, particularmente entre las generaciones más jóvenes; los partidos políticos son débiles, no tienen definiciones ideológicas claras y tienden a posiciones populistas oportunistas; los medios de comunicación están abrumadoramente controlados por los principales grupos económicos; la pobreza reinante y una gran desigualdad impiden una verdadera participación de la mayoría de la población; los parlamentos, así como los gobiernos regionales y locales, son débiles; y la justicia es en general ineficiente y corrupta, otro legado del pasado colonial.
La generalización de Gobiernos electos democráticamente desde los años ochenta representó una promesa de que esas condiciones iban a mejorar e hizo surgir expectativas de participación sociopolítica más amplia, libertad de expresión, empleos mejor pagados y seguros, alivio de la pobreza, mayor igualdad de oportunidades y resultados, acceso a una justicia imparcial y expedita, un futuro para los hijos, protección social, el fin de la corrupción y la eliminación de los privilegios. Alcanzar esas metas, o al menos avanzar claramente en esa dirección, se convirtió, por tanto, en una condición para la legitimación de la democracia.
El advenimiento de Gobiernos electos democráticamente en el campo político coincidió con un cambio dramático en el ámbito económico: el modelo de desarrollo estadocéntrico con economías orientadas al mercado interno, que prevaleció desde los años cuarenta hasta los ochenta, fue remplazado por el neoliberalismo y un modelo de economía mercadocéntrica abierta, siguiendo las políticas de lo que se conoce como «el consenso de Washington»: reducción del papel del Estado en la economía a través de drásticos cortes en las inversiones y el gasto público; privatización de empresas públicas; privatización parcial de los servicios sociales públicos; eliminación de subsidios y controles; desregulación y liberalización de los mercados; y en particular la apertura de economías altamente protegidas a la competencia internacional y el capital extranjero. Como resultado de esta verdadera revolución en la política económica se esperaba, parafraseando a Fukuyama, que la economía de mercado y la democracia política se reforzarían mutuamente y producirían «el fin de la historia».
El desempeño económico del neoliberalismo
En contraste con esas grandes expectativas socioeconómicas, que se venían acumulando durante décadas, el desempeño social y económico de las políticas neoliberales desde los años ochenta ha sido decepcionante. Es cierto que trajeron el fin del flagelo de la inflación y una recuperación de la crisis de la deuda. Una mayor apertura al exterior también ha generado un rápido crecimiento de las exportaciones. Pero, salvo durante los últimos años, como consecuencia del auge exportador impulsado por la irrupción de China e India en el mercado mundial, el crecimiento general de la economía ha sido muy lento, apenas la mitad de lo acostumbrado en el periodo anterior, de manera que el ingreso per cápita permaneció prácticamente estancado por más de dos décadas, para recuperarse en alguna medida en años recientes. Por otra parte, la economía se ha vuelto sumamente volátil, trayendo una elevada inestabilidad cíclica en las exportaciones, el financiamiento y la inversión extranjeros, y por consiguiente en la inversión nacional, el PIB, el empleo y los ingresos. Los efectos de esta volatilidad son duraderos y acumulativos, pues la recuperación después de una crisis no compensa por el tiempo perdido, ni restituye los niveles de empleo previos (histéresis) ni, por varios años, las inversiones privadas (Cepal, 2003).
Como resultado de la apertura de la economía a la competencia internacional lo que requirió reducciones drásticas en los aranceles y otras formas de protección, y de los subsidios y promoción de las exportaciones, se ha registrado un crecimiento de la productividad y la competitividad en las exportaciones y en las actividades de sustitución de importaciones que aún sobreviven. Esto ha ocurrido conjuntamente con el aumento y propagación del capital foráneo y de diferentes tipos de asociaciones y fusiones de empresas locales y extranjeras.
El crecimiento de las exportaciones ha ocurrido principalmente en dos formas, conforme a la noción de ventajas comparativas: concentración en las exportaciones de recursos naturales en Sudamérica, y en exportaciones que requieren uso intensivo de mano de obra en México, Centroamérica y el Caribe. Las exportaciones basadas en recursos naturales (minería, silvicultura, pesquería, agroindustria) implican uso intensivo de capital y generan poco empleo. Además, con frecuencia algunos sectores exportadores tecnológicamente avanzados y en expansión perturban actividades preexistentes de alto coeficiente de mano de obra, desplazando fuerza laboral. Por otra parte, las exportaciones de alta intensidad de mano de obra generan empleo, pero basándose en salarios bajos, donde entran en competencia con los niveles salariales más bajos del mundo, a saber, los de China y otras economías asiáticas. De hecho, muchas de esas actividades se están reubicando allí.
Al mismo tiempo, dadas las políticas orientadas a favorecer las exportaciones y la competencia de importaciones baratas, las industrias de sustitución de importaciones han desaparecido o también han tenido que volverse eficientes y competitivas mediante la innovación tecnológica, las fusiones, la conglomeración, la «racionalización» (es decir, reducciones de la mano de obra), subcontratación (a saber, salarios más bajos, intensificación del trabajo y evitar los costos derivados de la legislación social) y «flexibilidad (o sea, salarios mínimos más bajos y menores costos de contratación y despido). Este proceso se ha extendido también a las actividades de servicios que requiere el sector de bienes transables: banca, finanzas, comunicaciones, energía, consultoría, ingeniería, salud, educación, relaciones públicas, publicidad, medios de información, servicios personales, etc.
En todos esos casos actividades modernas y competitivas de sustitución de importaciones, servicios y el sector exportador un mecanismo importante para abrirse a la economía mundial ha sido la incorporación del progreso técnico y la creciente presencia de firmas extranjeras y diferentes formas de asociaciones locales con el capital foráneo. Este acelerado proceso de modernización, y sus efectos perturbadores en las actividades preexistentes de uso intensivo de mano de obra, han dado lugar a un proceso que, mucho antes de que se comenzara a hablar de la globalización, denominamos «integración trasnacional y desintegración nacional» (Sunkel 1972).
Consecuencias sociales del neoliberalismo
El proceso de apertura e integración al mercado mundial ha significado una presión generalizada sobre el empleo y los salarios que tiene su origen en tres fuentes: a) la mayor productividad y competitividad de los sectores trasnacionalizados intensivos en el uso de capital y tecnología y los servicios relacionados, agentes conductores de las recientes revoluciones tecnológicas; b) la cantidad de pequeñas y medianas empresas con uso intensivo de mano de obra que desaparecieron al no poder hacer frente a la competencia intensificada, y c) la disminución del empleo público como consecuencia de la reducción de las actividades y servicios gubernamentales, la subcontratación y la privatización de empresas públicas, uno de los principales objetivos de las políticas neoliberales.
Como resultado, el desempleo se mantiene muy elevado y los salarios bajos, mientras que ha habido un exorbitante aumento de pequeños y medianos empresarios, trabajadores por cuenta propia, subempleados y trabajadores informales y una situación generalizada de inseguridad. Todo esto significa un serio empeoramiento de las condiciones laborales: aumento del trabajo temporal, más horas de trabajo, intensificación del trabajo, y falta de contratos y de protección social. Si a eso le añadimos las consecuencias de la urbanización y de servicios de transporte público muy deficientes, lo que aumenta el tiempo de traslado, a los trabajadores difícilmente les quedan horas para el descanso y la familia (Tokman, 2004).
Además, la privatización parcial de la educación, salud, vivienda y seguridad social ha generado una brecha cada vez mayor entre establecimientos privados de clase mundial, que cubren solo entre un cuarto y un tercio de la población, y los deficientes servicios sociales públicos que mal atienden al resto. Para la mayoría de la población también ha disminuido la protección social en términos de condiciones de trabajo. Se manifiesta así un creciente apartheid entre la privilegiada minoría trasnacionalizada y la gran mayoría nacional de informales y marginados, con las tradicionalmente pequeñas clases medias en proceso de reducción, lo que contribuye a la polarización social. En consecuencia, a pesar del aumento y mejor focalización de los gastos sociales del sector público, persiste la pobreza de un gran contingente de la población. Además, como en general los aumentos en los ingresos y la riqueza han estado fluyendo hacia los sectores sociales vinculados a la economía y la sociedad trasnacionales, la distribución del ingreso, tan desigual, que ha caracterizado a la región a través de la historia se mantiene o incluso ha empeorado en muchos los países.
Las reformas centradas en el mercado han reducido el papel del Estado, han privatizado servicios, empresas y bienes públicos, han bajado los aranceles y abierto la economía al mercado mundial, han liberalizado y desregulado los mercados internos, eliminado subsidios, promovido la competencia y la empresa privada. Todo eso ha llevado a la ampliación y profundización de una cultura de individualismo y competitividad, y a la disolución de la cultura preexistente de arreglos socioeconómicos protegidos por el Estado o relacionados con instituciones tradicionales como la familia y otras. Como consecuencia, surgieron sentimientos de gran inseguridad personal y, en respuesta, formas antisistémicas de conducta individual, al igual que movimientos sociopolíticos reactivos de protesta, todo lo cual ha contribuido a la inestabilidad política.
Dadas las profundas transformaciones generadas por la aplicación de políticas económicas neoliberales orientadas al mercado en países con formaciones sociales originalmente vinculadas al Estado y/o a la tradición, el tipo de análisis que estamos siguiendo aquí armoniza claramente con los enfoques de Karl Polanyi y otros destacados pensadores. En su gran obra clásica titulada La gran transformación, Karl Polanyi analiza la descomposición de las relaciones sociales tradicionales provocada por la mercantilización, señalando que a dicho proceso le siguen, por una parte, intentos de resistirlo, y por la otra, de reaccionar a sus consecuencias, lo que denominó el «doble movimiento». Albert Hirschman sugiere un proceso similar en su libro Salida, voz y lealtad. Es el caso también del proceso dialéctico del reemplazo de los modos de producción señalado por Marx, así como de la «destrucción creativa» formulada por Shumpeter.
Según un análisis más reciente en esa misma línea (Portes y Hoffman, 2003), las reacciones a las fuerzas perturbadoras de la trasnacionalización han sido la «adaptación entusiasta» de unos pocos privilegiados y la «adaptación renuente» o «empresarialismo forzado» de la mayoría, donde algunos han tenido éxito, pero la generalidad no. Este proceso, sumado a altos niveles de desempleo y subempleo, particularmente grave entre los sectores más jóvenes y más pobres de la sociedad, ha conducido en el plano individual a la emigración, particularmente en el caso de México, la mayoría de los países de Centroamérica y el Caribe y también Ecuador, Bolivia y Perú en América del Sur. Por otra parte, ha acentuado las conductas antisistemas: delincuencia, drogas y violencia. En el plano colectivo ha generado movimientos de protesta de todo tipo: políticos, regionales, étnicos, de jóvenes, de género y ambientalistas. Internacionalmente esos movimientos de protesta se han unificado bajo las banderas de la anti- o alterglobalización.
En este punto tenemos que hacer mención especial del caso de Chile, que pareciera diferir del análisis previo. La economía chilena creció a una tasa promedio excepcional del 5,7 por ciento entre 1990 y 2005, casi duplicando el ingreso per cápita, y con una reducción sustancial de la pobreza absoluta del 39 al 14 por ciento. Por lo general esto se atribuye a que Chile, aparte de haber iniciado la reforma neoliberal una década antes que los demás países, fue más radical, integral y sistemático en la aplicación del paquete de políticas neoliberales. En la última sección de este trabajo, donde se describe el surgimiento de un enfoque neoestructuralista del desarrollo, se argumentará que esa es una opinión parcial y en buena medida errada ya que, por el contrario, la relativamente exitosa experiencia chilena desde 1990 le debe mucho a la aplicación sistemática de un programa de políticas públicas implementadas por el Estado y dirigidas deliberadamente a mejorar sustancialmente las condiciones sociales, a promover y desarrollar actividades productivas nuevas e innovadoras, a la promoción de las exportaciones, a incentivar las inversiones privadas en infraestructura, al establecimiento de varios organismos reguladores fuertes y competentes, entre otras medidas (Sunkel, 2006).
Consecuencias ambientales del neoliberalismo
La adopción de políticas neoliberales en los años ochenta coincidió no solamente con el establecimiento de regímenes democráticos, sino también con la incorporación y adopción de políticas e instituciones ambientalistas. El reconocimiento de la problemática ambiental venía cobrando impulso en las décadas anteriores. La industrialización, la modernización de la agricultura, la urbanización, el desarrollo de la infraestructura de transporte, telecomunicaciones y energía, etc., junto a su enorme contribución al desarrollo, tuvieron efectos nocivos bien conocidos en términos de contaminación del aire, las aguas y el suelo, y afectaron también recursos naturales renovables tales como bosques, pesquerías, suelos agrícolas, etc. Sin embargo, esos efectos fueron minimizados y tolerados porque se les percibía como un precio que había que pagar ineludiblemente por la modernización, el progreso y el desarrollo.
Pero paralelamente aumentó también la conciencia internacional de la importancia de preservar el medio ambiente, particularmente después de la Conferencia de Estocolmo de 1972. Esto condujo eventualmente a que en el plano nacional se tomara también mayor conciencia de los problemas ambientales. En consecuencia, la mayoría de los países latinoamericanos aprobaron leyes ambientales durante los años ochenta y comienzos de los noventa. También se iniciaron procesos de creación de una institucionalidad ambiental y de fortalecimiento de la educación, capacitación e investigación en esta materia, lo que llevó a que finalmente se adoptaran e implementaran políticas de protección del medio ambiente. En este particular contribuyeron mucho las presiones internacionales de organizaciones no gubernamentales, Gobiernos de países desarrollados, organizaciones internacionales y cada vez más del mismo sector empresarial, pues el buen comportamiento ambiental se convirtió en una condición para el acceso a los mercados internacionales. Sin embargo, las políticas ambientales no han logrado controlar las fuerzas del mercado: la deforestación, la presión sobre los bosques nativos y la biodiversidad, la intensidad energética y la extensión de los asentamientos urbanos, entre otros procesos, continúan aumentando, aunque se ha logrado cierto progreso en cuanto a las emisiones de CO2 y la contaminación urbana, fluvial y costera.
La concentración urbana, la contaminación y congestión ambiental y el agotamiento de los recursos naturales renovables se han acentuado debido a las políticas neoliberales, con la apertura de la economía y el fomento de las actividades de exportación de recursos naturales, así como debido a una mayor importación de bienes de consumo duraderos, especialmente automóviles, y a insumos químicos tecnológicamente avanzados tales como fertilizantes y pesticidas.
Consecuencias políticas del neoliberalismo
El duro contraste entre la promesa que implicó el establecimiento de regímenes democráticamente electos en los años ochenta y los decepcionantes resultados registrados en las dos últimas décadas de aplicación simultánea de paquetes de políticas económicas neoliberales ha impedido que las recién establecidas democracias electorales obtengan legitimidad política; en cambio, ha conducido a graves crisis de gobernabilidad y a una creciente pérdida de fe en la democracia. Por supuesto, el grado en que esta situación afecta a los países varía dentro de Latinoamérica.
En muchas naciones, una decepción inicial fue el hecho de que muchos Presidentes que fueron elegidos por sus programas progresistas, en cuanto asumieron sus cargos cambiaron súbitamente su orientación hacia políticas de estabilización y reformas estructurales neoliberales sumamente impopulares. También existe la percepción de que la participación política es irrelevante, pues son los tecnócratas, las elites empresariales (más que nada trasnacionales) y las organizaciones financieras internacionales las que deciden las políticas. Adicionalmente, produce decepción el que las democracias electorales procedimentales no hayan promovido la participación sociopolítica y que tengan poco que mostrar en términos de mejoras económicas y de reducción de la pobreza, la injusticia social y la desigualdad. Mientras tanto, la corrupción persiste o incluso ha empeorado, en buena parte vinculada a la privatización de empresas públicas. Existe también una crisis de representación, particularmente en relación con los jóvenes, pues los partidos políticos y la clase política no cumplen su función de percibir, entender y articular las viejas y nuevas demandas de la sociedad.
Merece ser destacado que esta negativa historia política reciente no ha sido consecuencia de golpes militares y/o intervenciones foráneas, como acostumbraba ocurrir debido a las condiciones históricas examinadas antes, y más recientemente por las repercusiones de la Guerra Fría en la región latinoamericana. Por el contrario, es el resultado del creciente descontento, agitación y movilización política popular, hasta el punto que algunos Presidentes no han tenido otra alternativa que renunciar, en un contexto internacional donde se favorece la democracia, y la presión política interna e internacional ha apoyado transiciones políticas negociadas. En el presente hay varios Gobiernos que están todavía, o de nuevo, en graves problemas.
Como se mencionó antes, las elecciones recientes en varios países dan muestras de que la política se aleja del neoliberalismo y se inclina hacia tendencias más nacionalistas, estatizantes y/o populistas, generando problemas de gobernabilidad y despertando temores respecto de la institucionalidad democrática. Aunque Chile también se ha movido en ese sentido, sigue constituyendo, junto con Uruguay y Costa Rica, el grupo de países donde la democracia no pareciera estar amenazada, básicamente porque las sociedades no son tan segregadas y los sistemas políticos democráticos tienen raíces históricas más profundas y están más consolidados. En el caso de Chile, como se dijo, eso también se debe a políticas excepcionalmente exitosas de crecimiento económico y mejoramiento social desde 1990, en la era post Pinochet de los Gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia.
En otros casos los sistemas políticos han sido tradicionalmente débiles y persisten los liderazgos populistas, lo que lleva, una y otra vez, a una concepción plebiscitaria de democracia. Guillermo O´Donnell acuñó el concepto de «regímenes delegativos», en los cuales se supone que el Presidente, al haber sido electo por mayoría popular, tiene el derecho de hacer lo que le venga en gana. Tiempos políticos difíciles, como los que en estos momentos prevalecen en muchos países de Latinoamérica, promueven regímenes delegativos que fortalecen al Presidente pero debilitan las otras instituciones de la democracia: el Poder Legislativo y el Judicial, la Contraloría, los gobiernos regionales y locales y otros organismos de rendición de cuentas. Recientemente la tendencia política en la región parece favorecer este tipo de regímenes antes que la institucionalización y consolidación de democracias representativas (Diario Financiero, 2006).
Muchos de los problemas políticos de varios países latinoamericanos tienen que ver con un aumento de la inseguridad, el desasosiego, demandas no satisfechas, nuevas presiones inflacionarias, organización y movilización de grandes masas de poblaciones indígenas permanentemente marginadas y segregadas, gobernadas por siglos por pequeñas elites blancas. Este es especialmente el caso en varios países andinos y centroamericanos. Con Hugo Chávez, la movilización popular ha producido un nuevo tipo de líder en Venezuela. Haciendo orgulloso hincapié en su origen indígena, Chávez promueve una ideología nacionalista con su «socialismo del siglo XXI», del que se afirma que tiene sus raíces históricas en Bolívar, Simón Rodríguez y otros héroes de las guerras de Independencia, de donde provendría la Revolución Bolivariana. Entre otros líderes de tipo similar, pero sin el respaldo de los abundantes petrodólares de Venezuela, se puede mencionar a Evo Morales en Bolivia y Ollanta Humala en Perú, quienes han contando principalmente con el apoyo de las poblaciones de origen indígenas de sus países.
Es probable que estos movimientos sean en gran parte reacciones al contraste entre las expectativas que generaron las reformas democráticas y económicas de los años ochenta y la frustrante incapacidad de las políticas económicas neoliberales de proporcionar los beneficios esperados. También provienen seguramente de la falta de un sentimiento de ciudadanía democrática y de pertenencia o identificación con el nuevo marco institucional y cultural mercadocéntrico de nuestros países. La apertura de la economía, la expansión de los nuevos sectores exportadores y la competencia de importaciones baratas socavaron las actividades agrícolas y artesanales tradicionales y causaron el desarraigo de masas de población rural que fueron a converger en las áreas urbanas, donde ya reinaban el desempleo y las actividades económicas informales, la falta de condiciones de vida decentes, el deterioro ambiental, la delincuencia y las drogas (Cepal, 2001, 2002a, 2004). Estas personas albergan resentimientos crecientes contra los funcionarios públicos los jueces, la policía, lo parlamentarios, los ministros, la burocracia en general y los políticos tradicionales, así como contra la rica elite blanca trasnacional de comerciantes, economistas, abogados y otros profesionales y tecnócratas. Por lo tanto, constituyen sectores disponibles para líderes populistas de su mismo origen étnico.
En conclusión, las políticas económicas neoliberales, que son la expresión ideológica de la globalización, han generado grandes oportunidades de progreso económico en los sectores de bienes transables, y expectativas generales de desarrollo y mejoras sociales. Pero el proceso de trasnacionalización también ha traído pesados costos económicos, sociales, ecológicos, culturales y políticos, con la consecuente frustración de esas expectativas. Los medios de información transmiten un mensaje virtual o simbólico sobre la globalización que contrasta totalmente con las miserables condiciones materiales de vida de la mayoría.
Existen sectores, segmentos sociales y áreas geográficas selectos que han sido capaces de desarrollar actividades y/u obtener empleos que les permiten unirse al proceso globalizador, tanto en el nivel de las expectativas como en el de la realidad. Esos son los ganadores. Pero también hay sectores económicos, grupos sociales y áreas geográficas mucho más extensos que están siendo desplazados, rechazados y marginados. Esos son los perdedores. Una vez más, los perdedores tradicionales. Lamentablemente, en las circunstancias históricas de la mayoría de los países latinoamericanos, el balance de este proceso de profunda transformación social tiende a ser muy negativo: pocos ganadores y demasiados perdedores. Este no es el ambiente más saludable para que prosperen la democracia y el desarrollo.
Desarrollo desde dentro: ¿una respuesta neoestructuralista?
Las crisis de la estrategia de desarrollo estadocéntrico durante los años cincuenta a los setenta, conjuntamente con la generalización del proceso de globalización y la abrumadora preponderancia de instituciones y mercados financieros desde la década de los ochenta, trajo consigo la ideología y las políticas del neoliberalismo. La crisis de la deuda externa de comienzo de los ochenta ofreció a las instituciones financieras internacionales públicas y privadas una excelente oportunidad para imponer las políticas del «consenso de Washington» en países y Gobiernos agobiados por la deuda.
Sin duda era necesario revisar en profundidad las políticas y estrategias de desarrollo de esos países. Se había recargado el Estado con una cantidad excesiva de tareas de planificación, fiscalización, redistribución y producción, lo cual interfería con un funcionamiento razonable de los mecanismos de mercado y, junto con sistemas de tributación deficientes, generaba desequilibrios fiscales graves. Las economías estaban excesiva e irracionalmente protegidas de la competencia internacional. El proceso de sustitución de las importaciones había llegado a un callejón sin salida y las exportaciones no se estaban expandiendo suficientemente, lo que creaba crisis en la balanza de pagos y un endeudamiento externo excesivo. La inflación estaba fuera de control. Había que armonizar las instituciones y las políticas financieras con la nueva realidad de la globalización: poderosos conglomerados trasnacionales, masivo auge de los mercados financieros y de la inversión privada, la revolución tecnológica, etc.
Sin embargo, al tratar de corregir y mejorar las políticas públicas respectivas, muchas veces se aplicó la receta económica neoliberal de una manera dogmática y excesivamente drástica, lo que dejó a los Gobiernos sin la mayoría de los instrumentos necesarios para dedicarse a la planificación y fomento de capacidades de producción innovadoras y más diversificadas, con visiones estratégicas de mediano y largo plazo, y para suministrar los servicios sociales que tanto se necesitaban. Se suponía que en adelante el mercado y la empresa privada proporcionarían prácticamente todo. Así, en un afán por deshacerse de lo que se consideraba malo, se desechó indiscriminadamente lo bueno que se había logrado en décadas anteriores.
Sin embargo, ya para finales de la década de los ochenta muchos observadores experimentados criticaban el simplismo e ideologización extremos de las políticas neoliberales y pronosticaban consecuencias negativas, admitiendo al mismo tiempo la necesidad de cambios considerables en las políticas de desarrollo, ya que había ocurrido una transformación fundamental en el entorno internacional con el inicio de la globalización.1 Básicamente, rechazaban enfáticamente la fe ingenua en que, en países caracterizados por la heterogeneidad productiva y social así como divisiones profundas en sus estructuras e instituciones económicas, sociales, culturales y políticas, el recetario neoliberal menos gobierno, más mercado y empresa privada, y apertura a la economía mundial traería crecimiento económico, mejoras sociales y democracia, sin la orientación estratégica, coordinación y participación directa e intencionada del Estado.
Así surgió el neoestructuralismo, una respuesta al neoliberalismo. El neoestructuralismo reconoce las deficiencias del estructuralismo de los años cincuenta en lo relativo a equilibrios macroeconómicos de corto plazo, énfasis exagerado en la sustitución de importaciones en desmedro de la interacción con la economía internacional, y carga excesiva y burocratización en la intervención del Gobierno, mientras al mismo tiempo defiende la necesidad de políticas estatales deliberadas de corto, mediano y largo plazo para superar los problemas relacionados con la heterogeneidad estructural, y para crear, complementar y regular mercados en los frecuentes casos de ausencia, imperfecciones y fallas del mercado, característicos del síndrome del subdesarrollo; garantizar el suministro de obras y servicios públicos de transporte, energía eléctrica, comunicaciones, agua potable, tratamiento de aguas servidas y otras inversiones de largo plazo; promover la diversificación de la producción y de las exportaciones en actividades productivas con mayor valor añadido y tecnológicamente más avanzadas y competitivas; promover el ordenamiento territorial y el desarrollo regional, apoyar activamente la penetración de las exportaciones en mercados extranjeros; ampliar la cobertura y mejorar la calidad de la educación y de los servicios públicos de salud, vivienda y protección social, particularmente para los pobres y los menos favorecidos; así como poner en práctica políticas para garantizar la sostenibilidad ambiental. En otras palabras, en lugar de dejar que el mercado global, cada vez más internacionalizado, sea el único o el principal factor determinante de la orientación de las políticas de desarrollo de un país, de acuerdo con una orientación «venida desde afuera», existe en nuestros países una necesidad irremplazable de diseñar y aplicar estrategias explícitas de desarrollo «desde dentro».
Lo crucial no son la demanda y los mercados. El meollo del desarrollo se encuentra en el lado de la oferta: calidad, flexibilidad, la eficiente combinación y utilización de recursos productivos, la adopción de avances tecnológicos, un espíritu innovador, creatividad, la capacidad de organización y de disciplina social, austeridad pública y privada, y énfasis en el ahorro y el desarrollo de destrezas para competir internacionalmente: en resumen, esfuerzos independientes desde dentro para lograr el desarrollo autosostenido (Sunkel, 1991b).
Esta perspectiva no se basa solamente en un análisis de las realidades económicas de esos países, sino también, como acabamos de concluir anteriormente, en la urgente exigencia política, nacional e internacional, de que las políticas económicas tienen que contribuir al fortalecimiento de la democracia.
El desempeño económico, social y político relativamente exitoso del modelo chileno de «crecimiento con equidad», adoptado por el Gobierno democrático desde 1990 y al que ya nos referimos, si bien mantuvo el esquema general de una economía de mercado, lejos de ser un ejemplo de neoliberalismo más o menos «puro», como lo proclaman la prensa financiera internacional y los economistas de la corriente dominante, le debe mucho precisamente a la puesta en práctica de varias de las políticas de corte neoestructuralista mencionadas anteriormente (Sunkel, 2006).
Sin dejar de reconocer las nuevas realidades de la globalización, y dentro de ese inevitable marco global, los países pueden y deben negociar e implementar metas de desarrollo nacional, y buscar alcanzarlas a través de políticas públicas decididas democráticamente por sus sociedades en el ámbito nacional y puestas en ejecución por sus Gobiernos (Ocampo, 2002; Sunkel, 1993; Sunkel y Zuleta, 1990). La admisión pragmática de algunas orientaciones generales de política económica tales como la necesidad de promover una integración dinámica en la economía mundial, la importancia de mantener los equilibrios macroeconómicos, entendiendo por tales no sólo la estabilidad de precios sino también el crecimiento y el empleo, dejar operar los mercados cuando funcionan adecuadamente pero guiarlos y regularlos cuando ese no sea el caso, asegurar que las empresas públicas cumplan roles estratégicos con eficiencia y calidad, etc. es en parte un reconocimiento de los errores y excesos del período estadocéntrico, muchas veces consecuencia de circunstancias históricas ineludibles, pero más fundamentalmente el resultado del enorme cambio en las condiciones sociopolíticas y económicas tanto internas como internacionales. Por otro lado, las medidas de política concretas que deben aplicarse para implementar esas orientaciones generales son con frecuencia completamente diferentes: los neoliberales creen más en los mercados, mientras los neoestructuralistas confían más en las intervenciones del Estado; pero de acuerdo con la experiencia pasada de unos y otros, ambos deberían aprender a ser más desconfiados tanto del mercado como del Estado.
Finalmente, hay una diferencia fundamental en las premisas axiomáticas e ideológicas subyacentes en ambos enfoques. Este no es el lugar para profundizar en ese asunto, pero cuando menos hay que recordar que el liberalismo y el estructuralismo, y sus correspondientes versiones «neo», entienden y explican la conducta del individuo en la sociedad en formas muy distintas. Los liberales, como herederos del individualismo y el utilitarismo, presuponen la existencia de las categorías abstractas de la libertad de elección y de los cálculos racionales del agente económico individual en un mercado más o menos perfecto, ya sea el/la agente un consumidor o un productor. Los supuestos subyacentes se traducen, lógicamente, en las formas más eficientes de acción individual y desempeño económico. Por lo tanto, cualquier interferencia que limite la libertad de elección de la gente, especialmente las que provienen del Estado, origina y garantiza en última instancia un funcionamiento ineficiente del sistema económico.
Por su parte, los estructuralistas, al menos en Latinoamérica, interpretan la conducta económica del individuo conforme a los contextos históricos especialmente los de carácter socioeconómico, cultural e institucional en donde tales agentes formulan sus limitadas opciones y desarrollan su comportamiento. Consideran que los individuos se congregan por sí mismos en grupos sociales organizados, en una multitud de instituciones públicas y privadas que con el tiempo desarrollan una serie de valores y reglas de conducta. Así, debido a sus diferentes experiencias históricas nacionales y relaciones internacionales, las sociedades y economías latinoamericanas tienen sus características estructurales e institucionales distintivas, y las políticas de desarrollo deben tomarlas en cuenta. Por lo tanto deseamos recalcar una última vez, aun cuando es posible que algunas líneas generales de la política de desarrollo parezcan similares, pueden persistir diferencias considerables en las esferas concretas de acción y en la elección de los instrumentos de política, especialmente, por supuesto, en lo que se refiere al papel del Estado (Sunkel y Zuleta, 1990).
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Notas
1 Véase Bitar, 1988; Cepal, 1990; French-Davis, 1988; Griffith-Jones y Sunkel, 1987; Lustig, 1991; Rosales, 1988; Sunkel 1991b, 1993; Sunkel y Zuleta 1990. Un importante colaborador en este debate y en el crucial libro de la Cepal Transformación productiva con equidad (1990) fue Fernando Fajnsylber, lamentablemente fallecido en 1991. Un libro de reciente publicación analiza y recoge sus principales trabajos (Torres Olivos, 2006).












