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Cuadernos del Cendes
versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X
CDC v.25 n.69 Caracas dic. 2008
Globalización y territorio usado: imperativos y solidaridades
María Laura Silveira*
* Profesora en el Departamento de Geografía de la Universidade de São Paulo, Brasil.
Correo-e: laurasil@usp.brResumen
Este ensayo discute el territorio usado como categoría importante de la geografía y de la teoría social en la comprensión de las naciones. Ilustrando con algunas situaciones brasileñas, se tejen consideraciones sobre las relaciones entre Estado y mercado, con énfasis en la dinámica actual de las grandes empresas y del poder público. Tecnociencia, información y finanzas configuran la división territorial del trabajo hegemónica en el período de la globalización y participan, junto al consumo, como variables explicativas. Sin embargo, esa división del trabajo desvaloriza otras formas de producción y crea deudas sociales, pues los bienes de derecho común se vuelven escasos y se someten al mercado. Como totalidad, el territorio usado contribuiría a pensar la ciudadanía y a fortalecer lazos de interdependencia entre los lugares.
Palabras clave
: Territorio usado / Globalización / Bienes universalesAbstract
This paper discusses used territory as important category of geography and social theory to understand nations. Illustrated with Brazilian circumstances, it considers the relationships between state and market, with emphasis in the politics of big companies and public authorities. Technique, science, information and finances form the spatial division of labour in the globalization, and together with consumption constituted explanatory variables. Nevertheless, that spatial division of labour devalues other forms of production and creates social debts as basic goods become scarce and subordinated to market laws. As a whole, the used territory would contribute to rethink citizenship and to strengthen links between places.
Key words: Used territory / Globalization / Universal goods
RECIBIDO: SEPTIEMBRE 2008
ACEPTADO: DICIEMBRE 2008Territorio usado: una noción híbrida
Tal vez no sea posible proponer un concepto híbrido sin antes abordar el concepto puro que dialécticamente se pretende superar. Esa parece ser la premisa que orienta la reflexión de Milton Santos (1994:15) cuando escribe:
Vivimos con una noción de territorio heredada de la modernidad incompleta y de su legado de conceptos puros, muchas veces prácticamente intangibles atravesando los siglos. Es el uso del territorio, y no el territorio en sí mismo, lo que lo hace objeto de análisis social. Se trata de una forma impura, un híbrido, una noción que, por ello, requiere constante revisión histórica. Lo que tiene de permanente es ser nuestro cuadro de vida. Su entendimiento es, pues, fundamental para alejar el riesgo de alienación, el riesgo de pérdida del sentido de la existencia individual o colectiva, el riesgo de renuncia al futuro.
«Equívoco de la modernidad» es la expresión utilizada por Bruno Latour (1991) para referirse a la persistencia en trabajar epistemológicamente con conceptos puros, hoy desprovistos de potencial explicativo. Para el autor (ibíd.), la idea de híbrido nos ayudaría a desvendar los problemas de la contemporaneidad.
Con la afirmación de la geografía moderna, la idea de territorio en su sentido más puro, es decir, asimilada al Estado, se volvió una categoría tan basilar como longeva. En su acepción más restricta, territorio es un nombre político para la extensión de un país. Hace más de un siglo, Ratzel insistía en que aquel resultaba de la apropiación de una porción de la superficie de la Tierra por un grupo humano. El territorio, por lo tanto, provenía de la transformación del espacio vital. Para el geógrafo alemán, el territorio es absolutamente necesario para la existencia de un Estado, cuya potencia y solidez están directamente vinculadas a su posesión.
Ya Camille Vallaux (1914), discutiendo la obra de Ratzel, aseveraba que el espacio no es únicamente extensión, ni dominio del Estado, sino principalmente la diferenciación de los contenidos que lo definen o, en otras palabras, el valor del conjunto físico más el valor de los hombres. La noción de diferenciación, por lo tanto, surgiría como un elemento central para discutir espacio y territorio.
Más tarde, Jean Gottmann (1975) propone entender el territorio como una porción del espacio geográfico o como una extensión espacial de una jurisdicción de gobierno. La yuxtaposición de los contenidos naturales del espacio y de los contenidos políticos revelaría el territorio, un verdadero cuerpo político. Sin embargo, continuaba el autor (ibíd.), tal dimensión política no es un dato estático, sino una construcción histórica. Esa era también la preocupación de Hildebert Isnard (1978:15) cuando escribía «no hay sociedad sin un espacio que le sea propio, en el cual las generaciones se suceden en una continuidad tal que se realiza una identificación entre un pueblo y su territorio». No es posible explicar el territorio sin su uso, no es posible comprender el territorio usado sin proyecto. Ese parece ser el principio que hace del territorio una categoría central para la elaboración de una teoría social.
Entre tanto, el territorio usado incluye todos los actores y no únicamente el Estado, como en la acepción heredada de la modernidad. Abriga todos los actores y no sólo los que tienen movilidad, como en la más pura noción de espacio de flujos. Es el dominio de la contigüidad, y no solamente la topología de las empresas o cualquier otra geometría. Se refiere a la existencia total y no sólo a la noción de espacio económico. Incluye todos los actores y todos los aspectos y, por ello, es sinónimo de espacio banal,1 espacio de todas las existencias. La historia se produce con todas las empresas, todas las instituciones, todos los individuos, independientemente de su fuerza diferente, a pesar de su fuerza desigual.
El territorio usado no es una cosa inerte o un palco donde la vida se da. Al contrario, es un cuadro de vida, híbrido de materialidad y de vida social. Sinónimo de espacio geográfico, puede ser definido como un conjunto indisoluble, solidario y contradictorio de sistemas de objetos y sistemas de acciones (M. Santos, 1996). Es el territorio propiamente dicho más las sucesivas obras humanas y los hombres en la actualidad. Es el territorio hecho y el territorio haciéndose, con técnicas, normas y acciones.
A cada momento histórico, el conjunto solidario y contradictorio de los sistemas de ingeniería, de los movimientos de la población, de las dinámicas agrícolas, industriales y de servicios, de la estructura normativa y del alcance y extensión de la ciudadanía dejan ver el uso del territorio. Cada período se define por esa superposición de divisiones territoriales del trabajo que revelan la forma en que el territorio es utilizado.
Por esa razón, la definición de cualquier porción del territorio debe tener en cuenta la interdependencia y la inseparabilidad entre la materialidad, que incluye la naturaleza, y su uso, que incluye la acción humana, es decir, el trabajo y la política. Es, pues, fundamental examinar paralelamente los «fijos», aquello que es inmóvil, y los flujos, aquello que se mueve. Es el cuadro de vida de la nación, donde permanecen las viejas técnicas y las nuevas se insertan para reorganizar el trabajo. Allí las decisiones políticas se gestan y allí se rebaten, dando valores diferentes a las formas del trabajo y a los lugares.
En otras palabras, el territorio usado abriga las acciones pasadas, ya cristalizadas en objetos y normas, y las acciones presentes, aquellas que se realizan ante nuestros ojos. En el primer caso, los lugares son vistos como cosas, pero la combinación entre acciones presentes y acciones pasadas, a las cuales las primeras traen vida, confiere un sentido a lo que preexiste. Tal encuentro modifica la acción y el objeto sobre el cual se ejerce y, por ello, una no puede ser entendida sin el otro. Las bases materiales e inmateriales históricamente establecidas son sólo condiciones, y su actualidad, es decir, su significación real, adviene de las acciones realizadas sobre ellas. En palabras de Jean-Paul Sartre (1979), el práctico-inerte es el reflejo puramente objetivo del hombre o la acción depositada en las cosas, algo que es más o menos externo al hombre, pero que le pertenece. Es la acción cristalizada en las formas materiales, jurídicas, culturales, morales o, en otros términos, la actividad del hombre retornada. A tal complejo conjunto de práctico-inerte y acción presente podemos denominar territorio vivo, territorio viviendo. Como explica Ana Clara Torres Ribeiro (2005), el territorio condensa acciones pretéritas y, por ello, interactúa con los actores sociales, favoreciendo o negando nuevas acciones.
De ese modo, cuando analizamos técnicas, normas y acciones nos esforzamos por entender la constitución del territorio, sus usos, es decir, cómo, dónde, por quién, por qué, para qué el territorio es usado (M. Santos y Silveira, 2001). El territorio usado se constituye de las modernas carreteras del estado de São Paulo, pero también de los ríos navegables de la Amazonia; de la agricultura moderna en el centro-oeste y de la agricultura de subsistencia en el interior del nordeste; de los edificios inteligentes de la metrópoli paulista, pero también de la precaria red de desagüe de su periferia; de peajes y horarios de circulación de los ómnibus urbanos; de las acciones de las grandes empresas y de los sindicatos.
Es una dialéctica entre los hombres en el territorio; es el territorio en proceso de ser usado. Se trataría de una obra de permanente reconstrucción del territorio ya utilizado por las generaciones precedentes, a través de las diversas instancias de la producción, es decir, de sistemas de objetos y normas «presentificados» por las desiguales acciones contemporáneas.
La historia nos llega como forma y como norma, como monumentos y documentos, en el decir de los historiadores. Es de ese modo que el territorio usado es una norma, pues es un principio o un molde para la acción presente, la cual, dotada de poder desigual para transformar lo que existe o para concretar lo posible, ejercita nuevos usos, esto es, crea más objetos y normas. Podríamos decir con Anthony Giddens (1987) que el ejercicio de la acción encuentra reglas dadas por elementos normativos y por códigos de significación, pero también recursos de autoridad y localización. Es un proceso solidario y contradictorio entre, de un lado, existencias técnicas y normativas que nos vienen de tiempos pretéritos y de pasados recientes y, de otro, posibilidades de nuestro período. No es un dualismo, no son conceptos puros porque, de un momento histórico a otro, algunas existencias permanecen, otras se transforman parcialmente, otras desaparecen. Como trazo de unión entre pasado y futuro y entre materialidad y vida social, el territorio usado es una forma-contenido porque es la realización de la sociedad (contenido) de manera particularizada en los lugares (forma) (M. Santos, 1996; 1999). En otras palabras, podríamos decir que el territorio usado es un conjunto de lugares en el cual se realiza la historia, y de ese modo insistiríamos, con Doreen Massey (2008), en que el lugar es una mezcla distintiva, un entretejido de relaciones sociales y que, al mirar «dentro del lugar», podemos descubrir su hibridismo. Por ello, apropiándose de un territorio, donde se distribuyen los marcos que orientan sus prácticas sociales, cada grupo teje sus lazos de identidad (Haesbaert, 2002).
Cargando selectivamente el pasado en aquello que permanece, el presente es, en realidad, movido por el futuro. Es la intencionalidad que completa esa mediación entre el presente y el futuro. Tal intencionalidad es, de algún modo, una anticipación del futuro que nace desigual. Un proceso permanente y conflictivo de producción de configuraciones territoriales y de vida social. A cada período, podemos reconocer una totalidad: el territorio usado, sinónimo de espacio banal, manifestación más concreta de la nación.
Como los objetos y las normas nos vienen del pasado, nos autorizarían a utilizar un participio: territorio usado. Las acciones presentifican esos objetos y normas, llenándolos de nuevos contenidos o creando nuevas existencias. Es allí que el gerundio es de rigor: territorio siendo usado. En ese sistema de acciones el futuro se instala y el territorio se vuelve, aún más, un híbrido.
Uso corporativo del territorio: reino de la solidaridad organizacional
Cada momento de la historia puede ser visto como un palimpsesto de contenidos técnicos, normativos y de acciones. A cada período corresponde una base material y una forma de vida social, unidas indisolublemente. Podría decirse que las técnicas permiten una forma de trabajar y repartir el trabajo, mientras que la política potencia o prescribe esas posibilidades técnicas. La redistribución del proceso social no es, por lo tanto, ajena a las formas heredadas. Son los usos del territorio.
Hoy esa dinámica está marcada por la aceleración, que puede ser vista como virtualidad de la técnica y, al mismo tiempo, como mandamiento de la política. Los objetos se sustituyen unos a otros con mayor rapidez, recomponiendo sus relaciones sistémicas, mientras que las normas son declaradas obsoletas y reemplazadas por nuevos principios del hacer. Esto recrea el cuadro donde las acciones se desarrollan, alcanzando también su sistemismo. A cada arreglo de esos contenidos sistémicos, una nueva velocidad se vuelve posible y, especialmente, cambia la jerarquía de los lugares y la capacidad de actuar de los agentes.
Los sistemas técnicos contemporáneos posibilitan la instantaneidad de la información y del dinero en los diferentes lugares del planeta. Esa instantaneidad es una manifestación de que las variables centrales de la globalización son, al mismo tiempo, determinantes y dominantes, pues comandan el movimiento de la historia e invaden la vida social, aunque con profundas desigualdades. Tecnociencia, información y finanzas son los motores de la división territorial del trabajo hegemónica rostro más concreto de la globalización, pero incompleto si dejamos de lado las demás divisiones territoriales del trabajo.
La difusión de las variables determinantes no se limitó a los países centrales, sino que, al contrario, a veces fue más rápida e invasora en los periféricos. No dudamos de la plena inserción del territorio brasileño en la globalización (M. Santos y Silveira, 2001), aunque se haya producido en condiciones subalternas al poder de grandes corporaciones y bancos globales, de organismos financieros internacionales o inclusive de naciones poderosas. Esa falta de control sobre el trabajo moderno realizado en territorio nacional tiene como corolario que ciertas regiones sean más utilizadas que otras y, de ese modo, cada una abriga desigualmente las modernizaciones y los actores más dinámicos, cristalizando usos antiguos y aguardando nuevas racionalidades.
Cada empresa y cada actividad necesitan de puntos y áreas que constituyan la base territorial de su existencia en tanto que datos de la producción, circulación y consumo. La respectiva división del trabajo tendrá esa manifestación geográfica. De esa manera, el territorio nacional surge como una especie de enrejado formado por las respectivas topologías corporativas. Con todo, algunas empresas ocupan el territorio a partir de lógicas globales, otras operan según lógicas que no ultrapasan las fronteras nacionales, pero incluyen vastas áreas del territorio nacional, mientras que otras, como las actividades del circuito inferior (Silveira, 2007), son limitadas a áreas menores, frecuentemente urbanas.
El conjunto del fenómeno es un trabajo colectivo en el territorio, formando áreas especializadas en las cuales hay divisiones del trabajo particulares, ora competidoras, ora complementarias, pero siempre demandantes de flujos materiales e inmateriales. Visto como una totalidad, el territorio nacional revela que los circuitos de cooperación son también circuitos de competición. Eso conduce a una cuestión explicativa mayor: saber quién, en determinadas circunstancias, regula a quién en cada lugar y en cada nación. De allí que frecuentemente las demandas infraestructurales, normativas o financieras de las grandes empresas sean no sólo atendidas por el Estado, sino también entendidas como demandas regionales. Las etapas de la división del trabajo se unifican ignorando o perjudicando otras divisiones del trabajo y otros flujos.
Al mismo tiempo y con frecuencia, ciertas políticas públicas parecen impregnadas de nuevos contenidos materiales e inmateriales definidos, cada día, por intereses corporativos. Es el caso de demandas de energía eléctrica, gas, carreteras, hidrovías o, aun, enseñanza especializada en los procesos productivos exclusivos de una gran empresa. El uso del territorio se hace aún más selectivo y, de esa manera, acaba puniendo a los estratos más pobres, aislados y distantes de los puntos y áreas productivos de esas firmas. Se agravan las diferencias y disparidades debidas, en parte, a los nuevos dinamismos y a otras formas de comando y dominación.
En las últimas décadas, el peso ideológico del mercado externo en la vida política nacional ha orientado y legitimado la transferencia de dinero público y social hacia la construcción de sistemas de ingeniería, funcionales a la producción moderna y a la organización del comercio exterior. Para E.S. Reinert (2007), la teoría actual del comercio internacional, de inspiración ricardiana, insiste en las ventajas comparativas, lo que supone equiparar horas de trabajo entre países, independientemente del tipo de producción y, por ello, perpetuar ciertas condiciones de pobreza. Así, el mercado pasa a regular el territorio, aunque en realidad se trate de una regulación resultante de la microeconomía de las grandes empresas.
A menudo se cultivó esa confusión entre la lógica del denominado mercado global y la lógica individual de las empresas globales. Ese discurso oculta los intereses de un puñado de firmas, cuya preocupación mayor es aumentar la plusvalía y producir convicción en la sociedad sobre los beneficios de su comportamiento. Cabe aquí destacar el papel de las grandes empresas de la información y la legitimación de un modo de producir concentrado y excluyente o, en otras palabras, la creación de un modus fasciendi que nos convence de la naturalidad o inexorabilidad de los mecanismos en boga. La adaptación al mercado global, a la competitividad y a la modernización ha exigido obediencia a un conjunto de medidas que acabaron por asumir la conducción general de la política económica y social. Presentadas como soluciones «técnicas», en realidad son reglas y prescripciones que llevan a abdicar de la formulación de una verdadera política nacional, tanto económica como social, fundada en el territorio usado. De allí la idea de muerte de la política (M. Santos, 2000; Sapir, 2002).
Cada empresa asume una lógica internacional y, aunque su cuna sea nacional, las reglas de la competitividad se refieren más al producto global que a la dinámica del lugar. No escapa a ese conjunto de normas la nueva lógica de las empresas en el territorio nacional que, de un lado valoriza localizaciones con todas las condiciones requeridas, y de otro exige la adaptación de los lugares para que la operación empresarial sea rentable. Una de las manifestaciones de ese fenómeno fue la denominada guerra fiscal entre estados y municipios brasileños, cuya envergadura en la década de los noventa fue incontestable y que revela aún cierta permanencia.
Por lo tanto, las nuevas jerarquías en el territorio dependen de la capacidad de las regiones para satisfacer los reclamos corporativos. Entre tanto, la insaciabilidad del capital deshace permanentemente tales jerarquías y obliga a los actores regionales a nuevas inversiones materiales y normativas. Las áreas globalizadas, tanto agrícolas como industriales y de servicios, se caracterizan por la existencia de infraestructura moderna y mano de obra calificada y, por lo tanto, por su inserción en una cadena productiva global, por las relaciones distantes y frecuentemente extranjeras que crean y también por su lógica extrovertida. Como esas demandas son erráticas y aceleradas, el territorio revela una dinámica imprevisible y alienada, toda vez que no precisa tener correspondencia con los intereses de la sociedad local o nacional. Es el caso de la fruticultura de exportación del nordeste de Brasil.
De modo general, el territorio nacional encarna una organización apta para servir a las empresas hegemónicas y, como corolario, ve debilitarse la solidaridad orgánica,2 siendo su manifestación más visible la hostilidad de las áreas modernas a las actividades menos lucrativas. Interdependencia entre acciones y actores que emana de su existencia en el lugar, la solidaridad orgánica se opone a la solidaridad organizacional.3 En ésta la interdependencia adviene de normas presididas por intereses ajenos y mutantes en función del mercado, que revelan la producción de una racionalidad moderna y limitada (M. Santos, 1996). Tal vez buena parte de esa limitación se manifieste en el proceso creciente de individualización social (Ascher, 2000), que lleva a la multiplicación de riesgos, aquello que el sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos (2000) sintetiza como la experiencia paradójica de vivir simultáneamente excesos de determinismo y excesos de indeterminismo.4
Aunque incompleta o insatisfactoriamente, los principios de la solidaridad orgánica habían sido fortalecidos por el Estado, lo que acababa por limitar las posibilidades políticas de las grandes empresas, cuyas técnicas tampoco eran planetarias. Según Richard Sennet (2006:152), el nuevo capitalismo es un sistema mucho más individualizante que los sistemas fijos de las grandes burocracias, perdiéndose las organizaciones políticas intermedias que impedían tal individualización.
De algún modo, en el período que antecedió a la globalización, la instancia económica y la instancia territorial coincidían. Territorio nacional y mercado no estaban ineluctablemente desencajados y, por eso, el Poder Público podía ejercer un cierto liderazgo en los procesos económicos sin ser, como hoy, prácticamente coadyuvante. Por ejemplo, en el momento en que se transforma un ferrocarril de pasajeros en una línea de cargas al servicio exclusivo de una gran empresa, como ha sucedido en casi todo el país, vemos al mismo tiempo la erosión de un elemento que fortalecía el cotidiano regional y una mayor inserción en el mercado mundial. El crecimiento y la modernización vinculados a un poder corporativo hacen que los objetos y los nexos que forman las regiones dejen de ser interdependientes y, de ese modo, se rompe la solidaridad orgánica y se instala una solidaridad organizacional. En otras palabras, un principio externo y científico de organización pasa a regular la producción y circulación, es decir, los objetos, la forma de trabajar, las escalas de producción, la velocidad de circulación, las demandas y las prioridades. El principio interno de organización, creador de interdependencias contiguas, salta en pedazos, y los nexos en el lugar son subordinados a los nexos del mundo. Hay una intensa producción de desorden.
Así, dos tareas se vuelven concomitantes y necesarias y no se realizan sin la perentoria participación del dinero público. Por un lado, es necesario construir y mantener el nuevo orden corporativo a partir de un territorio bien equipado y fluido. Por otro lado, es fundamental controlar el desorden social nacido de la falta de respuestas a las demandas básicas. Sin embargo, quien no participa de esa racionalidad corporativa está igualmente subordinado a esas lógicas por la fuerza y por la capilaridad de la información y del dinero. Ambas tareas suponen un drenaje de recursos sociales que dejan de sustentar solidaridades orgánicas para perfeccionar solidaridades organizacionales.
Estado y grandes empresas: nueva economía política del territorio
Habría así una utilización privilegiada de los bienes públicos y una utilización jerárquica de los bienes privados. De esa forma algunos agentes obtienen mayores lucros, aunque trabajen sobre los mismos bienes y aunque estos sean nominalmente públicos. Para la ecuación interna de la firma es más rentable, a partir de las virtualidades de la técnica contemporánea, dividir las etapas de su producción y abarcar las diferentes regiones del país. Sin embargo, la inteligencia del capital precisa unificar las etapas tejiendo verdaderos círculos de cooperación que cercan el territorio (M. Santos y Silveira, 2001). Entre tanto, cada día vemos que buena parte de la cooperación no es un costo operacional de las empresas, sino un costo social, ora gracias a las inversiones del Tesoro, ora por las asociaciones público-privadas que aseguran las infraestructuras necesarias a las grandes corporaciones y las ganancias futuras por la explotación de los usos sociales. Cuando un bien esencial a la vida es producido o distribuido en situación de monopolio u oligopolio territorial, la sociedad se vuelve cautiva y el dinero apropiado puede ser considerado social.
De ese modo, las mayores empresas pasan a desempeñar un papel central en la producción y funcionamiento del territorio y, por medio de la colaboración o de la omisión del Estado, se vuelven parte y jueces en conflictos de interés con empresas menos poderosas, consolidando esas situaciones de oligopolio.
Para ello, el comportamiento de las firmas es internamente normado y externamente normativo, lo que reduce sensiblemente el grado de imprevisibilidad en el seno de sus sistemas de acciones. En contrapartida, es la nación la que se vuelve imprevisible tanto en su funcionamiento como en su evolución, pues adopta las oscilaciones, exigencias y caprichos de un mercado mundializado. La estabilidad de las corporaciones, gracias a la realización de los principios de solidaridad organizacional, redunda en la inestabilidad del territorio nacional en virtud de la ruptura de los lazos orgánicos. Buscando acompañar la internacionalización de la economía, afirma Saskia Sassen (2007:35-36), el Estado crea una serie de «legalidades» que permiten la intersección entre leyes nacionales y las actividades de actores económicos extranjeros.
Es importante recordar que no es el mercado como una totalidad quien dictamina el destino de la nación, sino un reducido número de grandes empresas. Cada firma encarna diferentemente el principio único de la competitividad y, por ello, los respectivos sistemas de objetos y acciones no son idénticos a pesar de su fuerte aire de familia. Cada una tiene su propia área, su propia temporalidad, sus metas específicas y motivaciones propias, a menudo expuestas como necesidades regionales. La búsqueda fundamental es la plusvalía, que debe siempre crecer, y para eso es necesario eliminar viscosidades que puedan crear obstáculos, inclusive la producción y distribución colectivas de los bienes y servicios más básicos.
La sofisticación contemporánea de los instrumentos financieros y su capilaridad en el territorio revelan un retrato extremadamente complejo. La venta de acciones de grandes firmas, la participación de los trabajadores en fondos de pensión (Chesnais, 2005), los complejos mecanismos de inversión y ahorro ofrecidos por los bancos, entre otros elementos, producen concomitantemente una pulverización de la propiedad y un distanciamiento del comando que nunca fue tan concentrado, con el respectivo desconocimiento de las decisiones por parte de la sociedad nacional. La mayor inestabilidad de la economía internacional y el enorme volumen de recursos de las empresas y bancos globales conducen a un proceso de fusiones y adquisiciones que, entre otras cosas, permite disminuir los riesgos (Gonçalves, 2003:32). Se pierde, de cierto modo, el conocimiento de la identidad e intencionalidad de los actores hegemónicos.
Concomitantemente al nuevo orden y como su necesario corolario, el poder público contribuye activamente a la instauración de los principios financieros en el territorio. Se trata entonces de una nueva economía política, en la cual todo debe ser organizado con el propósito de que el lucro sea siempre más concentrado: los nexos internos deben responder a una contabilidad global determinada, la renovación tecnológica debe ser incesante, el mercado a conquistar es el externo mientras subrepticiamente se internacionaliza el mercado interno. No hay cómo apoyar o compensar las economías regionales que no se adecuan a la competitividad en marcha; no hay cómo destinar dinero a objetos y organizaciones que no ofrezcan tasas de retorno a la altura del mercado financiero internacional. La prioridad es producir y hacer circular los productos y servicios más rentables, aun cuando se trate de educación, salud o bienes culturales, para los cuales siempre habrá una demanda científicamente producida por la sofisticación de tales bienes, la propaganda y el crédito, así como por la ausencia del Estado. Por todas esas razones, la preocupación por institucionalizar algunos principios de solidaridad orgánica tiende a ser, cuando existe, subordinada. Creada la escasez, se desarrolla un mercado para unos y una «pobreza estructural y globalizada» para la mayoría (M. Santos, 2000:72-73).
Simultáneamente, los principios organizacionales, nuevos contenidos del territorio brasileño, son extremadamente selectivos. Toman de la red urbana heredada sólo lo que interesa y, al mismo tiempo, son motores de la producción de una nueva red urbana. Por ello, en las regiones más dinámicas como el sudeste y el sur, aumenta el número y el tamaño de las ciudades medias, en las cuales se verifica mayor ingreso relativo y, consecuentemente, importantes niveles de consumo.
Se establecen en el territorio nacional verdaderas jerarquías funcionales y estadísticas, causas y consecuencias de las sístoles y diástoles de las finanzas, de la información, de la tecnociencia. La dispersión del sistema técnico permite producir en áreas hasta ahora periféricas, las cuales necesitan de crecientes sumas de información y dinero. La región centro-oeste en Brasil abriga modernas haciendas dispersas, productoras de soja, maíz, algodón y carne, pero las decisiones de política corporativa son tomadas lejos de allí. La red urbana regional se desarrolla al sabor de las importantes demandas técnicas de la producción. Modernas y aptas para cumplir tales papeles, esas ciudades carecen de una vida de relaciones más sofisticada o polifacética. Así, bajo la fuerza de las variables centrales de la época, se desarrolla una producción y una circulación con técnicas y normas tan modernas como ajenas. No obstante, ese imperio se ejerce a partir de puntos muy selectivos, con el predominio de la política de las empresas que deciden la intensidad y el alcance de las variables determinantes.
En las metrópolis los nexos institucionalizados de la solidaridad orgánica también son erosionados, abandonando enormes partes de la población a su suerte. La nueva red urbana revela, de ese modo, áreas luminosas y áreas opacas. Las primeras son el locus de los eventos propios del nuevo orden, mientras que las segundas son aquellas que resultan de una combinación explosiva: sus nexos orgánicos dejaron de contar con el apoyo del Estado, al paso que no son escogidas por los nexos organizacionales. A las personas y lugares que no formen parte de la novísima división territorial del trabajo faltará, a menudo, la realización de ciertos consumos colectivos. Nos referimos tanto a densas porciones de la periferia paulistana y de otras grandes metrópolis brasileñas, como a pequeñas aglomeraciones del interior del nordeste o de la Amazonia.
En consecuencia, hay una acumulación de eventos portadores de la división del trabajo en ciertos puntos y áreas y un abandono de extensas partes, con la producción de una enorme deuda social. No sorprende, entonces, un abanico de manifestaciones como el aumento de la pobreza, enfermedades, violencia y migraciones. En este último caso, las personas abandonan los lugares en búsqueda no sólo de trabajo, sino también de la posibilidad de consumir bienes materiales e inmateriales, como educación, salud, información y cultura. Cuando llegan a las ciudades no siempre encuentran empleo ni tienen acceso a los bienes y servicios ahora mercantilizados y, en ciertas ocasiones, se topan con verdaderas fronteras dentro de la propia nación. Es la situación de diversas alcaldías de ciudades intermedias que, temerosas de una escala de fenómenos que les escapa, impiden la entrada de personas bajo el pretexto de que los sistemas de enseñanza y salud e inclusive el empleo serán insuficientes para atender a los recién llegados. La modernización selectiva y acelerada del territorio, con la consiguiente desvalorización de otras porciones abandonadas a su suerte, nos autorizaría a pensar que hoy la pobreza, la enfermedad y la violencia son manifestaciones empíricas de la velocidad.
Resultante de un período de neoliberalismo, el territorio acaba por revelar un retrato complejo y contradictorio. En lo que incorpora de modernidad, ejerce una inercia e invita a reforzar las redes, los puntos luminosos, las geometrías, cuya integración no es nacional sino planetaria. El territorio nacional abriga algunas funciones de la división territorial del trabajo hegemónica sin, por ello, completar los circuitos espaciales de producción. En lo que posee de opaco puede ayudar a descubrir la ineficacia social de ciertos parámetros erigidos como absolutos. Es el caso de los indicadores macroeconómicos autónomos, pues estos pueden mejorar sin que ciertos lugares del territorio conozcan tales beneficios. Si la población de una pequeña ciudad nacida al servicio de una gran corporación, como en el centro-oeste, en la Amazonia e inclusive en ciertas porciones del estado de São Paulo, no encuentra las respuestas a sus demandas de salud, se desplaza y utiliza los hospitales de una ciudad contigua, tantas veces perteneciente a otra unidad de la Federación. Cuando los consumos sociales deben ser realizados fuera de una company-town, cuando la vida social y política no encuentra respuestas en ese punto luminoso y debe recurrir a otros lugares, se crea una demanda, pero también una oferta, cuyo análisis puede señalar caminos para el futuro. Un movimiento migratorio, un desfase entre formas político-administrativas y uso de servicios de salud o educación, una demanda insatisfecha e insolvente, una técnica no-moderna, una producción marginal en el lugar tal vez puedan tener mayor potencialidad que un indicador macroeconómico para revelar el uso del territorio y las verdaderas necesidades de una nación.
No es inherente al principio organizacional de los agentes hegemónicos la búsqueda de aquello que varios autores denominaron justicia espacial. La globalización, tal como es aceptada hoy en buena parte de los países periféricos, significó un aumento de las polarizaciones socioespaciales. Su corolario es la escasez de recursos, bienes y servicios universales en el resto del territorio y, por ello, un desigual ejercicio de la democracia, llevando a su fragilidad como condición de vida de una sociedad. Eliza Almeida (2005) explica cómo la dialéctica entre la centralización de los servicios particulares de salud y la descentralización incompleta de los servicios públicos en el Brasil crea escasez absoluta en las áreas enrarecidas, y escasez relativa en las áreas densas del territorio, llenas de alvéolos del mercado.
En el momento en que las demandas sociales dejan de coincidir con el nuevo mapa de inversiones privadas y públicas, asistimos a la sustitución de la organicidad por la organización en la política de la nación. Se retira el embrionario Estado del bienestar y entra el mercado puro, cuya manifestación más acabada es la escasez de servicios educativos y de salud de acceso universal, y la abundancia y ubicuidad de las instituciones e instrumentos financieros. Frente a ese retrato no podremos decir, como Pierre Rosanvallon (1995) cuando resume los elementos del Estado providencia, que la sociedad fue liberada de la necesidad y el individuo fue protegido de los riesgos de la existencia.
De las totalidades abstractas a las totalidades concretas: la nación y los lugares
Considerado como una totalidad en movimiento, el territorio usado permite una visión unificada de los diversos problemas sociales, económicos y políticos. Es en los lugares y en la convergencia de todas las instancias de la vida social que transcurre la historia. Sin embargo, el actual ejercicio de la política parece transitar un camino lleno de obstáculos.
Por un lado, la fuerza de grandes empresas y demás actores financieros en el uso del territorio es inconmensurable. Su resultado es un espacio excluyente que, por eso, se vuelve revelador de las contradicciones, evidenciando una verdadera privatización del territorio nacional. Es lo que buscamos discutir en las páginas anteriores.
Por otro lado, las formas vacías o puras, los cálculos abstractos y los rumbos auto-referenciados se imponen como instrumento y lenguaje de la política actual. La mera abstracción de índices económicos, cuya elaboración es ideológica, no revela el real funcionamiento del país. Al tiempo que el territorio es visto sólo como forma, es decir, como su división político-administrativa, la política se reduce a un conjunto de ecuaciones económicas. Frecuentemente, ambas visiones, juntas, acaban por completar un territorio reticular, donde el Poder Público ofrece, a partir de los entes federativos, las garantías que la ecuación de la firma precisa, como en la creación de municipios en Brasil estudiada por Márcio Cataia (2003).
En adelante surgen dos totalidades abstractas, el territorio y la política, que pretenden sustituir la verdadera totalidad concreta: el territorio usado y siendo usado de forma diversa en los lugares. De allí tal vez el fracaso de ciertas políticas de descentralización que tratan situaciones concretas y diversas como si fuesen abstractas y homogéneas o, aun, de las políticas aisladas que, buscando solucionar problemas urgentes, a menudo acaban por reforzar el problema sistémico.
El análisis supone el entendimiento de cómo las cosas y las acciones se reparten y se relacionan, evitando la elección previa o anticipada de soluciones, sean estas científicas, sean estas políticas. Ese esfuerzo no puede ser evitado. No obstante, como la realidad es unitaria, la visión de conjunto debe preceder y acompañar el ejercicio del análisis y de la política.
La elección de categorías analíticas y sintéticas, pertinentes al período que vivimos, no es un problema menor, pues su falta nos hace caer, nuevamente, en formas vacías. Límites y fronteras carecen de la fuerza explicativa inherente a las formas-contenido, aptas para realzar lo que existe y lo que no existe en cada lugar, la forma de funcionamiento y sus reales necesidades. Reducir una región a su estatus político-administrativo, sin considerar que el sistemismo de los objetos y acciones ultrapasa sus límites y que los actores tienen fuerza desigual, puede hacer ineficaz una política pública. La mera superposición de cálculos econométricos y divisiones político-administrativas puede terminar por ignorar las relaciones predatorias de extracción de plusvalía, concomitante a la producción de deudas sociales. Privilegiar las abstracciones macroeconómicas, ajenas a las condiciones de los lugares y cuya administración sólo cabe al Gobierno central, que puede dialogar con los organismos financieros internacionales, o a una pulverización de las relaciones entre entes federativos, puede acelerar la destrucción de la solidaridad orgánica. Formas de análisis y de política centradas en el PIB, déficit público, balanza de pagos, inflación, inversiones extranjeras directas y tantos otros indicadores, tienden a proporcionar una visión única y homogénea del territorio nacional. Al contrario, el movimiento desigual y combinado de los lugares reclama una visión unitaria y diferenciada de los diversos problemas nacionales y regionales.
Como el territorio es usado por todos los actores a pesar de su fuerza desigual, y como ningún objeto o acción pertenece sólo a la economía o a la política o a la cultura, no sería políticamente eficaz trabajar con una idea de territorio formal o de territorio usado sólo por algunos. La falta de autonomía del tejido de objetos y acciones en los lugares llena de contenido híbrido la categoría pura de territorio. Analizando los modos de construir un Estado providencia activo delante de los fracasos de lo que llama Estado providencia pasivo, Rosanvallon (1975) prevé el enriquecimiento de la noción de derecho social a partir del derecho a la inserción, apuntando, para eso, la necesidad de incorporar la especificidad de las situaciones. Agregamos que tal especificidad puede ser más claramente develada a partir de su realización histórica: el territorio usado.
La vida concreta de los lugares, con sus oportunidades técnicas y políticas para otros géneros de trabajo, que no obligatoriamente el global, podría ser objeto de la formulación de políticas menos consagradas a satisfacer las demandas de productividad espacial, fluidez y competitividad de las grandes empresas. Partir de la dinámica del lugar, que es incompletamente globalizada, y no de la lógica del producto, que es completamente globalizada, podría contribuir al descubrimiento de lo que es escaso en el lugar como, por ejemplo, la producción y distribución de bienes universales, aquellos capaces de eliminar o disminuir el handicap entre actores sociales. El lugar podría ser entendido menos como depósito de plusvalía para las corporaciones y más como un eslabón de políticas socio-espaciales integradas de educación, salud, cultura, información. La contabilidad nacional y regional, tal como hoy se realiza, considera sólo la producción para el mercado externo como generadora de riqueza. Es preciso reforzar el papel del consumo interno, pero a partir de una producción también interna. Si el territorio demuestra actualmente su productividad para productos globales, su forma de organización autoriza también una alta concentración de la riqueza. Un territorio capaz de abrigar diferentes formas de producir y consumir ayudaría al desarrollo de un mercado socialmente necesario (Ribeiro, 2005) y, por consiguiente, más distributivo.
Por ejemplo, cuando el derecho a la previsión social se transforma en una especie de seguro mercantil o de inversión capitalista, el proceso de individualización se hace presente, pues los nexos de lo colectivo desaparecen y una masa de dinero social puede ser desviada rápidamente, bajo el amparo de la ley, para inversiones inmobiliarias o financieras en algunos puntos del territorio. La reorganización de recursos públicos y privados destinados a la educación y salud revela dinámicas tan contradictorias y mercantiles como las de la previsión social.
La inversión de ese dinero social en grandes objetos funcionales a agentes poderosos, como ciertas obras de infraestructura financiadas por fondos de pensión de empleados públicos, acaba por instrumentalizar el territorio, tornándolo apto para el ejercicio de un pequeño puñado de actores. Por ese camino, se retira el dinero de elementos estructuradores de la contigüidad, de la técnica menos eficaz, de la interdependencia entre generaciones, de las organizaciones más antiguas, de la solidaridad orgánica, para conducirlo a elementos que desestructuran el orden local y nacional y fortalecen un nuevo orden social cuya base material debe ser moderna. Se instrumentaliza la contabilidad nacional al computar como gastos las inversiones sociales y al multiplicar los impedimentos al consumo colectivo.
En otras palabras, si existe una demanda solvente para servicios educacionales, sanitarios o provisionales, el mercado puede instalarse y el poder público ayudará a la producción y renovación de esa demanda, vaciando cuanto sea necesario la condición de universalidad de la distribución. Del pacto de civilización fundado en la previsión social, que permitió una especie de compatibilidad, aunque incompletamente realizada e incompletamente difundida, entre el modo de producción y una cierta justicia social, pasamos a una sociedad de riesgo, que no puede ser tolerante con los más débiles. Calculados los riesgos con técnicas primorosas, hoy es posible producir discursos individuales, reforzando la idea de que es más importante el individuo y su realización personal que la sociedad, incapaz de ofrecer las condiciones de tal realización. Nada más lejos de la idea de mutualización. Un fuerte contenido de propaganda busca convencer de que la responsabilidad individual es el único valor que interesa pues permite, al mismo tiempo, cuidar del futuro de forma responsable y acumular dinero en el presente. El costo de semejante distorsión es el abandono de aquellos cuya demanda no es solvente en ningún momento de la vida y en ningún lugar del territorio. En un período dominado por la información, el único riesgo que merece ser enfrentado es, de un lado, el individual y para eso se crean contratos y seguros y, de otro, el mercantil, que se vuelve un leitmotiv de la política pública. Los nexos «alienígenas» del individualismo mercantil sustituyen los nexos «indígenas» de la vida colectiva. De un modo general, los partidos políticos, unánimemente preocupados con el crecimiento (Hamilton, 2006), acaban por aceptar la ley de la oferta y la demanda aplicada a la vida social como un todo, allí incluidos los servicios universales, ofreciendo cuando es posible soluciones puntuales y asistencialistas a quien queda fuera del juego del mercado. La topología es más fuerte que el espacio banal.
De allí la idea de que las grandes empresas instalan un orden para sí y un desorden para todo el resto de la sociedad (M. Santos, 2000). El espacio banal acumula áreas opacas y regresiones bajo la promesa de que el espacio de redes permitirá el crecimiento y, de ese modo, disminuirá la pobreza y el subdesarrollo. Ese es un principio de organización, un principio normativo, que se infunde sobre las herencias materiales y normativas provenientes del pasado para producir acciones dichas eficaces.
La ingobernabilidad de la nación resulta tanto del orden corporativo como de esa escasez estructural de bienes y servicios de derecho común en los lugares. Pensamos que existe un imperativo territorial en la producción de educación, salud, cultura. Esa idea no parece suficientemente utilizada en la formulación de políticas, tal vez porque buena parte de la planificación está hoy imbuida de una racionalidad sectorial y, por consiguiente, instrumental.
Tal imperativo territorial permite pensar que existe una relación biunívoca entre salud y territorio, entre educación y territorio, entre cultura y territorio. Además de constituir bienes sin los cuales la sociedad va a la deriva (Lille y Verschave, 2003), educación y salud son actividades económicas y sociales de peso y, por ello, centrales para entender los objetos y acciones que constituyen el territorio. No es excesivo recordar que el consumo de esos bienes de interés común, aun cuando realizado en la esfera pública, es crecientemente productivo, a pesar del discurso dominante, pues posibilita toda una producción y circulación asociada, que no es obligatoriamente concentrada ya que el Estado podría evitar la compra a grandes monopolios u oligopolios. Y, además, la posibilidad de una vida más digna, gracias al bienestar y calificación alcanzados por el acceso a tales bienes, permitiría a las personas acceder a otros consumos aún más diversificados. La producción de esos bienes desempeña un papel en la generación de riqueza local.
La consideración de ese hecho permitiría agregar, al argumento cívico, un argumento económico. La otra faz de la medalla nos muestra que el territorio, por sus contenidos como distribución y estructura de la población, empleo, ingreso, infraestructuras, agricultura, industria y servicios influye sobre la producción de la educación y la salud. La urbanización del territorio, el crecimiento de las metrópolis y, más recientemente, de las ciudades intermedias, la ocupación agrícola e industrial de áreas hasta ahora periféricas, son algunas de las características que exigen de los sistemas como educación y salud una expansión y, al mismo tiempo, una densificación. Esos fenómenos son, en el período actual y principalmente en un país como Brasil, originados por una relación dialéctica y contradictoria entre Estado y mercado.
El proceso acumulativo se vuelve exponencial como resultado, no de procesos naturales como el discurso intenta hacer creer, sino de decisiones políticas, como la distribución de recursos. No ignoramos la correspondencia necesaria entre jerarquías urbanas y jerarquías de instituciones educativas o sanitarias, pero eso debería ser una atribución del Estado y no de las empresas, para evitar excesivas distorsiones en el acceso. Una nación preocupada por el ejercicio de una ciudadanía fuerte y plena no podrá tolerar que la oferta de educación, de salud y de otros bienes y servicios de interés común sea realizada en varios niveles, según la capacidad económica de los actores. No es posible concordar con una discriminación ab initio, sea socioeconómica o territorial.
En lugar de restringirse a números abstractos, parece ser más fértil estudiar las dinámicas regionales que no se explican fuera del territorio nacional, tales como el crecimiento vegetativo de la población, los flujos de personas en la búsqueda de empleo, salud, educación, información y cultura, la inmovilidad de la población que puede producir y consumir en un determinado punto del territorio (aunque allí no cuente con los instrumentos o la propaganda más modernos), las demandas educativas y de salud de las masas inmóviles, la necesidad de garantizar un mercado contiguo y suficiente para no curvarse inexorablemente al financiamiento internacional, que arroja a los más débiles a la velocidad de una tasa de intereses que el propio país no rige. Es preciso, además, enfrentar las paradojas de la contemporaneidad como el aumento exponencial del consumo mercantil y el crecimiento incesante de la pobreza estructural. Que los pobres consuman objetos del actual sistema técnico no significa que hayan satisfecho sus demandas de bienes y servicios de interés común como educación, salud y previsión (Silveira, 2006).
Si la manipulación brutal a la que se refería Lukács, retomada por Agnes Heller (1996), significa la negación de la necesidad y de la escasez, es importante hoy estar atentos a lo que esos pensadores denominaron manipulación refinada, la cual reconociendo las necesidades y la escasez, ofrece instituciones para proyectos ya existentes y universales. Esta voz de alerta parece adquirir actualidad en tiempos de tercer sector, achicamiento del Estado, responsabilidad social empresarial y otros sistemas de acciones característicos de la globalización.
El imperativo territorial de que hablábamos se consolida. Si la educación y la salud son geográficamente condicionadas, las características del territorio se reflejan en el modo como se producen la educación y la salud. La producción diferenciada y selectiva de esos bienes se vincula a la forma como participan del uso del territorio. Que el mercado es selectivo no es novedad, pero la selectividad del poder público es un dato relativamente nuevo, indicando «pactos territoriales» funcionales (M. Santos, 1987). Es fundamental superar la herencia socio-espacial excluyente para asegurar el acceso a los bienes de interés común a la totalidad de la población. Si tal como fue usado el territorio impone ciertos condicionantes a la política actual, también abriga oportunidades para la realización de las posibilidades históricas, como las proporcionadas por la técnica contemporánea. Tal vez el camino no sea buscar soluciones financieras y de derecho formal para ampliar un sistema concebido para mantener fuertes límites. Quizás el camino sea pensar sistemas socio-espaciales cuya esencia sea el crecimiento permanente de oportunidades, la búsqueda de la real universalidad.
Frente a la aceptación del discurso único por gran parte de la política pública, empresas y medios de comunicación y de las respectivas formas de alienación, es necesario encontrar un sentido para el cotidiano, para el acontecer en el lugar. Cuando el mundo es visto a partir del lugar, se vive la escasez en su sentido más amplio: escasez del comando de nuestro trabajo, de las promesas de la globalización, del consumo. Inicialmente, las medidas compensatorias no podrán faltar para superar el handicap, pero el futuro solamente podrá ser enfrentado con un proyecto nacional. Construir un Estado que pueda aglutinar sin matar la libertad, que pueda cuidar de la ciudadanía, cooperando en la producción de un sentido local y nacional, que pueda fortalecer las solidaridades sin imponer soluciones domesticadas o «folklorizadas» será una de las etapas de un proyecto transformador, pues una nación de ciudadanos no vendrá con más velocidad y fluidez, sino con una vida más lenta, anclada en la solidaridad orgánica que permita una planificación social y socializante.
Notas:
1 Partiendo de la oposición entre espacio de flujos y espacio banal formulada por Perroux, Milton Santos propone la noción de espacio banal como aquel de todas las personas, de todas las empresas, de todas las instituciones, que puede ser descrito como un sistema de objetos animado por un sistema de acciones (Santos, 1996:225).
2 Milton Santos (1996) toma de Durkheim la idea de solidaridad orgánica. Esta no alude a un sentido moral, sino a la interdependencia. Las regiones, escribe Santos, se han configurado por medio de procesos orgánicos, manifestados por la territorialidad del grupo, que mostraba la identidad y los límites. La diferencia entre una región y otra se debía a esa relación directa con el entorno.
3 «De una estructuración dicha natural, existiendo por el intercambio de energía entre sus elementos (tal como son y como están dispuestos), pasamos a una valorización de las cosas, por intermedio de la organización, que gobierna su vida funcional. En la caracterización actual de las regiones, estamos lejos de aquella solidaridad orgánica que era el propio fundamento de la definición del fenómeno regional. Lo que tenemos hoy son solidaridades organizacionales. Las regiones existen porque sobre ellas se imponen arreglos organizacionales, creadores de una cohesión organizacional basada en racionalidades de orígenes distantes, pero que se vuelven uno de los fundamentos de su existencia y definición» (M. Santos, 1996:226).
4 Para B. de Sousa Santos (2000:41), los determinismos resultan de la aceleración de la rutina, de la continuidad y de la repetición, al tiempo que los indeterminismos advienen de la desestabilización de las expectativas.
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