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Cuadernos del Cendes
versão impressa ISSN 1012-2508
CDC vol.30 no.82 Caracas abr. 2013
Tony Judt: la izquierda, las ideas y su ética no siempre visible
Leonardo Vivas*
* Sociólogo UCV. Doctor en Desarrollo y Economía Internacional. Fundador de Venezuela Competitiva. Director del Programa Latinoamericano del Carr Center de Derechos Humanos en la Escuela Kennedy de Gobierno en la Universidad de Harvard. Correo-e: leonardo_vivas@hks.harvard.edu
Es curioso como muchas personas sobre todo quienes viven con intensidad el presente siglo han pasado la página del siglo XX con alergia, como si les quemara las manos. En la nueva era que vivimos, argumentan algunos, tanto las claves de lo que ocurre como lo que se piensa han cambiado radicalmente. Probablemente se han dejado llevar por la novelería que suele surgir cuando cambian los siglos. O verdaderamente creen que han descubierto la pólvora. Pero hete aquí que, entre los intersticios de nuestra época actual, en los hechos históricos y en su interpretación política o económica se mueve con gran agilidad el viejo siglo, como si no quisiera abandonarnos, como si quisiera recordarnos todos los días que de allí venimos. Quizá por ello sea tan necesario asomarse a la obra de Tony Judt, quien hasta su muerte prematura en 2010 fue uno de los principales historiadores del siglo pasado, no tanto por el volumen de su obra sino por su pertinencia, habiendo incursionado con pasión desbordante y gran rigor analítico en varios de sus momentos decisivos.
Compartiendo el siglo XX
Judt nació en Inglaterra justo a mediados del siglo XX, poco después de terminada la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, descendiente de judíos provenientes de Europa Central y Oriental. No por casualidad su nombre Toni no es la abreviatura de Anthony; le fue puesto de lo cual se enteró mucho más tarde en honor a una tía desaparecida en un campo de concentración. Aprendió a navegar en las aguas apacibles pero difíciles de la academia británica y, quizá por su mente inquieta y su intranquilidad amorosa, nunca congenió con la idea que todo el mundo se hace de un historiador: apegado a sus legajos y viejos folios, paseando de biblioteca en biblioteca, de archivo en archivo. Aunque cultivó con todo el rigor del oficio los vericuetos del quehacer historiográfico, trascendió sus límites académicos para convertirse en lo que hoy por hoy es una especie en extinción: el intelectual que combate por sus ideas.
Sionismo, pasión por Francia e historia de las ideas contemporáneas
Menciono su intranquilidad intelectual y vital porque su obra inicial estuvo orientada ¡habrase visto! a los orígenes del socialismo francés, con lo cual rompía al unísono con dos tradiciones: primero, cruzar las barreras invisibles que separan el mundo intelectual anglosajón primero británico y luego angloamericano y el del continente europeo; y segundo, ocuparse del socialismo francés, algo que a los ojos de un británico resulta poco menos que ocioso. Y ciertamente, antes de ampliar sus horizontes a los eventos europeos en general, Judt se convirtió en especialista de temas intelectuales e históricos de la política francesa del siglo XX.
Pero a diferencia de la mayoría de intelectuales franceses dedicados a esos temas, quizás por la distancia personal e intelectual con el mundo francés, tan centrado en su propio ombligo y tan afecto a las modas, fue educando un sentido analítico y crítico que resultó en una interpretación muy especial de fragmentos de la historia francesa. Con base en esa experiencia de lo que en otro contexto Bertold Brecht llamaría el «extrañamiento», Judt se dedicó a entender las paradojas de las ideas en Estados Unidos, o a aclarar el mundo poco explorado de Europa Central pero de gran influencia en las ideas del siglo XX y lo que va del XXI.
Devolvámonos por un instante a su juventud temprana, que probablemente marcó su perspectiva más inmediata sobre la política como hecho terrenal. Hijo de un padre inmigrante polaco a la vez marxista y sionista, abrevó tempranamente en las aguas del sionismo en su época heroica, cuando los jóvenes judíos aprendían a identificarse con Israel participando en los kibutzim y el sueño de una vida idílica, rural y utópica. En su segundo viaje a ese país naciente, que le significó posponer su entrada a la universidad, Toni pudo traspasar la barrera psicológica e ideológica del kibutz para incursionar en la capital, donde participó en la logística de preparación de una de tantas guerras. Allí descubrió un Israel distinto, cuya segmentación racial, social, política e ideológica floreció con toda su fuerza a fines del siglo y hoy luce difícil de revertir. A partir de allí Judt abandonó durante varias décadas su preocupación por el tema judío, Israel y la consiguiente militancia sionista, dedicándose por entero al mundo de las ideas.
Historiador de las ideas y polemista
Oxford le garantizó la sólida base intelectual de la cual hizo gala, reforzada por una pasantía en la École Normale Superieure en Francia. Luego de culminar su doctorado y habiendo comenzado su carrera en Oxford, inició una vida de profesor trashumante; se mudó de Inglaterra a California, volvió a Inglaterra para finalmente instalarse en Nueva York, con pasantías en Francia, Viena y otras ciudades. Sus cambios de localización estuvieron naturalmente animados por la búsqueda intelectual y académica, pero también siguiendo la pista de varias mujeres con las cuales o bien contrajo matrimonio o se divorció.
Dedicarse como lo hizo a la historia de las ideas en temas que se salían de la lógica intelectual del momento, como el análisis de la élite intelectual francesa en la posguerra que, tras haber coqueteado con el fascismo francés, se abandonó en los brazos del comunismo y todo lo que fuera anti-USA, no hizo sino ratificar su vocación a la disensión, al pensamiento propio y libre, esencialmente ecléctico. Por ello no formó parte de escuela académica alguna ni tampoco participó en la creación de ninguna otra. Si acaso su mayor influencia, en espíritu pero no siempre en la manera de abordar las cosas, proviene de la escuela de historia intelectual de la Universidad de Cambridge, Inglaterra.
En ese sentido su evolución intelectual y vital guarda cierta similitud con lo que representó Isaiah Berlín en su momento también judío e inglés aunque nacido en Rusia, sólo que en Judt la influencia personal e intelectual de la experiencia socialista fue menos negativa, con un consecuente mayor respeto por el marxismo. Al cumplir 14 o 15 años su padre le regaló la famosa trilogía de Isaac Deutscher sobre Trotski. Una generación más joven que Berlín, estuvo menos marcado por los excesos de la Guerra Fría y dispuso de mayor libertad de juicio para posicionarse en los grandes saltos de política y de política económica ocurridos en Occidente a fines del siglo XX y durante lo que va del XXI. Donde su legado promete ser más permanente es en la historia europea reciente, la posguerra, la visión general sobre el siglo pasado y algunos intersticios específicos en esa era que tanto ha marcado la historia actual en sus tendencias y en su interpretación.
Judt terminó su vida como gran polemista, defendiendo sus ideas con tanta pasión como la paciencia de la cual hizo gala para articularlas de modo que le hicieran sentido al lego. Se lo facilitó su pluma ligera e incisiva y haber cultivado el idioma inglés con devoción de orfebre. Quizá por ello no traspasó los límites de la mordacidad y la ironía ni cayó en el tono destructivo tan característico del estilo francés de polemizar. Para las letras galas por muchos años el mundo sólo se podía ver en blanco o negro. En cambio el rigor de Judt, aquilatado por una extensa obra, pero sobre todo por su juicio certero sobre los eventos, le facilitó el tránsito al terreno de la polémica pública en la primera década del presente siglo.
Con posterioridad a la destrucción de las torres gemelas, cuando la administración Bush avanzaba a tambor batiente los preparativos para invadir Irak la continuación de una guerra no concluida, al decir de entonces Toni Judt representó una de las voces solitarias del mundo intelectual anglosajón en oponerse tajantemente a la guerra que terminó desatándose. Rechazó sus fundamentos, sus argumentos sobre la guerra necesaria y condenó la histeria que envolvió a medios de comunicación e intelectuales por igual.
También su posición sobre Israel ha sido altamente polémica. Por ser judío argumentó sin complejos que EE. UU. nunca consideró el sufrimiento de los judíos frente a las masacres en masa como una razón para intervenir en la Segunda Guerra Mundial; cuando lo hizo ya sus servicios secretos conocían de la muerte de más de un millón de personas en los campos de concentración. No tuvo empacho en criticar la hipocresía dominante en EE. UU. sobre el tema. Los judíos americanos, argumenta, son los menos susceptibles de sufrir una situación parecida a la ocurrida entonces, de allí que lamentablemente el Holocausto haya sido utilizado como coartada para el apoyo acrítico de EE. UU. a las políticas de Israel, no importa lo radicales que han llegado a ser.
Su agudo sentido de polemista lo llevó a las revistas de debate de ideas de mayor divulgación en EE. UU., así como a programas televisivos. Pero su principal herencia es haberle presentado a un mundo polarizado e incrédulo una interpretación sobria, documentada y de gran riqueza interpretativa de los hechos e ideas del siglo XX, más allá del maniqueísmo de la Guerra Fría que llevaba fácilmente a la justificación de atrocidades en nombre del mundo libre. Pero también del salvacionismo totalitario lanzado a los cuatro vientos por la URSS incluso luego de su caída, así como los dogmas de política económica impulsados por Margaret Thatcher en Inglaterra y Ronald Reagan en EE. UU., vividos intensamente por ambos países aún hoy.
El juicio histórico certero
Por su erudición y vasta cobertura de temas, circunstancias, países y enseñanzas, resulta difícil entresacar sus principales aportes a un mundo intelectual contemporáneo hundido hasta los cachos en la polarización de las ideas, que suele conformarse con simplificaciones extremas de la realidad, a la vez que rehuir el debate constructivo. Mencionemos tres para picar la curiosidad del lector.
El primer aporte se refiere no a la objetividad en el juicio histórico, que siempre rechazó como imposible, sino al desapasionamiento en la evaluación de los hechos, presentándolos como mejor podía colegir de los datos y archivos a su mano. En relación con las barbaridades de la Segunda Guerra Mundial, dejó sentado su juicio crítico, no sólo sobre los horrores del avance nazi sobre Europa Central y Oriental, que aparte del sacrificio en masa de los judíos significó la utilización de las poblaciones ocupadas como trabajo esclavo, sino también en torno a la respuesta militar soviética.
Destacó la muerte de millones de civiles en los territorios intermedios como resultado de la ofensiva soviética en su avance sobre Alemania, pero sobre todo la violación de todas las mujeres que el Ejército Rojo encontró a su paso. Al presentar esta relación de hechos en su libro Postguerra (Postwar), no dejó de mencionar la justificación que le proporcionara Stalin a Milovan Djilas, el famoso jefe guerrillero y escritor yugoslavo, segundo de a bordo de Tito, quien con el tiempo se convirtió en uno de los críticos más lúcidos del totalitarismo. Relata Judt que al preguntarle Djilas a Stalin sobre los horrores del avance soviético, este le contestó: «¿Conoce Djilas, quien es escritor, lo que son el sufrimiento y el corazón humano? ¿No puede acaso entender si el soldado que ha vivido la sangre, el fuego y la muerte se divierte con una mujer o si se toma un pequeño obsequio?».
Con esta relación de los hechos Judt logró tomar distancia de los cantos de alabanza en los que cayeron por igual tanto los defensores del historial de la URSS como bastión antifascista como la interpretación ritualista de Alemania como superlativo y casi único monstruo del desastre europeo. No deja de ser interesante que, así como muestra este rostro perturbado de un ejército soviético que marcha por la revancha, reconoce que de alrededor de 3,5 millones de soldados alemanes apresados en combate, casi todos retornaron a Alemania terminada la guerra. Exactamente el reverso de la acción del ejército alemán, que liquidó prácticamente a todos los prisioneros rusos y de los territorios conexos. No deja de ser interesante esta diferencia en la consideración moral soviética en torno a la muerte de prisioneros militares o civiles.
Ideólogo de la izquierda, a pesar suyo
Un segundo aspecto a destacar es más bien un corolario de su obra. Sin proponérselo de manera explícita, Judt le legó a la izquierda occidental y por rebote a la que se mueve en otras latitudes, incluyendo América Latina un ideario del cual ha carecido con posterioridad a la caída del Muro de Berlín y que pocos han podido articular tan claramente. Fue tan brutal el significado ideológico y simbólico del colapso de la URSS, por no hablar de su impacto político inmediato, que la izquierda mundial ha ido transitando una crisis tras otra, sin mayor capacidad de respuesta que los intentos pragmáticos que ofrecieran Bill Clinton en EE. UU. y Tony Blair, en su esfuerzo por contener la avalancha conservadora que hizo presa del pensamiento y la política occidental desde mucho antes de 1989. Judt fue muy crítico de ambos, despachando a Blair como un banal político derechista y a Clinton como un sucedáneo del revivir conservador americano en la era post-Reagan.
En EE. UU., tras las turbulencias de la era Bush, la interpretación habitual sobre los demócratas americanos es que amén de carecer de una narrativa y una retórica que les permitiera conectar con el electorado, han perdido el alma. El pensamiento conservador habría solidificado su hegemonía en el imaginario político de ese país, dejando al común de políticos liberales (en su acepción estadounidense) descolocados en sus objetivos, en su manera de posicionarse en el electorado e incluso en su narrativa sobre la realidad conveniente, es decir, en su ideología. De allí su falta de respuesta frente al martilleo constante de los republicanos en su crítica sobre el déficit en las finanzas públicas y el tamaño del Estado como fuente de todos los males. En Inglaterra, al moverse Blair hacia el centro del electorado, logró sacar a los laboristas de su larga travesía por el desierto, pero a costa de concesiones en la conceptualización de los problemas, por no hablar de su gran error de juicio histórico: apoyar la invasión unilateral de Irak por George W. Bush.
En su breve libro Algo va mal (Ill Fares the Land), complementado en su visión de largo plazo por Pensar el siglo XX (Thinking the 20th Century), Judt logra algo que pocos pensadores de izquierda contemporáneos han alcanzado: una propuesta general sobre la sociedad, pero sobre todo en torno a la economía y el papel del Estado, tan decisivos en estos tiempos turbulentos. De entrada, su crítica más incisiva contra el pensamiento conservador en lo económico la sustenta, como buen historiador, en el examen de sus orígenes. En buena medida el pensamiento conservador radical tiene su origen en pensadores como Hayek, Von Mises e incluso Karl Popper, todos austríacos.
A juicio de Judt la lectura del socialismo que hacen tales autores es incorrecta porque se basa en la crítica de la acción del Estado en el plano local, como fue el caso de los planes urbanísticos y sociales de Viena en los años treinta y cuarenta. Los socialistas nunca gobernaron Austria en su conjunto. Para estos autores del renacer conservador el avance social de la época llevó al establecimiento del totalitarismo de izquierda, cuando lo que ocurrió fue lo contrario: la respuesta a la avanzada socialista vienesa fue el fascismo. De modo que derivar como consecuencia de cualesquiera política de corte socialista la llegada del totalitarismo de corte soviético no se ajusta a la realidad histórica.
Hay que recordar que en buena medida el pensamiento neoliberal o conservador en lo económico se sustentó en la lectura realizada principalmente por Hayek de las políticas socialistas. Como ejemplo extremo de esta visión se puede mencionar el famoso díctum atribuido a Margaret Thatcher, representativo de su comprensión sesgada de la realidad: «no existe tal cosa como una sociedad; sólo existen los individuos y la familia».
En opinión de Judt, si el pensamiento ultraliberal austríaco fue una respuesta errada naturalmente al ascenso del fascismo, también lo fue la de Keynes. Pero a diferencia del primero, Keynes logró llenar el vacío que representó la inopia del pensamiento económico de la socialdemocracia, así como el mejor papel que le correspondía al Estado en la época inmediatamente anterior a la Segunda Guerra Mundial. En no poca medida el fascismo fue posible en los países en que fructificó con mayor fuerza Alemania, Italia, Francia, Austria y Holanda precisamente por la inanición intelectual y la inacción de la izquierda no comunista frente a los problemas económicos del momento, la inflación y el desempleo. Al no poder articular una respuesta adecuada que redundara en cambios rápidos en un ambiente de fuerte degradación y crisis sistémica de la economía, la socialdemocracia perdió toda su influencia como alternativa al ascenso del nacionalismo extremo.
Como se recordará, el fascismo, en cualquiera de sus versiones, no tenía empacho alguno en colocar el Estado como mecanismo para contrarrestar los peores efectos de la crisis económica. Aunque nunca logró articular una visión de conjunto como la que maduró Keynes entre los años treinta y cuarenta, sí logró poner el Estado como instrumento de masificación y respuesta a aspectos coyunturales de la crisis, sin menoscabo del funcionamiento del mercado dondequiera que fuese posible o necesario.
Esta comprensión de un momento crítico anterior del pensamiento económico de la izquierda le ha permitido a Tony Judt terciar en el juicio a las políticas económicas de la actualidad, sin por ello derivar hacia los extremos. Le deja a la izquierda una sumatoria de reflexiones susceptible de convertirse en un programa político.
La pasión por las ideas
Tradicionalmente los historiadores suelen dividirse en virtud del sesgo con que escarban en la reconstrucción del pasado. Se habla entonces de historiadores de lo político, historiadores de las ideas, historiadores económicos o de lo militar y, más recientemente, del papel de las instituciones en lo económico. Judt en cambio logra una síntesis de la marcha de las ideas a la par que reconstruye los grandes cambios de una época. O mejor aún, las ideas fluyen como expresión de una época en la medida en que la va narrando. Es la misma maestría de uno de sus modelos: François Furet, uno de los grandes historiadores de la Revolución Francesa. Un buen ejemplo es Postguerra, en el cual proporciona una visión de conjunto del impacto de la Segunda Guerra Mundial tras su finalización en Europa.
La percepción generalizada sobre los años duros de la guerra y la posguerra es que la polarización Eje vs. Aliados ordenaba todos las confrontaciones, divisiones territoriales y el orden mismo en la vasta zona de conflicto en que se convirtió Europa durante al menos década y media. Pero al decir de Judt la realidad era más compleja. En el vasto tejido de nacionalidades, territorios, y Estados donde la conflagración tuvo lugar la situación era más bien de una lucha de todos contra todos, macerada en una pérdida generalizada del orden y del monopolio de la violencia en manos del Estado. En buena medida los cambios y recambios territoriales, las masivas migraciones y expulsiones de los territorios significaron una situación de desastre humanitario, adicional al Holocausto y a los asesinatos en masa de poblaciones en las zonas de conflicto directo. Al culminar la guerra y voltearse la tortilla estas circunstancias no cambiaron de la noche a la mañana, manteniéndose una vasta población flotante, parte de la cual fue repatriada a sus países de origen incluso contra su voluntad, para finalizar eliminada o simplemente desaparecida. La política de la venganza dificultó la vuelta automática a un nuevo equilibrio, todo lo cual se unió a la demarcación de las dos zonas que pronto serían el nuevo teatro de la Guerra Fría.
En ese mundo en ruinas fueron surgiendo dos tendencias dominantes: una desde arriba, implantada por las potencias ganadoras de la guerra en los dos espacios donde su hegemonía militar prevaleció. Ambos, la coalición de democracias liderada por EE. UU. y el Reino Unido y la Unión Soviética fueron reconstruyendo su propia versión de equilibrio geopolítico, abierto y democrático en un caso e inicialmente democrático pero constreñido por la mano de hierro del Padrecito Stalin en el otro.
La segunda tendencia se perfiló desde abajo, edificada sobre la percepción de lo que había fracasado antes y durante la guerra. La resistencia en los distintos espacios nacionales, subnacionales e incluso locales no se planteó sólo contra el dominio nazi-fascista sino contra el sistema liberal anterior, incluyendo los partidos políticos tradicionales, en una vocación de rechazo que Judt no duda en caracterizar como revolucionaria. En Europa Oriental, el avance de partidos y movimientos antiestatus fue capturado rápidamente ideológicamente bajo el manto soviético como resultado de la presencia del Ejército Rojo, pero también por las bien ganadas credenciales antifascistas de la URSS y la ausencia de una referencia socialista que pudiera resistir la fascinación revolucionaria del Gran Hermano soviético.
En Europa Occidental, tras la liberación los movimientos de resistencia en buena medida buscaban continuar la lucha radical anterior, pero ahora dirigida a la transformación de la sociedad y la política. Aunque en ese período la colonización del pensamiento transformador por el mito soviético tuvo un enorme peso en la configuración de las ideas, ese espacio fue disputado por nuevas referencias nacionales, democráticas e incluso socialistas que no cedieron frente a la tentación totalitaria. A ello contribuyó la estrategia pacificadora de los dos principales partidos comunistas europeos, el francés liderizado por Maurice Thorez y el italiano por Palmiro Togliatti que, con el visto bueno soviético, propiciaron la vuelta a la democracia parlamentaria y la deposición de las armas por las fuerzas de la resistencia.
El legado que deja Judt como reflexión sobre lo político contrasta con las tendencias dominantes en la ciencia política actual, donde prevalecen los temas de la estructura constitucional como fuerza marcadora e incluso determinante de la marcha de la política. Ciertamente que las estructuras cuentan y la experiencia latinoamericana de hoy es una buena muestra de ello, pero el peso de las ideas en la reconfiguración de lo político y en la hechura de los argumentos que se contrastan diariamente en las democracias modernas es esencial. En cierta medida se coloca en el horizonte de historiadores como Eric Hobsbawn y François Furet, pero más inclinado hacia el segundo, en el sentido de admitir aun sin analizarlo directamente el fenómeno del totalitarismo que tanto esfuerzo intelectual ha conllevado, especialmente en el mundo galo. Furet y antes y después de él una legión de analistas franceses ha estudiado las corrientes comunes del comunismo y el fascismo como conceptualizaciones generales sobre la vida social abiertamente opuestas a la democracia liberal y como prácticas de acción política y militar destinadas a extirpar cualquier vestigio de disensión política. Pero aunque Judt no entra al terreno de las disquisiciones teóricas en torno al fenómeno, sí analiza sus efectos y su impacto en la recomposición social y política del viejo continente.
Un breve comentario para finalizar sobre la sustancia de la política. Con la caída del imperio soviético y la reingeniería capitalista de China la izquierda mundial quedó muda por más de dos décadas. La excepción a la regla ha sido Latinoamérica. Estudiar a Judt es importante no sólo porque reivindica la lectura del pasado como antídoto de las perversiones y tentaciones a las que son susceptibles las naciones, sino porque también rescata la bandera ética para el juicio de las realidades contemporáneas. Ello se pone de manifiesto en su crítica al papel de los intelectuales franceses en la posguerra, que ayudaron a ponerle la mesa al avance intelectual del stalinismo, haciéndose oídos sordos al Gulag y demás perversiones de la política que encarnó el totalitarismo soviético. Pero igualmente reivindica la rabia como movilizadora del pensamiento. No es posible callar ante el propósito de la derecha estadounidense e inglesa de desmantelar los innumerables logros sociales de la posguerra, conjuntamente con el fortalecimiento de la democracia, el mejor legado de Occidente al bienestar de la humanidad.
Hoy la misma rabia es aplicable a América Latina. Si bien la región se ha convencido de que son necesarios instrumentos de corto y de largo plazo para combatir la pobreza y de que el Estado tiene una responsabilidad decisiva en hacerlos posibles como bien lo muestran Brasil, México y Perú, ello no puede ocurrir a expensas de las libertades que la democracia procura: el derecho de la oposición a ser gobierno, la libertad de expresión y de prensa, los derechos individuales y colectivos a la vida y la igualdad ante la ley. Lamentablemente esos derechos se deterioran cada día en la era de reconstrucción democrática que vive el continente e incluso hoy se experimenta una campaña para disminuir, neutralizándolo, el sistema interamericano de derechos humanos que tanto ayudó a crear las condiciones políticas y argumentales para enfrentar los horrores de las dictaduras en el Cono Sur. Sólo si la izquierda consigue el equilibrio entre estos dos polos de justicia humana merecerá ese nombre y podrá reivindicar un papel definitivo en el quehacer de sus naciones.