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Cuadernos del Cendes
versão impressa ISSN 1012-2508
CDC vol.30 no.82 Caracas abr. 2013
Algo va mal*
TONY JUDT Madrid, Taurus, 2010
por Leonardo Vivas**
* Título original: Ill Fares the Land, Londres, Penguin Books, 2010.
** Sociólogo UCV. Doctor en Desarrollo y Economía Internacional. Fundador de Venezuela Competitiva. Director del Programa Latinoamericano del Carr Center de Derechos Humanos en la Escuela Kennedy de Gobierno en la Universidad de Harvard. Correo-e: Leonardo_vivas@hks.harvard.edu
En Occidente la caída del imperio soviético pareció cerrar el intento de pensar el mundo en profundidad, más allá de especialidades y convenciones académicas. La política y los ideales que la sustentan han sufrido de esta vocación de vaciedad intelectual, en parte porque ambos han sido esencialmente sustituidos por el mundo frío y necesariamente estilizado de las políticas públicas. Contra esto insurge Tony Judt en Algo va mal (Ill Fares the Land). Digno de la tradición de los panfletos de los siglos XVIII al XIX, en este breve pero sustancial libro Judt logra algo pocas veces alcanzado por los pensadores de izquierda contemporáneos: una propuesta general para la izquierda, sobre todo en torno a la economía y el papel del Estado, tan decisivos en estos tiempos turbulentos.
El contenido de la vida
Comienza Judt con una crítica al modo de vida prevaleciente en las sociedades más avanzadas. Aun sin ser inherente a la condición humana, hace referencia al predominio exacerbado del materialismo, incluso en la vida colectiva. En el siglo XXI, a la par de la búsqueda desenfrenada de riqueza que marca la pauta de la vida en sociedad y sus propósitos más íntimos, hay un empobrecimiento colectivo: autopistas deterioradas, puentes que se caen, escuelas públicas fracasadas, desempleo y un ejército de subpagados y subasegurados. Este empobrecimiento se ha vuelto endémico. La relativa nivelación social desde fines del siglo XIX hasta los años setenta del siglo pasado se ha revertido, especialmente en EE. UU., Inglaterra e Irlanda y en menor grado en Europa, al menos antes de la crisis financiera.
Judt argumenta que la desigualdad y el empobrecimiento relativo son corrosivos: la competencia por el estatus, el sentido de superioridad de los más ricos y el prejuicio contra los más pobres pudren las sociedades por dentro, acentuando la criminalidad y otras patologías sociales. Peor aún, prevalece la idea de que la desigualdad es una condición natural y que el crecimiento representa el único bálsamo para los problemas sociales. Precisamente lo contrario ocurre en EE. UU. y otros países. Que EE. UU. tenga el mismo coeficiente Gini (medida clásica de la desigualdad) que China no deja de ser escandaloso. Ni siquiera a Adam Smith, uno de los economistas clásicos plantea Judt le pasó desapercibido este fenómeno. Al contrario, fustigó la desigualdad como potencialmente destructiva de la economía moderna de su tiempo y causa principal de la corrupción de lo que llamó los «sentimientos morales». Contemporáneamente esta percepción de la inequidad como inevitable ha convertido la seguridad social en EE. UU. y los planes para mejorarla en un estigma.
Si acaso hacía falta una demostración contundente, la minidepresión de 2008 mostró que la desregulación y el abandono a la pura inercia del mercado son los peores enemigos del capitalismo. Tarde o temprano este cae víctima de sus excesos y debe recurrir al Estado para su rescate.
¿Por qué cuesta tanto imaginar una sociedad distinta?
La idea de que pueda haber una vida mejor ha desaparecido del firmamento intelectual de las sociedades desarrolladas. Se ha olvidado cómo hablar de esas cosas. Reina la confusión y los seres humanos han terminado esclavos del cálculo de la «racionalidad económica», que privilegia el interés exclusivo del individuo por encima de cualquier consideración colectiva. Incluso la penuria ha pasado a ser un valor moral, algo así como el bautizo de una reencarnación hacia una sociedad productiva.
Eso debe cambiar, dice Judt. No se pueden evaluar las opciones sobre la sociedad en un vacío moral. Ello no es conducente a la confianza que requiere toda sociedad liberal. Si a ver vamos, es un prerrequisito tanto del mercado en su sentido más general como de la libre competencia. El mercado por sí solo no produce confianza. En muchos casos la confianza derivó, al menos en sus orígenes, de prácticas religiosas y comunitarias. De hecho, la crítica contra el desenfreno del mercado en el siglo XX no provino exclusivamente del pensamiento socialista, sino de la Iglesia católica. De modo que hay que hacer un ejercicio de memoria para desenterrar estas viejas verdades.
El consenso keynesiano
Si no se puede volver al pasado dice Judt tampoco se lo puede ignorar. Menos aún olvidar que las guerras, epidemias, revoluciones y el colapso de los Estados, de las monedas y del empleo en los primeros años treinta del siglo pasado condujeron a la estrepitosa caída de las democracias europeas en manos de autocracias y regímenes totalitarios. El consenso keynesiano surgió precisamente de esas cenizas. Para Keynes la incertidumbre y la inseguridad económica, al corroer los cimientos de la sociedad liberal europea, dejaron como herencia la era oscura desde la Primera Guerra Mundial hasta la culminación de la Segunda. Conocedor del atractivo de la autoridad centralizadora del Estado y su utilización desembozada por comunistas y fascistas por igual, cualquier esfuerzo de reconstrucción del capitalismo debía considerar tanto las políticas contracíclicas para contrarrestar las recesiones y la eventualidad de una depresión, como la idea de la seguridad social.
Antes que revolucionar relaciones sociales, se trataba de conservar la esencia política y económica de la sociedad liberal. El matrimonio entre liberalismo político y capitalismo debía arbitrarse como una mutua protección. Y para ello hubo que tomar prestados cambios asociados previamente con el socialismo. Esta nueva plataforma políticas contracíclicas y seguridad social constituyó un vasto consenso entre liberales americanos, nacionalistas franceses e italianos, demócratacristianos, así como los socialdemócratas que la patentaron. Como resultado, el factor impositivo como corrector de desigualdades se hizo universal. Probados sus resultados milagrosos, fueron aceptados por todos los partidos conservadores en EE. UU., en Europa. A fin de cuentas, los altos niveles impositivos dejaron de ser una afrenta, mientras la redistribución del ingreso y la eliminación de extremos odiosos pasaron a ser la norma, todo lo cual llevaba agua al molino de la confianza.
¿Dónde estamos?
Hoy día se ha hecho moneda corriente afirmar que el precio pagado por los beneficios sociales y la corrección de las desigualdades fue demasiado alto, comprometió el desarrollo fluido del capitalismo y la libre iniciativa. Nada más falso, afirma Judt. Nadie puede argumentar que en ese largo período de aproximadamente 40 años EE. UU. careció de emprendimiento e innovación. Ni que por altos que hayan sido los costos y la intervención del Estado en el universo socialdemócrata europeo, se haya sacrificado la democracia. Al contrario, fue esa precisamente la época de la conversión profunda del socialismo europeo a distintas variantes de la socialdemocracia.
Un tema controversial es su interpretación sobre el papel de la generación de los sesenta. La generación de los Beatles y el pop, al propiciar un recogimiento hacia el individualismo extremo, facilitó el camino a los conservadores para criticar la presencia del Estado en la vida social. Al Estado retirarse a sus cuarteles de invierno se han desarrollado de manera exacerbada los lugares privados y la cesión de los ámbitos públicos. Por esa razón, dice Judt, los liberales americanos y británicos no han podido hacerle frente a la ofensiva neoconservadora que ve en la acción del Estado un peligro inmediato para la libertad económica y política del ciudadano promedio.
El hecho clave fue la caída del socialismo soviético, la cual no sólo representó el fin de un tipo de régimen sino el ocaso de las utopías, en particular aquellas que se nutrían de la marcha ascendente de la Historia hacia sociedades mejores socialistas preferiblemente que garantizaban un futuro mejor. Durante casi todo el siglo XX la izquierda le rindió tanta pleitesía a la lucha de clases y a su superación por vía económica que olvidó otros retos, como la libertad y la equidad en la justicia. Por ello, al cerrarse el ciclo ascendente del socialismo, se quedó sin banderas. Hoy por hoy, sin embargo, el problema no reside per se en las políticas sociales progresistas, sino en un lenguaje que perdió toda fuerza y significado. Ello ha limitado en el tiempo lo que pudiera denominarse como el «momento socialdemócrata». ¿Qué hemos aprendido de toda esa convulsión de fines del siglo XX? Que nada es inevitable. Que los avances sociales no fueron una concesión de la historia sino el resultado de innumerables luchas. Hay que redescubrir cómo hablar del cambio sin caer en la tentación de los cantos de sirena de la revolución.
¿Qué hacer?
La célebre frase de Lenin debe ser reconstruida. Disentir, disentir y disentir una vez más, no dejándole el terreno sólo a los intelectuales, a los tanques de pensamiento o a las universidades. Abandonar el facilismo de la antipolítica no significa refugiarse exclusivamente en causas «externas» como los derechos humanos en sociedades en problemas, el ecologismo mundial o Médicos sin Fronteras. Por mayor fuerza que tenga el impulso moral, repúblicas y democracias existen porque sus ciudadanos se involucran en los asuntos públicos. Independientemente de la degradación de las instituciones republicanas o precisamente por ello se hace menester participar activamente en la solución de los problemas.
La cuestión social volvió para quedarse. Hay que retomar las nociones del bienestar, de justicia y equidad, de la exclusión y su contrapartida, las oportunidades. Y asociado a ello cuánto estamos dispuestos a pagar por una sociedad mejor. ¿Qué debe hacerse para que las personas vivan una vida más decente? ¿Cómo responder imaginativamente frente al cambio técnico que disuelve los trabajos y su significación? ¿Qué nuevas habilidades promover?
Finalmente hay que buscar un nuevo lenguaje para expresar todas estas vicisitudes modernas, con tantas connotaciones éticas.
¿Cuál rol para el Estado?
Sólo el Estado puede responder a la escala de los problemas que plantea la competencia global. El sector privado no actúa más allá del corto plazo. Hay que repensar el Estado. Entender que puede causar daños irreparables, pero que no basta con que se ocupe de los aspectos coercitivos de la vida en sociedad. Liberados de la idea de que el Estado siempre ofrece la mejor solución, hay que librarse también de su contrario: que el Estado representa siempre la peor solución. El papel del Estado no puede consistir sólo en recoger los vidrios rotos cuando una sociedad desregulada explota en pedazos. Es también contener los efectos de las ganancias excesivas u ofrecer bienes públicos pagados por el conjunto de la sociedad. Los excesos de la privatización en Inglaterrra, como fue el caso de los ferrocarriles, muestran cómo dejar en manos privadas bienes públicos de ese calibre termina siendo no sólo más ineficiente, sino más caro.
Pero el Estado también debe ocuparse de disminuir la inseguridad que hoy prevalece, la de perder el empleo o que aquellos que mandan también han perdido el control frente a fuerzas más poderosas. El pensamiento de izquierda debe ofrecer alternativas para aquellas sociedades con riesgo de disolución. Hay que construir sobre los legados del siglo XX, pero también ofrecer una alternativa al vacío social que tanto abunda.