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Utopìa y Praxis Latinoamericana
versión impresa ISSN 1315-5216
Utopìa y Praxis Latinoamericana v.14 n.47 Maracaibo dic. 2009
La implosión de lo social y la era transpolítica. La mirada baudrillardiana de la Condición Postmoderna
Social Disintegration and the Trans-Political Era. A Baudrillardian Look at the Postmodern Condition
Magaldy Téllez
Centro de Investigaciones Postdoctorales (CIPOST). Facultad de Ciencias Económicas y Sociales. Universidad Central de Venezuela. Caracas-Venezuela
RESUMEN
Este escrito tiene como propósito reconstruir algunos hilos del análisis baudrillardiano a propósito de la condición posmoderna, específicamente la cuestión relativa a la implosión de lo social y de lo político. Y, con ello, mostrar que sus análisis, compartidos o no, le han permitido construir nuevos conceptos desde los cuales diagnosticar nuevos fenómenos, lo que hace innegable sus aportes a una ontología del presente.
Palabras clave: Posmodernidad, signo, seducción, simulacro, intercambio simbólico, sociedad de consumo, implosión de lo político.
ABSTRACT
The objective of this essay is to reconstruct some aspects of Baudrillardian analysis regarding the postmodern condition, especially the question about social and politic disintegration, and thereby, show that his analyses, whether shared or not, have allowed him to construct new concepts to diagnose new phenomena, making his contributions to current ontology undeniable.
Key words: Post modernity, sign, seduction, simulacrum, symbolic interchange, consumer society, social disintegration.
Nada (ni siquiera Dios) desaparece ya por su final o por su muerte, sino por su proliferación, contaminación, saturación y transparencia, extenuación y exterminación, por una epidemia de simulación.
Jean Baudrillard
Recibido: 23-05-2009 Aceptado: 15-09-2009
EL HUMUS POSMODERNO
En los años ochenta del pasado siglo era más o menos aceptable la caracterización de la nueva condición cultural como posmoderna. Casi tres décadas después, no sabemos hasta qué punto el concepto de posmodernidad ha arraigado con fuerza en las diversas áreas del saber o si ha experimentado el desuso característico de cualquier moda. Incluso hay quienes ya se preguntan ¿y después de la posmodernidad qué? Cómo si la cuestión de la posmodernidad fuese algo del orden del antes y del después: una interpretación que fue rigurosamente confrontada por Gianni Váttimo. Como este texto trata de lo social y lo político en la condición posmoderna, asumimos el concepto como una herramienta de análisis, teniendo presente que algunos pensadores han elaborado teorías de lo contemporáneo desde la perspectiva de lo que se constituye como una nueva condición epocal en la que se observan nuevos peligros como el de ser absorbidos por la máquina compuesta por la lógica mediática y el consumo, analizado por autores como Jean Baudrillard o Paul Virilio entre otros.
Razón de peso para dialogar con el pensamiento posmoderno, o para decirlo en términos más precisos, con las polimorfas estrategias discursivas que han dado lugar al llamado pensamiento posmoderno, cuya nota común es la recusación de los universales absolutos inherentes a la razón occidental, de su pretensión homogeneizante, que informa y da forma a las certidumbres racionalistas como las de la univocidad de la verdad, del valor irrefutable de la ciencia, de la objetividad científica, del inexorable progreso racional. Esas certidumbres que arropan la actitud intelectual de quienes, siguiendo una vía lineal para llegar al objetivo, hacen de lado, para decirlo con palabras de Michel Maffesoli, «la vida en su complejidad, la vida polisémica y plural que no se acomoda, o apenas lo hace, a las ideas generales y otras abstracciones de contornos mal definidos»1. Esas certidumbres que ya no están en capacidad de fundar nada, o quizá, nada más que la incomprensión de lo que (nos) ocurre y que hacen decir, con Maffesoli, que la interrogación sobre el carácter del racionalismo sigue siendo pertinente, pues se trata de saber de qué manera se ha producido su conversión en un obstáculo que impide la comprensión de todo «cuanto sorprende nuestras mentes y nuestros sentidos»
Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de posmodernidad y de pensamiento posmoderno?
No parece del todo impertinente comenzar señalando que la multiforme crisis epocal no es un dato, sino el modo de ser de nuestra contemporaneidad caracterizado por las radicales mutaciones que ocurren en todos los órdenes de la vida social y en las escalas local y global. Éstas cuya vastedad y diversidad están atravesadas por un hilo a la vez común y diferenciador que articula lo inédito de la crisis contemporánea, es decir, el que la diferencia de otras crisis epocales: la ausencia de un proyecto preconcebido en nombre del cual legitimar formas de pensar, decir, actuar, sentir, imaginar. Porque el peculiar tono de nuestra época parece estar definido por la imposibilidad de refundar los fundamentos últimos, los grandes proyectos, los valores trascendentales, los universales. La condición posmoderna amerita, pues, la puesta en juego de una actitud intelectual que Chantall Maillard define de la siguiente manera:
Cuando un mundo se derrumba porque sus valores ya no lo sostienen ni pueden tampoco trocarse por otros, importa preguntarse por el modo de racionalidad con el que fue diseñada su estructura, importa darnos cuenta de que no son los valores lo que habrá de reemplazarse, sino el modo de ver y de utilizar la razón y de que la necesidad de que haya valores forma parte, también, muy probablemente, del mundo que ha caído2.
Como puede advertirse, este planteamiento apunta al corazón mismo de la crisis contemporánea: el derrumbe de la racionalidad moderna y lo que ello supone a propósito de la pregunta por un nuevo tipo de racionalidad. Porque el desmoronamiento del racionalismo es la puesta al desnudo de sus límites, no sólo para la comprensión de lo que (nos) acontece sino para que tal comprensión se juegue como experiencia creadora. Y en ambos casos, no nos es posible obviar que las mutaciones en los diversos terrenos de la vida social y política lo son como irrupción heterogénea y multifacética de procesos y prácticas cuyas articulaciones dan lugar a la emergencia de una inédita condición socio-cultural, nombrada con el término posmodernidad. Condición cuyas señales se vuelven incomprensibles desde las claves modernas de inteligibilidad. Cierto que las lecturas que se hacen a propósito de tal condición no sólo son diferentes sino contradictorias; que unas siguen una tendencia apocalíptica y otras reeditan el sueño prometeico bajo el lenguaje informático; mientras algunas perspectivas de comprensión de los tiempos actuales buscan poner de manifiesto las articulaciones entre las formas de reordenamiento de la vida social, su pluralidad, su polisemia, sus paradojas y co-implicaciones, etc., y los giros que ellas reclaman en nuestros modos de pensar. No es mi propósito hacer aquí un balance de tales lecturas sino sólo señalar su existencia, también, como una de las expresiones de que ya nada es lo mismo: ni el mundo del cual formamos parte, ni las maneras en que creímos conocerlo, ni las convicciones acerca de nosotros mismos.
Que ya nada sea igual significa que nada es lo que nos parecía ser, tanto en el terreno de las prácticas sociales como en las maneras en que suponíamos conocerlas, pues es propio de la nueva condición epocal la emergencia de fenómenos cuyo fluir se da de manera tan efervescente y enigmática como imposible de ser analizada, clasificada, unificada, programada conforme al modo de pensar racionalista y sus principios de causalidad, unicidad y univocidad. Significa el resquebrajamiento de un tipo de racionalidad que estuvo en la base de las prácticas institucionales y discursivas en todos los ámbitos, desde el político hasta el de la vida cotidiana. Especialmente, como substrato de legitimación y fundamentación de las instituciones, atravesando sus prácticas de poder-saber. Cabe pues la pertinente observación de Maffesoli sobre la responsabilidad de recordar aquella sentencia de René Char, escrita en 1871, según la cual «vivimos en un mundo en agonía que ignora su agonía y se engaña, pues se empeña en adornar su crepúsculo con los tintes del alba de la edad de oro»3. Porque ignorar lo que agoniza no deja de tener consecuencias en las maneras de plantear los problemas y en lo que se supone como actualización de sus prácticas. Sólo a título de ejemplos pueden señalarse los nuevos discursos anclados en el mismo modo de pensar que hoy se revela incapaz de comprender lo que hoy (nos) acontece, o la puesta a tono tecno-lógica para la readaptación funcional de instituciones, sujetos y saberes a la lógica del consumo.
Por ello, no es extraño escuchar voces dudando sobre la crisis del orden moderno del saber. Sin embargo, me parece que estas dudas no logran percibir que no se trata de la permanencia de sus formas, sino del hecho de que desde ellas ya no es posible el conocimiento de lo que (nos) pasa. Y pasa que la vida social se reorganiza enteramente, que emergen fenómenos completamente inéditos con heterogéneas dimensiones y paradojas, que las claves de inteligibilidad supuestas como verdades incuestionables ya no sirven para analizar y comprender nuestra contemporaneidad, que se requieren nuevos mapas de inteligibilidad y nuevas experiencias de conocimiento, sin rutas ni propósitos predeterminadas y únicos; que es preciso liberarnos de la voluntad de saber-poder impuesta en esquemas de pensamiento y acción, en nombre de la verdad, la objetividad y la realidad. Todo ello cruza las teorías posmodernas de lo contemporáneo, entre ellas la de Jean Baudrillard a cuya perspectiva refiere este ensayo que, sin pretensión de exhaustividad, busca reconstruir algunos hilos de la lectura baudrillardiana a propósito de la implosión de lo social y de lo político. Sus análisis, compartidos o no, le han permitido construir conceptos nuevos desde los cuales diagnosticar fenómenos nuevos, lo que hace innegable sus aportes a una ontología del presente.
EL FINAL DE LA CRÍTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA: EL DOMINIO DEL SIGNO
En sus análisis de la condición posmoderna, Jean Baudrillard, como Jean F. Lyotard, Umberto Eco o Paul Virilio, entre otros, ha sido capaz de problematizar ese nuevo orden mundial que emerge en la segunda mitad del siglo XX con la explosión massmediática y la sociedad del consumo. Baudrillard se posiciona frente a la tradición marxista y anuncia el fracaso de la economía política, la cual habría de ser sustituida por una «crítica de la economía política del signo», tal y como lo manifiesta expresamente en El espejo de la producción y reitera en El intercambio simbólico y la muerte, donde se centra en la crítica del modelo simulacional de la experiencia y desarrolla su visión de la sociedad contemporánea como un gran sistema de signos, contraviniendo el prejuicio de las viejas teorías basadas en el modelo de la producción, incapaces de entender la prevalencia de los signos en las sociedades contemporáneas, en las cuales: los signos proliferan de forma abrumadora precisamente porque quien los produce es un mundo muerto, porque es el mercado el que demanda esos signos. El planteamiento baudrillardiano de la obsolescencia del modelo de la economía política se conecta con tres aspectosque atraviesan la producción teórica de Baudrillard, constituyendo el marco de sentido de su pensamiento. Se trata: (a) de la quiebra del esquema tradicional de comprensión del sujeto y el sentido; (b) del agotamiento del modelo tradicional de la referencia; y (c) de la denuncia a la tradicional «condena moral de los signos».
En lo que respecta al primer aspecto, Baudrillard dice en El crimen perfecto: «...algo hay en el sujeto irreductible a la identificación»4. Se trata del principio que conecta y, como tal, resulta indispensable para entender las teorías de lo contemporáneo: la singularidad de la experiencia es irreductible al cógito. Principio que enlaza con la crítica nietzschana del principium individuationis del platonismo, la destruktion heideggeriana del pensar metafísico subjetivista, y la deconstrucción foucaultiana y deleuziana de la noción de Sujeto. Noción que es inherente al proyecto moderno, cuya culminación sería el logro de la autotransparencia, entendida ésta en el sentido del socrático conócete a ti mismo o en el de la autoconciencia hegeliana.
A propósito del segundo aspecto (la clausura del modelo de la referencia), Baudrillard escribió: «A decir verdad, no queda nada sobre qué fundarse. No nos queda más que la violencia teórica. La especulación a muerte, cuyo único método es la radicalización de todas las hipótesis»5, con lo cual da un tono apocalíptico a la interpretación de tal clausura. Baudrillard retoma este aspecto en diversas oportunidades para criticar el esquema marxista que fundamenta el valor de cambio en el referencial del valor de uso, es decir, que condiciona la emancipación a la recuperación del valor de uso, dominado por el valor de cambio en la sociedad de clases. Dicho esquema se desmorona porque el triunfo en la sociedad contemporánea de lo que Baudrillard llama «el juego estructural del valor» ha llevado a «rarefacción», es decir ha suprimido las referencias correspondientes al sujeto, la substancia, la historia, la significación e, incluso, la producción: soportes de la crítica de la economía política y sus promesas revolucionarias. Así, el signo se ha liberado de la fuerza de gravedad que le daba peso y, por ello, un modelo como el marxista, que es todavía referencial, se ha vuelto impotente.
Así pues, no es sólo que la referencia haya estallado y que tengamos que vincular la cuestión de la objetividad a los juegos del lenguaje, sino que los signos se han liberado y han superado la necesidad de significar o denotar cosas. Es lo que, por ejemplo, le ha sucedido al capital en la economía postindustrial: liberados sus signos a través de la especulación y la lógica del consumo, se lanzan a una especie de conmutación permanente, convirtiéndose en «significantes flotantes». Y así ocurre en todos los ámbitos los niveles, porque los objetos se han liberado de su utilidad, la moda se ha liberado de lo bello y de lo feo, los media de la realidad y de la verdad, etc.
En lo que respecta al tercer aspecto (la condena de los signos), cabe destacar que Baudrillard no es un reivindicador de los signos, si por tal se entiende que piense que la proliferación de signos vacíos o arreferenciales, propia de la sociedad de consumo y del capitalismo financiero, haya de ser celebrada. Aunque, en un sentido distinto, sí nos recuerda que los verdaderos malditos de la civilización no son el sexo ni la locura, sino la seducción: juego ritual por excelencia y única instancia que escapa al dominio de la razón occidental. En esto radica la condena moral de los signos. Esa condena no ha desaparecido; todo lo contrario: «Creemos en una verdad oculta de las relaciones de fuerza, cuyos signos serían la superestructura expresiva, siempre sospechosa de desviación de la realidad y de mistificación de las conciencias. Creemos en una verdad sexual escondida del cuerpo, de la que éste no es sino la superficie de desciframiento»6.
Esta reivindicación de la seducción se vincula con la concepción baudrillardiana del simulacro cruzada por un razonamiento según el cual el mundo en nuestra época ha sido concluido, llevando a cabo la maximalización de todas sus determinaciones. Así, efectuadas todas las posibilidades de lo real, es la realidad misma la que se ha extenuado, haciéndose necesaria una realidad virtual, de modo que se asiste a una experiencia que no es tanto el fin de un principio realista, como la desaparición del «principio de ilusión» que la realidad necesita para sostenerse. Para decirlo de otra manera: muerta la ilusión, la realidad se convierte en fantasma de sí misma. Baudrillard lo dice así: «Lo real sólo es el hijo natural de la desilusión. No es más que una ilusión secundaria. De todas las formas imaginarias, la creencia en la realidad es la más baja y trivial»7. No obstante, la desilusión también tiene su momento de esplendor:
Hemos criticado todas las ilusiones, metafísica, religiosa, ideológica; fue la edad de oro de una desilusión alegre. Sólo ha quedado una: la ilusión de la propia crítica. Los objetos cuestionados por la crítica, el sexo, el sueño, el trabajo, la historia, el poder, se han vengado con su misma desaparición, produciendo a cambio la ilusión consoladora de la verdad. Como a la ilusión crítica ya no le quedaban víctimas por devorar, se ha devorado a sí misma. Más aún que las máquinas industriales, los mecanismos del pensamiento están en paro técnico8.
Para Baudrillard los distintos modelos de crítica al sistema productivo han dejado intacta la forma-producción misma: todo es producido según un trabajo. Esto incluye a Marx, quien descubrió todas las falsedades de valor de cambio y el fetichismo de la mercancía, que rodeaban al homo oeconomicus en la teoría liberal y en la práctica capitalista, pero no fue más allá de la idea de la producción de valor a través del trabajo, porque la doctrina marxiana habita el mismo esquema general de pensamiento que da sentido en la economía a la forma-producción, es decir, la forma-representación. En La transparencia del mal9, Baudrillard ofrece un cuadro en el que busca resumir la historia del valor. Nos habla de cuatro fases cuyas distinciones serían formales, refiriéndose cada fase al tipo de valor predominante según el modelo productivo: (1) Fase natural del valor de uso, en la cual el valor se desarrolla en relación a un uso natural del mundo; (2) Fase mercantil del valor de cambio, en la que se establece la lógica de las equivalencias propia de la vida mercantil; (3) Fase estructural del valor-signo, en la cual se imponen los modelos codificados; (4) Fase fractal-viral del valor, la actual, que rompe toda esta lógica. Si se habla de viralidad es porque, al haber desaparecido las referencias que daban sentido a los modelos anteriores, al habernos quedado sin referencia ninguna, el valor hace explosión y se despliega en todas direcciones. Por ello, según Baudrillard, desborda el modelo marxiano, que no prescindió de lo referencial. Es con relación a esta última fase que sostiene que tan peligrosa como la «reificación de las conciencias» generada el capitalismo es la reificación de la subjetividad que procura la economía política del psicoanálisis, por lo que sostiene que lo que verdaderamente se pretende es neutralizar dos realidades de las que el pensamiento crítico, incluyendo el foucaultiano, no ha hablado nunca: el intercambio simbólico y la seducción. Asuntos estos que nos permiten comprender que en el «orden de signos flotante» donde impera el simulacro, lo social no va siendo construido desde estrategias de dominio: simplemente se ha descompuesto. Razón por la cual, la simulación también ha hecho incecesaria la dialéctica entre el ámbito de lo sistémico y el mundo de la vida, en la cual se funda el análisis habermasiano, pues el efecto de dicho orden es la deshistorización y la desocialización del mundo.
Para entender la perspectiva de Baudrillard es preciso explicar en qué consiste la semiurgia radical, a partir de la cuestión relativa al fin de la economía política o, crítica de la forma-producción, que no es sino una expresión de la forma representación. Es en El espejo de la producción donde Baudrillard trabaja de forma más sistemática tal cuestión sintetizada en el siguiente planteamiento: «La liberación de las fuerzas productivas se confunde con la liberación del hombre: ¿es ésta una consigna revolucionaria o la consigna de la propia economía política?»10 La respuesta es que tal consigna es la de de la propia economía política. Veamos por qué. Intervienen aquí dos conceptos claves del discurso marxista: el trabajo y el valor de uso. Ahora bien, mientras la versión marxista del valor de uso pasa por la creencia en un valor concreto, en lo que la mercancía tiene de utilidad directa para el individuo, la hipótesis de Baudrillard invierte el razonamiento anterior: el valor de uso no es sino un efecto abstracto o teórico del valor de cambio. Así, según Baudrillard, aunque Marx hable del fetichismo de la mercancía y de la transformación de la economía en monstruo incontrolable y arreferencial en el capitalismo, en su discurso persiste la idea de la anterioridad del valor de uso, lo que no funciona en la sociedad de consumo, donde se liquida la forma-representación e irrumpe la simulación.
En el citado libro, Baudrillard analiza el dispositivo de la «domesticación social» como instancia que encubre todas las «realidades objetivas del capital»: «A la industrialización forzada y la explotación directa suceden la escolarización prolongada, los estudio subvencionados hasta los veinticinco años, la formación permanente, el reciclaje... (...) No ya la explotación salvaje sino la tutela y la relegación»11. En tal sentido, apunta aquí a los mecanismos sutiles del sistema, cuya fuerza radica en haber logrado subvertir sus mecanismos inciales para ocultar su nueva lógica: ya no se trata de obligarnos a todos a ser productivos, sino de hacernos formar parte de un nuevo juego que Foucault no advirtió, aunque su minucioso análisis de los regímenes carcelarios haya mostrado que la racionalidad occidental se construyó desde el procedimiento de exclusión implicando que los no enajenados quedaban encerrados fuera, con lo que se articulaba la sociedad disciplinar, y haya captado el peligro del discurso representativo que opera una distinción significante-significado capaz de neutralizar cualquier crítica que no sea capaz de superar esa distinción. Pero cuando hablamos del mundo del consumo, el juego es otro, de modo que cuando se continúa acusando al capital de servirse de las instancias superestructurales para desactivar los conflictos socio-económicos, no se hace sino permitirle seguir funcionando, pues cualquier demanda que sobredetermina lo económico, por ejemplo la reivindicación salarial, o el derecho al trabajo, no hace sino reproducir esa lógica que se pretende combatir. Que el juego sea otro implica preguntarse ¿Qué es lo que está ocurriendo? ¿Desde qué herramientas teóricas cabe declarar obsoletos conceptos como el de trabajo o el del valor de uso?
Llamemos sociedad de consumo, sociedad postindustrial, o sociedad del espectáculo, al nuevo orden social, el asunto es que las radicales transformaciones reclaman un modelo interpretativo nuevo, un modelo que rebase la forma-mercancía y recurra a la forma-signo. Las radicales transformaciones sociales responden ahora no a la producción sino al dominio de los signos: «El signo es mucho más que una connotación de la mercancía, mucho más que un suplemento semiológico del valor de cambio»12. Precisamente a ello se vincula el hecho de que en nuestra época predominen los «saberes del significantes» cibernética, semiología, informática y que la competencia se haya convertido en una ficción de sí misma, tal y como lo plantea Baudrillard, porque el capitalismo ha sustituido la ley de la oferta y la demanda que también es simulación por el cálculo estratégico. Un procedimiento que resulta clave en el orden del consumo, pues consiste en la abolición de la «contingencia de la demanda» y se sirve de instancias como la publicidad y el consumo. Estos ejemplos muestran que el signo ha dejado de significar, es decir, que ya no refiere a otra cosa que a sí mismo y que el despropósito se encuentre en la autonomización de la técnica generada por lo que Baudrillard llama la «pseudorracionalidad contemporánea», capaz de liquidar la realidad misma, pues la «...implantación de modelos operativos, [la] simulación de situaciones con miras a la previsibilidad y el control, [son] artificios operativos que hacen las veces de realidad y, el código, de principio de realidad»13.
Esta aseveración concuerda con la marxiana noción del fetichismo de la mercancía con la que Marx advierte del peligro de autonomización de la esfera económica. Podemos decir que Marx tenía razón, pero, también, que el baudrillardiano discurso del signo nace dentro de una realidad en implosión, es decir, en un mundo que abandonó el ciclo expansivo de la era mercantil y que ha desplazado la forma-valor típica del esquema representativo, lo que la convierte en impensable desde las claves de la crítica de la economía política. Porque los objetos ya no son signos de poder o de clase, sino signos sin más referente que el simulado por la sociedad de consumo, en la cual se produce lo que Baudrillard llama la venganza del objeto.
LA VENGANZA DEL OBJETO
Siguiendo la línea barthesiana, Baudrillard propone una ontología del presente proyectando su análisis sobre el mundo de los productos de consumo. En cierto sentido, tal análisis es de orden semiológico, pues se parte de que los objetos hablan, es decir, encarnan significaciones. Sin embargo no se trata solamente, como en Barthes, de descifrar la ideología latente de la publicidad, la moda o el cine, sino de diseñar un sistema descriptivo sin encuadrarlo en una ciencia de los signos, en el sentido de los semiólogos. Una intuición esencial atraviesa el análisis baudrillardiano: el objeto siempre se venga. Así, irónicamente dice: «El ratón cuenta como ha logrado condicionarlo perfectamente a darle un trozo de pan cada vez que levanta la tapa de su jaula»14, ironía que se dirige a la costumbre de los científicos de considerar al objeto como inerte, a la cual Baudrillard contrapone la afirmación de que no hay una objetividad muerta.
La explicación baudrillardiana considera al objeto como la convergencia de todas las figuras de la alteridad: los locos, los niños, las mujeres, etc. Figuras revestidas por la extrañeza de la condición objetual. Tal extrañeza, en la que el objeto vive autoextrañado, es la que le confiere una alteridad, un enigma que resulta inapropiable. Por ello, afirma Baudrillard: «El sujeto ya no es un atractor extraño. Le conocemos demasiado bien, él mismo se conoce demasiado bien. El Objeto es lo apasionante, pues es el horizonte de mi desaparición»15. Siendo así, ¿que hacemos con el Otro? La modernidad ha buscado conjurar su peligro mediante el sometimiento de lo Otro a la lógica de lo Mismo. O, para decirlo de otra manera, le ha otorgado el lenguaje de la emancipación, que es típico lenguaje del sujeto, diciéndole: no aceptes seguir siendo objeto, lo deseable es ser sujeto. Es así como se funda el discurso del otro: en la revolución sexual que libera a la mujer reconociendo la legitimidad de su deseo; en el dar la palabra a las minorías sociales antes silenciadas, en la reivindicación de la humanidad del salvaje, o en el reconocimiento del poder de las masas, entre otros. Se trata, pues, de saber mirar la voluntad de sometimiento de lo Mismo en la metafísica de la presencia, es decir, el esfuerzo de la Identidad por desactivar el desafío de la alteridad, en el cual siempre se parte del status privilegiado del sujeto y el objeto queda como su parte maldita.
No obstante, como lo hace ver Baudrillard, la proliferación de subjetividades que reclaman su derecho a ser reconocidas se debe a que la subjetividad ha estallado, o más apropiadamente, el sujeto ha desaparecido en el horizonte del objeto, se ha hecho víctima de su estrategia fatal. Así, por ejemplo, la mujer se ha convertido en fuerza productiva y el ciudadano en consumidor. Con este giro, también se ha producido el del pueblo a la masa vista con sospecha como traición contemporánea de la idea de pueblo, clave esencial de los discursos modernos de la emancipación. Como cabe derivar del análisis baudrillardiando, la actual forma de pronunciamiento de las masas son los sondeos de opinión, con lo cual la trampa está tendida, pues los sondeos y la TV como dispositivos massmediáticos son autorreferenciales, es decir, no representan nada: «Así es nuestro destino de sondeados, de informados, de estadisticados: confrontados a la verificación anticipada de nuestros comportamientos, absorbidos por esa refracción permanente, jamás estamos enfrentados a nuestra voluntad, ni a la del otro»16. El referente masa se ha hecho invisible tragado por el agujero negro de los massmedia.
Respecto de los objetos de consumo, también estos a su manera se vengan y se presentan como atractores extraños. Esta tesis es desarrollada por Baudrillard en El sistema de los objetos, donde acomete una exhaustiva descripción ontológica de la sociedad del consumo, caracterizada por la posición peculiar que en ella se le reserva a los objetos, entendiendo que la radical mortalidad de los objetos-signo, ante los cuales el sujeto enajenado en la producción se recupera a sí mismo como adquiridor y como superviviente, es la clave identificatoria de nuestra sociedad de consumo. Ello supone desmantelar el mito del atraso moral del hombre respecto del incontenible avance de las técnicas, que enmascara otro mito muy eficaz y lleno de peligros: el de la convergencia ideal de la producción y del consumo. Lo que conlleva una contradicción de raíz, porque ningún sistema de las técnicas puede ser independiente del orden de relaciones sociales que lo instaura. Para entender como funciona ese mito en las sociedades occidentales, desde años sesenta del siglo XX, es preciso cartografiar las vinculaciones que se establecen entre el sujeto y los objetos de consumo, lo que implica que no se trata de cartografiar los objetos por sus funciones sino por sus significaciones, cuando el objeto entra en uso y se instala en el orden cultural de la producción y el consumo. Nos es preciso, en consecuencia, asegurar una distinción: el objeto siempre ha sido significante, pero no lo ha sido de la misma forma en el tiempo. Así, el viejo discurso de lo bello en la decoración, que pugnaba por «crear una atmósfera», habría dejado paso a una nueva ideología, donde el hechizo viene dado por la sensación, no de la posesión o el disfrute, sino del dominio. El hombre controla todas las respuestas. De ahí la magia del bricolage, que es algo más que una práctica útil, o la de la conducción de automóviles, no radicando el sueño en las formas del vehículo, sino más bien en la sensación de dominio que incorpora. Así, el mundo ya no es dado, no tiene un origen que sería preciso recuperar, es un mundo producido de forma conceptualizada, al modo de una absoluta abstracción.
Por paradójica que parezca, esa fascinación concuerda con los valores de lo natural. Por ejemplo, las vacaciones, definidas por Baudrillard como simulacro natural, que no vive de la naturaleza sino de la Idea de Naturaleza, han terminado por convertirse en modelo incluso para aquello a lo que estaban subordinadas: la vida cotidiana. Valores del ocio vienen a determinar la lógica productiva. El mecanismo es paradójico, pero no absurdo: «¿Por qué el cemento habría de ser menos auténtico que la piedra?»17 En efecto, por qué, si asistimos al despliegue de una lógica de la mercancía que convierte al objeto en pieza de un sistema sígnico y el cemento, como la fórmica, parece encarnar la victoria de la civilización del confort sobre su Otro. Mas se trata, como cabe derivar del análisis baudrillardiano, de una victoria discutible, pues los objetos: «...hoy en día son los actores de un proceso global en que el hombre no es más que personaje o espectador»18. Con esta sentencia, Baudrillar viene a decirnos que al hombre le ocurre lo mismo que a la naturaleza: deja de existir como tal y ya sólo aparece como signo, aunque le sea propio aparecer en todas partes.
En el sistema de los objetos, la nostalgia de los orígenes y la obsesión por la autenticidad, operan a la base. Es lo que pasa, por ejemplo, con las antigüedades, en las que se cree descubrir la supervivencia de un orden tradicional y simbólico, pero se integran perfectamente en el orden actual pues su función es significar el tiempo. O, con los souvenir que se compran cuando se hace turismo, que sin ser bellos fascinan. En el fondo, hay una necesidad de identidad y una demanda de realidad, lo que permite sospechar que, de alguna manera, la realidad ha muerto, que ha sido sustituida por un orden de simulación. El objeto funcional, característico de la sociedad de consumo, es pobrísimo en significación, por ello necesita el complemento del antiguo, carente de funcionalidad pero absolutamente significante. En una lógica semejante el pasado también ha entrado a formar parte del juego del consumo, es decir, se ha añadido al repertorio de las formas de la moda con su propio repertorio de signos. En tal sentido, la moda como régimen de mortalidad de los objetos al que el sujeto sobrevive, es un eje del sistema de consumo. El otro eje, no menos importante es el automatismo, que encarna el modelo técnico de nuestra sociedad. «El automatismo es el rey», dice Baudrillard.
El artefacto automático encarna un nuevo tipo de antropomorfismo. Los objetos siempre han llevado la impronta de la presencia humana, pero ahora el objeto automatizado representa su poder de control y dominio. Ese poder va más allá de la funcionalidad, pues el objeto se llena de detalles superfluos y entra en su juego que más allá de sus determinaciones objetivas. El ejemplo del automóvil es, para Baudrillard, paradigmático. Ese artefacto hubiera podido enriquecer las relaciones humanas, «...pero muy rápidamente se le sobrecargó de funciones parasitarias de prestigio, de confort, de proyección inconsciente...que frenaron y después bloquearon su función de síntesis humana»19. Es el mismo proceso que se ha dado en los massmedia. El cine, por ejemplo, podía ofrecer inmensas posibilidades de cambiar nuestras vidas a mejor, sin embargo se convirtió en espectáculo y todos sus avances técnicos quedaron supeditados a la lógica del mercado. El razonamiento de Baudrillard es, al respecto, particularmente agudo: el consumo no es la base actual sobre la que descansaría el progreso de los artefactos, sino más bien la barrera que lo estanca o, al menos, lo lanza en la dirección contraria a la de la mejora de las relaciones sociales. Lo que realmente funciona es el de la fragilidad de lo efímero, una compulsión que oscila de forma recurrente entre la satisfacción y la decepción y que, según Baudrillard, permite ocultar los verdaderos conflictos que afectan a la sociedad y al individuo.
Por ello, Baudrillard habla de un gran happening colectivo dominado por el espectáculo de la mortalidad impuesta y organizada de los objetos, pero asume que esa imposición no es sólo una consecuencia del orden de producción capitalista, pues aunque sea difícil saber qué género de instinto de muerte del grupo, qué voluntad domina todo ese ceremonial, lo cierto es que recuerda a ciertas ceremonias salvajes como la del potlach: una práctica que parte de un lenguaje perdido en la historia, pero aún vivo en ciertos ritos modernos: el sexo, el banquete o la embriaguez de la danza, donde puede apreciarse que la modalidad de encuentro con el sentido pasa por la pérdida de centralidad del sujeto. Así pues, nos encontramos ante una economía ya no basada en la acumulación sino en el derroche, en el goce de lo consumido.
¿Cuál es la trama ideológica del sistema de los objetos cuyas claves son la moda y el automatismo? Baudrillard muestra dos aspectos ideológicos: el principio personalizador, que se articula como democratización del consumo de modelos mediante la serialidad, y el crédito, que supone la precesión del consumo con respecto a la producción. Con estos aspectos funcionando, lo característico del objeto-modelo actual es que no se resiste a su reproducción, sino que, por el contrario, se abre a su repetición serial para que cualquier objeto particular participe de él. Esa permanente repetición a lo largo de la serie es vital para el funcionamiento del sistema. Su primer aspecto: la personalización, es producida por el mismo orden de producción que fomenta lo inesencial en el producto para promover el consumo. Ahí, el modelo cumple una decisiva función integradora. Más que un objeto, el modelo-objeto es una idea «milagrosa», pues singulariza al usuario y, a la vez, logra forjar en torno a sí un consenso. Una idea a la que lo efímero le es constitutivo. De ahí que los productores «fragilicen» sus productos.
No es posible, pues, recurrir a esquemas clásicos de interpretación, como la teoría de la alienación, para comprender este orden caracterizado por el protagonismo del deseo personalizador en la oferta y la demanda. Ciertamente, la conciencia se reifica en su obsesión por singularizarse, dado que la personificación es acuñada e impuesta por el sistema: «Es una verdadera coacción del logro personal la que acosa hoy al consumidor...»20. En el sistema de objetos, el carácter democratizador de la sociedad de consumo se erige como accesibilidad a los modelos-objetos, como un juego de status donde las reglas son iguales para todos. El movimiento del sistema es el de la autorreproducción, no hace posibles, por consiguiente, la contradicción y el cambio estructural. Paradójicamente, la sociedad de consumo es la del movimiento permanente y su crisis es la de la estabilidad perfecta: «Todo se transforma, todo cambia a ojos vistas, y sin embargo, nada cambia»21. ¿Qué hace posible esta autorreproducción? Baudrillard responde: la supresión de la negatividad llevada a cabo por la sociedad de consumo, ese imperio de lo efímero que ha conjurado los poderes de la contradicción, llevándonos a una inquietante positividad absoluta.
El segundo aspecto ideológico de la sociedad de consumo es la nueva ética instaurada por la implantación extensiva del sistema de pago por crédito. El crédito es algo más que una institución económica, es el dispositivo por el cual el consumo precede a la producción y en razón del cual el objeto nos relaciona con la sociedad suspendiéndose encima de nosotros, por lo cual el objeto nos impone su ritmo, ya que en el momento de adquirirlo nos entregamos como fuerza de trabajo y nos esclavizamos. Así pues, la lógica cartesiana se hace añicos en la sociedad de consumo, pues la causa ya no precede al efecto: «...el sistema de crédito eleva aquí al colmo la irresponsabilidad del hombre ante sí mismo: el que compra aliena al que paga, que es el mismo hombre, pero el sistema, por su desnivel en el tiempo, hace que no cobre conciencia del proceso»22.
La forma esencial en que se distribuyen estos dos aspectos mencioados es la publicidad que comunica un mundo de total inesencialidad. Su mensaje es completamente connotativo, pura seducción, que no es lo mismo que engaño o alienación del sujeto a través de la seducción de las imágenes. Si la publicidad persuade no es sólo para vender, sino para obtener nuestra adhesión al consenso social, a través de la compulsión de la compra. Lo que todo esta sutil trama esconde es una estrategia de poder radicalmente novedosa: «...mientras que la integración moral y política no dejaba de tener inconvenientes (se necesitaba el auxilio de la represión manifiesta), las nuevas técnicas economizan la represión: el consumidor interioriza, en el acto mismo del consumo, la instancia social y sus normas»23. El sistema objeto publicidad, invadido por la inesencialidad, no solo impide lo que hace todo lenguaje: abrise a la posibilidad de un verdadero intercambio comunicativo, sino que hace inviable la creación desde sí de un orden social más justo. Porque bajo esa proliferación de oferta y demanda, se hace fuerte un orden que ejerce un rígido control de una situación que es presentada como «de la abundancia».
Lo característico de ese orden es un movimiento que ninguna filosofía del sujeto se sentiría capaz de explicar: la referencia objetual es ahora la determinante del status. Siempre, los vestidos, las joyas, los muebles, etc., han funcionado como sistemas de referencia, pero puestos al servicio de otros códigos de reconocimiento de status como la sangre, la moral o los ritos. Hoy sucede a la inversa: los sistemas de reconocimiento son reabsorbidos por el código del standing que se alimenta del sistema de obsolescencia acelerada de los objetos de consumo. El dispositivo que activa este sistema que mueve a consumir compulsivamente consiste en convencer al consumidor que necesita un producto nuevo antes que el que ya tiene agote su vida útil y función. De este modo, la sociedad de consumo implica la programación de lo cotidiano en todos sus intersticios, transformándolo en artificio al servicio del imaginario capitalista y de la perpetuación del sistema.
Cabe observar que, para Baudrillard, el consumo no es la actividad pasiva que complementa dentro del sistema al orden activo de la producción, es un modo activo de relación, y no sólo con el objeto sino con la sociedad. Por ello, no podemos agotar el consumo en el asunto de la satisfacción de las necesidades o la sobreproducción, porque el consumo es «...una actividad de manipulación sistemática de signos» y, con él la realidad se convierte en simulacro. Es decir, no es la realidad la que sostiene a sus signos, son estos los que sostienen a la realidad, lo que hace que la realidad se convierta en simulacro. De nuevo, el orden causal es invertido. En el consumo muere toda referencia porque el modo de ser referencial que tienen las cosas es puramente sígnico, de modo que ninguna relación humana, ningún régimen de intercambio simbólico aparece inscrito en las cosas. Nada tiene historia.
LA IMPLOSIÓN DE LO SOCIAL
Baudrillard llama implosión a la destrucción interior que se produce cuando el mundo se vacía de significado: un proceso de entropía social en virtud del cual se derrumban las fronteras entre realidad e imagen, y se abre el agujero negro del vacío de significación. La implosión tiene consecuencias en diversos ámbitos, siendo la ciencia y la epistemología las que ven resentidas sus categorías explicativas en la medida que se sostienen en la moderna separación sujeto-objeto. Para Baudrillard la implosión afecta las formas tradicionales de representar, de atribuir sentido a nuestras binarias configuraciones para instalarlos en una dimensión en que las diferencias se vuelven brumosas. El mundo de la implosión establece una particular relación del sujeto con el mundo que, según Baudrillard, es de desaparición, en la medida que opera anulando distinciones. Así, la técnica se presenta de manera ambivalente, pues si bien estimula responsabilidades en los sujetos, también propicia la creación de un mundo monstruoso producto de la indiferenciación que se produce debido a la relación de inexistencia consigo mismo en razón de la lógica y efectos de la massmediática.
¿Cómo es que lo social implosiona? A través de lo que Baudrillard llama la «precesión de los simulacros», los viejos órdenes de lo real el Estado y la sociedad civil, lo privado y lo público, el individuo y la sociedad, el individuo y las masas, etc., han sido desplazados por una inmensa red de pequeñas partículas que gravitan por las grandes redes de los circuitos integrados. Todas las ideologías que proclamaban la participación, la libre iniciativa, la solidaridad, la igualdad, la libertad y, por ende, eran capaces de hacer creer en los cambios de lo social, han dejado su sitio a un nuevo orden social donde el ciudadano se libera de la tutela paternalista del Estado y donde la productividad y el cálculo racional han dejado de ser sociales para proliferar diseminándose en los espacios intersticiales de las redes. Todo ello da expresión a un proceso: la implosión de lo social, cuya fecha de inicio simbólico Baudrillard detecta en los acontecimientos de Mayo del 68 su fecha, aunque los propios revolucionarios no lo supieran, pues eran conscientes de estar desarrollando un movimiento novedoso, pero creían demandar más socialidad, de ahí que matuvieran la formalidad asamblearia. Así pues, justo en el momento en que se proclaman con intensa vehemencia la autogestión y la participación, fue cuando se comenzó a constatar el desapego de las masas que cobra cuerpo en la noción de mayoría silenciosa, cuyas formas de expresión, los sondeos, los referendums y el bombardeo continuo de test de los media no ejercen una función representativa, sino más bien simulativa.
¿Son los sondeos, los referéndums y el bombardeo de los massmedia los dispositivos políticos de secuestro de la voz del pueblo? Ciertamente, son estos dispositivos por los cuales las masas se recluyen en su silencio, pero con el fin de hacerlas desaparecer como sujeto, y particularmente como sujeto de la historia. Por ello, su predominio revela el final de las expectativas revolucionarias, pero también de la idea de alienación, pues no siendo las masas un sujeto, tampoco pueden ser alienadas. Baudrillard, sirviéndose de herramientas teóricas de la moderna física nuclear, nos dice que la masa es un lugar de absorción y de implosión: «La masa absorbe toda la energía de lo social, pero no la refracta. Absorbe todos los signos y todo el sentido, más ya no devuelve ninguno. Absorbe todos los mensajes y los digiere. Devuelve a todas las preguntas que le son dirigidas una respuesta tautológica y circular»24.
Baudrillard nos dice que la manera de resistir de la masa es precisamente la de no oponer aparente resistencia. Todos los mensajes que llegan del poder son aceptados por la masa, pero de inmediato desviados hacia un código misterioso: la espectacularidad. Todo se convierte en espectáculo: la noticia y la escena política, los intelectuales que practican el talk show y los programas que ofrecen los reality show. Quizá resulte más fácil aceptar que con todo ese entramado se tiende una trampa a las masas, pero lo cierto es que el proceso resulta novedoso y, a la vez, enigmático. Así lo muestra Baudrillard, quien se sitúa a favor de los órdenes implosivos, que son precisamente los que están empezando a aparecer y que fueron la condición de existencia de los pueblos primitivos, que desaparecen justo cuando dejan de controlar sus procesos volviéndose estos expansivos. Pero el proceso en nuestra civilización es más bien inverso: si implosionamos ahora es porque no hemos podido controlar ese proceso expansivo de la espectacularidad que nos ha caracterizado y que alcanza dimensiones cercanas a lo catastrófico.
Nos encontramos aquí con la noción baudrillardiana de catástrofe, que va más allá del terror nuclear o de horror de Auschwitz. Sobre todo, se refiere a la catástrofe propiciada por los mass media: el advenimiento de la «sociedad transparente». El agotamiento de lo social es inteligible si advertimos que uno de sus imaginarios fundamentales, la comunicación, se ha realizado en nuestro tiempo: un tiempo donde el ojo de los massmedia llega a todas partes, donde el tiempo real televisivo sustituye la magia de la noticia diferida, donde es imposible mantener el secreto, factor esencial de lo social: «A todos los que quieren, ya que esto se ha convertido en el catecismo del año 2000, salvar la sociedad por medio de la información y la comunicación, hay que decirles que esa cultura de la comunicación y la información es profundamente pornográfica. Es decir, una cultura sin secreto»25. En efecto, a través de los dispositivos massmediáticos, la sociedad se ha doblegado ante la obscenidad de una escena donde la información circula porque sí, desde todas partes hacia todas partes, de forma promiscua. Ahí reside el núcleo de lo que empezó como promesa de realización de lo social pero ha terminado convirtiéndose en su catástrofe.
Otra vertiente de la catástrofe de lo social es el exterminio de lo Otro, pues el triunfo de la sociedad de la transparencia comporta el mayor ataque a la alteridad, cuando se supone que es más factible universalizar el respeto al distinto. Esta cuestión tiene que ver con las éticas de la diferencia, respecto de las cuales Baudrillard proporciona una perspectiva novedosa. En El crimen perfecto, recurriendo a Borges, habla de «los pueblos del espejo» para referirse a todas las formas de la alteridad que la tradición racionalista occidental habría ido sometiendo a la mismidad del sujeto, condenándolas a éstas a ser «imagen servil, representación y singularidad aniquilada, inmolada al servicio de lo Mismo». Pero, como ya sabemos, el Objeto siempre acaba por vengarse: «Así que en todas partes, los objetos, los niños, los muertos, las imágenes, las mujeres, todo lo que sirve de reflejo pasivo en un mundo a lo idéntico, está dispuesto a pasar a la contraofensiva. Ya cada vez se nos parecen menos... I´ ll not be your mirror!»26.
En su libro La transparencia del mal, Baudrillard realiza un análisis exhaustivo del proceso contemporáneo de exterminio de la alteridad, indicando que su principio motor es la hipertrofia de lo Mismo y su síntoma, similar al de las dos grandes enfermedades virales de nuestro tiempo: el SIDA y el cáncer. Lo propio de estas nuevas enfermedades es que son producto de la desorganización de los sistemas de defensa, pero no porque estos fallen ante un enemigo que no pueden dominar, sino porque son nuestros propios anticuerpos los que nos destruyen. Se trata de enfermedades generadas por la liquidación de las enfermedades, de enfermedades impuestas por la profilaxis absoluta, porque eliminadas las formas patógenas, nos quedamos sin amenazas, de manera que el ser devora sus propias defensas. Es la consecuencia de nuestra «cultura de la asepsia», de un sistema que apuntando hacia su positivización total logra triunfar en el objetivo de eliminar todo lo que es diferente, de modo que el mal aparece de forma catastrófica gracias a un principio de reversibilidad. Desde esta perspectiva, como el SIDA y el cáncer, los virus informáticos son la alarma catastrófica que nos previene contra una catástrofe mayor: la total universalización de las redes informáticas que harían imposible cualquier intercambio simbólico fuera del orden impuesto por la red. En palabras de Baudrillard, estamos en «el infierno de lo Mismo». Una vez más ha triunfado la mismidad: «Ha terminado la alteridad bruta, la alteridad dura, la de la raza, la locura la miseria, la muerte, la alteridad, como todo lo demás, ha caído bajo la ley del mercado, de la oferta y la demanda. [ ] De repente, el Otro ya no está hecho para ser exterminado, odiado, rechazado, seducido; está hecho para ser entendido, liberado, mimado, reconocido»27. Como ocurre en ciertas éticas de la diferencia, en las que persiste la pretensión de reunificar lo que difiere. Baudrillard habla de alteridad, no de diferencia, pues la alteridad supone lo inconciliable:
La infancia, la locura, la muerte, las sociedades salvajes, todo ha sido integrado, asumido, reabsorbido en el concierto universal. La locura, una vez roto su estatuto de exclusión, se ha visto atrapada en redes psicológicas mucho más sutiles. Los muertos, una vez reconocidos en su identidad de muertos, se han visto aparcados en los cementerios y mantenidos a distancia, hasta la desaparición total del rostro de la muerte. A los indios sólo se les ha reconocido el derecho a la existencia para ser aparcados en las reservas. Así son las peripecias de una lógica de la diferencia28.
En esta lógica radica la eficacia de la estrategia de exterminio de lo Otro. El Otro es insoportable, aunque tampoco se le puede hoy eliminar sin más; por eso se busca un Otro controlable y negociable. Pero Baudrillard afirma que «todo es reversible»: la seducción; la derrota del objeto, es decir, la de lo Otro. Es lo que sucede por ejemplo con Japón, cuya hospitalidad a la técnica y demás formas de la modernidad encubre un misterioso juego que Baudrillard llama deseducción, un juego donde la aceptación alegre de un código ajeno encubre una impenetrabilidad absoluta. Es decir, no se trata de la hospitalidad tranquilizadora del reconocimiento y la reconciliación, sino de la del desafío. En ese irredentismo de lo Otro, en ese principio de reversibilidad cifra Baudrillard sus esperanzas de que el exterminio de lo Otro no sea irremediable y de que de, cierta manera, lo social pueda salvarse.
La obscena transparencia generada por los massmedia, la indiferencia de las masas y la sujeción de lo Otro a la tiranía de lo Mismo, expresan la implosión de lo social, efecto de la conjunción de tres procesos que Baudrillard ha analizado: la maldición recaída sobre la seducción, la exclusión de los muertos y clausura de los procesos de intercambio simbólico.
La seducción, una figura pagana, es perversa y por ello ha quedado maldita. Esta figura articula un juego de signos y apariencias: «Un destino indeleble recae sobre la seducción. Para la religión fue la estrategia del diablo, ya fuese bruja o amante. La seducción es siempre la del mal. O la del mundo. Es el artificio del mundo»29. Para Baudrillard, con el discurso de la revolución sexual se instaura una nueva economía política, de orden libidinal, cuyo objetivo secreto es conjurar el poder de lo femenino, el poder de seducir, por el que el principio femenino quiebra el acceso a la verdad y al sentido. Por ello, escribe Baudrillard: «Ni siquiera es exactamente lo femenino como superficie lo que se opone a lo masculino como profundidad, es lo femenino como indistinción de la superficie y de la profundidad»30. En el caso de la mujer, esa otra figura de la alteridad que Baudrillard ha problematizado, la posición de sujeto ha sido finalmente asumida, con lo cual ha dejado de presentarse como objeto de seducción indiferente a su deseo: «La mujer-objeto era soberana y seguía siendo dueña de la seducción (de una regla, del juego secreto del deseo)»31. Así, en este posicionamiento, el hombre no sabe que la exigencia de la mujer de ser reconocida como sujeto de plenos derechos es irónica, pues la mujer desea en realidad radicalizar su condición de objeto, jugar al juego de la manipulación y la posesión, para quedar seductora e inalienable. Este planteamiento apunta a lo siguiente: la mujer, o mejor, o el principio femenino encarna el eclipse de la presencia en la ausencia que hace estallar todo efecto de sentido. Y, sin embargo, su acción no es azarosa ni salvaje, responde a la teatral ritualidad del adorno, el desafío y la estrategia: «Lo femenino siempre fue la efigie de ese ritual, y hay una temible confusión en quererlo desacralizar como objeto de culto para hacer de él un sujeto de producción, en querer extraerlo del artificio para hacerlo retornar a lo natural de su propio deseo»32.
Desde su crítica de lo productivo, Baudrillard celebra la condición femenina de «no ser nada», por oposición a la fuerza de producir, propia de lo masculino. En ese no ser nada radica el peligro a conjurar, gestándose así una maniobra de exclusión que no está lejos de la detectada a propósito de la locura: «La feminidad en este sentido está del mismo lado que la locura. Porque la locura vence en secreto tiene que ser normalizada. Porque la feminidad vence en secreto tiene que ser reciclada y normalizada»33. La mujer se despoja así de la seducción, con lo cual se pretende que lo femenino, como decía Julia Kristeva, deje de ser fuente de lo innombrable y lo inexpresable, lo que hace quebrar los límites de lo tolerable. Normalizado y codificado, el principio femenino entra en un sistema dominado por valores de cambio:
Que todo sea producido, que todo se lea, que todo suceda en lo real, en lo visible y en la cifra de la eficacia, que todo se transcriba en relaciones de fuerza, en sistemas de conceptos o en energía computable, que todo sea dicho, acumulado, repertoriado, enumerado: así es el sexo en lo porno, y ése es más ampliamente el propósito de nuestra cultura, cuya obscenidad es su condición natural: cultura del mostrador, de la demostración, de la monstruosidad productiva34.
Sin embargo, la seducción es más fuerte que la sexualidad porque el discurso que encuadró a ésta es productivo, mientras la seducción separa a todo discurso de la verdad que lo sustenta, por lo cual representa un peligro y se entiende el por qué de su maldición.
Respecto de la exclusión de los muertos como factor que, según Baudrillard, incide el final de lo social, es en su libro El intercambio simbólico y la muerte donde desarrolla una antropología para explicar de qué manera las «sociedades expansivas» han ido construyendo su identidad desde un procedimiento de exclusión que va más allá de los tratados por Foucault, por ejemplo, la locura. Aquí, Baudrillard parte del razonamiento conforme al cual desde que las antiguas tribus se denominaron a sí mismas «Los Hombres» o «Los Hijos de Dios», construyendo su identidad de «Elegidos» por oposición a todos los demás seres, estigmatizados con la exclusión, el concepto de «humano» ha ido extendiendo su sentido hasta universalizarse, dando lugar al Nosotros como valor genérico abstracto, vinculando a tal razonamiento su afirmación de que el racismo es un fenómeno moderno. En tal sentido, aunque Foucault mostrara que ese mecanismo esencial a nuestra civilización desde el cual en nombre de lo universal se fue imponiendo una estrategia normalizadora cuya arma es la segregación, y por el cual no sólo los locos han sido arrojados a la anormalidad y, por tanto, neutralizados en su peligro, sino también los niños, las mujeres, los ancianos, los pobres, los transexuales, etc., Baudrillard advierte una «segregación fundante», anterior a las descritas por Foucault:
El análisis de Foucault es una de las piezas claves de esa verdadera historia de la cultura, de esa Genealogía de la Discriminación en la que el trabajo y la producción ocuparán, a partir del siglo XIX, un lugar decisivo. Sin embargo, hay una exclusión que precede a todas las demás, más radical que la de los locos, los niños, las razas inferiores, una exclusión que precede a todas ellas y les sirve de modelo, que está en la base misma de la racionalidad de nuestra cultura: es la de los muertos y la muerte.
Pero sabemos lo que significan esos lugares inencontrables: si la fábrica ya no existe es porque el trabajo está en todas partes; si la cárcel ya no existe es porque el secuestro y el confinamiento están por doquier en el espacio/tiempo social; si el asilo ya no existe es porque el control psicológico y terapéutico se ha generalizado y banalizado; si la escuela ya no existe es porque todas las fibras del proceso social están impregnadas de disciplina y de formación pedagógica; si el capital ya no existe (ni su crítica marxista) es porque la ley del valor ha pasado a la autogestión de la supervivencia bajo todas sus formas, etc, etc...Si el cementerio ya no existe es porque las ciudades modernas asumen por entero su función: son ciudades muertas y ciudades de muerte. Y si la gran metrópoli operacional es la forma lograda de toda una cultura, entonces simplemente, la nuestra es una cultura de muerte35.
A los civilizados la muerte se nos presenta como un hecho bruto e irreversible, pero a los primitivos como algo soluble y reversible en los ciclos de intercambio simbólico. Se trata aquí de entender qué imaginarios están a la base del orden social; o mejor dicho, que éste sólo es posible en tanto que imaginario, por lo cual no se puede pensar en el abandono de lo natural, ya que éste es una categoría culturalmente codificada, es decir, inscrita en los ciclos simbólicos. De modo que el rechazo de la cultura occidental a la relación simbólica con la muerte da lugar a la disyunción de la la vida y de la muerte, sobre la cual descansan los dualismos en el que cualquier término de lo real esté obsesionado por su otro:
Toda nuestra cultura no es más que un inmenso esfuerzo para disociar la vida de la muerte, conjurar la ambivalencia de la muerte en beneficio exclusivo de la reproducción de la vida como valor, y del tiempo como equivalente general. Abolir la muerte, tal es nuestro fantasma que se ramifica en todas direcciones: el de la supervivencia y la eternidad para las religiones, el de la verdad para la ciencia, el de la productividad y la acumulación para la economía36.
Todo ese entramado de abolición de la muerte se debe a que nuestra cultura ha producido una maquinaria burocrática sofisticada de la muerte, al punto en que se ha creado el mito de la seguridad de la sociedad de consumo: «Aquí está el secreto de la seguridad, como el bistec bajo celofán: se le encierra a usted en un sarcófago para impedirle morir»37. Se trata, así, de una cultura capaz de abolir la muerte como fuerza motriz del intercambio simbólico:
Este es el verdadero rostro de la muerte ultramoderna, hecha de la conexión objetiva, sin falla, ultrarrápida, de todos los términos de un sistema. Nuestras verdaderas necrópolis no son los cementerios, los hospitales, las guerras, las hecatombes, la muerte no está en absoluto donde se cree; no es biológica, psicológica, metafísica, no es ni siquiera mortal. Sus necrópolis son los sótanos o los halls de computadoras, espacios blancos, expurgados de todo ruido humano; ataúd de cristal donde se congela toda la memoria esterilizada del mundo. Sólo saber, una quintaesencia del mundo que hoy soñamos con enterrar en forma de microfilms y de archivos, archivar el mundo entero para que sea descubierto por alguna civilización futura; refrigeración de todo el saber a fin de que resucite, paso de todo el saber a la inmortalidad como valor/ signo. Contra nuestro sueño de perder todo, de olvidar todo, alzamos una muralla inversa de relaciones, de conexiones, de informaciones, una memoria artificial densa e inextricable, y nos enterramos vivos en el interior con la esperanza fósil de ser redescubiertos un día38.
El tercer síntoma del final de lo social es la clausura de los procesos de intercambio simbólico. Sin embargo, cabe señalar que este síntoma inculye tanto el de la maldición sobre la seducción como el de la exclusión de los muertos, pues implican la supresión de todo el imaginario desde el cual se construye lo social. En otras palabras, las viejas instancias que regían el mundo desaparecen para dejar en su lugar un juego de signos que proliferan sin referente. Pero «todo es siempre y de alguna secreta manera reversible», como insiste Baudrillard. Reverisibilidad que ilustra mediante tres formas de resistencia al acoso de nuestra cultura del Death Power a los órdenes simbólicos: los grafitti, la moda y lo poético.
Para Baudrillard los grafitti constituyen uno de los fenómenos más característicos y enigmáticos. Surgen como contraofensiva de los negros a la represión brutal de las revueltas urbanas de finales de sesenta, implicando un nuevo modo de intervención, pues los grafitti no tienen contenido político ni pornográfico, por ello no son la contestación urbana a un poder económico y político, sino al poder terrorista de los media y los signos. Los grafitti muestran el hecho incuestionable de que la sociedad ha cambiado, que junto a la lógica de la mercancía, estructuradora de sociedad incluso en la explotación, está la difusión mediática de modelos de comportamiento y la desestructuración social operada por los massmedia Y, que en este cambio, en un sistema dominado por el código, la resistencia consiste en una reversión del código en su propia lógica, pues para derrocarlo se está utilizando su propia vocación de arreferencialidad.
Como expresión de esta resistencia, el grafitti tiene auténtica carga simbólica; por eso puede darse, intercambiarse y convertir la calle en una «fiesta cálida», al contrario que la publicidad de carteles, cuya función animadora es de orden simulatorio, generando una «fiesta fría», pues no es capaz de construir redes de intercambio simbólico. Para Baudrillard, hay una fuerte energía revolucionaria que advertir en la proliferación de los grafitti, que se mueven de manera radicalmente novedosa, pues no funcionan al nivel de los significados profundos, sino al nivel de los significantes, donde el sistema resultaría hoy vulnerable. Se trata de reivindicar el juego de la alteridad, para desmantelar la lógica de las diferencias codificadas: «Insurrección, irrupción en lo urbano como lugar de la reproducción y del código; a este nivel ya no es la relación de fuerzas la que cuenta, porque los signos no juegan con la fuerza, sino con la diferencia; es, por tanto, por la diferencia que hay que atacar»39.
Respecto de la moda, esta es para Baudrillard el juego más superficial y, al mismo tiempo, la forma social más profunda del mundo actual. Se trata de una conmutación absoluta, una sucesión mágica de significantes cuya vertiginosidad es consecuencia de la pérdida de los referentes. Lo que cuenta tanto para los «signos ligeros» (como el vestido y el automóvil) como para los «pesados» (política, moral, economía, ciencia, cultura o sexualidad). La interpretación de la economía política se limitaría a calificar dichos signos como efectos ideológicos de orden sobreestructural, pero Baudrillard recuperando aquella sentencia de La Gaya Ciencia donde Nietzsche declara a los griegos «superficiales por profundidad», intenta hacernos ver que se trata de su simulación, del «reciclaje» de las apariencias en que se movió siempre la «moral aristocrática». En la cultura actual, sin embargo, hay una especie de impulso en ese juego que incorpora una forma de socialidad tan ajena a las mediaciones de la ratio occidental que podría ser instalada en el mismo orden de subversión que el grafitti, pues se trata del mismo deseo de abolición del sentido: «Respecto a la finalidad despiadada de la producción y del mercado, de los cuales es sin embargo, al mismo tiempo, la puesta en escena, la moda es una fiesta»40. Para decirlo en breve, la moda, por ejemplo, producida ahora como objeto de consumo, contiene también un impulso de reversión del código en que se instala, pues al imponer su lógica de la banalidad a todos los órdenes sociales desencaja la lógica misma del sistema, es decir, la referencial.
En lo que concierne a la desaparición de lo poético, como síntoma del final de lo social, Baudrillard, muestra que éste también tiene su componente de reversibilidad. En tal sentido, escribió: «Lo poético es la insurrección del lenguaje contra sus propias leyes»41. Con ello, viene a decirnos que frente a un procedimiento gestor del lenguaje, como es la lingüística, hay un orden que se define por su irreductibilidad al modo de significación: lo poético responde a un orden donde los elementos no están en todo momento disponibles para cualquier cosa. Esto es lo que caracteriza a lo poético, cuyo componente subversivo está donde menos se lo busca, en ese lugar en que se volatiliza cualquier instancia social trascendente: en el diferimiento.
LA RETROCURVATURA DE LA HISTORIA
La mirada baudrillardiana sobre el fin de la historia no puede ser asimilada a aquellas que hablan de la clausura de un proyecto historicista unificador en favor de la aparición de las historias periféricas, y mucho menos a lecturas reconciliatorias como las de Fukuyama. Frente a estas tesis Baudrillard ha insistido sobre lo que él llama «la retrocurvatura de la historia». La sospecha baudrillardiana de la historia es que así como vamos a un mundo sin sociedad, vamos a un mundo sin historia.
Recordemos que el mundo Baudrillardiano es el de la gran comunicación de masas, dominado por dos procesos de sentido inverso, aunque complementarios: la explosión de la información y la implosión del significado. En este mundo, la feroz aceleración de la circulación de los mensajes genera la destrucción de cualquier sistema coherente de significados y, por ende, de la historia. Pero ante ello es vano el esfuerzo de reivindicación del sujeto histórico; por el contrario, Baudrillard socava la creencia en el valor subversivo de esa identidad autoemancipatoria que hoy queda reducida a imperativos del orden de la publicidad y de los medios de información de masas. Situándonos en la versión baudrillardiana del conocido axioma del Fin de la historia, cabe considerar tres tres hipótesis que presenta Baudrillard en La ilusión del fin.
La primera es planteada en los siguientes términos: «...cabe suponer que la aceleración de la modernidad, técnica, incidental, mediática, la aceleración de todos los intercambios económicos, políticos, sexuales, nos ha conducido a una velocidad de liberación tal que nos hemos salido de la esfera referencial de lo real y de la historia»42. No hay, pues, lugar para eso que llamamos historia, porque la velocidad liberadora impide el proceso de cristalización de la serialidad de causas y efectos, provocando que los acontecimientos entren en una especie de vértigo de irrealidad. En este caso, la historia concluye porque la vertiginosa velocidad del curso de los acontecimientos ha destruido los referentes.
La segunda hipótesis es la siguiente: «...es la inversa de la primera, no obedece ya a la aceleración, sino a la disminución de la velocidad de los procesos»43. Esta hipótesis tiene mucho que ver con un proceso nuevo: el nacimiento de una «fuerza de inercia» llamada masa. Paradójicamente, el poder de esta fuerza radica en su indiferencia y en el silencio que esa indiferencia genera, lo que cabe ser interpretado como producto de la saturación de intercambios. Por ello, sería un error hablar de un aceleramiento en la historia, pues los acontecimientos se suceden uno tras otro en la indiferencia general provocando que las masas aparezcan como superficie de absorción y se encarguen de neutralizar la historia. El asunto es, entonces, que la historia se encuentra en fase de implosión. En este caso, la historia concluye porque la indiferencia de las masas ha frenado el curso mismo de la historia.
La tercera hipótesis conecta el fin de la historia con el del fin de la realidad, indicando que la historia ha dejado de existir porque ha cumplido su modelo de la información pura y en directo, lo que Baudrillard llama el «efecto estereofónico»: «Ya no recuperaremos nunca la música de antes de la estereofonía, ya no recuperaremos la historia de antes de la información y de los medios de comunicación»44. En este caso, la historia desaparece porque cuando lo real se hace hiperreal se convierte en simulacro.
A partir de estas hipótesis, Baudrillard indica la necesidad de replantear la noción de acontecimiento, pues, en la era de los massmedia, éste ya no puede ser entendido a la manera tradicional, señalando incluso que es el acontecimiento lo que verdaderamente se nos ha escapado.
Siguiendo el hilo de la tercera hipótesis, podemos entender por qué Baudrillard no sostiene que la historia haya llegado a su fin, sino que se está produciendo «su retrocurvatura», a la que también denomina «asíntota total»: «Estamos, afirma, ante un proceso paradójico de reversión, ante un efecto reversivo de la modernidad que, habiendo alcanzado su límite especulativo y extrapolado todos sus desarrollos virtuales, se desintegra en sus elementos simples según un proceso catastrófico de recurrencia y de turbulencia»45. En este proceso, donde se desvanecen todos los acontecimientos negativos en nuestras memorias, se produce una labor de blanqueo de la historia, donde todo se reescribe y se adecenta de acuerdo con el objetivo de proclamar el reino de la democracia y de los derechos universales del hombre. Pero no es tan fácil presentar la historia sin la violencia de su acontecer, o con ésta debidamente encauzada a buenos fines y será necesario destruir la noción de acontecimiento:
Si hay algún rasgo distintivo del acontecimiento, de lo que lo hace ser acontecimiento y tiene por tanto valor de historia, es que es irreversible, y que algo en él excede siempre el sentido y la interpretación. Pero lo que estamos viendo en la actualidad es precisamente lo contrario: todo lo que ha sucedido en este siglo, en términos de progreso, de liberación, de revolución, de violencia, está a punto de ser revisado en el buen sentido46.
Así pues, otra manera de conjurar la muerte, en la que los valores del pasado se recuperan pasando en realidad por el filtro de la simulación y, por ello, convirtiéndose en valores inestables, sometidos a las fluctuaciones propias de la moda. La visión de Baudrillard es, al respecto, apocalíptica:
Todos los guiones retro que se preparan carecen de significación histórica, se producen por entero en la superficie de nuestro tiempo, como una superposición de todas las imágenes, pero que nada cambiará en el desarrollo de la película. Acontecimientos relapsos: la democracia descongelada, las libertades como señuelo, el Nuevo Orden Mundial envuelto en papel de celofán y la ecología de naftalina, con sus derechos del hombre inmunodeficientes, eso nada cambiará a la melancolía actual del siglo, que no cruzaremos jamás, porque entretanto se habrá curvado sobre sí mismo y se habrá alejado en sentido opuesto47.
La Caída del Muro de Berlín o, en lenguaje baudrillardiano, la «descongelación del Este» ha sido fundamental, pues, al parecer, nada mejor que el final de los regímenes totalitarios para llevar a cabo esa labor de blanqueo que nos debe conducir por el camino del optimismo. Baudrillard pone en tela de juicio el razonamiento según el cual el fin del comunismo supone un «desbloqueo», un «volver a poner en marcha la historia», porque es falso. Por eso, Baudrillard ironiza sobre la reunificación alemana diciendo que a este paso no tardaremos en volver al Sacro Imperio Romano Germánico y que no tardaremos precisamente porque la velocidad es nota distintiva de ese proceso de reversión: «Todo puede ir a una velocidad de vértigo (como lo ponen de manifiesto los acontecimientos del Este) precisamente porque no se trata de una construcción, sino de una deconstrucción masiva de la historia...»48.
Tal acontecimiento no es aislado, pues forma parte del proceso de desmoronamiento de las estructuras características de la modernidad, cuya compresión es inconcebible sin hacer participar la lógica y efectos de los mass-media, una de cuyas funciones es, precisamente, la de conducirnos a una cultura folclórico-museística que alimenta la simulación del no-olvido en una cultura que se caracteriza por existir sin memoria: «Como cada vez nos estamos alejando más y más de nuestra historia, estamos hambrientos de signos del pasado, en absoluto para resucitarlos, sino para llenar el espacio vacío de nuestra memoria»49. De este modo, con lo histórico pasa lo mismo que con lo social, lo político o lo estético: ha perdido su poder de resistencia a lo real y su capacidad de instaurar órdenes de sentido, pues con los signos proliferando hasta el infinito todo se desenvuelve en un marco de indiferencia general, lo que facilita su aceptación. Por ello, lo que estamos presenciando, junto a la deshistorización del mundo, es una semiurgia de todas las cosas a través de la explosión mass-mediática.
LA TRANSPOLÍTICA, O LA POLÍTICA COMO ORDEN DE SIMULACIÓN
Reiteradamente, a lo largo de las últimas cuatro décadas, hemos leído y escuchado sobre el descreimiento de los ciudadanos en los sistemas demoliberales y su clase política. Para la aguda visión de Baudrillard, se trata de síntomas que, entre otros, apuntan a un hecho esencial: la política ha muerto y, como en lo social, en el sexo, o en la historia, lo que queda es una proliferación de signos que sólo «simulan significar», pues se han quedado sin referente. Baudrillard ha logrado abrir un serio debate sobre la supervivencia de lo político.
Pero, ¿qué instancia es ésta que, como lo social y la historia sobre las que se sostiene el proyecto histórico de la modernidad, estaría ahora en proceso de extinción? Desde luego, la política que desde el siglo XVIII, se vió obligada a responder a los mecanismos de la forma-representación, función ésta cargada de moralidad, pues debía significar la voluntad popular, ya como la lógica liberal del consenso, ya como expresión ideológica de las contradicciones sociales. La política que, desde entonces, se instituyó como « el final de una estética, y el comienzo de una ética de la política, adjudicada a partir de entonces, como un espacio figurativo, no ya a la ilusión escénica, sino a la objetividad histórica»50. Este es el orden que ahora se desmorona, sustituido por la transpolítica, producto de la indiferencia, como lo son la pornografía o el terrorismo, formas extáticas porque proceden del hastío.
«Si fuera preciso caracterizar el estado actual de las cosas, diría que se trata del posterior a la orgía. La orgía es todo el momento explosivo de la modernidad, el de la liberación en todos los campos»51, sostuvo Baudrillard. Por ello, una vez producida la quiebra de esta liberación, queda la que sólo puede ser fingida, porque no nos resignamos a perder la esperanza de que los ideales se realicen y, por ende, seguimos viviendo como si ellos no hubiesen sido realizados, como si no hubiesen quedado atrás. ¿Por qué todo este simulacro? Quizá porque nunca los ideales se realizan como esperábamos:
En el fondo, la revolución se ha producido en todas partes, aunque de ninguna forma como se esperaba. En todas partes lo que ha sido liberado lo ha sido para pasar a la circulación pura, para ponerse en órbita. Con cierta perspectiva, podemos decir que la culminación ineluctable de toda liberación es fomentar y alimentar las redes. Las cosas liberadas están entregadas a la conmutación incesante y, por consiguiente, a la indeterminación creciente y al principio de incertidumbre. Nada (ni siquiera Dios) desaparece ya por su final o por su muerte, sino por su proliferación, contaminación, saturación y transparencia, extenuación y exterminación, por una epidemia de simulación52.
Asistimos, así, a la forma de lo político como simulacro, que rompe con la «lógica del deber», propia de la modernidad, en la que resultaba posible seguir creyendo en la verdad de la política, aunque sólo fuera por el hecho de que mantener el secreto del carácter artificioso del poder garantizara su continuidad. Pero hoy esto no es posible, pues no es el poder el que simula, sino que es el simulacro en la era de los mass-media el que precede a todo, incluso a la política. Por ello, una de las fuentes más eficaces de producción de signos de lo político es la de los sondeos y estadísticas. Mas no se trata de que, por ejemplo, las encuestas sobre intención de voto se legitimen por su carácter de reflejo de la opinión pública, ni de que los sondeos manipulen al electorado para inclinar el voto, pues ellos no responden a nada, no reflejan ninguna realidad. Se trata de toda una lógica mediática que se reproduce a sí misma, para lo cual tiene que simular que sus conclusiones representan voluntades. De ahí que para Baudrillard sólo los políticos, genuinos inventores de los sondeos, crean verdaderamente en ellos: «...los preguntados se presentan tal como la pregunta los imagina y los demanda»53. De nuevo, el juego de los signos sin referentes.
Estamos, pues, ante la implosión de lo político, de la cual forma parte la violencia terrorista, considerada como fenómeno que se instala en la lógica mass-mediática. Por ello, la lógica de este fenómeno ya no es la del amo y el esclavo sino la del terrorista y el rehén, de modo que en un mundo donde se ha impuesto la transparencia mediática, tal violencia se manifiesta en su forma catastrófica, de ahí su afinidad con los mass-media, pues su fuerza es exhibicionista. Ni esta violencia ni los mass-media existirían sin la indiferencia de la mayoría silenciosa:
La violencia está en potencia en el vacío de la pantalla, por el agujero que abre en el universo mental. Hasta el punto de que es mejor no encontrarse en un lugar público donde opera la televisión, dada la considerable probabilidad de un acontecimiento violento inducido por su misma presencia. En todas partes existe una precesión de los media sobre la violencia terrorista, y eso la convierte en una forma específicamente moderna. Mucho más moderna que las causas objetivas que pretenden atribuirle: políticas, sociológicas, psicológicas, pues ninguna de ellas está a la altura del acontecimiento54.
De este modo, el terrorismo pasa a formar parte de una misteriosa lógica del Mal que se extiende con sin igual virulencia, frente a la cual parecemos no estar preparados para defendernos. Ejemplo de ello es lo ocurrido con el Ayatollah Jomeini, cuya maldad esencial posee el valor simbólico de ser lo otro:
Enfrentado al mundo entero, en una relación de fuerzas política, moral y económica totalmente negativa, el ayatollah dispone de una sola arma, inmaterial, pero que no está lejos de ser el arma absoluta: el principio del Mal. Denegación de los valores occidentales de progreso, de racionalidad, de moral política, de democracia, etc. Negar el consenso universal sobre todas estas buenas cosas le confiere la energía del Mal, la energía satánica del réprobo, el fulgor de la parte maldita55.
Es esa parte maldita lo que hemos ido proscribiendo ante la absoluta positividad, de lo cual es síntoma el uso de eufemismos para nombrar el mal y lo otro. Y es que nuestra idea del bien no es sino el producto de no saber ya como incluir al mal en nuestro universo simbólico. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la fe en los derechos del hombre en los que el ciudadano cree como en una profilaxis contra la violencia: « hoy los derechos del hombre adquieren una actualidad mundial. Es la única ideología actualmente disponible. Y es lo mismo que decir el grado cero de la ideología, el saldo de cualquier historia. Derechos del hombre y ecología son las dos ubres del consenso. La Carta Planetaria actual es la Nueva Ecología Política»56.
En este contexto, se entiende que para Baudrillard la Guerra del Golfo fuera irreal. La empresa de esta guerra era necesaria, pues hacía falta hacer reaparecer los signos de la guerra para contrarrestar la malignidad encarnada en Sadam Hussein. Por ello, la cuestión no es que los ejércitos de la democracia confrontaran las violaciones de los derechos kuwaitíes por parte de Iraq, ni que el imperialismo occidental impusiera su tiranía de modo sangriento, para asegurarse el control del petróleo, haciendo uso de los medios que cumplen como siempre su función ideológica. La cuestión es más sutil: «No se trata de estar a favor o en contra de la guerra. Se trata de estar a favor o en contra de la realidad de la guerra. No hay que sacrificar el análisis a la expresión de la ira. Hay que orientarlo exclusivamente contra la realidad, contra la evidencia, en este caso contra la evidencia de la guerra»57.
Llegados a este punto, podemos plantear que los sondeos, la indiferencia, la violencia terrorista y la irrealidad de la guerra, son la extensión vírica del Mal traducido en los mismos signos de la conversión de lo político en simulacro, a lo que no ha escapado la izquierda. Lo que se ha fracturado es la idea de la representación. Esta es la clave, pues en torno a la representación se edificó todo el orden burgués, pero a partir de ahí también se está derrumbando. Es el orden de la representación el que se desmorona, por lo cual ninguna credibilidad política vincula a representantes y representados. Ahora bien, no se trata de que los mass-media manipulen a las masas, que las alienen, sino de que la política simula el poder, así como el individuo simula su ciudadanía. El ejemplo de la participación es ilustrativo de ello. En efecto, de participación se habla mucho, pero lo que suele decirse no es sino la repetición de su construcción mediática, la de esa perversión de encuestados que no saben, no contestan o, que contestan con una sandez semejante a la de las preguntas, con lo cual se deja al desnudo el mito del consenso. Derechas, izquierdas y centros, participan de este juego de repetición que anula cualquier orden de seducción e ironía. La izquierda, porque ha sido ajena a los juegos sociales regidos por la ironía del signo, porque ha sido incapaz de escapar al orden frío de la mediática que se ha tragado las ideologías.
Las ideologías, efectivamente, han implosionado y vivimos en el reino de la indiferencia, frente a la cual se demanda la diferencia que, para Baudrillard, no es hoy sino una identidad «por defecto» que sirve como contrapartida de las ideologías disueltas: «Ya no el orgullo de una diferencia basada en las cualidades rivales, sino en la forma publicitaria de la diferencia, la promoción de la diferencia como efecto especial y como gadget»58. De ello ha participado la izquierda, que no ha entendido que el auge de la lógica mass-mediática no se combate a través de las ideologías de la movilización, pues, como advierte Baudrillard, todo está en realidad entregado a una movilidad incontrolable, todo circula en la sociedad del consumo, todo ha perdido sus referentes. Por eso seguir pretendiéndose instalado en referenciales como la historia o lo social sólo es posible desde la simulación, lo que resulta beneficioso al orden instituido.
La política como simulación es propia de la era, no de la represión o de la persuasión, sino de la disuasión, cuyo modelo es el suspenso nuclear expresado en la Guerra Fría que abarca diversas vertientes, entre ellas la del espectáculo: «Lo que se trama a la sombra de este dispositivo [la Guerra Fría], bajo el pretexto de una amenaza objetiva máxima y gracias a semejante espada nuclear de Damocles, es la puesta a punto del mayor sistema de control que jamás haya existido y la satelitización progresiva de todo el planeta mediante tal hipermodelo de seguridad»59. En tal sentido, la guerra simulada constituye una clave para entender la sociedad actual, como lo muestra Baudrillard en su análisis de la Guerra del Golfo; guerra que, basada en la disuasión, se caracterizó porque sus medios fueron mediáticos: «En la escala de Richter, la Guerra del Golfo no llegaría al grado dos o tres. La escalada es irreal, como si se creara la ficción de un seísmo manipulando los instrumentos de medición»60.
Esta guerra puso de manifiesto varias cosas. En primer lugar, el hecho de que el temor a lo real genera lo hiperreal que tiene su reino en la televisión, la cual se apoderó de la guerra que necesita ser creída. Por ello, Baudrillard habla de la Guerra del Golfo como un gran test publicitario, semejante al de una marca que se anuncia continuamente pero sin que se llegue a saber cuál es el producto que vendía: «Los medios de comunicación promocionan la guerra, la guerra promociona los medios de comunicación, y la publicidad rivaliza con la guerra»61. En segundo lugar, lo que se presentó como un triunfo militar, fue de verdad el triunfo del modelo simulacional, cuya dinámica es la aplicación de un programa de disuasión destinado a neutralizar cualquier reacción. Fue una guerra abstracta tan abstracta como la circulación del capital, y tan especulativa como la informática: «La verdadera victoria de los simuladores de guerra estriba en haber metido a todo el mundo en la podredumbre de esta simulación»62.
Otro fenómeno digno de ser destacado como expresión de la misma lógica, es lo que Baudrillard denomina el Orden Victimario, que hace funcionar el horror show, dispositivo imprescindible dentro del reality show, que se reviste de integridad moral al jugar con la conmiseración. Con el horror show, no sólo pretendemos tranquilizar nuestras conciencias enviando víveres y medicamentos a los habitantes del Tercer Mundo, pues de lo que se trata en realidad es de un escenario perfecto para un referente de solidaridad, en el cual los pobres también son inventados por los massmedia. Así opera una sociedad convertida en una sociedad victimaria, en la cual por todas partes aparecen grupos discriminados y oprimidos que dan motivos para la conmiseración y el remordimiento, respecto de los cuales en la era de los derechos humanos, resulta tan negociable el dolor como cualquier otro objeto de consumo: «Las propias víctimas no se quejan de ello, ya que se benefician de la confesión de su miseria. Toda una cultura se había iniciado otrora, según Foucault, con la confesión del sexo. Hoy se recicla con la confesión de su miseria»63. Pero tras esta conmiseración se encuentran factores como la indiferencia, a los cuales se asocia el blanqueamiento del otro, teniendo como cobijo moralmente protector lo políticamente correcto: «...El negro, el minusválido, el ciego y la prostituta se convierten en colour people, disabled, invidente y sex worker: es preciso que sean blanqueados como el dinero negro. Es preciso que todo destino negativo sea revocado por un trucaje aún más obsceno que lo que quiere ocultar»64.
Como puede apreciarse se trata de una cuestión fundamental: la tarea terapéutica de erradicación del mal, en la cual éste no desaparece sino que juega un papel controlado dentro del sistema. No obstante, controlar el mal, mediante su sometimiento a la terapéutica blanqueadora tiene un riesgo: pretender eliminar la parte maldita es como pretender eliminar los virus y eliminar los sistemas de inmunidad del organismo, porque eliminar la parte maldita es eliminar la realidad misma, a partir de lo cual se trazan los paraísos artificiales, el de la transparencia del consenso por ejemplo, obviándose que el consenso no es un principio moral, sino de irreductible antagonismo: «Cualquier posición que adopte el partido de lo inhumano o del principio del Mal es rechazada por todos los sistemas de valores (por principio del Mal sólo entiendo el simple enunciado de unas cuantas evidencias crueles sobre los valores, el derecho, el poder, la realidad)»65.
Lo que está en juego con la exterminación del mal es la exterminación del Otro. Al respecto, refiriendose a una novela de Virgilio Martini, Il Mondo senza Donne, Baudrillard ironiza sobre la vieja pretensión terrorista de exterminar la alteridad, lo cual constituye el crimen perfecto. Porque despojada la realidad de lo negativo, sólo queda una positividad asesina en razón de la cual las partes malditas como la enfermedad, la muerte, la extrañeza y la hostilidad son eliminadas como partes constitutivas de nuestra paradójica existencia. Una positividad en la que no se trata simplemente de negar al Otro, pues el mecanismo es más sutil ya que consiste en producirlo; es decir, el otro: «Ya no es objeto de pasión, es un objeto de producción»66. Exterminar al Otro, produciéndolo. Ante ello, hay que hacer resonar las siguientes palabras de Baudrillard: «...Lo peor está en esta reconciliación de todas las formas antagónicas bajo el signo del consenso y de la buena convivencia. No hay que reconciliar nada. Hay que mantener abiertas la alteridad de las formas, la disparidad de los términos, hay que mantener vivas las formas de lo irreductible»67.
Porque siempre hay algo que se muestra refractario al movimiento de lo mismo, siempre hay algo en los objetos que se resiste a nuestro dominio, oponiéndose al orden que le imponemos, siempre hay algo en el sujeto irreductible a la autotransparencia, siempre hay algo en la masa, la mayoría silenciosa, que se resiste a participar en el juego de la democracia representativa, etc.:
No hay final para este mundo porque siempre existirá algo de la alteridad radical que nos acecha. Pero ya no se trata de una negatividad activa, política racional, enfrentada con la historia. Es la inminencia de una revancha, de una resurrección de todo lo que ha sido exiliado al otro lado del espejo, y extrañado en una representación servil del mundo de los vencedores, la revancha de todos los que han caído del otro lado de lo universal. Esta fuerza de la que todos formamos parte, incluso sin saberlo, esta fuerza nos guiña el ojo desde el otro lado del espejo, y su fantasma amenaza el mundo realizado. Cuanto más se realiza el mundo, más activa es esta ilusión esencial. Es lo que yo llamaba la transparencia del mal68.
La apuesta baudrillardiana es, pues, una apuesta por la alteridad, precisamente cuando en la sociedad contemporánea los efectos de la alteridad son conjurados mediante su conversión en simulacro. No obstante, desde las mismas claves de interpretación que ofrece Baudrillard queda plantear preguntas como: ¿podemos acceder a la experiencia de la alteridad sin la distorsión de la subjetividad que los massmedia producen? ¿Es posible un pensamiento radical o de ruptura capaz de presentarse como una fuerza desestabilizadora del sistema? Desde esas mismas claves, podemos sostener que las respuestas serían afirmativas, siempre y cuando no se apueste por valores universalistas o abstractos cuya legitimidad se ha cuestionado.
Para Baudrillard, poder dar cuenta de toda esa cultura mediática en que nos movemos implica huir del lenguaje de la representación, pues el lenguaje de los nuevos fenómenos es fragmentario y elíptico. Y, aunque el intelectual se encuentra con la dificultad de arremeter contra un orden simulatorio, un orden dominado por la inmaterialidad que ya no pasa por el filtro de la teoría de la alienación, es preciso hacer agujeros, perforar espacios saturados, ejerciendo un «pensamiento radical»:
Admitir que el movimiento del propio sistema es irreversible, que no existe escapatoria posible en la lógica del sistema. Ésta es realmente mundial en el sentido en que ha absorbido todas las negatividades, incluidas las resistencias humanistas, universalistas, etc. Llegar al final significa convencerse de esta irreversibilidad y llegar al límite de sus posibilidades, a apurarla. Llevarlo a la saturación, hasta el punto de que el propio sistema cree el cataclismo. El pensamiento contribuye a esta aceleración, adelanta su fin. Ésta es la función provocadora del pensamiento, no hacerse ilusiones respecto de su función crítica ni respecto de su compromiso, pero llevando la imaginación del fin a sus últimas consecuencias69.
Solo huyendo de la lógica de la representación, es posible pensar los mass-media como una especie de código genético que conduce a la mutación de lo real en hiperreal, un código que ha borrado la distancia del sentido entre objeto y sujeto, que ha abolido toda relación, que ha sustituido la pasión de un mundo encantado por el éxtasis de las imágenes, por la pornografía de la información, por la frialdad de un mundo desencantado. Pero no por el drama de la alienación, sino por la hipertrofia de la comunicación que, paradójicamente, acaba con toda mirada y con todo reconocimiento. De ahí el desafío de la alteridad, que constituye al sujeto siempre a partir de otro, porque somos ser para otros y no sólo por la teatralidad propia de la vida social, sino porque la mirada del otro nos constituye, reconociéndonos en ella y por ella. Quizás aquí radique la posibilidad de un modo de pensar que proviene de otra parte: la ficción, el relato, la poesía, el imaginario. O, para decirlo de otra manera, de radicalizar la propuesta de volver a pensar y recuperar la experiencia en un mundo en que ésta es sustituida por todo tipo de prótesis.
Notas
1 MAFFESOLI, M (1997). Elogio de la razón sensible. Una visión intuitiva del mundo contemporáneo. Barcelona, Paidós, p. 35.
2 MAILLARD, Ch (1998). La razón estética. Barcelona, Laertes, p. 11.
3 MAFFESOLI, M (1997). Op cit., p. 14.
4 BAUDRILLARD, J (1996). El crimen perfecto. Barcelona, Anagrama, p. 79.
5 BAUDRILLARD, J (1980). El intercambio simbólico y la muerte. Caracas, Monte Ávila Editores, p. 10.
6 BAUDRILLARD, J (1991a). Las estrategias fatales. Barcelona, Anagrama, p.185.
7 BAUDRILLARD, J (1980). Op. cit., p. 29.
8 Ibíd., p. 44.
9 BAUDRILLARD, J (1991b). La transparencia del mal. Anagrama, pp. 11-12.
10 BAUDRILLARD, J (1996). El espejo de la producción. Barcelona, Gedisa, p. 18.
11 Ibíd., pp.141-142.
12 Ibíd., p. 130.
13 Ibíd., p. 161.
14 BAUDRILLARD, J (1991a). Op. cit., p. 93.
15 BAUDRILLARD, J (1991b). Op. cit., p.184.
16 BAUDRILLARD, J (1991a). Op. cit., p. 95.
17 BAUDRILLARD, J (1994). El sistema de los objetos, México, Siglo XXI, p. 40.
18 Ibíd., p. 62.
19 Ibíd., p. 145.
20 Ibíd., p. 173
21 Ibíd., p. 176.
22 Ibíd., p. 183.
23 Ibíd., p. 199.
24 BAUDRILLARD, J (1978). A la sombra de las mayorías silenciosas, In: Cultura y simulacro. Barcelona, Kairós, p. 135.
25 BAUDRILLARD, J (1985). La izquierda divina. Barcelona, Anagrama, p. 115.
26 BAUDRILLARD, J (1996). Op. cit., p. 202.
27 BAUDRILLARD, J (1991b). Op. cit., pp. 134-135.
28 Ibíd.., pp. 138-139.
29 BAUDRILLARD, J (1981). De la seducción. Madrid, Cátedra, p. 9.
30 Ibíd.., p. 18.
31 Ibíd., pp. 135-136.
32 Ibíd.., p. 89.
33 Ibíd., p. 23.
34 Ibíd., pp. 38-39.
35 BAUDRILLARD, J (1980). Op. cit., pp. 145-146.
36 Ibíd., pp. 170-171
37 Ibíd., p. 209.
38 Ibíd., pp. 218-219.
39 Ibíd., p. 94.
40 Ibíd., p. 108.
41 Ibíd., p. 224.
42 BAUDRILLARD, J (1993). La ilusión del fin. Barcelona, Anagrama, p. 9.
43 Ibíd., p. 11.
44 Ibíd., p. 17.
45 Ibíd., p. 24.
46 Ibíd., p. 27.
47 Ibíd., p. 164.
48 Ibíd., p. 55.
49 Ibíd., p. 115.
50 BAUDRILARD, J (1991a). Op. cit., p. 66.
51 BAUDRILARD, J (1991b). Op. cit., p. 9.
52 Ibíd., p. 10.
53 BAUDRILLARD, J (1980). Op. cit., p.78.
54 BAUDRILLARD, J (1991b). Op. cit., pp. 83-84.
55 Ibíd., p. 91.
56 Ibíd., p. 97.
57 BAUDRILLARD, J (1985). Op. cit., p.7.
58 Ibíd., p. 115.
59 BAUDRILLARD, J (1978). La precesión de los simulacros, In: Cultura y simulacro (1978). Op. cit., p. 67.
60 BAUDRILLARD, J (1991c). La Guerra del Golfo no ha tenido lugar. Barcelona, Anagrama, p.13.
61 Ibíd., p. 22.
62 Ibíd., p. 63.
63 BAUDRILLARD, J (1996). Op. cit., p. 187.
64 Ibíd., p. 188.
65 BAUDRILLARD, J (1991b). Op. cit., p. 116.
66 BAUDRILLARD, J (1996). Op. cit., p. 156.
67 Ibíd., p. 167.
68 BAUDRILLARD, J (1998). El paroxista indiferente. Barcelona, Anagrama, pp. 156-157.
69 Ibíd., p. 41.
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