SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.14 número47Yo, otro y el texto: Una fenomenología de la lecturaIl Profetismo di Nietzsche índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Utopìa y Praxis Latinoamericana

versión impresa ISSN 1315-5216

Utopìa y Praxis Latinoamericana v.14 n.47 Maracaibo dic. 2009

 

Materialismo y teología en el pensamiento de Walter Benjamin 

Materialism and Theology in the Thought of Walter Benjamin 

Gisela Catanzaro

Instituto Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Argentina.

RESUMEN 

¿Cómo entender la referencia a la teología realizada por Benjamin en su reconceptualización crítica de la noción dominante de historia? En el presente artículo proponemos una relectura de algunos textos benjaminianos anteriores a su trabajo “Sobre el concepto de historia” donde el lenguaje teológico adquiere un carácter protagónico, intentando determinar su relación con la peculiar concepción benjaminiana de la crítica materialista y del método interpretativo. En ellos –sugeriremos– el texto teológico aparece, a la vez, como objeto de esa crítica e índice de contenidos indispensables a la necesaria crítica de la razón crítica, en particular, del materialismo y la dialéctica dominantes.

Palabras clave: Benjamin, crítica, materialismo, teología.

ABSTRACT 

How should we understand the reference to theology made by Benjamin in his critical re-conceptualization of the dominant notion of history? This article proposes a re-reading of some texts by Benjamin written before his work “On the concept of History,” in which theological language plays a leading part, aiming to determine its relationship to the peculiar Benjaminian conception of the materialist critic and the interpretative method. The study suggests that in those works, the theological text appears both as an object of that criticism and as an index of contents indispensable for the necessary criticism of critical reason, in particular regarding the dominant versions of materialism and dialectics.

Keywords: Benjamin, criticism, materialism, theology.

“Mi pensamiento se relaciona con la teología como el papel secante con la tinta. Está completamente empapado en ella. Pero si dependiera del papel secante, no quedaría nada de lo escrito”.

Walter Benjamin: “Apuntes sobre el concepto de historia”1 

Recibido: 17-01-2009 Aceptado: 10-09-2009 

INTRODUCCIÓN 

La cuestión de una cierta relación entre teología y criticismo campea muchos textos de Walter Benjamin. Está presente en sus tempranos textos “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos” y “Para una crítica de la violencia”, vuelve en el difícilmente datable “Fragmento teológico-político”, y es explícitamente referida por Benjamin en una de sus últimas obras: la primera “tesis” de su trabajo “Sobre el concepto de historia”, donde el conocimiento crítico en cuestión es el provisto por el materialismo histórico, y su relación con el “enano teológico” lo que se procura esclarecer. “Siempre debe ganar el muñeco al que se llama ‘materialismo histórico’. Puede competir sin más con cualquiera, si toma a su servicio a la teología, que, como se sabe, hoy es pequeña y fea y no debe dejarse ver de ninguna manera”2, dice Benjamin en aquel último texto. 

Formulada en Alemania hacia fines de la década de 1930, esta idea de una asociación necesaria entre materialismo histórico y saber teológico tenía innegablemente el estatuto de una crítica al economicismo cientificista predominante entonces en el marxismo. Si allí la tesis sobre el carácter intrínsecamente revolucionario de la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción llevaba a alimentar lo que Benjamin denunció como “confianza” socialdemócrata en las fuerzas del presente, en la pretensión cientificista de un acceso inmediato y puro al “motor” de la dinámica histórica, él veía en funcionamiento una lógica que reproducía, al interior de teorías con aspiraciones críticas, una ilusión de transparencia que negaba la efectividad del mito y volvía al materialismo impotente frente a sus adversarios. La idea de que esta ilusión –doble– de un mundo finalmente accesible más allá de toda distorsión y de un saber situado más allá de todo mito, ponía en serio riesgo las potencialidades críticas del materialismo, constituirá uno de los motivos recurrentes de la reflexión benjaminiana por aquellos años. En lugar de rechazar a la teología –dirá en esta tesis– el materialismo debe ponerla “a su servicio”. Pero ¿en qué sentido debía el materialismo recurrir a “los servicios” de la teología?

Una respuesta posible a esta cuestión podría configurarse a partir de una pregunta reformulada: ¿cuál es, para Benjamin, el contenido de verdad del conocimiento histórico provisto por el materialismo histórico, y qué es lo que “el enano teológico”, quien en realidad maneja los hilos que mueven al “muñeco materialista”, sabe sobre el juego de la dinamis histórica? Planteada así la pregunta, podríamos decir, en cuanto a lo primero y siguiendo a Pablo Oyarzún3, que se trata de la imagen de la historia efectiva como campo de batalla, figurada en el tablero de ajedrez. Que la historia está atravesada por la violencia y el conflicto: tal el contenido verdadero del conocimiento materialista de la historia. Sólo que, como mencionábamos antes, en la práctica efectiva del materialismo contemporáneo a él, este conocimiento se sostendría, según Benjamin, en un desconocimiento que estaría en la base de los movimientos “torpes” del autómata “materialista”: el desconocimiento del entramado mítico de la historia, entramado falso pero efectivo –podría estar sugiriéndonos– y del cual sabe el enano teológico, quien no ha dejado de tejerlo. Antes que despreciarlo, para “no dejar ni una letra de lo escrito”, sería tarea del materialista histórico “empaparse de teología” como quien se familiariza con los procedimientos de un adversario poderoso, “tomarla a su servicio” en tanto artífice de la narración mitológica del conflicto para aumentar las chances de la crítica en la deconstrucción del artilugio, cuya magia quedaría sin efecto al volverse el materialista capaz de identificar los mecanismos por los que fue construido.

Y, sin embargo, ¿es posible afirmar que, para Benjamin, la imagen teológica de la dinamis histórica es verdadera sólo en tanto efectiva, y que –asociado a ello– el procedimiento crítico benjaminiano resultaría identificable ya sea con una reconducción de la textualidad mítica a los intereses sociales que estarían en su origen, ya sea con la decodificación (discursiva) de los mecanismos de producción del mito, ya sea –por último– con una combinación de ambas? Si una respuesta afirmativa a estos interrogantes probablemente gozaría de mayor actualidad que otras posibles, creemos que formularla sin más resultaría, cuanto menos, unilateral. En las reflexiones benjaminianas –sostendremos– la teología y el mito parecerían guardar, en su lenguaje, un secreto que la dialéctica retiene en su momento negativo, cuando no ha cedido al vértigo de la reconciliación. Y este secreto es la heterogeneidad entre el mundo profano y el Reino, “secreto” de cuya negación depende, por el contrario, la persistente fortaleza del principio de identidad que rige tanto a la teología como a la dialéctica en su momento afirmativo.

Partiendo de esta intuición, en lo que sigue propondremos la consideración de algunas obras benjaminianas distantes temporalmente entre sí y abocadas a problemáticas que, en algunos casos, parecerían ajenas al esfuerzo de conceptualización crítica de “lo histórico” que guía explícitamente su trabajo “Sobre el concepto de historia”. En esas obras que –no obstante– a nuestro entender aportan elementos sumamente relevantes a la comprensión del más tardío trabajo benjaminiano dedicado a la teoría de la historia –que por motivos de espacio no podremos abordar extensamente aquí–, Benjamin produce una crítica de la teología –el misticismo o el mito, según los casos– que es, al mismo tiempo, crítica de su “contrario” –ya se llame éste dialéctica, materialismo o razón moderna–, poniendo en juego un modo del criticismo al que podría aplicarse aquello que, en El origen del drama barroco alemán, él mismo señalara a propósito de la verdad: “no se trata” –dice sobre ella– “de un develamiento que anula el secreto, sino una revelación que le hace justicia”4.

LA ESPECIFICIDAD DE LO PROFANO EN LAS REFLEXIONES BENJAMINIANAS SOBRE EL LENGUAJE 

 “Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los humanos” es un texto temprano de Benjamin cuya primera peculiaridad podríamos ver cifrada en un título que, a contrapelo de la tradición humanista, anuncia que siendo el lenguaje su tema, la reflexión que tendrá lugar no se originará necesariamente ni se agotará en la consideración de una potencia “humana”, ni aún “intersubjetiva”. Al comienzo del texto –que, de este modo, comienza por descentrar a “lo humano” para plantear la necesidad de pensar, antes y más allá de todo privilegio, un “lenguaje en general”–, Benjamin llama “concepciones” tanto a la tesis “mística” de que la palabra es la entidad misma de la cosa, como a la tesis “burguesa” de que el lenguaje no es sino convención. Estas “concepciones”, dice, ocupan el lugar de una reflexión sobre el lenguaje que, sin embargo, habría que producir; reflexión pendiente que su texto se propone como tarea, y que no emprende ni rechazando de plano esas tesis, ni relativizándolas en una confrontación que permitiera compensarlas entre sí para encontrar un justo medio, pero tampoco igualándolas. Mejor dicho, aún cuando ambas tesis postulan en última instancia una identidad entre ser y lenguaje que Benjamin se propone discutir, en su lectura no las trata como tesis simétricas: si la “opinión” mística de que la esencia espiritual de una cosa consista en su lengua es el “gran abismo que amenaza a las teorías del lenguaje” es sobre ese abismo “que es preciso mantenerse”5. ¿De qué modo? Produciendo sutiles desplazamientos al interior de un lenguaje cargado de religiosidad, un lenguaje que olvida, pero también anuncia, la diferencia específica de las lenguas históricas. Veamos esto con algún detenimiento.

La hipótesis mística postula –dice Benjamin– una identidad plena entre las palabras y el ser, entre la esencia espiritual y la lingüística, como posible para el mundo profano, olvidando que las lenguas humanas son lenguas caídas. Este olvido abismal parecería, no obstante, constituir la sustancia misma de la idea que Benjamin expone unas páginas más adelante: “el nombre no es sólo la última exclamación, sino también la verdadera alocución de la lengua. Aparece así en el nombre la ley esencial de la lengua, para la cual expresarse y apostrofar toda otra cosa es un mismo movimiento”6: en la ley del nombre coinciden conocimiento y expresión, ser y lenguaje, y coinciden plenamente. Y, sin embargo, precisamente allí se juega la diferencia, una diferencia que Benjamin enuncia en pleno terreno teológico: ¿es esta ley esencial de la lengua ley de las lenguas profanas? No: El nombre intacto, aquel en el cual el que nombra se expresa –expresa su propio ser– en el nombre que le da a las cosas –que, a su vez, se manifiestan plenamente en ese nombre–, es un nombre siempre ya perdido para el mundo profano y que sólo puede evocarse. La lengua pura que da a cada cosa su propio nombre y permite que, en la llamada que es ese nombre, cada cosa se manifieste plenamente como aquello que ha sido llamado, esa lengua en la que cada cosa es su nombre, es una lengua radicalmente heterogénea, trascendente: la lengua divina. Plenitud, pureza e inmediatez no son categorías del mundo histórico.

En la palabra humana el nombre no vive ya más intacto, es la palabra que ha salido de la lengua nominal, conocedora, que ha salido de la propia “magia inmanente” y “debe comunicar algo (fuera de sí misma)”. Tal es el verdadero “pecado original del espíritu lingüístico”7, que nace con el saber del bien y del mal como un conocimiento extrínseco –el juicio transforma la lengua en un medio para decir y conocer algo que no ha sido creado–, y se prolonga en la caída babélica, que da lugar a la multiplicidad de las lenguas, y que tiene como condición ese carácter extrínseco de la palabra en relación al ser de la cosa. De allí su imperfección; pero de allí también –como destaca Elizabeth Collingwood–Selby – su naturaleza receptiva y “deseante”: 

Las cosas son mudas y, en sí mismas, por tanto, innominadas; el hombre las nombra espontáneamente, pero las nombra de acuerdo a la forma que tienen ellas de comunicarse con él, las nombra a partir de su escucha (…) nombrar es llamar a aquello que se nombra, dar lugar en la escucha, en la receptividad que es el nombre, a la manifestación de aquello que se nombra8

El nombre profano es extrínseco a la cosa, inadecuado e imperfecto, y, sin embargo, en esta constelación teológica de la escucha y del llamado, de la atención y la invocación, él resulta irreductible a su definición dominante provista por lo que Benjamin llama “concepciones burguesas de la lengua”. Estas teorías, convencionalistas, comprenderían al nombre como mero signo arbitrariamente escogido para designar a una cosa que, a los fines de la comunicación intersubjetiva, resultaría equivalente a su representante en el escenario del intercambio. En otros términos, el nombre sería aquí comprendido como producto de una operación de significación originada en una intención del sujeto que se proyectaría sobre la cosa para dotarla de sentido y volverla posible objeto del intercambio o comercio intersubjetivo.

Minando las evidencias e iluminando los supuestos implícitos en esta definición, la dimensión de la palabra evocada por Benjamin en pleno terreno teológico aparece, en cambio, como la apertura en que lo otro puede manifestarse, la apertura en que lo otro es llamado a manifestarse, y “es llamado” porque no es de antemano una propiedad, ni aquello concebido como lo “a la mano” y siempre ya en disponibilidad. De este modo “impuro” –por demasiado sobrecargado de mito para los parámetros habituales del criticismo– el planteo benjaminiano permite establecer una diferencia crítica entre lo que Collingwood-Selby llama un “decir como deseo”, que asocia el nombre al llamado y la escucha de lo inapropiable y que se refiere a algo esencialmente lejano que se quiere alcanzar pero que no se alcanza jamás, y “la intención de decir”, que debe suponer que el “esto” del que habla es un objeto, idéntico a sí mismo, capturable e intercambiable por sujetos, reducidos, a su vez, a meros agentes del intercambio de equivalentes. “Diferencia crítica” que si no niega la existencia efectiva del modo “burgués”, “convencional”, del lenguaje, sí impide identificar sin más la significación como tal con él, o bien: diferencia que permite imaginar que las infinitas “operaciones de significación” que realizamos constantemente no constituyen el destino último ni la verdad de la significación; idea que podría considerarse hoy como uno de los aspectos más subversivos del pensamiento benjaminiano sobre el lenguaje.

Ese pensamiento nos permite intuir a la palabra como el lugar frágilmente abierto a la manifestación de lo otro y, en tanto lo otro sólo puede comparecer en ese lugar, ella se revela como lugar posible de una cita, el lugar en el que se espera, se invoca, una llegada, un advenimiento. En esa espera, en esa cita, la palabra anuncia, al mismo tiempo que su propia imperfección y su carácter anhelante, el carácter imperfecto, inconcluso, trunco y deseante de eso otro cuyo advenimiento propicia: ella no devela el secreto de “lo que fue” o “es”, de “lo que tuvo, o tiene, lugar”, sino que se propone como instancia de la posible revelación de aquello que no pudo manifestarse aún, de aquello que –como sugiere Giorgio Agamben a propósito de la experiencia– todavía debe volverse verdad 9. Así, en el pensamiento benjaminiano, la tarea del traductor, del crítico y del materialista histórico –pero también la del político revolucionario–, no puede disociarse de la tarea de redimir, en esa cita que es invocación, a aquella singularidad que no ha podido manifestarse plenamente en su presente, y que no es una identidad otra con la que podríamos empatizar, sino un deseo, trunco, al que sólo podremos hacer justicia empezando por reconocerlo como tal. 

Ese reconocimiento es, precisamente, el que falta en las concepciones que imaginan al lenguaje y al ser histórico como plenitud. En el mundo profano el nombre intacto está perdido y la lengua humana debe decir algo fuera de sí misma, ha sostenido Benjamin. Al postular la identidad entre la palabra y el ser de la cosa, la concepción mística de la lengua olvida esta dimensión designadora inherente a las lenguas profanas tanto como su carencia y su tensión interna hacia lo aún pendiente de expresión. La palabra sustancial que el misticismo eleva a objeto de culto culmina necesariamente, de este modo, en una celebración de lo existente (de los nombres ya proferidos y de lo que ha llegado a ser), precisamente allí donde, para Benjamin, sólo de una crítica del presente cabría esperar el surgimiento de un tipo de conocimiento y de comunicación irreductibles a los términos de la razón instrumental. En otros términos: la dimensión de la palabra que no se conforma con ser mero signo del intercambio, sólo se anuncia frágilmente –de acuerdo a su planteo– en los resquicios de la palabra insustancial dominante, y se anuncia –ante todo– como una tarea pendiente: la de llamar a eso que se nos ha escapado y que tiene un cierto poder sobre nosotros; que nos obliga, por su ausencia, a invocarlo. 

“El nombre caído, mientras no olvida que es caído, es decir, mientras no olvida su profanidad, alude, llama a aquello que nombra”10. O bien, en el recuerdo de su profanidad la palabra histórica se revela como carente, frágil y transitoria pero también se muestra, por ello mismo, como tensionada hacia la revelación de aquello que se le ha escapado, de lo que no ha llegado a ser: se encuentra tensionada hacia la producción de un estado de justicia y verdad que no estaba disponible ni inmediatamente ni como tendencia. Por el contrario, cuando se olvida a sí misma como “caída”, la palabra pierde esa dimensión alusiva y anhelante, se pierde como deseo, y se torna manifestación de la intencionalidad presente y posesión, propiedad efectiva; de allí que, para Benjamin, fuera sustancial establecer, con la teología, la diferencia entre las lenguas profanas y la divina. Pero, en tal sentido, era fundamental, también, que la representación de la lengua paradisíaca no cristalizara como imagen arcaica. Porque, en las reflexiones benjaminianas, “arcaica” es una figura del tiempo cronológico, una imagen que plantearía una conmensurabilidad y una realizabilidad de lo otro en lo mismo. En la imagen del lenguaje divino como pasado o futuro, como intrahistórico, lo divino aparecería “en línea” con lo profano: al principio o al fin –o ambos– de la misma línea, una línea que, en la continuidad que promete, constituye una negación de la heterogeneidad. Frente a esto el planteo benjaminiano sostiene una representación del lenguaje paradisíaco como alteridad radical: el tiempo y lugar en que tiene lugar la identidad entre ser y lengua, y que son un tiempo y lugar originariamente perdidos para el mundo profano, radicalmente discontinuos en relación a él. Pero, nuevamente, no porque se rechace o postergue la realización mundana de justicia y verdad, o porque se proclame la necesidad de reemplazar la pregunta por la verdad y la justicia por el lenguaje seguro pero insustancial de la intención, sino, porque sólo a partir de esa diferencia era posible captar “el secreto índice hacia la redención”11 que ese mundo profano albergaba en su interior.

DISCONTINUIDAD Y REDENCIÓN: EL “FRAGMENTO TEOLÓGICO-POLÍTICO” 

Con un énfasis radicalizado, y frente a la idea teológica de que el reino de Dios es el telos, la meta, de la dinamis histórica, que el sentido de la historia profana es la realización del reino de Dios en la tierra, en el “Fragmento teológico-político”, el movimiento crítico de Benjamin empieza exigiendo la separación: no hay que confundir los dos órdenes: “el orden de lo profano no puede construirse sobre el pensamiento del Reino de Dios”12. Pero a Benjamin le preocupa menos el carácter trascendente del sentido de la historia postulado por la religión que la idea de que el decurso histórico es una continua aproximación a ese sentido. Benjamin exige la separación contra la idea teológica de un orden realizándose en el otro, dirigiéndose al otro, pero también contra la idea desencantada de un único orden que no cesa de perfeccionar su dominio sobre el mundo, hecha posible por una razón que ha eliminado la trascendencia. Contra ambos, contra un racionalismo y una teología que, en la afirmación de la continuidad, convergen en la imagen de un presente como tránsito, presente doloroso, tal vez, pero donde el dolor se vuelve soportable en tanto halla su sentido, se sabe encaminado, encontrando en este saber la justificación que permite al espíritu reconciliarse con el sufrimiento, es que Benjamin plantea la discontinuidad de escalas.

El problema de la historia universal no es la felicidad –había dicho Hegel13– sino la realización de aquello que nos distingue de la naturaleza, la posibilidad de autodeterminarnos negando la determinación externa, conquistando la independencia/indiferencia frente a ella y afirmando nuestra capacidad espiritual de imponerle libremente determinaciones. Si esa historia, en tanto está marcada por la caducidad, tiene el aspecto negativo de un mundo donde los mayores empeños humanos terminan por el suelo en un cúmulo de despojos y ruinas fragmentarias, la razón, que rechaza lo negativo, ve en lo que perece la obra que ha brotado del trabajo universal del género humano, que persiste, que nos pertenece y que es positiva. En esa permanencia, lo humano trasciende la tragedia de la caducidad y reconoce lo que sólo parecía muerte como persistencia del Espíritu. Si ese enorme sacrificio que es la historia nos impide hablar de ella en términos de felicidad, a cambio, nos permite hacerlo en términos de sentido: tiene que haber un fin que justifique la caducidad y que, al hacerlo, la trascienda develándola como continuidad de la vida espiritual. Buscarlo es la tarea del conocimiento que –como decía Lukacs – retiene a las figuras de la fragmentación como “etapas necesarias en el camino que lleva al hombre restaurado, y que se resuelven en la nada de la inesencialidad al ponerse en su verdadera relación con la totalidad”14.

“El orden de lo profano tiene que erigirse sobre la idea de felicidad”, escribe Benjamin15, y la búsqueda (histórica, profana) de la felicidad de la humanidad libre es mesiánica en tanto afirma la “eternidad de un ocaso”, la eterna y total caducidad de lo mundano/ profano, no en tanto aspira a la inmortalidad “religioso-espiritual”: 

A la restitutio in integrum religioso espiritual, que introduce en la inmortalidad, corresponde una mundana, que conduce a la eternidad de un ocaso, y el ritmo de esta mundanidad eternamente caduca (vergehend: transitoria), caduca en su totalidad (…) el ritmo de la naturaleza mesiánica, es la felicidad. Pues mesiánica es la naturaleza en virtud de su eterna y total caducidad16

Sólo la atención a la transitoriedad del mundo profano en relación a su idea fundamental: la felicidad, puede favorecer la venida del reino mesiánico en su dimensión absolutamente mundana. Pero esa atención ya no puede tener lugar al modo de miradas panorámicas y planteos generales en los que quedara subsumida la singularidad como caso de la figura del universal; en ella se realiza, antes bien, una descomposición de esas grandes unidades “in infinitum” que, en la parte descartada (negativa), vuelve a aplicar el método para que también en ella comparezca algo positivo y distinto de lo anteriormente señalado. Eso positivo son “los contornos de lo viviente”, y si la lógica de la descomposición busca que ningún miembro quede sin partir, en esa búsqueda quiere hacer comparecer “la indestructibilidad de la más alta vida en todas las cosas”17

El historicismo plantea la imagen “eterna” del pasado, el materialismo histórico, en cambio, plantea una experiencia con él que es única, dirá Benjamin en las “Tesis” sobre la historia. Para el segundo lo sido no está allí eternamente a disposición, sino que se manifiesta en la invocación; pero en la invocación se manifiesta como transitoriedad, como perdido, fugaz, no eterno sino irrecuperable, inapropiable. Esa transitoriedad no es, como para Hegel, lo negativo que hay que hacer “soportable” con el telos histórico conociendo el fin que el espíritu está realizando en la historia, que lo compensa por el hecho de ser finito, de morir, y que, al mismo tiempo, justifica la necesariedad de los sacrificios. No hay que justificar los sacrificios, hay que ponerles fin y ocuparnos de la felicidad mundana. Hay que ponerle fin a la historia como historia del sacrificio justificado para acceder a la inmortalidad del Espíritu. La inmortalidad no es un criterio de la redención en la historia profana. En lugar de redimirla, ella la somete al sacrificio infinito. Frente a ella es necesario afirmar la historia profana en su heterogeneidad: en la historia profana lo mesiánico está ligado a la transitoriedad, a pesar de lo que pudiera aconsejarnos la dialéctica (de la reconciliación) hegeliana.

En efecto, al reivindicar los saberes de la teología –que, como veremos, es una cierta teología– para el materialismo, Benjamin no está discutiendo sólo con el economicismo sino, más ampliamente, con la filosofía hegeliana de la historia. El fragmento teológico político no es sólo una respuesta al cientificismo de la Segunda Internacional sino, más complejamente, a ciertos modos de la dialéctica dominantes en su época. Pero si el fragmento teológico-político es parte de una discusión con Hegel, la crítica benjaminiana no se centra –como en el caso de Lukàcs18– en el cuestionamiento de la trascendencia de la idea que se realiza en la historia por encima de los sujetos históricos. Para Benjamin esa crítica pasa demasiado rápido por el verdadero supuesto hegeliano que es necesario interrumpir: el de la caducidad del orden mundano como una tragedia frente a la cual es necesario encontrar un sentido que la haga soportable, y en cuyo reconocimiento Hegel veía el verdadero valor del conocimiento. Lo paradójico reside en que, para formular la crítica a la lectura sacrificial-religiosa de la historia formulada por Hegel, Benjamin reclame los saberes de la teología. Y, sin embargo, allí se anuncia esa peculiaridad del pensamiento benjaminiano que referíamos más atrás: el hecho de que en su trabajo crítico-interpretativo la verdad no se juegue en el nítido corte a distancia entre el mito y su crítica, y ni siquiera en la oposición entre teología y dialéctica sino, en primera instancia, al interior de ambos como lo constantemente amenazado por ellos mismos. Si con el trabajo de la crítica no quedaría en pie ni una palabra del discurso teológico es porque lo que le interesa al materialista histórico es el orden profano, la historia mundana y no el Reino. Pero ese pensamiento “está empapado” de teología porque es gracias a esa discontinuidad anunciada por la teología que puede establecer la separación entre ambos sin confundirlos, persistiendo en su radical heterogeneidad.

LA TEOLOGÍA Y EL SECRETO DE LO HETEROGÉNEO 

Es precisamente en la persistencia, en la “concentración expansiva”19 sobre las materialidades que serán objeto del comentario del materialista, como la crítica, desde la absoluta cercanía y al modo de un puñal, hiere al mito en lo que en él hay de dominante. Eso dominante es lo que en el mito y la teología, la ciencia y la dialéctica, hay de impulso reconciliador, un impulso por el cual la diferencia anunciada vuelve a disolverse en la subsunción jerárquica de uno de los términos por el otro o en su localización consecutiva en una misma secuencia. La crítica señala lo que se juega en una disolución semejante; pero no lo hace a expensas de la materia del comentario sino atendiendo a la diferencia anunciada en ella y, más aún, tomando en serio el gesto mismo de la diferenciación. Volviendo a nuestras preguntas iniciales, esto último significa que el “servicio de la teología” es requerido por el conocimiento no sólo en tanto artífice de los materiales sobre los que opera el materialista –la textura mítica de la historia cuyo desconocimiento nos haría caer en la ilusión de una historia transparente– sino también como principio de su crítica. Frente a un conocimiento científico plenamente adaptado a la realidad e identificado con el mejoramiento infinito de los medios técnicos de dominación de la naturaleza y del hombre, la teología que “hoy es pequeña y fea y no debe dejarse ver de ninguna manera”20 aparece como último resguardo del secreto de lo heterogéneo. ¿Lo sería si fuera grande y dominante? ¿Su potencial criticismo será independiente de su “inactualidad”; de la debilidad de su presencia en el presente? Cabe recordar que la teología que tiene en mente Benjamin, el mesianismo judío, no sólo es en ese momento “pequeño y feo”, impresentable, sino prácticamente inaudible. Y entonces, si Benjamin nos exige no retroceder frente al momento de verdad anunciado por la teología como si de una eterna encarnación del mal se tratase –tal como todavía temen los hoy, a su vez, anacrónicos paladines de la Razón– no por ello habremos de olvidar que la palabra teológica en que él veía relampaguear una verdad, era una “susurrada” por una voz inaudible.

Para el Benjamin que mentábamos al inicio, y que es cronológicamente el último, la inaparente verdad de esa teología consistía en la imagen del advenimiento del Mesías como una interrupción del decurso histórico y no como su realización; no como la consecución del sentido de la historia presente sino como su fin. Pero lo mesiánico tampoco es restitucionista; no sólo en el sentido de que él no retorna a una armonía perdida sino también en el de que no podría restaurar una vida mutilada. Puede, en cambio, volver citable esa vida en su absoluta irrecuperabilidad; es decir, no resucitando el pasado, sino llamándolo, citándolo como pasado. Sólo a la humanidad redimida el pasado se le vuelve citable, dice Benjamin en las “tesis”, y esa citabilidad coincide con la interrupción mesiánica del acaecer histórico en un tiempo homogéneo y vacío. La potencia del mesianismo radica, de este modo, una vez más, en la confrontación con el abismo, en la exposición del cortocircuito entre escalas, en la afirmación de la discontinuidad radical. La redención no tiene modelos adecuados, ni un pasado al que volver, ni podría saber lo que va a producir antes de producirlo. Y, sin embargo, esto no tiene nada que ver con un voluntarista elogio de la libertad creativa, porque ese “no saber” anuncia menos la arbitrariedad de una invención que todavía no ha visto la luz pero que resultaría tan posible como cualquier otra, que la fundamentación de toda creación en una determinada comunicación con el objeto por y en la que éste se le vuelve citable.

LOS MODOS DE RECORRER UNA CARRETERA DE “MANO ÚNICA”, A PROPÓSITO DEL MÉTODO 

¿Qué método sería capaz de atender a verdades inaparentes como aquella de la teología o de producir esta citabilidad? En el pensamiento benjaminiano, la primer exigencia planteada a un modo de lectura que no renuncia a la verdad, sería evitar que la afirmación de su potencia dependiera de la posibilidad de sostener su indiferencia frente a sus objetos: un método que no renunciara a la verdad no podría ser arbitrario, sino que estaría exigido por la singularidad de la materia con la que trabaja. Pero hay algo más, y ese algo ya no tiene que ver exclusivamente con las posibilidades de ser afectado sino con las condiciones en que esa afección es posible. Tiene que ver, ante todo, con un problema de distancias; y ese problema de distancias es, justamente, la causa de la discusión metodológica entre Adorno y Benjamin. Ella podría plantearse a partir del siguiente indicio: Benjamin no dice sólo que es afectado por la teología, o que retiene de ella su momento negativo; apela a una figura corporal: dice que está empapado de teología. Pero antes de referirnos a ese “problema de distancias” es preciso decir que Adorno acordaría con el motivo por el que Benjamin llega a él: ese motivo es la objetividad del método o, en el léxico más benjaminiano al que acabamos de apelar, el carácter “exigido” del método, del modo de lectura. Esa exigencia está asociada al problema de la verdad, y, en el breve rastreo que realizamos por la teoría benjaminiana del lenguaje, ha quedado claro que, para Benjamin, el problema de la producción de un tal conocimiento verdadero no es peculiar a una rama específica de la actividad humana –la ciencia– sino que atañe a la palabra en tanto tal.

La palabra profana es medio para la transmisión de intencionalidades, conocimientos, sentidos, pero ella misma es ya el lugar de un cierto tipo de conocimiento: el conocimiento profano. De otro modo, la palabra no sólo transmite conocimientos sino que en ella se comunica, también, la verdad de lo profano: la imposibilidad de una comunicación plena e inmediata del ser. El nombre profano no comunica el ser. ¿Qué comunica el nombre? Comunica la comunicación entre entidades heterogéneas de la que él surge. El nombre es lo que surge de una comunicación: si las cosas no se comunicaran con el hombre ¿cómo podría éste nombrarlas? Y si las nombra ¿cómo decir que el lenguaje nominal es una invención o una propiedad humana en la cual se expresa exclusivamente él? El nombre no comunica ni una propiedad ni una carencia exclusivamente humanas, el nombre comunica la singularidad de la comunicación y el conocimiento mundanos. Esa comunicación y ese conocimiento son imperfectos, y así, lo que comunica el nombre es que él es una traducción de lenguajes inconmensurables entre los que es posible la comunicación nominal no “a pesar de” sino precisamente porque entre ellos no hay ningún parentesco espiritual. En el mundo profano las cosas que el hombre nombra son ajenas, perdidas, inaccesibles inmediatamente; el nombre, el concepto, el sentido humanos le son necesariamente extrínsecos; y, sin embargo, al comunicar esa ajenidad, el nombre revela no sólo la transitoriedad, la finitud y la incompletitud del hombre sino también la de las cosas. Es en este sentido en que las redime. Las muestra como vivientes no porque las trate como actualmente vivas, tampoco porque auspicie su resurrección volviendo a introyectar el alma en el cuerpo seco de los cadáveres, sino porque en el reconocimiento de esa caducidad las reconoce como vidas sidas, transitorias, anhelantes y perdidas; irrecuperables.

Ahora bien, aquel “mostrar” no es un acto de buena voluntad, sino una respuesta al reclamo de esa vida de ser reconocida como lo que es. Aquello que sólo los hombres hacen: comunicarse en los nombres que dan a las cosas, a lo sido, a los muertos, es, para Benjamin, ante todo la respuesta a una exigencia formulada al hombre, finito, transitorio e irreductiblemente singular, por un mundo finito, transitorio e irreductiblemente singular. El sentido actual es extrínseco a ese mundo, de allí que tampoco pueda hablarse de una codeterminación del nombre en el sentido de una coautoría: el nombre, el método, son ajenos a la cosa. Y, sin embargo, esos nombres guardan un secreto índice redentor no allí donde imaginan que reduplican fielmente el sentido de las cosas, ni allí donde asumen su estar determinados por ellas al modo de una coparticipación en la creación del lenguaje nominal, del concepto, del sentido actual, sino donde manifiestan su estar aludidos por la exigencia que éstas les plantean de ser reconocidas en su verdad. A la inversa, es en ese exigir, en esa exigencia, antes que en el dar, en la capacidad de lo mundano para revelarse plenamente en el nombre, donde ese mundo revela su frágil vitalidad. Por eso dijimos que más que “determinados” tanto el nombre como el método están, para Benjamin, exigidos por la materialidad finita, transitoria e irreductiblemente ajena al nombre del mundo profano. Y es al revelar su propio “estar exigido” que el método y el nombre redimen a la naturaleza de su persistente mutismo y a lo sido de su conclusividad, mostrándolos como materialidad anhelante.

Un método “reclamado” es aquí, entonces, un método asociado a una filosofía de la escucha, que no invierte los criterios de una filosofía de la mirada sino que disuelve la apariencia de conclusividad de los dos polos de la relación (sujeto y objeto, receptividad y espontaneidad). Pero no lo hace necesariamente bajo el modo adorniano del despliegue de determinaciones internas. Podría decirse que con Adorno (y con Kant) Benjamin exige la separación, pero también que muchos de sus conceptos fundamentales (violencia divina/violencia mítica, redención profana y divina, palabra conocedora y palabra caída) surgen de la modulación de los nombres por los adjetivos y no de otros nombres. Claro está que tampoco en Adorno se trata de sustituir unos nombres por otros, meramente exteriores o aun opuestos a aquellos; su dialéctica se parece más a ese gesto que procura detenerse en lo otro del nombre contenido en el nombre y anunciado por él21. Pero eso otro que en el concepto vulnera la identidad, vulnera la positividad que el concepto promete, difícilmente reclamará, en Adorno, el mismo nombre; en Benjamin lo hace. Benjamin insiste en poner juntos términos que sólo el mito, en su momento afirmativo, había reunido: teología y materialismo –a propósito de la idea de crítica–, salvación y revolución –bajo la idea de redención–, Escrituras y conocimiento –bajo la idea de revelación–. En esa reunión hace aflorar un nuevo sentido de los viejos términos: la crítica materialista es más que reconducción de lo dado a sus condiciones de producción, es, por una parte, reconocimiento de la caída, de la absoluta fragilidad de lo profano y, por otra, reconocimiento de esa vida como una vida sida y anhelante cuyas potencialidades internas un sentido póstumo estará encargado de desplegar; la revolución es más que la forja de un nuevo orden para las generaciones venideras, es sobre todo la redención de los antepasados oprimidos y de las esperanzas truncadas; como “imagen dialéctica” el conocimiento es más que aprehensión de la totalidad bajo las categorías, es revelación de la verdad en el cortocircuito, en el choque de series discontinuas. Pero ese nuevo sentido no aflora del develamiento de la presencia de lo otro en lo Mismo sino más bien de su absoluta semejanza, en la cual, súbitamente, se revela su radical ajenidad: esa diferencia súbita es la que el adjetivo está encargado de señalar a partir del mismo concepto, persistiendo en el mismo nombre. Pero, a la inversa, podría decirse también que ese nuevo sentido aflora en la reunión de sustancias incomponibles como agua y aceite, conceptos inaproximables y radicalmente ajenos, en cuyo choque destella la semejanza. Cada uno de esos términos que entran en cortocircuito sería el negativo del otro, pero no tanto en el sentido del negativo dialéctico como en el del negativo fotográfico. De otro modo: ¿se podría decir en términos benjaminianos que la idea de práctica subjetiva como pura espontaneidad es falsa porque niega su estar determinada por el objeto? ¿Es compatible el lenguaje de la determinación con un pasaje como el siguiente?:

La fuerza de una carretera varía según se la recorra a pie o se la sobrevuele en aeroplano. Así también, la fuerza de un texto varía según sea leído o copiado. Quien vuela, sólo ve cómo la carretera va deslizándose por el paisaje y se desdevana ante sus ojos siguiendo las mismas leyes del terreno circundante. Tan sólo quien recorre a pie una carretera advierte su dominio y descubre cómo en ese mismo terreno, que para el aviador no es más que una llanura desplegada, la carretera, en cada una de sus curvas, va ordenando el despliegue de lejanías, miradores, calveros y perspectivas como la voz de mando de un oficial hace salir a los soldados de sus filas. Del mismo modo, sólo el texto copiado puede dar órdenes al alma de quien lo está trabajando, mientras que el simple lector jamás conocerá los nuevos paisajes que, dentro de él, va convocando el texto, esa carretera que atraviesa su cada vez más densa selva interior: porque el lector obedece al movimiento de su Yo en el libre espacio aéreo del ensueño, mientras que el copista deja que el texto le dé ordenes22

El que recorre a pie una carretera, el que copia un texto, elimina esa distancia etérea que separa los cuerpos: el aire entre la tierra y el aeroplano, el soplo de la voz entre el texto y el lector. El que recorre a pie una carretera o copia un texto tiene con esas cosas una relación de absoluta proximidad, una relación definida como contacto corporal. En ese roce de cuerpos no hay lugar –no hay aire, no hay espacio– para ninguna afinidad espiritual, tampoco hay mediación, los cuerpos chocan directa, inmediatamente, como superficies ásperas, ajenas, intraspasables, y, sin embargo, precisamente allí destella la semejanza: el texto, la carretera, se le revelan como vivientes. La carretera y el texto dejan de ser materialidades amorfas e indiferentes a través de las cuales se manifiesta una voluntad, para revelarse como cuerpos con sus propias leyes de organización de distancias y cercanías. Esos cuerpos, como tales, plantean exigencias a los que entran en relación con ellos, no admiten ser recorridos de cualquier modo, “dan órdenes”, no las transmiten.

Antes que como una representación novedosa de una materia no sojuzgada, esta imagen podría ser leída, indudablemente, como fiel producto de la cosificación. Y, sin embargo, en la imagen de la materialidad de la letra dando órdenes al que establece un contacto corporal con ella no hay ningún fetichismo, porque no hay ningún espíritu expresándose a través de la materialidad de la letra. En “el absoluto más acá” donde el concepto no es la cosa y donde no importa la supuesta eternidad del espíritu sino la transitoriedad de los cuerpos, la letra no vehiculiza nada sino que expresa como cuerpo su ser cuerpo, materia áspera y sólida, vulnerable y transitoria. El que copia, trata al texto en su irreductible corporalidad, sin apaciguar su ajenidad salvaje en la consoladora imagen de una intencionalidad textual que, en la letra, se hace carne, y que permitiría una comunicación de intención a intención, de espíritu a espíritu, a través de la letra. Nada se hace carne en la letra, de allí su ajenidad irreductible a la lógica espiritual que rige el fetichismo. Nada se encarna, la letra es carne. Lo mismo sucede con el territorio. No se trata aquí de ninguna espiritualización del paisaje porque el terreno, la carretera, no comunican nada más que a sí mismos y eso que comunican lo comunican en el lenguaje material de las cosas.

“La fuerza de una carretera varía según se la recorra a pie o se la sobrevuele en aeroplano”, leemos. ¿Qué significa “la fuerza de la carretera”? En primer lugar, que la carretera no es objeto en el sentido habitual del término, es decir como materia informe que debe su unidad al esquematismo del sujeto; la carretera es ella misma una composición de fuerzas, un cuerpo, cuya intensidad de potencia varía según la organización de sus miembros internos. Pero varía también según la forma en que se componga con otros cuerpos, los cuerpos que la recorren. Del modo en que sea recorrida una carretera depende su intensidad, dice Benjamin. Ese modo no “inventa”, no “crea”, la potencia de la carretera, tampoco la encuentra: la fuerza de la carretera no podría afirmarse independientemente de los modos de recorrerla; es decir que, en tanto cuerpo, no es autárquico, y que sin ser objeto, no es tampoco sujeto si por tal debiéramos entender la autodeterminación, la posibilidad de afirmarse sin que esa afirmación fuera ya, en sí misma, una traducción, una combinación con otros lenguajes heterogéneos, por ejemplo, el del caminar, que le está vedado a la carretera y al paisaje. Así, la carretera, que no es ni indiferente ni autárquica, aparece como una composición de fuerzas que no responde a la lógica de la intención sino a la de la combinatoria y la traducción.  

Pero no hay aquí, tampoco, idealización alguna de la relación inmediata y plena de los cuerpos. Aquella forma de contacto, de práctica, que, en el roce, descubre a las materialidades como potencias carentes y anhelantes, es una promesa que hay que distinguir de la formas dominantes de relación: la distancia de la mirada dominadora e indiferente, y su contra cara: la fusión. El roce no es distancia ni fusión. En ésta los cuerpos singulares se reducen a órganos disciplinados que responden a una única voz de mando cuyo fin es la búsqueda de obediencia y cuyo medio es la violencia comprendida como regimentación jerarquizada de las diferencias. No son casuales las metáforas de la guerra a las que Benjamin apela en este pasaje. La carretera se organiza “como la voz de mando de un oficial hace salir a los soldados de sus filas” y tan sólo quien la recorre a pie “advierte su dominio.” La fuerza de la carretera puede devenir violencia mítica, asumir las formas jerarquizadas de una organización técnica de la violencia basada en el disciplinamiento y cuyos medios y fines se definen por la búsqueda de obediencia. El que la recorre a pie está en inminencia de ser la víctima manifiesta de la relación de dominio; y debe estar advertido de ello. Sólo para él ese cuerpo territorial podría ser algo más que esa plenitud conclusa, inerte, inofensiva y muerta que se ofrece a la mirada panorámica. Sólo a él ese territorio podría revelársele como carente y anhelante. Pero esa revelación sólo se da, nuevamente, para Benjamin, en la persistencia en el abismo que se abre entre los falsos polos de las formas de sometimiento; se da en el roce de los cuerpos, en la atención para el murmullo de la naturaleza y de los muertos, ese murmullo en el cual la vida transitoria e inevitablemente perdida, anuncia frágilmente que el mundo que se manifiesta abiertamente al presente no es el único posible.

Notas

1  BENJAMIN, W (2000a). “Apuntes sobre el concepto de historia”, In: La dialéctica en suspenso. Santiago de Chile, ARCIS/LOM, pp. 81-82.

2  BENJAMIN, W (2000b): “Sobre el concepto de historia”, In: La dialéctica en suspenso. Op. cit., p. 47. 

3  OYARZÚN ROBLES, P (2001). “Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad”, In: De lenguaje, historia y poder. Nueve ensayos sobre filosofía contemporánea. Santiago de Chile, Universidad de Chile, Facultad de Artes. Editado por el Departamento de Teoría de las Artes.

4  BENJAMIN, W (1990). El origen del drama barroco alemán. Madrid, Taurus, p. 13.

5  BENJAMIN, W (1998). “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos”, In: Iluminaciones IV, Trad., de Roberto Blalt, Madrid, Taurus, p. 60. 

6  Tomamos la traducción de este pasaje de “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos”, propuesta por Murena en BENJAMIN, W (1967). Ensayos escogidos. Buenos Aires, Sur, p. 93. 

7  Los entrecomillados corresponden al mismo texto, páginas 70 y 71 de la edición de Taurus.

8  COLLINGWOOD-SELBY, E (1997). Walter Benjamin. La lengua del exilio. Santiago de Chile, ARCIS/LOM, p. 49.

9  El pasaje de Agamben al que nos referimos, y que pertenece a un texto en el que se comentan las posiciones benjaminianas sobre experiencia, historia y narración, dice así: “el hecho de que haya una infancia, es decir, que exista la experiencia en cuanto límite trascendental del lenguaje, excluye que el lenguaje pueda presentarse a sí mismo como totalidad y verdad (…) Pero desde el momento en que hay una experiencia (…) el lenguaje se plantea como el lugar donde la experiencia debe volverse verdad.” AGAMBEN, G (2001). “Infancia e historia. Ensayo sobre la destrucción de la experiencia”, In: Infancia e historia. Buenos Aires, Ed. Adriana Hidalgo, p. 70. 

10  COLLINGWOOD-SELBY, E (1997). Op. cit., p. 59.

11  BENJAMIN, W (2000b). Op. cit., p. 48.

12  BENJAMIN, W (2000c). “Fragmento teológico-político”, In: La dialéctica en suspenso. Op. cit., p. 181.

13  HEGEL, GWF (1999). Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal. Madrid, Alianza, p. 88. 

14  LUKÁCS, G (1985). Historia y conciencia de clase. Madrid, Orbis, p. 69.

15  BENJAMIN, W (2000c): Op. cit., p. 181. 

16  Ibíd., p. 182.

17  BENJAMIN, W (2000d). “La obra de los Pasajes” (Convoluto N), In: La dialéctica en suspenso, Op. cit., p. 116.

19  ADORNO, Th (2003). “Observaciones sobre el pensamiento filosófico”, in: Consignas. Madrid, Amorrortu, p. 13.

18  Ver, en particular, el segundo apartado del artículo “La cosificación y la conciencia del proletariado”, In: LUKÁCS, G (1985). Op. cit. 

20  BENJAMIN, W (2000b). Op. cit., p. 47.

21  “Si el árbol no es considerado ya sólo como árbol, sino como testimonio de otra cosa, como sede del mana, el lenguaje expresa la contradicción de que una cosa sea ella misma y a la vez otra distinta de lo que es, idéntica y no idéntica” y así, el “concepto, que suele ser definido como unidad característica de lo que bajo él se halla comprendido, fue, en cambio, desde el principio el producto del pensamiento dialéctico, en el que cada cosa sólo es lo que es en la medida en que se convierte en aquello que no es”, señala junto a Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración (1994). Dialéctica de la ilustración. Madrid, Trotta, p. 70.

22  BENJAMIN, W (1987). Dirección única. Madrid, Trotta, pp. 21-22.

Referencias Bibliográficas

1. ADORNO, Th (2003). “Observaciones sobre el pensamiento filosófico”, in: Consignas. Madrid, Amorrortu, p. 13.        [ Links ]

2. BENJAMIN, W (2000a). “Apuntes sobre el concepto de historia”, In: La dialéctica en suspenso. Santiago de Chile, ARCIS/LOM, pp. 81-82.        [ Links ]

3. BENJAMIN, W (1990). El origen del drama barroco alemán. Madrid, Taurus, p. 13.        [ Links ]

4. COLLINGWOOD-SELBY, E (1997). Walter Benjamin. La lengua del exilio. Santiago de Chile, ARCIS/LOM, p. 49.        [ Links ]

5. HEGEL, GWF (1999). Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal. Madrid, Alianza, p. 88.         [ Links ]

6.  LUKÁCS, G (1985). Historia y conciencia de clase. Madrid, Orbis, p. 69.        [ Links ]