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Utopìa y Praxis Latinoamericana
versión impresa ISSN 1315-5216
Utopìa y Praxis Latinoamericana v.15 n.49 Maracaibo jun. 2010
Mi camino hacia Marx: breve ensayo de autobiografía político-intelectual*
My Path to Marx: Short Essay of Political and Intellectual Autobiography
Atilio Alberto Boron
Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales, Buenos Aires, Argentina.
RESUMEN
Criado en un aluvión migratorio italiano y peronista seguí las transformaciones en el país de constantes pujas entre la religión, la educación y las intervenciones externas que me llevaron al exilio, resultado primero de los fanatismos franquistas de España que alimentaba las alucinaciones y el empeñados en reconstruir en la Argentina el paradisíaco orden de la cristiandad diabólicamente destruido a partir del Renacimiento y la Modernidad y seguido de la pocos años después, mal llamada Revolución Argentina que iría a confirmar el oportunismo del proyecto de formar dirigentes católicos para la renovación de la patria, renovación que venía de la mano de la última aristocracia al igual de la negación en la apertura al marxismo. El fecundo diálogo entre cristianos y marxistas me abrió la puerta para el estudio del marxismo y mi posterior intensa e inclaudicable adhesión esa teoría y esa cosmovisión. Un papel esencial en este tránsito que me permitió salir de la caverna a la cual se refiere Platón en su República y poder ver la luz del sol y la realidad tal cual es lo desempeñaron, además del clima ideológico de los sesentas y la influencia de los Jesuitas argentinos nucleados en el CIAS, preclaros heraldos de la teología de la liberación.
Palabras clave: Peronismo, dictadura, clases sociales, marxismo.
ABSTRACT
Raised in an Italianmigrant Peronist barrage i followed the changes in the country of constant bids between religion, education and external interventions that led me into exile, first becaused the result of Franco in Spain fanaticism that fueled the hallucinations and determined to rebuild Argentina in the heavenly order of Christendom diabolically destroyed since the Renaissance and Modernity and followed by a few years later misnamed RevoluciónArgentina that would confirm the expediency of the project to form Catholic leaders to renew country, one renovation that must came from the hand of the last aristocracy accompanied to the negation in the opening to Marxism. The fertile dialogue between Christians andMarxists opened the door for the study of Marxism and my subsequent intense and unswerving adherence to this theory and that worldview. An essential role in this transition allowedme to leave the cave towhich Plato refers in his Republic and see the light of the sun and the reality as it is played in addition to the ideological climate of the sixties and the influence of Argentina Nuclear Jesuits in CIAS, enlightened heralds of liberation theology.
Key words: Peronism, military dictatorship, social classes, Marxism.
Recibido: 15-12-2009 Aceptado: 28-05-2010
POLITIZACIÓN PRECOZ Y LUCHA DE CLASES EN EL PRIMER PERONISMO
Mi interés por la política y el mundo de las ideas comienza muy tempranamente. Nacido en 1943, en los albores del peronismo, fui criado en un hogar de inmigrantes italianos que seguía con gran interés las transformaciones que se estaban produciendo en el país. Era un hogar especial dentro de lo que los sociólogos denominaban como el aluvión inmigratorio: uno en ascenso hacia el mundo de los sectores medios donde todos los días llegaban dos periódicos, La Nación y La Prensa, y la radio estaba permanentemente encendida. En otras palabras, mi familia de origen pertenecía a lo que podríamos llamar una baja clase media que lentamente fue ascendiendo social y económicamente hasta llegar a consolidarse en una posición socioeconómica relativamente acomodada y segura. Ese hogar estaba totalmente abierto a las comunicaciones gráficas y radiales y además era parte de una extensa red familiar de inmigrantes italianos en la cual el peronismo había introducido una cuña que periódicamente originaba, en las reuniones familiares, acaloradas discusiones sobre la naturaleza del nuevo régimen, sus logros y sus limitaciones. También, sobre los peligros que entrañaba para el país.
Yo recuerdo esas discusiones como la fuente de una precoz politización que dejaría profundas huellas en mi conciencia social, y sería un poderosísimo acicate que me llevaría inexorablemente a avanzar en un proceso de radicalización política que continúa hasta el día de hoy. Una politización que se potenciaba, además, al escuchar por la radio los vibrantes discursos pronunciados por Perón y Eva Perón en donde la apelación a la justicia social y a luchar contra la oligarquía y el imperialismo eran un dato permanente de sus alocuciones. Otra cosa que me intrigaba era una consigna que para desgracia de la izquierda y de la Argentina se popularizó en las jornadas de 1945: libros sí, alpargatas no. Los libros representando a las capas medias y la oligarquía, y para el pueblo las alpargatas sin libros, es decir, mantenido en la ignorancia. La respuesta del otro bando no fue demasiado constructiva que digamos: alpargatas sí, libros no, anticipando las enormes dificultades de una sociedad como la argentina para alcanzar algunos consensos básicos. En fin, cosas que nunca pude comprender del todo, excepto el daño que habrían de producir en las décadas sucesivas.
En suma, lo que aprendí en esos años como niño de hogar inmigrante fue, en lenguaje coloquial, lo que luego me enseñarían mis lecturas de la filosofía política, desde Platón hasta John Rawls, pasando naturalmente por Marx, Engels y toda la tradición marxista: que la justicia es la virtud primera de cualquier formación social. La intensificación de la lucha de clases durante el peronismo y su turbulento y violento final no solo acentuaron mi politización sino que, ya desde ese momento, sembraron de perplejidades mi percepción sobre el peronismo en los umbrales mismos de mi adolescencia: movimiento de una indiscutible raigambre popular pero, al mismo tiempo, conducido por un liderazgo no sólo Perón sino también el Partido Peronista y la Confederación General del Trabajo que en las decisivas jornadas de 1955 que preanunciaron su caída se abstuvo de llamar al pueblo a las calles para defender su gobierno e impedir el triunfo de lo que ya desde ese entonces me sorprendía por la incoherencia de su nombre: Revolución Libertadora. Así se llamó al golpe militar que derrocó al peronismo sin que nadie del pueblo, mucho menos de las organizaciones peronistas, salieran a la calle para frustrar la intentona golpista o para reaccionar de modo distinto a como lo hacían los líderes del movimiento.
Ya desde mis tiempos de estudiante secundario mi vocación por las humanidades y, especialmente, la historia era muy marcada. Estando cursando el cuarto año, en 1958, ya tenía decidido estudiar Sociología. El intento de estabilización democrática que aparentaba venir de la mano del gobierno de Arturo Frondizi y las grandes luchas desencadenadas en torno a la llamada Ley Domingorena cuyo artículo 28 abriría las puertas a las universidades privadas en la Argentina profundizaron de manera irresistible y perdurable mi atención y mi interés por la política. Ese año 1958 fue memorable no sólo por el fin de la dictadura militar y el triunfo de Frondizi, en tácita alianza con el peronismo, sino sobre todo por las grandes movilizaciones populares provocadas por el debate entre la enseñanza libre, que así se llamaba el proyecto privatizador del gobierno en materia universitaria, y la enseñanza laica. Fue en esa coyuntura que reapareció otro rasgo que no dejó de impresionarme: la confusión con que en la Argentina se designaban distintos hechos de la vida política, vicio que persiste hasta el día de hoy. En realidad la enseñanza libre era un proyecto de la Iglesia precisamente para impedir tal cosa y reafirmar la imposición de su dogma sobre la creciente población universitaria; la discusión real era entre un Estado que debía ser laico, sobre todo en un país con la heterogeneidad étnica y cultural de la Argentina posterior a la inmigración masiva, o un Estado que, so pretexto de la libertad de enseñanza propiciara la aparición de universidades católicas y, luego, todo tipo de universidades privadas1.
Poco después, ese gobierno acentuaría su derechización al reprimir severamente varias huelgas obreras y de empleados que se oponían a las políticas de ajuste que, ya desde ese entonces y por inspiración del FMI se estaban implementando en la Argentina. La traición de Frondizi al pacto sellado con Perón me indignó (menos por Perón que por el pueblo peronista) y lo mismo la actitud complaciente de los jefes políticos y sindicales del peronismo, para ni hablar de la que exhibían los principales dirigentes de las autodenominadas fuerzas democráticas, y muy especialmente el radicalismo en sus distintas variantes y el partido socialista. Esto era una reiteración del mismo sentimiento que se había apoderado de mí en Junio de 1955 cuando la salvaje polarización peronismo-antiperonismo hizo que las fuerzas reunidas bajo este último no condenaran enérgicamente el criminal bombardeo que los militares rebeldes efectuaron sobre la Plaza de Mayo, en Junio de 1955, dejando una estela de destrucción y un saldo de más de trescientas personas muertas e innumerable cantidad de heridos. Lejos de condenarlo se encerraron en un ignominioso silencio.
Cumplidos escasos dieciséis años, y estando ya finalizando el quinto año del colegio secundario, mis esperanzas de estudiar sociología sufrieron un rudo golpe. Al intentar inscribirme en el recién creado Departamento de Sociología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires se me informó que debido a que yo egresaba de una escuela comercial y no de un bachillerato humanístico, para ser admitido en la Facultad debía rendir doce materias de equivalencia en el Colegio Nacional de Buenos Aires entre las cuales sobresalían, amenazantes, varios latines, griegos, lógicas y otras cuya sola mención me paralizaba por completo.
La solución surgió de manera inesperada, al enterarme, casi de casualidad, que a finales de 1959 se estaban abriendo los cursos de ingreso de la Universidad Católica Argentina, y entre sus ofertas académicas se contaba la carrera de Sociología. Me costó superar mi desconfianza hacia esta alternativa porque, como buen hijo de la educación pública, jamás había pisado un instituto privado. Y si bien mis padres eran muy católicos siempre me habían dicho que las escuelas privadas, incluyendo las católicas, eran un simple negocio en donde, por añadidura, nada se aprendía Todavía recuerdo la sentencia de mi padre: allí van los hijos de los ricos, vagos que son promovidos año a año gracias a las billeteras de sus padres. Por eso se comprende que sintiera una instintiva desconfianza hacia todo lo que fuera universidad privada y, segundo, ante cualquier cosa regenteada por la Iglesia y su reaccionario Episcopado, cuya activa participación en el golpe militar que derrocó a Perón y la demagogia y manipulación practicada impunemente en los debates en torno a la Ley Domingorena estaban muy frescas en mi memoria. Pero la sola perspectiva de tener que perder un año preparando doce materias completamente desconocidas para mí, y nada menos que en el mítico Colegio Nacional Buenos Aires, fueron el aliciente decisivo que necesitaba para momentáneamente dejar de lado todos mis reparos. Me inscribí a regañadientes en la UCA, rendí con un magnífico promedio las cuatro materias exigidas para el ingreso y en Marzo de 1960 iniciaba mis estudios de Sociología2.
LA VIDA ACADÉMICA Y EL CLIMA INTELECTUAL DE LOS SESENTAS
Un cúmulo de circunstancias fortuitas hizo de mi paso por la UCA una experiencia inolvidable. Insisto en lo de fortuitas porque el proyecto que tenía quien por ese entonces era su Rector, Monseñor Octavio Nicolás Derisi, no podía estar más alejado de mis intereses y de mis juveniles aspiraciones políticas. Derisi (y detrás de él todo el Episcopado) concibió a la UCA como una escuela de formación de los dirigentes católicos que el país necesitaría en muy corto tiempo, una vez que la frágil y engañosa primavera democrática llegara a su fin y el país volviera a ser regido por la cruz y la espada, tal como lo mandaban las Escrituras. La tenebrosa España de Franco era el faro que alimentaba las alucinaciones de estos fanáticos, empeñados en reconstruir en la Argentina el paradisíaco orden de la cristiandad diabólicamente destruido a partir del Renacimiento y la Modernidad. Pocos años después la mal llamada Revolución Argentina, otro dislate semántico al igual que su predecesora, iría a confirmar el oportunismo de este proyecto de formar dirigentes católicos para la renovación de la patria, renovación que venía de la mano de la última aristocracia, como Leopoldo Lugones dio en llamar al ejército. La repugnancia de Derisi una supuesta autoridad mundial en el estudio de la filosofía tomista por el pensamiento científico y por toda reflexión filosófica que se apartara de las enseñanzas de la Iglesia y del tomismo era visceral y difícil de explicar en la época actual. Pese a ello, su ambicioso proyecto de formar una nueva camada dirigente imbuida de los ideales de la cristiandad medieval lo forzaban a aceptar, claro que a regañadientes, la creación, en el seno de la UCA, de una Facultad de Ciencias Económicas y Sociales. Confió la dirección de esa facultad a un laico social-cristiano y un hombre de buenas intenciones, Francisco Valsecchi, y dentro de esa Facultad admitió la creación de una carrera de Sociología a cuyo frente puso a José Enrique Miguens un hombre culto e inteligente, aunque a veces un tanto obcecado quien había realizado algunos cursos de posgrado con Talcott Parsons en Harvard y que era tolerado por la jerarquía católica debido a su elevado origen social. Derisi intuía que la nueva dirigencia que requeriría la Argentina debería irremediablemente contar con sociólogos y economistas católicos capaces de encauzar a nuestro país por el rumbo correcto.
Pero la Argentina de comienzos de los sesentas era un país que, luego de la frustración ocasionada por el gobierno de Frondizi, entraba en un proceso de creciente activación y movilización políticas que haría saltar los pesados cerrojos medievales con que Derisi había querido aislar a su universidad. Para su desgracia, los vientos de cambio arreciaban por doquier y azotaban también a la Iglesia Católica. El breve pontificado de Juan XXIII sacudió hasta sus cimientos a esa organización y el temblor desencadenado por el Concilio Vaticano II se sintió de manera muy intensa en la Argentina, precipitando una acelerada radicalización de jóvenes y no tan jóvenes que veían en el diálogo entre cristianos y marxistas y la opción preferencial por los pobres propiciados por el pontífice las señales de un cambio ideológico y político de extraordinaria envergadura. La Teología de la Liberación, en el plano teórico pero también práctico, y la proliferación de grupos tales como Sacerdotes por el Tercer Mundo, Cristianismo y Revolución, Economía y Humanismo, entre otros, fueron la expresión de este intenso período de cambios que, por un tiempo, arrasó con lo que quedaba de las vetustas y vacías estructuras eclesiales y laicas, como por ejemplo la Acción Católica Argentina o la Juventud Obrera Católica. Deberían transcurrir dos décadas para que, con el advenimiento de Juan Pablo II, ya en los ochentas, constituir con Margaret Thatcher y Ronald Reagan, un trío apocalíptico destinado a restaurar el orden perdido y lanzar una contrarreforma cuyos dañinos efectos se sienten todavía al día de hoy.
Las profundas transformaciones de los sesentas, por supuesto, se manifestaban mucho más allá de las vetustas estructuras eclesiales: es la época de la descolonización de África y Asia y de la Revolución Cubana, cuando Fidel y el Che se proyectan como figuras heroicas que encenderían para siempre la imaginación juvenil. Son también los tiempos de la invasión yankee a la República Dominicana; de la heroica lucha del pueblo vietnamita que derrocaría primero a los franceses y luego a los estadounidenses; son los años en donde se consuma liberación nacional en Argelia y donde surgen los No-Alineados; del Mayo del 68 en Francia y toda Europa; de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos; del inicio de la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética, entre tantos otros acontecimientos y procesos de similar portada. Y, también, de la irrupción del rock, los Beatles, el boom de la literatura latinoamericana, la minifalda, el pelo largo y la liberación sexual, todo entrelazado con un fenomenal y acelerado desarrollo tecnológico y científico que creó un mundo que no podía siquiera ser imaginado, en la peor de las pesadillas de Derisi y compañía, apenas quince años atrás.
En ese contexto, profesores como el ya nombrado Miguens, Francisco Suárez, Eduardo Zalduendo, Justino OFarrell, José Luis de Imaz, Antonio Donini, Janine Puget, Raúl Usandivaras, Floreal Forni y tantos otros encontraron allí un espacio sumamente receptivo para difundir sus renovadoras ideas. El fecundo diálogo entre cristianos y marxistas, que repugnaba a la mentalidad de Cromagnon imperante en la conducción de la UCA, fue el que me abrió la puerta para el estudio del marxismo y mi posterior intensa e inclaudicable adhesión esa teoría y esa cosmovisión. Un papel esencial en este tránsito que me permitió salir de la caverna a la cual se refiere Platón en su República y poder ver la luz del sol y la realidad tal cual es lo desempeñaron, además del clima ideológico de los sesentas, dos influencias puntuales: mi familiaridad con la obra realizada por varios Jesuitas argentinos nucleados en el CIAS (Centro de Investigación y Acción Social), preclaros heraldos de la teología de la liberación y, sobre todo, la lectura de un texto maravilloso de un Jesuita francés, Jean-Ives Calvez, recientemente fallecido. Jean-Ives, a quien con el correr de los años pude conocer y disfrutar de su amistad y su sabiduría, escribió El pensamiento de Carlos Marx, originariamente publicado en Francia en 1956 y que llegó a la Argentina a mediados de los sesentas. Ese texto ejerció una influencia enorme entre muchos de mi generación. Y en lo que a mí respecta me franqueó definitivamente la puerta para internarme y nutrirme en la tradición marxista. El de Calvez es un libro extraordinario que merece leerse todavía hoy, puesto que allí se demuestra irrefutablemente la superioridad del análisis social de Marx y su método de investigación. En otro plano, otro libro importante que fue una especie de quinta columna dentro de una academia que tanto en Estados Unidos como en las nuevas escuelas de Sociología que comenzaban a proliferar por América Latina rechazaba visceralmente al marxismo fue el de Ralf Dahrendorf: Las clases sociales y su conflicto en la sociedad industrial. Sin plegarse por completo a las conclusiones del filósofo de Tréveris, Dahrendorf tuvo el mérito de derribar la columna central de las teorías hegemónicas en el campo de las ciencias sociales que giraban en torno a la gran síntesis realizada por Parsons en los años cincuentas y sesentas al plantear que era el conflicto de clases y no el consenso sobre los valores fundamentales lo que constituía la columna vertebral de las sociedades contemporáneas3.
A finales de 1964, casi cinco años luego de haber ingresado, rendía mi última materia en la UCA. Pocos meses más tarde, en Abril de 1965, entregaba mi Tesina de Licenciatura sobre los conflictos sociales en la década del treinta en la ciudad de Buenos Aires. Meses después era contratado por el Departamento de Sociología de la UCA como Auxiliar Docente, trabajando en la cátedra de José Enrique Miguens y dando comienzo, de ese modo a mi carrera académica. Ya por entonces había tomado contacto con los cursos que desde la Universidad de Buenos Aires se ofrecían el Departamento de Sociología, lo que me había permitido familiarizarme con la obra de Gino Germani, Torcuato Di Tella y Jorge Graciarena y sus discípulos, entre otros. No podía hacerlo regularmente porque no era alumno de la Universidad de Buenos Aires, pero nada impedía que me sentara a sus clases, asistiera puntualmente a todos los eventos que allí se organizaban y, muy tempranamente, comenzara a familiarizarme con la nueva sociología latinoamericana. Por otra parte, desde 1962 me había vinculado al Centro de Investigaciones Económicas del Instituto Di Tella trabajando como ayudante de investigación de Eduardo Zalduendo y, en 1965, fui invitado a participar en un proyecto dirigido por Torcuato Di Tella sobre las estructuras ocupacionales y de clase en países latinoamericanos. Gracias a este nuevo trabajo, que requería un pormenorizado análisis de los materiales censales de varios países de la región, pude comenzar un proceso de latinoamericanización intelectual que prosigue sin pausas hasta el día de hoy. El proyecto estaba alojado en lo que por entonces se llamaba Centro de Sociología Comparada del Instituto Di Tella, a la sazón dirigido todavía por Gino Germani poco tiempo antes de su voluntario exilio en Harvard. Esos fueron años muy fecundos para mi formación de sociólogo, porque me permitieron completar el valioso bagaje intelectual adquirido en la UCA con los enfoques y perspectivas predominantes en la UBA. Pude comprobar, no sin sorpresa, que las diferencias entre unos y otros eran bastante menores de lo que se suponía. La razón era bien simple: a pesar de las discrepancias que pudieran existir en el plano de las ideas políticas entre ambos departamentos, el peso de la sociología norteamericana era tan fuerte en la Argentina (y en América Latina) de comienzos de los sesentas que hacía que aquellas pasaran a un segundo plano. Los autores estudiados eran los mismos, como iguales eran las teorías y los conceptos que aprendíamos de nuestros profesores. En la UBA, sin duda, había algunos profesores que enseñaban un poco más de marxismo y el debate teórico era más fuerte, en parte por la presencia de un vigoroso movimiento estudiantil. Pero las materias troncales de la formación sociológica reproducían fielmente el pensamiento norteamericano en la materia. No obstante, la crítica a esa sociología ya brotada por todos lados y a la obra de C. Wright Mills especialmente su libro La imaginación sociológica se le sumaba una creciente andanada crítica proveniente de la intelectualidad radicalizada de América Latina de aquellos años, en donde sobresalían los nombres de Pablo González Casanova, Florestán Fernándes y su discípulo Fernando Henrique Cardoso (que extraviaría su rumbo una vez convertido en político y, luego, presidente de Brasil), Aníbal Quijano, Octavio Ianni, Edelberto Torres Rivas y, en la Argentina, el propio Di Tella, Silvio Frondizi y, de modo más atenuado, en la obra de Gino Germani. Una gran conferencia, organizada por Germani en 1964 en el Instituto Di Tella, me permitió conocer personalmente y establecer un contacto permanente a muchos de ellos. Con el correr de los años varios serían mis maestros en la FLACSO, cuando la serie de golpes de estado iniciada en Brasil en 1964 nos reuniría a todos en Santiago de Chile.
En lo que hace a mi experiencia política ésta todavía era muy limitada: desde 1961 había acompañado una iniciativa promovida por un grupo de cristianos radicalizados, ya muy influidos por la Teología de la Liberación. Varios grupos se conformaron al calor que irradiaba este nuevo enfoque: uno de ellos era Cristianismo y Revolución; otro el Centro Argentino de Economía Humana, una agrupación inspirada en las prácticas del dominico francés Joseph Lebret (fundador junto a François Perroux de Economía Humana) en los barrios populares de las grandes ciudades de algunos países de Europa y América Latina. Esto me permitió participar en el dictado de algunos cursos sobre temas económicos y sociales en la CGT, que ya desde 1964 había comenzado un Plan de Lucha que culminaría con la ocupación de miles de fábricas y un hostigamiento cada vez mayor al gobierno de la época. Un componente de ese plan era el fortalecimiento de la educación de los militantes y dirigentes de base. Visto en perspectiva histórica el Plan de Lucha decretado en contra del gobierno de Arturo U. Illía fue un serio error porque pese a sus limitaciones y a su ilegitimidad de origen (Illía había ganado las elecciones presidenciales de 1963 en las cuales las fuerzas armadas impusieron la proscripción del peronismo) toleró la insurgencia obrera a la vez que daba claras señales de querer legalizar al peronismo, cosa que no se correspondía con los planes del jefe del movimiento, por entonces exiliado en Madrid, que prefería mantener la proscripción de su movimiento hasta el momento en que tácticamente resultara oportuno cambiar de posición. Lo que sí ocurrió fue que la insurgencia obrera que no planteaba la expropiación de los patronos ni el control obrero de las fábricas sino que se limitaba a ocuparlas, en un típico gesto de ambivalencia peronista abrió paso al golpe militar que se consumaría poco más tarde, en 1966. Es preciso recordar que a diferencia de los anteriores, ese golpe contó con la complacencia y complicidad precisamente del sector más reaccionario de la dirigencia sindical peronista, que no veía con buenos ojos los cursos de formación que se estaban impartiendo a lo ancho y a lo largo del país. Los principales capitostes de la CGT, encabezados por su líder Augusto Timoteo Vandor, participaron, para su eterno deshonor, en la jura del nuevo presidente golpista en la Casa Rosada, hijo putativo de la Escuela de las Américas y el Opus Dei.
Aquella experiencia educativa, facilitada por la división que se estaba produciendo en el seno de la CGT entre el sindicalismo peronista tradicional y uno de nuevo cuño y que promovía este proceso formativo entre los cuales figuraban dirigentes como Raymundo Ongaro, Agustín Tosco, Atilio López y otros similares me permitió conocer al movimiento obrero en sus propias raíces: la generación de los delegados de base, gracias al dictado de innumerables conferencias y cursos breves en diferentes provincias de la Argentina4. Y me convenció de que lo que luego se pasaría a denominar la burocracia sindical tenía raíces muy profundas y, además, muy democráticas en su origen, a pesar de la degeneración que se iba produciendo a medida que los líderes emergentes ascendían en la pirámide del poder sindical. Y me convenció también que la estrategia que luego seguirían los Montoneros para combatir a los jerarcas sindicales estaba irremisiblemente condenada al fracaso: creían, como algunos sectores de la izquierda sectaria de ayer y de hoy, que existía un impulso revolucionario de las masas que era abortado y traicionado por una dirigencia corrupta, y que bastaría con eliminarla para que aquél floreciera con fuerza. La prueba es que por cada uno que eliminaban surgían, como en la hidra de mil cabezas, nuevos jefes dotados con las mismas cualidades e igualmente propensos a traicionar los intereses y objetivos históricos de las clases trabajadoras.
GOLPE DE ESTADO Y EL COMIENZO DE UN LARGO EXILIO
Mi carrera académica y mi experiencia política práctica se vio abruptamente interrumpida por el golpe de estado de 1966 que puso fin al gobierno de Arturo Illía, un hombre honesto, un médico de un pueblito perdido en el norte de la provincia de Córdoba y de corazón progresista, que había desafiado al imperialismo (sin que su propio partido, la Unión Cívica Radical tuviese el valor de acompañarlo) al negarse a colaborar y condonar la invasión de la República Dominicana en 1965, promover una nueva política en materia de medicamentos que afectaba a intereses norteamericanos y proponer una revisión de los contratos petroleros que Frondizi había firmado según el dictado de la Embajada. Una escena imborrable, que me daría una lección inolvidable sobre la ingratitud en la política, tal como lo había teorizado Maquiavelo, fue la solitaria salida de la Casa Rosada del presidente Illía, sacado literalmente a empellones por un pelotón del Ejército y acompañado apenas por cinco o seis militantes que sólo atinaban a gritar su repudio a la nueva dictadura. Sintiendo que de la mano de Juan Carlos Onganía, el nuevo espadón golpista, había llegado su hora Derisi aprovechó para desmantelar y desaparecer el Departamento de Sociología, cuna de tantas herejías que, en otro tiempo, hubieran merecido la hoguera.
De la noche a la mañana me encontré sin trabajo en la UCA, con la UBA intervenida luego de una brutal represión que pasó a ser conocida como la noche de los bastones largos, por lo tanto, sin salida laboral alguna a la vista. Sobreviví haciendo algunos trabajos como encuestador para algunas firmas privadas pero con la firme decisión de continuar mis estudios de posgrado lo antes posible. Ya estaba casado y tenía una hija recién nacida, lo que tornaba mi precaria situación laboral bastante angustiante. Además, desde poco antes del golpe había comenzado a recibir amenazantes llamadas telefónicas por mi creciente protagonismo en la UCA, que se intensificaron notablemente una vez que los militares se instalaron en la Casa Rosada, lo que tornaba sumamente aconsejable abandonar por un tiempo el país hasta que el clima aclarase. Pero, carente de recursos, para ello tenía que ser admitido en algún posgrado que se hiciera en el extranjero y, además, obtener una beca. Casi simultáneamente con el golpe había recibido una mala noticia: la Universidad de California/Berkeley había rechazado mi solicitud de admisión para hacer allí mis estudios doctorales. Pero la fortuna, esa que según Maquiavelo gobierna la mitad de nuestras vidas, poco después me sonreiría: me enteré, gracias a Torcuato Di Tella que la gente de FLACSO vendría a Buenos Aires a reclutar estudiantes para su recién creada Maestría en Ciencia Política. La entrevista, a cargo de Werner Ackerman, resultó muy exitosa y a fines de año me llegaba la carta de admisión. En febrero de 1967 ya estaba en Santiago. Creo, sinceramente, que a la luz de los acontecimientos posteriores, esa entrevista me salvó la vida. Prácticamente la mitad de mis compañeros de curso en la UCA murieron o desaparecieron en la lucha armada de la Argentina de los setentas, y las probabilidades de que yo, que convivía diariamente y trabajaba políticamente con ellos, hubiera podido sustraerme al involucramiento directo en la guerrilla sin correr su misma suerte eran prácticamente inexistentes5.
En FLACSO tuve la suerte de integrarme a un grupo notable de jóvenes científicos sociales de América Latina y de recibir orientación y consejo de un conjunto no menos destacado grupo de profesores. Entre los segundos quiero destacar al ya mencionado Fernando H. Cardoso, quien posteriormente sería presidente del Brasil; Ricardo Lagos, quien luego ocuparía el mismo cargo en Chile; Francisco Weffort, posteriormente ministro de Cultura del Brasil; Aníbal Pinto y Osvaldo Sunkel, dos notables economistas chilenos; Glaucio A. Dillon Soares, Carlos Fortín, Johan Galtung, a todos los cuales habría que agregar un distinguido equipo de docentes extranjeros que FLACSO trajo a Chile para impartir algunos cursos. Sobresalían en este grupo Gino Germani (por entonces radicado en Harvard); Hayward Alker (MIT); Karl W. Deutsch (Harvard); Robert Dahl (Yale) y Natalio Botana, que recién retornaba luego de su doctorado en Lovaina y tomó a su cargo los cursos de Filosofía Política. Recuerdo con nostalgia esos años en donde Botana, aclarando explícitamente que su perspectiva política era la del constitucionalismo liberal (a diferencia de tantos colegas que, aún hoy, ocultan su punto de vista y su ideología, y posan de neutrales ante sus estudiantes) se trababa en interminables discusiones sobre la libertad, la democracia y la justicia con muchos de nosotros, ya ganados por el marxismo u otra perspectiva crítica y entusiasmados por los avances del movimiento popular en Chile6.
Fue luego de dos intensos años de estudios de Maestría que mis intereses intelectuales comenzaron a perfilarse de modo muy definido. Hasta ese momento mi preocupación se inscribía en lo que de modo un tanto laxo podía definirse como la sociología política. Mi formación de base había sido la de un sociólogo, aunque siempre inclinado hacia la problemática sociopolítica y con un creciente dominio de la literatura marxista clásica, sobre todo, la obra de Marx y Engels, a partir del estímulo recibido por la lectura del texto de Calvez. Los dos años transcurridos en Chile, 1967 y 1968, me habían otorgado una sofisticada formación en ciencia y filosofía política y los grandes problemas de estas disciplinas comenzaban a ocupar un lugar central en mi agenda de trabajo. Mi tesis de Magíster en FLACSO versó sobre el comportamiento electoral en Chile entre los años 1920 y 1967, y en ella hacía uso de un sofisticado aparato metodológico y cuantitativo en donde el análisis factorial y las ecuaciones de regresión y sus diferentes coeficientes se combinaban cada vez con mayor frecuencia con preocupaciones filosóficas más profundas referidas al buen gobierno, a la buena sociedad, la justicia y la democracia, cuestiones éstas que remitían directa o indirectamente a la influencia que el pensamiento marxista ya ejercía con mucha fuerza sobre mi persona. Uno de los méritos principales de ese estudio, que lamentablemente fue publicado en diversos fragmentos, fue el de haber sido la base histórica y empírica que me permitió predecir, contra prácticamente todos los pronósticos de la época, el triunfo de Salvador Allende en las elecciones presidenciales chilenas de 1970. Sólo el sociólogo español Joan Garcés compartía mi optimismo. Recuerdo con claridad que hasta el círculo íntimo de Allende, e inclusive los socialistas y comunistas que estaban en FLACSO, veían ese pronóstico como una imposibilidad histórica. Entre ellos, uno que me honró con su amistad, Clodomiro Almeida (quien posteriormente sería el brillante Canciller de Salvador Allende) que pocas semanas antes de las elecciones del 4 de Septiembre de 1970 aconsejaba desde las páginas de Punto Final esa referencia imprescindible, ayer y hoy, para todo el pensamiento de izquierda de América Latina abandonar definitivamente el ilusionismo electoral. Don Cloro se equivocó, como poco después lo reconocería con su conocida hidalguía.
Al concluir mis estudios de Maestría las autoridades de FLACSO me invitaron a unirme a su planta docente. En Marzo de 1968 me designan como Instructor y, dos años más tarde como Profesor Asistente. Ya para entonces había presentado mi solicitud para culminar mis estudios doctorales en Ciencia Política en Harvard, obedeciendo a las sugerencias de las autoridades de la FLACSO y los buenos consejos que durante su estancia en Chile me dieran Gino Germani y Karl Deutsch. En 1969 y a modo exploratorio asistí a los cursos de verano ofrecidos en la Universidad de Michigan por el Inter-University Consortium for Political Research. Durante las ocho semanas de duración del curso me sumergí por completo en las más avanzadas técnicas cuantitativas de análisis en virtud de las cuales el ICPR había adquirido fama internacional. El resultado fue una duradera desilusión con este tipo de instrumental, altamente sofisticado para la medición de cuestiones triviales pero incapaz de ofrecer respuesta alguna a preguntas muy significativas como las que ocupaban mi atención por esos años. Todo esto, naturalmente reforzó mi apreciación de los méritos del enfoque metodológico y epistemológico del marxismo, impulsándome a desoír definitivamente los cantos de sirena del positivismo y de su pseudo rigurosidad. Habiendo sido aceptado por Harvard, el inédito desarrollo de la lucha de clases en Chile desde mediados de los sesentas, la certeza que abrigaba del inminente triunfo electoral de la Unidad Popular me alentaron a solicitar una prórroga de la beca. Sin embargo, luego de dos postergaciones sucesivas y habiendo sido rechazada mi tercera solicitud de prórroga, Harvard me enfrentó con un dilema de hierro: o me hacía presente para iniciar mis cursos doctorales o me cancelaban definitivamente la beca. Por eso, a comienzos de 1972 partí hacia los Estados Unidos. Cerré mi casa en Chile y se la dejé a unos amigos y, excepto unos pocos libros que me llevaría conmigo, dejé todo en su lugar. Mi plan era cursar todas las materias obligatorias del doctorado en un año, tomar medio año más para rendir los temidos exámenes generales y regresar a escribir mi tesis en Chile y sobre la inédita experiencia liderada por ese hombre ejemplar, Salvador Allende, que confiaba en poder construir el socialismo o al menos iniciar la transición hacia dentro del marco de la institucionalidad burguesa. Todavía está por escribirse la biografía política de ese latinoamericano ejemplar, que cuando arreciaba el aislamiento impuesto a Cuba jugó todo su inmenso prestigio nacional e internacional y, asumiendo la Presidencia de la OLAS, la Organización Latinoamericana de Solidaridad, le brindó una mano amiga a la revolución cubana, cosa que Fidel recuerda con emoción hasta el día de hoy. La derecha chilena, reaccionaria hasta la médula en todas sus variantes desde el conservadorismo hasta la democracia cristiana y el imperialismo jamás le perdonaron a Allende por ese gesto. Y el diario El Mercurio fue el mercenario mediático que no cejó de zaherir y difamar ni un solo día a ese patriota latinoamericano, especialmente luego de la creación de la OLAS. El infausto golpe del 11 de septiembre de 1973 me obligaría a permanecer en Cambridge, Massachussets, hasta Agosto de 1976, período de intenso y, por momentos, desgarrado aprendizaje al tener ante mi vista la inexorable descomposición de la vida pública argentina. Ya no sólo no podía regresar a Chile, habiendo sido mi casa saqueada por los militares y mis libros quemados en la calle, sino que tampoco podía hacer lo propio en la Argentina. Me dediqué a colaborar en la lucha por tratar de salvar la vida de muchos de mis amigos que quedaron en Chile y, en uno de esos actos de solidaridad con el pueblo chileno y repudio al golpe pinochetista organizados en la zona estratégica de Harvard Square tuve el placer de conocer a los hermanos Piñera, cuando se acercaron a tratar de desbaratar nuestro acto con un grupo de choque, lo que originó un violento incidente que, por suerte, no frustró nuestros propósitos de denunciar los crímenes que estaba cometiendo Pinochet. Uno de ellos, José, fue luego Ministro de Pinochet y el artífice de la privatización (hoy quebrada) del sistema de seguridad social chileno; y el otro, Sebastián, acabó siendo elegido Presidente de Chile en Enero de 2010.
En Harvard mis intereses académicos y mi identidad política terminaron de definirse, si bien menos por méritos de la universidad (que sería absurdo menospreciar) que por la acelerada descomposición que se estaba registrando en la vida política latinoamericana. Tuve la fortuna de llegar en un momento en donde el florecimiento intelectual de Harvard era impresionante debido a una inédita apertura que permitía la convivencia de académicos conservadores, liberales, social demócratas e inclusive marxistas. Nunca antes se había experimentado algo igual y, lamentablemente, a partir de la reacción neoconservadora que se abatiría sobre los Estados Unidos desde finales de los años setentas, nunca más iría a recrearse ese riquísimo ambiente universitario animado por la presencia de figuras de una talla intelectual insuperada desde entonces. Grandes profesores como los ya mencionados Germani y Deutsch alternaban con Barrington Moore Jr., Carl Friedrich, Harvey Mansfield Jr., John Rawls, Samuel P. Huntington, Seymour M. Lipset, Daniel Bell, Talcott Parsons, Alexander Gerschenkron, John Womack, Louis Hartz, Joseph Nye y tantos otros de su mismo nivel, algunos de ellos en el MIT como Hayward Alker y Suzan Berger. Un ambiente en donde el pensamiento de izquierda había logrado establecerse con fuerza, y en donde quienes no compartían esa perspectiva adherían mayoritariamente a versiones más o menos democráticas y tolerantes del ideario liberal. No exageraría si dijera que mis años en Harvard marcaron definitivamente mi agenda intelectual, coronando un proceso iniciado en Buenos Aires en la Universidad Católica y en el Di Tella, y continuado en el Chile turbulento y tremendamente movilizado de finales de los años sesentas. Esos años en Harvard, depositaria de un deslumbrante acervo sobre el pensamiento socialista y heredera de la biblioteca de León Trotsky, fueron absolutamente decisivos en mi consolidación como un pensador marxista: ya no como un sociólogo o politólogo sino como un intelectual de amplio espectro, fiel a la tradición de Marx que fue a la vez filósofo, sociólogo, historiador y economista, aparte de otras aficiones a las cuales también les dedicaba cierto tiempo. Recorrí los pasillos de la Biblioteca Widener de arriba abajo durante cada día de mi estancia en Harvard, y siempre aprendía algo nuevo.
Tal como lo dijera, mi plan original en Harvard era continuar y profundizar mis estudios sobre la evolución política chilena. Esta decisión se basaba aparte del atractivo de estudiar la política de un país como Chile, con divisiones ideológicas y partidarias tan nítidas que contrastaban, aún hoy, con la tremenda confusión que el peronismo ha introducido en la vida política argentina en el hecho de que FLACSO quería que al terminar mis estudios regresara a ocupar mi puesto en el plantel docente de la institución. Dado que las perspectivas que ofrecía la Argentina no eran para nada halagüeñas mi tendencia natural fue a aceptar el ofrecimiento y adecuar mi agenda de investigación a lo que sería mi próximo destino académico. Sin embargo, cuando el 11 de Septiembre de 1973 se produce el golpe de estado en Chile y en los días subsiguientes la televisión estadounidense transmitía las imágenes de la represión del régimen sentí que las propias premisas de mi investigación se derrumbaban tan estruendosamente como el Palacio de La Moneda. ¿Qué sentido podía tener estudiar un proceso de evolución democrática y electoral hacia el socialismo cuando el mismo había desembocado en la instauración de una sanguinaria dictadura militar? En medio de mis cursos dejé de lado el proyecto original, escribí un largo artículo sobre el proceso político chileno que, poco después, fue publicado por Foro Internacional, la revista de El Colegio de México, bajo el título Notas sobre las raíces histórico-estructurales de la movilización política en Chile y archivé definitivamente los materiales que había traído de Santiago para sustanciar mi tesis. El país me dolía demasiado como para poder dedicarle dos o tres años de intensa labor investigativa para mi disertación.
Este vuelco, unido al acelerado deterioro de la situación argentina, me convencieron de dos cosas: en primer lugar, la necesidad de buscar un nuevo tema para mi tesis doctoral. En segundo lugar, que ante la clausura sufrida por FLACSO bajo el gobierno militar mi futuro laboral se veía ensombrecido, y a esa altura ya era padre de una niña y un niño que tenían necesidades concretas que no podían ser satisfechas con mi mera curiosidad intelectual. Lo que hice entonces fue concentrarme totalmente en mis estudios con el propósito de terminar mi doctorado lo antes posible. Preocupado por el destino de la Argentina (obsesión que me persigue hasta el día de hoy) decidí estudiar el período fundacional de la Argentina moderna, que da principio con las jornadas de Octubre de 1945 y la aparición del peronismo. Pero para ello se hacía necesario examinar la naturaleza del período previo, que había sentado las bases de un modelo oligárquico-dependiente sumamente exitoso pero marcado a fuego por un notable grado de inequidad e injusticia sociales y que, luego de la Gran Depresión de los años treintas, se enfrentaba a su inexorable ocaso. Se trataba, en otras palabras, de un prolegómeno necesario para el estudio más profundo y detenido sobre los orígenes del peronismo y su desempeño histórico, que lo habían revelado como incapaz de desarrollar el capitalismo y completamente desinteresado en construir una alternativa socialista. La urgencia por desentrañar el origen y destino de este movimiento, profundamente popular pero, a la vez, totalmente comprometido con el mantenimiento de la sociedad capitalista, se tornó imperiosa cuando a su regreso, en 1973, el General Perón consintió el funcionamiento de la Triple A, ese infame grupo paramilitar dedicado a exterminar izquierdistas y que, seguramente, había asesinado a varios de mis amigos.
Para desentrañar la tragedia en que se estaba sumiendo la Argentina era imprescindible examinar el suelo histórico en el cual había crecido ese fenómeno tan peculiar de mi país y que no existe, con igual intensidad y tan larga perdurabilidad, en ningún otro de Nuestra América. Sólo que ese estudio introductorio del régimen oligárquico se transformó, como suele ocurrir, en un objeto independiente que terminó postergando lo demás. Obedeciendo a un sabio consejo de Gino Germani me propuse hacer la tesis durante mi estancia en los Estados Unidos porque, según el viejo profesor, al menos en aquella época ocho de cada diez retornados a América Latina sin su tesis aprobada jamás la terminaban de escribir y yo no podía darme ese lujo. Y aceptando otro consejo, igualmente útil, esta vez de Barrington Moore y Karl Deutsch, me obligué a redactar mi tesis doctoral en inglés, para evitar la tarea de Sísifo de escribir no una sino dos veces la disertación: una en castellano y, luego de su traducción al inglés, una nueva redacción en esta lengua. Estos consejos fueron sumamente útiles y me permitieron terminar todos mis cursos, rendir los exámenes comprehensivos que se requerían para ser declarado Ph. D. Candidate (y sortear los temibles Generals) y completar mi tesis doctoral un mamotreto de 696 páginas sobre la Formación y Crisis del Estado Oligárquico-Liberal en la Argentina: 1880-1930 en escasos cuatro años y medio. A finales de Julio de 1976, exactamente el 26 de Julio de ese año, como un primer homenaje intelectual a la Revolución Cubana, entregaba mi tesis doctoral y pocas semanas después partía rumbo a México. Corresponde mencionar que la misma jamás fue publicada. Harvard University Press se ofreció a hacerlo, pero me exigían reducir su tamaño a la mitad. Por supuesto, rechacé cortés pero firmemente un ofrecimiento que, en mi fuero íntimo, era un insulto. Luego la traduje al español pero mi traslado a México y la inevitable redefinición de mi agenda de preocupaciones en el nuevo contexto en que me hallaba me obligaron a postergar indefinidamente la revisión final que necesitaba para su publicación. Se trata de una asignatura pendiente que, tal vez, en los próximos años pueda finalmente aprobar.
Atilio Alberto BORON |
LA ETAPA MEXICANA
Ya había tenido antes la oportunidad de visitar a México, país que me cautivó ni bien puse pie en tierra. El México del 76 estaba profundamente marcado por la fuerte orientación tercermundista que le había impreso el presidente Luis Echeverría Álvarez, la solidaridad con las víctimas y la resistencia a las dictaduras y por el entusiasta apoyo a la gesta de los sandinistas, que culminaría con su gran victoria en 1979. En ese marco, poco me costó sumergirme de lleno en los debates precipitados por la coyuntura con un polémico artículo en donde criticaba a quienes utilizaban equivocadamente, a mi juicio, el concepto de fascismo para caracterizar a las sangrientas dictaduras de la región Éstas, a diferencia de aquél, no tenían ni intención ni capacidad alguna de movilización y activación de los sectores medios para convertirlos en baluartes de sus regímenes; tampoco tenían condiciones para encarar un proyecto que potenciara la gravitación de sus burguesías nacionales en una fase del capitalismo signada por su acelerada internacionalización y el predominio indiscutido de las grandes transnacionales, que habían dado cristiana sepultura a lo que, con su habitual sarcasmo, el Che denominaba burguesías autóctonas, porque de nacional no tenían nada. Además, tal cual lo dije en repetidas ocasiones en varias mesas redondas organizadas en México, bajo las dictaduras del Cono Sur Antonio Gramsci no hubiera sobrevivido ni un par de días bajo Videla o Pinochet. Eran todavía peores, y la consigna no servía porque replicaba mecánicamente una caracterización que había sido justa para algunos países europeos en el período de entreguerras pero que el desarrollo del capitalismo había enviado al museo de antigüedades7.
En los días inmediatamente posteriores al golpe chileno los esbirros de Pinochet habían irrumpido en las instalaciones de FLACSO y, sin más trámite, fusilaron a dos de nuestros estudiantes, no por casualidad los dos procedentes de Bolivia. Ese crimen paralizó a la institución durante varios años, y ante la imposibilidad de seguir ofreciendo sus programas de posgrado en Chile y la descomposición de la vida intelectual (además de social y política) de la Argentina de mediados de los setentas, que impedía a la sede de FLACSO en Buenos Aires desempeñar normalmente sus actividades, la institución había aceptado un ofrecimiento del Presidente Luis Echeverría Álvarez para instalar una nueva sede de FLACSO en Ciudad de México. Esta decisión, fulminante y extemporánea, venía a complicar mis planes. A comienzos de 1976 el Departamento de Sociología de Yale me había invitado a unirme a su cuerpo docente ni bien terminase mis estudios doctorales en Harvard. No quería radicarme en Estados Unidos, pero la negra noche de las dictaduras en América Latina me cerraba prácticamente todas las puertas, salvo la mexicana. Además, la oferta de Yale era difícil de rechazar, pues llevaba implícita una posición definitiva en esa universidad con lo cual mi situación económica futura quedaría resuelta de una vez para siempre. Acordadas todas las formalidades del caso, a las dos semanas de firmado el contrato de trabajo con esa universidad recibo un urgente llamado del Secretario General de FLACSO de aquellos años, Arturo OConnell, comunicándome que se abriría una nueva sede en México y que quería que yo me integrara a ella, aportando no sólo la experiencia recogida durante mis años en Chile sino también la que cosechara en Harvard. No dudé un instante en aceptar su ofrecimiento, aunque sabía que estaba dejando de lado una oportunidad que, tal vez, jamás se me volvería a presentar en mi vida. Pero sentía que debía hacerlo y que si en la academia norteamericana mi presencia no haría diferencia alguna, en FLACSO/México podría contribuir a la rigurosa formación crítica de una nueva generación de estudiantes latinoamericanos, retomando las labores que interrumpiera para realizar mis estudios doctorales a fines de 1971.
Permanecí en México por casi ocho años, entre Agosto de 1976 y Febrero de 1984. En esos momentos ese país era el más formidable refugio del pensamiento crítico que jamás haya existido en América Latina y dudo que en cualquier parte del mundo. Allí me encontré con algunos de los más brillantes intelectuales de la región y, además, forjé amistades entrañables con mis amigos mexicanos y con esa noble nación, a tal punto que me identifico como un argenmex de pura cepa y siento por México un amor tan grande como el que tengo por la Argentina. Nombrarlos a todos sería imposible, pero no podría dejar de mencionar, en una provisoria enumeración, a Pablo González Casanova, Sergio de la Peña, Adolfo Sánchez Vázquez, Rodolfo Stavenhagen, Carlos Payán (fundador de La Jornada), don Arnaldo Orfila Reynal, genio creador de Siglo XXI, don Sergio Bagú, John Saxe-Fernández, José María Calderón, Lucio Oliver, Raquel Sosa, Estela Arredondo, Lilia Bermúdez, Agustín Cueva, Gerard Pierre Charles, Suzy Castor y tantos otros, algunos de ellos colegas, otros alumnos. Con algunos seguimos transitando por el mismo sendero en pos del socialismo; no pocos, lamentablemente, abandonaron el combate y se plegaron a distintas iniciativas, algunas controversiales y otras francamente detestables pero que no viene al caso examinar aquí. En todo caso, debo decir que en México aterricé en la FLACSO, permaneciendo en dicha institución hasta Agosto de 1979, cuando junto con Alfredo Monza y Mabel Piccini fui despedido sin causa alguna y como producto de las protestas que suscitaba entre nosotros la creciente influencia de algunos funcionarios del gobierno mexicano a la sazón gobernado por el PRI, pero habiendo abandonado la línea tercermundista de Echeverría Álvarez en la conformación del Plan de Estudios de la Maestrías (en Sociología y Ciencia Política) y en el proceso de selección del cuerpo de profesores, y ante la cual el Director de FLACSO/México, el sociólogo boliviano René Zavaleta Mercado, no oponía la resistencia que pensábamos debía oponer. Lamentablemente esa tendencia no hizo sino acentuarse con el paso del tiempo, al punto que de haber sido un núcleo orientador y promotor del pensamiento crítico en la región FLACSO fue conquistada por el saber convencional de las ciencia sociales, como con toda claridad lo denunció en un brillante discurso el presidente Rafael Correa del Ecuador en ocasión de celebrarse, en Quito, en el año 2007, el cincuentenario de la creación de FLACSO.
En FLACSO/México me especialicé en la enseñanza de la filosofía política de la mano del Maestro Adolfo Sánchez Vázquez, uno de los grandes filósofos marxistas del siglo veinte, y, paulatinamente, en política latinoamericana. Luego de mi despido y dado que, a esa altura, mi reputación académica estaba bien establecida en México no tuve problema alguno en recibir de inmediato una invitación del Centro de Estudios Latinoamericanos de la UNAM, donde permanecí como profesor de tiempo completo durante varios años investigando y ejerciendo la docencia de grado y posgrado en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Poco después me incorporaría también como profesor-investigador al Centro de Investigaciones y Docencia Económicas, el CIDE, en donde colaboré en la creación de su Departamento de Política Internacional y en el desarrollo del Instituto de Estudios de Estados Unidos, primero en su género en América Latina, bajo el liderazgo de Luis Maira y acompañado por Carlos Rico, recientemente fallecido, y José Miguel Insulza. Permanecí en el CIDE hasta 1984, los últimos dos años compartiendo mi tiempo con la FLACSO en donde fui rehabilitado poniendo fin a aquella injusta expulsión y por supuesto, la UNAM, a la sazón convertida en mi alma mater. En Febrero de 1984, consumado ya el triunfo de Raúl Alfonsín y la derrota del peronismo, retornaba a la Argentina.
Como anticipaba más arriba, los años de México me permitieron ahondar en mis estudios sobre dos grandes líneas de trabajo: la problemática del estado, sus diversos regímenes políticos (dictadura, democracia, populismo, etc.) y la cuestión de la ciudadanía; por otro lado, me permitieron involucrarme crecientemente en el estudio de la filosofía política, que había iniciado de modo sistemático durante mi paso por Harvard. Otra valiosa herencia de mi paso por ese país fue la ampliación de mi perspectiva comparativa. Si antes de llegar a México esta se reducía a los países del Cono Sur, especialmente Argentina, Chile y, en cierta medida Brasil, mi estancia en México latinoamericanizó mi horizonte interpretativo, permitiéndome conocer de primera mano no sólo la rica trayectoria política mexicana sino también la de numerosos países de la región.
Esta experiencia habría de ser volcada años después, cuando se produjera mi difícil regreso a la Argentina. En efecto, no me fue fácil encontrar trabajo al regreso de casi dieciocho años de exilio. En FLACSO la recepción inicial fue, por decirlo diplomáticamente, fría; la Universidad de Buenos Aires, por su parte, estaba iniciando un difícil proceso de normalización luego de casi veinte años de inestabilidad e intervención militar. Además, no existía todavía una carrera de ciencia política ni una facultad de ciencias sociales. En la administración pública, mi independencia de criterio y mi ya por entonces muy conocida identificación con la tradición del pensamiento marxista generaban suspicacias que terminaron por cerrarme todas las puertas del Estado. Sin desanimarme por estos inconvenientes pensé que la mejor solución sería crear un instituto dedicado a estudiar una problemática de gran actualidad a mediados de los ochentas: las relaciones europeo-latinoamericanos. El resultado fue la creación de EURAL, el Centro de Investigaciones Europeo-Latinoamericanas, que habría de funcionar durante una década y serviría como fecundo semillero a numerosos jóvenes estudiosos argentinos de la problemática internacional, muchos de los cuales, con el correr de los años, completarían su formación doctorándose en algunas de las universidades más prestigiosas del extranjero. Durante esos años el énfasis de mi labor intelectual estuvo puesto necesariamente en estos temas y, a partir de mi incorporación a la Carrera de Ciencia Política de la UBA, en los contenidos clásicos de la filosofía política, toda vez que, poco después, ganaría los concursos de Profesor Regular Titular de Teoría Política y Social I y II en la recientemente creada Facultad de Ciencias Sociales.
En Mayo de 1990 un heteróclito conjunto de grupos de izquierda representado en el Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires me designó como Vice-rector de esa casa de estudios, cargo que desempeñé hasta Abril de 1994. Ese fue un período de intensa actividad en materia de gestión institucional, en donde pude promover algunas iniciativas que habían sido postergadas por mucho tiempo, como la reactivación de EUDEBA, la gran casa editorial fundada durante el rectorado de Risieri Frondizi, y que paralizada por falta de fondos y por las amenazas de los militares, que envalentonados por la crisis de la Semana Santa de 1987, se oponían a la re-edición del Nunca Más. Esto dificultaba la labor de difusión de los organismos defensores de los derechos humanos que requerían ese libro para la realización de sus diversas actividades. También se logró avanzar en otros terrenos, como la promoción de un amplio programa de becas de investigación para estudiantes y jóvenes profesores, amén de otros asuntos de menor trascendencia. Pero la situación que enfrentaba la UBA era muy delicada porque sus relaciones con el gobierno nacional eran pésimas y los conflictos latentes, siempre a punto de estallar, estaban a la orden del día y absorbían gran parte de mis tareas. La asfixia presupuestaria a que nos sometía el gobierno de Menem era implacable. Una muestra de la tosquedad de la percepción que éste tenía de la UBA la reveló uno de sus principales ministros cuando me dijo; sin sonrojarse, que la UBA es la CGT de los radicales. ¡Cómo quiere que los ayudemos! Pese a todos estos inconvenientes logramos evitar los planes de Menem y Cavallo, que no eran otros que poner a la UBA de rodillas asfixia financiera mediante e imponer, como lo había hecho Pinochet con la Universidad de Chile, la privatización de nuestra universidad introduciendo un régimen de arancelamiento y limitando el financiamiento público a una cantidad apenas marginal.
A medida que avanzaba la década de los noventas, la problemática de la dependencia externa y el renacimiento de la cuestión del imperialismo aparecían como asuntos cada vez más cruciales para los países de América Latina y que no por casualidad estaba ocupando un sitial de privilegio en los debates en los principales centros académicos de los países industrializados. Hacia allí comencé a dirigir mis esfuerzos, a la vez que mantenía mi preocupación por los temas del estado y la democracia.
Fue en esos años cuando intenté, con algunos amigos y colegas, crear una nueva opción política para librar batalla contra el rampante neoliberalismo de la década menemista, convencidos que la oferta electoral de la desperdigada y débil izquierda argentina mal podía enfrentar con éxito la arrolladora hegemonía del menemismo en esos fatídicos años noventas, signados por el apogeo del neoliberalismo global. Junto a Eduardo Grüner, Mabel Bellucci, Ana María Fernández, Emilio Taddei, Marcelo Matellanes, Jorge Muracciole, Marcelo Rodríguez, Inés Izaguirre, Ivana Brighenti, José Seoane, Jorge Mákarz, Ricardo Zambrano, Clara Algranati, Javier Amadeo, Gonzalo Rojas, Luis Zas, Gabriel Vitullo, Ricardo Romero, Sabrina González, Valeria Pita, Jorge Cabezas, Carlos Jáuregui, Flavio Rapisardi, Cayetano Mazzaglia, Juan Ferrante, Dora Coledescky, Juan Ferrante, Domingo Quarracino, Jorge Yabkowsky, Angel Fanjul, Norberto Sessano y otros más dimos vida al Frente por la Democracia Avanzada, participamos en dos elecciones y si bien la respuesta del electorado fue bastante más parca de lo esperado, al menos logramos establecer en la agenda pública algunos temas de gran importancia: reforma tributaria, distribución del ingreso, defensa de la educación y la salud públicas, salud reproductiva, derechos civiles iguales para las minorías sexuales, algunos de los cuales serían retomados, casi con un retraso de veinte años, por los principales partidos políticos de la Argentina.
De esta época data uno de mis libros más importantes: Estado, capitalismo y democracia en América Latina, originalmente publicado en lengua española pero casi simultáneamente traducido al inglés y portugués, con varias ediciones en todos estos idiomas. Este libro, que sintetiza buena parte de mis trabajos de la primera mitad de la década de los noventas, plantea una crítica radical a algunas de las teorizaciones más importantes del saber convencional, partiendo de una crítica a las caracterizaciones de los regímenes autoritarios de los años setentas y comienzos de los ochentas y pasando luego a examinar en la articulación entre teoría económica y teoría política en el pensamiento liberal siguiendo un recorrido que arranca en Adam Smith, sigue con Alexis de Tocqueville, pasa por Karl Marx y culmina en la obra de Milton Friedman y Friedrich von Hayek. El libro combina no sólo un análisis muy minucioso de las diferentes teorías sino que, en su segunda parte, se dedica al análisis de las experiencias concretas de reconstrucción democrática en América Latina.
La segunda mitad de la década de los noventas refleja la maduración de estas preocupaciones y un salto cualitativo en la capacidad de implementarlas gracias a que en Noviembre de 1997 fui electo Secretario Ejecutivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Bajo mi dirección el Consejo, languideciente en aquellos años, cambió decisivamente de orientación: primero, abandonando su tradicional academicismo y propiciando, a través de múltiples iniciativas, el desarrollo y la expansión del pensamiento crítico. Este se encontraba cada vez más arrinconado en nuestras universidades debido a la hegemonía del modelo norteamericano de trabajo en las ciencias sociales incesantemente impulsado por el Banco Mundial y entronizado en nuestros países por las contra-reformas universitarias aprobadas por los gobiernos de la región en los años noventas; segundo, por una activa política de vinculación y convergencia, cada vez más estrecha, con las necesidades y agendas de los movimientos sociales que comenzaban a florecer por toda América Latina en la segunda mitad de los años noventas y con los nuevos gobiernos de la región, comenzando por el de Hugo Chávez en Venezuela, que se preparaban para enfrentar al gran proyecto de subordinación económica y política de América Latina, el ALCA. Rompiendo una anacrónica tradición, CLACSO comenzó a incorporar a sus filas a centros de estudios pertenecientes a sindicatos y organizaciones populares de diverso tipo que contribuyeron decisivamente a fecundar una producción que, encerrada en las cuatro paredes de la academia, se volvía cada vez más esotérica e irrelevante. El muy activo involucramiento de CLACSO en el Consejo Internacional del Foro Social Mundial y en los diversos foros realizados en América Latina es prueba elocuente de ese cambio de orientación. Tercero, mediante una decidida política de apertura e incorporación de numerosas instituciones académicas fuera del reducido eje Buenos Aires-Santiago-Montevideo a que había quedado limitado el Consejo en los años precedentes. El resultado de este cambio de rumbo fue calificado en un informe de auditoría académica elaborado por un equipo internacional de expertos integrado por Rodrigo Arocena, actual rector de la Universidad de la República; Rosemary Thorp, de la Universidad de Oxford y Eric Hershberg, a la sazón chairman del Social Science Research Council de Estados Unidos, como el más exitoso avance en el plano regional jamás logrado por las ciencias sociales en toda su historia, especialmente teniendo en cuenta la expansión de los centros afiliados, el número de cursos ofrecidos desde CLACSO por la vía de su campus virtual, el número de publicaciones y su extraordinaria difusión por toda América Latina y el Caribe, el número de sus becarios y grupos de trabajo y sus formas efectivas de colaboración con colegas de África y Asia8.
Electo por unanimidad en 1997 y re-electo por unanimidad y aclamación en otras dos oportunidades, mi fuerte compromiso con la gestión (al punto tal que en un reportaje periodístico cuando me interrogaron sobre cómo me definiría profesionalmente respondí como un empresario cultural) no me impidió avanzar en mis proyectos teóricos si bien tuve que alternar las preocupaciones de la agenda teórica y práctica del marxismo con otras más acotadas derivadas de mi modesto rol de divulgador como compilador y prologuista de libros de terceros vinculados a CLACSO. Con todo, en el año 2000 logré publicar un texto que, hasta el día de hoy, considero el más logrado teóricamente: Tras el Búho de Minerva. Mercado contra Democracia en el Capitalismo de Fin de Siglo, publicado en Buenos Aires por el Fondo de Cultura Económica. Escrito en medio de las convulsiones que estaba generando la restructuración regresiva del capitalismo argentino, generador de un proceso aún inconcluso de exclusión social de masas y vaciamiento democrático, Tras el Búho de Minerva se aboca a la realización de un minucioso examen de las diferentes teorías que dan cuenta de la relación entre mercado y democracia, tanto las del marxismo clásico como las posmarxistas y las liberales. El libro, sin embargo, va más allá de la mera crítica y propone los lineamientos generales de una teorización novedosa sobre la crisis de los mecanismos de representación democrática y su incapacidad para sobreponerse a los dictados de los mercados. Al mismo tiempo, a lo largo de sus páginas se fundamenta persuasivamente el carácter insalvable de las contradicciones que oponen irreconciliablemente la lógica descendente y jerárquica del mercado con la lógica ascendente e igualitaria de la democracia. En el marco de sucesivos proyectos de investigación pude elaborar más detalladamente estos contenidos, los que finalmente se sintetizarían en un largo artículo, The truth about capitalist democracy, aparecido en la edición 2006 del Socialist Register, una revista académica inglesa de inspiración socialista que lo publicó como uno de sus artículo centrales. Una edición en lenguas española y portuguesa del citado artículo fue publicada poco después9.
PASIÓN POR LA POLÉMICA
Mi vida ha sido, hasta el día de hoy, una interminable serie de polémicas. Primero, con los trogloditas del tomismo, que tergiversaron la obra de Tomás de Aquino de modo aún más grosero que lo que Stalin hiciera con Marx. Aquellos transformaron la obra de un pensador original, incisivo y fecundo en un cofre lleno de pergaminos resecos y privado del menor signo vital. Convirtieron al hombre que introdujo, para escándalo de los académicos de su tiempo, las enseñanzas de Aristóteles en la Universidad de París en un mojigato que, en materias profanas, decía nimiedades. Tomás de Aquino fue un revolucionario para su tiempo, y la Iglesia no hizo absolutamente nada para aclarar las extrañas condiciones que rodearon su inesperado fallecimiento. En lugar de eso lo entronizó con el título de Doctor Angélico y archivó el asunto, cuando todo hace suponer que fue víctima de un envenenamiento.
Posteriormente comenzó mi polémica con la sociología y la ciencia política norteamericanas, y con su incurable conservatismo. Esto me insumió largos años. Recuerdo hasta el día de hoy el rostro de Samuel Huntington cuando, en un seminario que teníamos los estudiantes graduados, me criticó diciendo que para usted la lucha de clases no surge como un resultado de su investigación sino que es un prejuicio que se abstiene de someter a verificación empírica. Responder a aquella pregunta fue una obra titánica, por varias razones: primero, porque no era sencillo establecer una conexión teórica entre el marxismo y el pensamiento burgués como para explicar el papel que la teoría y sus presupuestos tienen en cualquier matriz de pensamiento, cosa que la visión tradicional de las ciencias sociales soslaya salvo en unas pocas excepciones. Y, en segundo lugar, porque en esa época, recién llegado a Harvard, mi inglés carecía de la sutileza necesaria como para dar una contundente respuesta a mi interlocutor10.
Como lo dije anteriormente, mi llegada a México me instaló en otra polémica acerca de la caracterización de las dictaduras, aunque no por eso abandoné mi vocación de salir a disputar el terreno con Milton Friedman, Friedrich von Hayek y sus voceros en nuestros países. En correspondencia con las crecientes expectativas que planteaba un eventual retorno a la democracia en América Latina y con el ánimo de combatir las ilusiones que despertaba la posibilidad de fundar una genuina democracia en el marco del capitalismo es que me fui involucrando en un áspero debate sobre el legado gramsciano. Para esa época México era receptor de un aluvión de académicos europeos principalmente italianos, españoles y franceses portadores de una nueva interpretación según la cual Gramsci aparecía como el mentor intelectual de la fallida política del compromiso histórico entre el Partido Comunista Italiano y la Democracia Cristiana y, pero aún, como una suerte de profeta de lo que luego se conocería como el Pacto de la Moncloa en España, pacto que, siempre me pareció y los hechos recientes relacionados con la suerte corrida por el juez Baltasar Garzón lo corroboran ampliamente no había sido otra cosa que la vergonzante capitulación ante el franquismo por parte de los principales partidos políticos españoles. La mejor réplica de ese pacto en nuestras tierras, producida en Chile, no arrojó mejores resultados como lo demuestra el triunfo de Sebastián Piñera en las recientes elecciones. En otras palabras, prevalecía casi sin contrapesos la visión de un Gramsci irreductiblemente anti-leninista (pese a que en el pasado algunos de quienes ahora sostenían esa interpretación lo habían considerado un excelso discípulo de Lenin), teórico de una concepción light (o descafeínada) de la hegemonía que se independizaba por completo de la lucha de clases y la contradicción entre trabajo asalariado y capital y se remontaba, irresistiblemente, hacia el plano celestial del discurso y los juegos de lenguaje. Yo percibía que esta interpretación ya no socialdemócrata sino simplemente liberal de Gramsci más pronto que tarde remataría en una rendición incondicional ante la ideología burguesa, en una secuencia según la cual primero se despojaba a los análisis del fundador del PCI de toda referencia a la vida material y la lucha de clases; luego se construía una noción de hegemonía como un significante vacío o flotante; más tarde se fetichizaba a la mal llamada democracia burguesa llamándola democracia a secas es decir, sin su matriz clasista de dominación y finalmente se imponía la resignación y se admitía aunque sin afirmarlo explícitamente que el capitalismo era el fin de la historia y la democracia liberal representativa la culminación del desarrollo democrático. Es decir, se partía de una relectura social-liberal de Gramsci y se terminaba en brazos de Francis Fukuyama. Por supuesto, me opuse tajantemente a tamaña tergiversación del riquísimo legado gramsciano, lo que me granjeó no pocas enemistades y problemitas laborales, porque los apóstoles de la nueva democracia, el pluralismo y la tolerancia no suelen practicar esos principios a la hora de participar en un debate político. Algunas de mis intervenciones en contra de esas nefastas lecturas de Gramsci, que desarmaron ideológicamente a los movimientos populares en momentos en que se producía la redemocratización de América Latina, fueron recogidas en diversas revistas; y una explícitamente dedicada a la distorsión que el pensamiento gramsciano sufría en la obra de Ernesto Laclau fue incorporada como uno de los capítulos de Tras el Búho de Minerva.
El común denominador de estos visitantes, cuyos acólitos en México eran muy numerosos (entre mexicanos y exiliados latinoamericanos por igual) era la interminable prédica sobre la crisis del marxismo. Mi fastidio aumentaba proporcionalmente con la constatación de que un número creciente de estos apocalípticos profetas de la crisis del marxismo habían sido, años atrás, dogmáticos adherentes a esa teoría. Un ejemplo muy claro entre tantos otros lo constituye Manuel Castells, que cuando en 1968 llegó a Santiago de Chile para incorporarse a la FLACSO dejó un verdadero tendal de proyectos de tesis de maestría por el camino porque ninguno era lo suficientemente marxista para colmar los peculiares criterios establecidos por su marxismo ad usum Althusser. A la vuelta de los años lo encontraría entre la legión de ex marxistas que entonaba los himnos fúnebres de la teoría en cuyo nombre había acerbamente criticado tantos proyectos de tesis. No era el único, por supuesto, que había dado ese tour de force, pero la enumeración aún incompleta de los que experimentaron esa metamorfosis ideológica se extendería demasiadas páginas y además son historias conocidas por casi todos. En tiempos de crisis como estos los renegados proliferan, sobre todo entre aquellos que en el pasado habían hecho del marxismo un dogma. Mi indignación, además, llegaba casi al paroxismo cuando leía a autores que, en un gesto que parecía francamente una broma de mal gusto, proponían superar la pesada herencia teórica supuestamente dejada por el marxismo apelando a las sabias elaboraciones de un prominente miembro del sistema judicial de la Alemania Hitlerista y activo militante de sus organizaciones: Carl Schmitt11. Todo esto me llevaba a plantearme dos series de argumentos: uno, que la relación entre el marxismo y la Unión Soviética, y su inglorioso final, no era distinta a la que existía entre el cristianismo y el régimen nazi o entre el liberalismo de John Stuart Mill y el gobierno de Ronald Reagan. Así como los horrores del hitlerismo y su violento derrumbe no significaban la obsolescencia del mensaje contenido en el Sermón de la Montaña, la implosión de la URSS mal podía ser concebida como una refutación histórica y definitiva del valor de la teoría de Marx para explicar la estructura y dinámica de la sociedad burguesa. Sólo a causa de mucha superficialidad en el análisis, o de mucha mala fe, podía establecerse una conexión de ese tipo. Por otra parte, pensaba, si para resolver los problemas del marxismo había que recurrir a un teórico del nazismo como Schmitt, o algún otro pensador de la derecha, entonces sí el marxismo estaba definitivamente muerto. Afortunadamente para esta teoría (y para mi equilibrio emocional) esta última hipótesis demostró ser absolutamente falsa.
Los tumultuosos comienzos del nuevo siglo fueron inclinándome a estudiar más detenidamente la problemática, resurgida como el ave Fénix, del imperialismo y de las relaciones de poder internacionales.
Las razones detrás de su resurrección son bien claras y ahorran demasiados argumentos: en los Estados Unidos había cobrado fuerza, desde la implosión de la Unión Soviética, una corriente teórica que había asumido, finalmente, el carácter imperial de ese país. Lo que antes era una crítica, a veces arcaica, de una izquierda sectaria y refractaria ante los evidentes cambios económicos que a lo largo del siglo veinte había experimentado el capitalismo, aparecía al promediar los años noventas como una reafirmación, ahora positiva, de la responsabilidad de los Estados Unidos como nuevo pueblo elegido por Dios para sembrar la libertad, la justicia y la democracia en el mundo. Representativos pensadores de la nueva derecha norteamericana, desde Robert Kagan hasta Samuel P. Huntington, pasando por Zbignieb Brzezinski, Charles Krauthamer y el grupo reunido en torno al tanque de pensamiento Nuevo siglo americano reconocían ahora el carácter imperialista de los Estados Unidos, sólo que al igual que ocurriera durante la Inglaterra en tiempos de la Reina Victoria, el imperialismo era asumido como una impostergable obligación moral y civilizatoria, la responsabilidad del hombre blanco, encarnada ahora en la grotesca y a la vez sangrienta figura de George W. Bush.
No hace falta insistir demasiado en el enorme impacto que esta reformulación tuvo sobre el medio académico norteamericano y, por extensión, mundial. Pero lo que ciertamente me movió a estudiar cuidadosamente el asunto fue la aparición, en el año 2000, del libro de Michael Hardt y Antonio Negri, Empire12. En este caso se trataba de dos autores de conocido linaje socialista que, sorprendentemente, asumían en lo esencial los argumentos de la nueva derecha y de los teóricos de la globalización. Añadían, eso sí, un argumento fideísta: aparecía en su teorización una vaporosa multitud que, tarde o temprano acabaría con el imperio aunque sin que se nos dijera cómo o por qué, sobre todo después de repudiar con soberbia de toda cuestión relacionada con la organización del campo popular, la necesidad de formular adecuadas estrategias y tácticas para librar la lucha de clases y la necesidad de preservar la dialéctica como el marco epistemológico crítico indispensable para enfrentar, ya en el terreno de las ideas, el dominio del capital.
El libro de marras despertó en mí una mezcla de estupor, furia e indignación: lo primero, porque la trayectoria de Negri como un profundo pensador marxista autorizaban a esperar de una obra de esa envergadura y sobre esa temática un análisis penetrante del capitalismo en su fase actual, cuando el imperialismo se ha vuelto más agresivo que nunca antes; furia, porque la tesis central del libro, un imperio sin imperialismo me pareció (y parece todavía) insanablemente reaccionaria y desmovilizadora, un obsequio exquisito para la clase dominante imperial para seguir engañando a las masas; indignación, finalmente, porque en su libro ignoran por completo las significativas contribuciones que para el estudio del imperialismo fueron hechas por pensadores, intelectuales y políticos del Tercer Mundo, como lo hice notar en un pequeño libro que publiqué como respuesta: Imperio & Imperialismo. Una lectura crítica de Michael Hardt y Antonio Negri. En ese sentido, Imperio es un libro que refleja la menopausia intelectual de gran parte del mundo académico europeo y norteamericano y su deriva reaccionaria, más allá de que su retórica y el léxico utilizado en sus textos remite, en la superficie pero tan sólo en la superficie a un argumento supuestamente radical. Además, si hay algo que largos años de exposición a las contribuciones de europeos y norteamericanos ha logrado irritarme hasta límites que asombran a quienes saben de mi templanza y, por suerte, de mi buen humor, es la insoportable arrogancia del eurocentrismo o, en este caso, el atlantismo. Sobre todo cuando, en este caso, esto significa un llamado a deponer las armas en la batalla de ideas y desmoralizar a los pueblos que luchan por su emancipación. Como lo digo en mi libro, por algo habrá sido que para celebrar la aparición de esta obra la edición dominical del New York Times le dedicó la portada y dos páginas de su suplemento cultural. Esto demuestra irrefutablemente de qué lado se encuentran aquellos dos sembradores de confusiones y pesimismo en la lucha de clases internacional. A Noam Chomsky, en cambio, el New York Times en cincuenta años jamás le publicó siquiera una carta de lectores. ¿Hace falta algún argumento más? Por suerte, el entusiasmo por la obra de Hardt y Negri, que tanto daño hizo en un par de ediciones del Foro Social Mundial y que tanto impresionó a algunos dirigentes de izquierda, se ha extinguido casi por completo13.
FIDEL: MARXISMO TEÓRICO Y MARXISMO PRÁCTICO
Mal podría terminar estas páginas sin una referencia a Fidel y el pensamiento marxista latinoamericano, principalmente Mariátegui y el Che Guevara. Quisiera comenzar diciendo que en mis años formativos el marxismo latinoamericano era casi por completo ignorado, aún por los propios marxistas, excesivamente influenciados muchos de ellos por el marxismo soviético y sus deplorables manuales; u obsesionados con el stalinismo, como los trotskistas, lo que les impedía apreciar lo que se producía más allá o más acá de Moscú. El resultado era el mismo: aportes cruciales como el de Mariátegui sobre el etapismo de los manuales soviéticos, la debilidad de las burguesías nacionales, la crucial importancia de los pueblos originarios en muchos países de la región fueron mayormente soslayados hasta mediados de los años ochentas14. La obra de Guevara, en cambio, circuló mucho más, pero ella misma no estaba exenta de sospechas y no resultaba sencillo acceder a sus distintos discursos e intervenciones políticas.
Afortunadamente, esta situación ya cambió radicalmente. Pero cuando iniciaba mi lento y empinado camino hacia Marx tales aportaciones eran poco valoradas. La izquierda oficial era insanablemente eurocéntrica y pensaba que lo único que valía la pena discutir era lo que se producía en Europa. Para el enrarecido mundillo académico ni Mariátegui ni el Che podían aspirar a ocupar un lugar legítimo en el debate universitario. De modo que, atrapado por estas tenazas, mi ruta comenzó por una lectura muy cuidadosa de los textos fundadores de Marx y Engels: El Manifiesto Comunista, Los Manuscritos, La Ideología Alemana, El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, La Guerra Civil en Francia, El Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado y los estupendos textos políticos y de coyuntura que Marx y Engels escribieron a lo largo de tantos años. Luego le llegaría el turno a El Capital y los Grundrisse, especialmente sus segmentos epistemológicos donde Marx exponía luminosamente su método de investigación y las diferencias entre éste y el método de exposición. Es decir, una ruta clásica que sólo tardíamente se abriría al estudio de aquellos autores que en un incisivo texto Perry Anderson llamaría el marxismo occidental. El paso siguiente, dado con toda resolución durante mis años en Chile, fue el estudio de Lenin y Gramsci, facilitado en el caso de este último por el hecho de poder leer sin ninguna dificultad sus originales en lengua italiana que, gracias a contactos familiares, me hice enviar ni bien advertí algunos problemas en las diversas traducciones al español que llegaban a mis manos. Desde ese momento me propuse tratar de leer a los clásicos en sus idiomas originales: inclusive, ya en México, llegué a tomar clases de alemán para poder leer las obras del marxismo clásico en su propia lengua. Avancé lo suficiente como para poder acceder a algunos artículos de Marx que no habían sido traducidos en esa época. Recuerdo la enorme satisfacción cuando pude, con mucho esfuerzo, traducir El Rey de Prusia y la Reforma Social. Por un prusiano, un brillante texto poco conocido de Marx.
Con la lectura de los principales textos de Lenin y Gramsci el marxismo ya me pareció un sistema teórico sumamente elaborado y con un grado de complejidad que permitía captar las sinuosidades del capitalismo contemporáneo, comprender su lógica de funcionamiento y, sobre esa base, colaborar en la construcción de una alternativa superadora del marasmo en que nos hallábamos. En otras palabras, honrar el mandato de Marx en la Tesis Onceava sobre Feuerbach. Y que desmentía, rotundamente, las acusaciones de la derecha y de las ciencias sociales convencionales acerca del supuesto simplismo y determinismo de esa tradición teórica. Cuando, también en México comencé con Hugo Zemelman un proyecto de revisión teórica centrado no ya en Marx, Engels, Lenin o Gramsci sino en otras figuras del universo marxista, como Rosa Luxemburg, León Trotsky, Karl Kautsky, Nicolai Bujarin, Gyorg Lùkacs, Karl Korch, Ernst Bloch y otros la impresión anterior se reforzó considerablemente: estábamos ante un imponente edificio teórico, inacabado, por supuesto, porque el marxismo es una empresa teórico-práctica en permanente construcción, pero incomparablemente superior y de mayor capacidad heurística que cualquiera de las teorizaciones y las modas intelectuales que proliferaban en el enrarecido clima de las aulas universitarias. Pero, obviamente, era un pensamiento muy corrosivo que una academia, cada vez más domesticada por los gobiernos y el Banco Mundial, difícilmente trataría de estimular15.
Pero había algo que le faltaba a esta formación, y era lo que iría a surgir de la influencia que Fidel y la Revolución Cubana ejercerían sobre buena parte de nuestra generación16. Mi contacto con Fidel comenzó durante su visita a Chile, a finales de 1971. Inmerso en una multitud fascinada por la claridad y la elocuencia de sus discursos pude escuchar en numerosas ocasiones de su propia voz sus vibrantes alegatos, en los cuales insistía una y otra vez en la naturaleza dialéctica de las revoluciones que, contrariamente a una opinión muy difundida en esa época (y todavía hoy, lamentablemente) no eran eventos o acontecimientos que comenzaban en un día y a una hora determinada sino procesos que iban madurando en el seno de una sociedad como producto de sus contradicciones, de los avances y las conquistas populares y como respuesta a la reacción de las clases dominantes y el imperialismo. En esos procesos, decía Fidel, se imponía fortalecer la unidad más amplia posible del campo popular y de las fuerzas revolucionarias; aprender lo más rápidamente posible más rápido que las clases dominantes las enseñanzas que iba dejando la historia de la lucha de clases; y desarrollar la conciencia política de las clases y capas subalternas. Por eso, repetía, la revolución cubana sólo se convierte en tal recién después de la derrota infligida al imperialismo en Playa Girón, el 16 de Abril de 1961. Hasta ese día, decía a los estudiantes de la Universidad de Concepción, todavía no era una revolución socialista ( ) era un avance, pero no una revolución socialista. Por supuesto, en ese marco las posibilidades de entablar un diálogo personal con Fidel eran nulas; pero sólo el escucharlo y verlo, quedando atrapado de su discurso, era una experiencia extraordinariamente enriquecedora. Los chances de un contacto personal tampoco fueron mejores en el caso de su discurso de despedida en el atiborrado Estadio Nacional de Santiago, el 2 de Diciembre de 1971, en donde reiteró las grandes líneas de su interpretación sobre el proceso chileno. Aún retumban en mis oídos aquellas palabras, sin duda inspiradas en Lenin: no hay nada que enseñe a los pueblos tanto como un proceso revolucionario. Todo proceso revolucionario enseña a los pueblos en unos meses lo que a veces dura decenas de años en aprender. Pero advertía a quienes abonaban una interpretación lineal de la crisis pensando que ésta necesariamente se resolvería a favor del campo popular: Hay una cuestión: ¿quién aprende más y más pronto, quién tomará más conciencia y más pronto: los explotadores o los explotados ( ) el pueblo o los enemigos del pueblo?.
Sin poder entablar un diálogo directo con él, los discursos de Fidel durante su maratónica visita a Chile fueron un nutriente decisivo en mi formación y la de toda una generación de marxistas latinoamericanos para quienes los manuales soviéticos y las fantasmagóricas construcciones del marxismo althusseriano un aberrante marxismo sin sujetos ni historia resultaban tan indigestas e inoperantes como fuera la vulgata socialdemócrata en los años de la Primera Guerra Mundial. Con Fidel en cambio reaparecía un marxismo viviente, abierto y encarnado en protagonistas concretos: obreros, campesinos, mineros, mujeres, jóvenes, estudiantes y una amplia gama de trabajadores enfrentados a la oligarquía, la burguesía y el imperialismo. Y, sobre todo, un marxismo convertido en efectiva guía para la acción y las luchas emancipatorias de nuestros pueblos. En sus múltiples discursos, no sólo en los pronunciados durante su visita a Chile sino en todos ellos, desde su célebre alegato en el Juicio del Moncada, la buena sociología y el análisis económico marxista desplazó a los manuales y la mala filosofía abriendo así el camino para una interpretación acertada de nuestras sociedades y ofreciendo una herramienta indispensable para su efectiva transformación17.
No exagero un ápice si digo que desde ese momento mi visión y mi interpretación del marxismo cambió definitivamente, dejando atrás los inevitables (para un joven estudiante) divertimentos del ámbito académico abstraído en los meandros pseudo-filosóficos del estructuralismo y, después, del post-estructuralismo, el giro lingüístico y la nebulosa postmoderna, enfrentándome bruscamente ante la realidad de un corpus teórico que era a la vez la guía ideológica de un genuino proceso revolucionario, como el cubano, y también ante la necesidad de estudiar la proteica anatomía de la sociedad civil a la que tantas veces aludiera Marx; en nuestro caso, la anatomía del capitalismo latinoamericano. Ambas cosas, a su vez, demostraban el indisoluble nexo entre teoría y práctica; la fecundidad que la segunda otorgaba a la primera y la esterilidad de toda reflexión teórica desvinculada del quehacer práctico18.
Mi acercamiento ya señalado a Lenin y Gramsci fue decisivamente impulsado por los discursos pronunciados por el Comandante en su gira por Chile y, a consecuencia de eso, por mi exploración sistemática de sus discursos y escritos antes y después de esa visita. También, por la gesta del Che en Bolivia y el conocimiento de su Diario y la recuperación de su mensaje a la Tricontinental, su notable intervención en la Conferencia de Punta del Este y, por cierto, su El socialismo y el hombre en Cuba. En fechas recientes se ha publicado un libro conteniendo las glosas críticas de Guevara al Manual de Economía de la Academia de Ciencias de la URSS, en donde el guerrillero heroico demuestra, una vez más, ser un analista excepcionalmente perceptivo y lúcido, que anticipó con treinta años de antelación el derrumbe de la Unión Soviética19. En relación a Lenin debo decir que durante gran parte del siglo veinte fue considerado, en el mejor de los casos, como un genial revolucionario y un gran tacticista, pero un escritor de panfletos de batalla como El Estado y la Revolución o El Imperialismo, Fase Superior del Capitalismo que poco o nada agregaban al corpus de la teoría marxista. Esta era la interpretación canónica que surgía del marxismo italiano y, en general, europeo, cuya influencia era fuertemente sentida en América Latina, tributo a nuestro acendrada colonialidad que nos postra indefensos ante cualquier tontería escrita en buen inglés o francés. Gramsci, a su vez, era caracterizado como un pensador sospechoso de estar mortalmente contaminado por una variedad italiana del idealismo hegeliano, enfermedad que habría adquirido a través de la influencia difusa pero penetrante que Benedetto Croce, el gran organizador de la cultura burguesa de ese país a comienzos del siglo veinte, ejerció sobre todo el campo intelectual italiano. Pero la encendida y proteica prosa de Fidel pudo más que aquellos prejuicios y me impulsó inexorablemente a estudiar la obra del revolucionario ruso y comprobar que en su análisis concreto de la realidad concreta (la Rusia de su tiempo), Lenin combinaba magistralmente el análisis económico marxista, el estudio de las condiciones sociales, la gravitación de los factores internacionales con una rarísima capacidad para leer con una precisión notable, y con una no menos envidiable anticipación, los rápidos movimientos de la coyuntura política. Bastó que me enfrascase en la lectura de los textos leninistas para caer en la cuenta que Fidel era el Lenin latinoamericano, reforzada esta conclusión con la insistencia en que ambos señalaban que el marxismo no es un dogma sino una guía para la acción.
Pero, como decía más arriba, la influencia intelectual de Fidel me estimuló para transitar también por otro camino: Gramsci. Si Lenin era el teórico de una revolución triunfante, la primera que en el plano nacional convertía al proletariado en clase dominante luego del fugaz y heroico ensayo parisino de la Comuna, Gramsci era el punto más alto de una reflexión marxista desde la derrota. La hacía, además, sin caer en el derrotismo y sin que aquélla lo precipitara a una indecorosa capitulación o le indujera a pasarse al bando contrario como ocurriría con tantos intelectuales desilusionados o arrepentidos luego de la implosión de la Unión Soviética a comienzos de los noventas. En efecto, Gramsci aportaba herramientas intelectuales para ayudar a descifrar algunos de los más acuciantes interrogantes de Fidel: ¿quién aprenderá más rápido de las crisis?, ¿cuál es el nivel de la conciencia posible de las clases y capas subalternas en un momento dado de su desarrollo histórico? El tema de la hegemonía, central en la construcción teórica gramsciana, reaparecía en nuestra región gracias a Fidel como un dato fundamental para intentar explicar por qué en el continente más injusto del planeta la Revolución Cubana seguía debatiéndose heroicamente en soledad. Es más, años más tarde pude descubrir que la convocatoria del Comandante a librar con todas nuestras fuerzas la batalla de ideas, anticipada con excepcional clarividencia por José Martí, era la creativa y original maduración de las preocupaciones gramscianas en el suelo de Nuestra América.
Los discursos de Fidel, pronunciados en Cuba tanto como fuera de Cuba, así como las decisivas intervenciones públicas del Che Guevara y la lectura de Mariátegui, se convirtieron desde ese momento en un alimento indispensable, un cable a tierra permanente para controlar cualquier tentativa de fuga hacia la moda intelectual de la época que, lamentablemente, tiempo después se convertiría en la antesala de una vergonzosa estampida de sus principales exponentes hacia el nihilismo posmoderno y el neoliberalismo. Los nombres de estos ex marxistas que en su aggiornamiento se pasaron conciente o inconcientemente a las filas del enemigo son de sobras conocidos como para insistir sobre el tema en esta ocasión.
Esta ha sido, en grandes rasgos, mi trayectoria hacia Marx. Creo no exagerar si digo que muchos otros casos el mío presenta ciertas particularidades que revelan lo trabajoso que ha sido ese tránsito. Lo que hubo fue un paulatino descubrimiento del marxismo, una lenta pero irreversible apropiación de un excepcional legado teórico que no heredé gratuitamente como muchos de los que luego se desprendieron alegremente de él sino que lo fui atesorando, paso a paso, como un arma imprescindible para poder cumplir ese sueño de justicia y democracia que anidaba en mi pecho desde mi niñez. Pero fue un marxismo mediatizado, en mi apropiación personal de esa teoría, por las luchas sociales que caracterizaron a Nuestra América a lo largo de toda mi vida. Mi llegada a Marx es impensable, y hubiera sido imposible, de haber yo nacido en Suiza o Luxemburgo. Fue la brutal realidad de la explotación y la opresión capitalistas la que me impulsó irreversiblemente hacia él. Por eso mi defensa del marxismo no tiene fisuras, como tampoco la tiene mi defensa de la Revolución Cubana, que marcó decisivamente mi conciencia política y que sigue siendo ese faro irreemplazable de cuanto proceso de emancipación social, económica y política tiene lugar en los más apartados rincones del planeta.
Sé que mi generación cumplió un papel muy especial. Nos tocó una época singularísima, como pocas veces se vio en la historia, y las respuestas que se ensayaron no todas fueron las correctas. Pero, más allá de nuestros errores, creo que a las mujeres y hombres de esa generación nos movía poderosamente un impulso utópico que es preciso valorar y cultivar y que hoy, inmersos en el decadentismo de un capitalismo ya desahuciado y corroído por la exaltación del egoísmo, el inmediatismo y la inescrupulosidad hecha sistema, aquélla búsqueda afiebrada de la utopía hace más falta ahora que nunca. No hay nostalgia alguna en todo esto, porque junto con heroicas tentativas y vidas puestas al servicio de una noble causa el número de herejes y renegados de mi generación, para usar la expresión de Isaac Deutscher, es demasiado grande como para ignorar los problemas que nos abrumaron y las frustraciones que sufrimos. Si en los comienzos quienes manifestaban su adhesión al marxismo o a la izquierda en general parecían ser mayoritarios dentro del grupo que quería cambiar a nuestras sociedades, con el paso del tiempo muchos desertaron; otros debilitaron su impulso hasta tornar su acción completamente inefectiva, refugiándose, como aquellos marxistas occidentales estudiados por Anderson, tras los estériles muros universitarios o cruzando lanzas en yermas rencillas escolásticas; muchos también fueron muertos o desaparecidos, y unos pocos hemos quedado en pie resguardando sus banderas históricas. Por un tiempo se nos dio por muertos, o fuimos motivo de burlas y escarnios. Se nos llamó dinosaurios, que vanamente intentábamos sobrevivir en los nuevos y luminosos tiempos de la globalización neoliberal. Y no hay nostalgias, decía, porque sabemos que tenemos un relevo, que nuevos jóvenes vienen a ocupar nuestro lugar. Aquellas descalificaciones se esfumaron al calor de la nueva crisis general del capitalismo, en donde la tradición marxista y sus grandes exponentes en América Latina: Fidel, el Che, Mariátegui, y tantos otros vuelven a ocupar el centro de la escena. Tal vez fracasamos en nuestra apuesta revolucionaria de los sesentas y setentas, pero cuarenta años más tarde el socialismo reaparece una vez más como una alternativa al holocausto social y ecológico del capitalismo. En realidad, como la única alternativa, teniendo en cuenta, como lo hemos dicho en múltiples oportunidades, que este socialismo del siglo veintiuno se caracteriza por la originalidad de sus expresiones históricas y por la inexistencia de un modelo a imitar. Lo dijo Simón Rodríguez: o inventamos o erramos, y lo ratificó Fidel: cada vez que copiamos nos fue mal 20. Ahora, los pueblos de Nuestra América están inventando: en Cuba, en Venezuela, en Bolivia, en Ecuador y en tantas otras partes están velando las armas para una nueva ofensiva política, cultural y social. ¿No será que, por una de esas astucias de la historia, que tanto le atraían a Hegel, nuestra hora haya llegado precisamente ahora?
Notas
1 Esta perplejidad ante el hiato entre las palabras y las cosas se intensificó durante los años en que la Revolución Libertadora prohibió, por obra del absurdo Decreto Ley 4.161, la mención del nombre de Perón en cualquier sitio público o medio de comunicación. Jamás en la historia argentina una norma fue violada tantas veces como ésta, monumento insuperable a la estupidez de quienes querían superar históricamente al peronismo ¡prohibiendo la mención del nombre de su fundador!
2 De todos modos, para una familia de inmigrantes y comerciantes como la mía, estudiar Sociología era casi lo mismo que autocondenarse a la desocupación permanente y convertirse en un paria social. El proyecto familiar, amorosamente elaborado para mi persona, era estudiar Contaduría y Administración de Empresas y hacerme cargo del pequeño comercio familiar. Por eso, mantuve en secreto mi ingreso a la UCA y, en cambio, mostré orgulloso la libreta universitaria de la UBA que me acreditaba como estudiante de la Facultad de Ciencias Económicas. En ella seguí durante un año y medio varias materias, en la carrera de Economía Política (y no en las que me había preasignado el mandato familiar), a la sazón dirigida por la doctora Rosa Cusminsky, de muy grato recuerdo y con quien me re-encontré, muchos años después, en el exilio mexicano. De su mano inicié mis primeros estudios en Economía, algo que he seguido haciendo hasta el día de hoy.
3 Traducido al castellano por la editorial española RIALP, en plena época del franquismo, la edición que llegó a manos del público hispanoparlante ¡no incluía el último capítulo de la obra tal cual se registra en le edición original en lengua inglesa! Esto sirvió para que muchos reaccionarios dentro de la academia la descalificasen porque, efectivamente, los cabos sueltos que allí se ataban no estaban presentes en la traducción creando una serie de confusiones y perplejidades que la derecha intentó capitalizar. Pero ya era demasiado tarde. El férreo cascarón dentro del cual nos aprisionaban se había irreparablemente agrietado.
4 Entre los compañeros que participaron de ese empeño destacan Héctor Abrales, desaparecido durante la dictadura militar; Floreal Forni, Héctor Goglio, Juan Carlos Iorio, Félix Herrero, entre otros.
5 Entre ellos cabe mencionar a Juan Carlos Lalo Alsogaray, Patricio Biedma, Fernando Perera, Hugo Perret, Rafael Palito Olivera, Nora Rodríguez Jurado, José Luis Dios y Raúl Julián Castro Olivera, en una lista que está muy lejos de ser exhaustiva porque en total fueron veinte, incluyendo los de otras facultades. Otros, como el cineasta Federico Urioste, se salvaron milagrosamente y continúan su lucha desde otros lugares.
6 Menciono simplemente algunos de mis compañeros de esos años: José Miguel Insulza, Oscar Cuellar, Angel Flisfisch, de Chile; Luiz Alberto Gómes de Souza, Deodato Rivera, Edmundo Fernández Días, Orlandina de Oliveira y Edimilson Biselli, de Brasil; Ricardo Cinta y Humberto Muñoz, de México; Joaquín Duque y Ludgerio Camúes, de Colombia; Fernando Lecaros, de Perú; Rolando Franco, del Uruguay; José Luis Najenson, Jorge Padua, Carlos M. Vilas y Ernesto Cohen, de Argentina; Patrick Arguello Ryan, de Nicaragua; Víctor Wallis y Paul Ouquist, de Estados Unidos, entre otros. Sus trayectorias posteriores no podrían haber sido más disímiles: Flisfisch, uno de los más radicales, se acercó (demasiado) a la ciencia política norteamericana y se convirtió en un funcionario de alto rango de diversos gobiernos de la Concertación chilena; Najenson abandonó su preocupación por los debates en torno a los soviets de 1905 y 1917 y abrazó el sionismo; Gómes de Souza siguió fiel a su visión radical inspirada en la Teología de la Liberación y su labor junto al obispo rojo de Brasil, don Helder Cámara; Insulza, llegó a ser Canciller de Chile y Secretario General de la OEA, y para su orgullo el primero electo y re-electo sin el apoyo de Estados Unidos, y Arguello Ryan termina su vida como guerrillero de las causas nicaragüense y palestina, secuestrando en 1970 el avión de El Al junto a Leila Khaled y muerto en esa operación. Arguello Ryan e Insulza habían nacido en 1943: Patrick en Marzo, José Miguel en Junio. Toda una síntesis de nuestra generación.
7 Ese trabajo, originalmente publicado en la Revista Mexicana de Sociología con el título de El fascismo como categoría histórica, fue luego re-editado como el primer capítulo de mi Estado, Capitalismo y Democracia en América Latina, Hondarribia, Hiru, 2009.
8 Huelga aclarar, por ser evidente ya para todos, que esta reorientación deCLACSOfue luego abandonada por la gestión que me sucedió en la Secretaría Ejecutiva.
9 En esa misma línea publiqué, en el 2009, Aristóteles en Macondo. Notas sobre el fetichismo democrático en América Latina, Ediciones Espartaco, Córdoba.
10 En su carta en la que mecomunicaba que había recibido el grado de Ph.D. el por entonces director del Departamento de Gobierno de Harvard, Harvey Mansfield, se congratulaba de la alta calidad de los estudios en esa universidad porque mi tesis reunía los máximos estándares de calidad que Harvard exigía para conceder sus doctorados ¡a pesar de las limitaciones derivadas de un marco teórico inapropiado (el marxismo)!
11 Sobre este tema ver el trabajo conjunto realizado con Sabrina González, ¿Al rescate del enemigo? Carl Schmitt y los debates contemporáneos de la teoría del estado y la democracia, in: BORON, AA (Comp.) (2003), Filosofía Política Contemporánea. Controversias sobre civilización, imperio y ciudadanía, CLACSO, Buenos Aires. [Nueva edición por Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2010]. Hay que consignar que, a diferencia de otros, Schmitt jamás se arrepintió por su participación en el régimen Nazi y se negó sistemáticamente a cumplir con las exigencias de la des-nazificación impuestas en la República Federal Alemana a la salida de la Segunda Guerra Mundial. Murió siendo racista, antisemista y partidario del despotismo político. A un personaje con esas ideas acudieron Giacomo Marramao y Chantal Mouffe, entre tantos otros, ¡para superar la crisis del marxismo! Con razón Umberto Cerroni se refirió a este tipo de intelectuales como saltimbanquis de la política.
12 Cambridge, Harvard University Press.
13 Una suerte de segunda versión de esta crítica a las teorizaciones de Hardt y Negri se encuentra en el libro escrito conjuntamente con VLAHUSIC, A (2009): El lado oscuro del imperio. La violación de los derechos humanos por los Estados Unidos, Ediciones Luxemburg, Buenos Aires; en donde se demuestra, con base en una amplia serie de datos concretos, el carácter norteamericano del imperio que aquellos autores consideran como un pacto global, desnacionalizado y desterritorializado de dominación.
14 He examinado en detalle los avatares de la fortuna editorial de Mariátegui en el Prólogo a la nueva edición de sus 7 Ensayos de Interpretación de la realidad peruana, Buenos Aires, 2009.
15 Examiné este tema en detalle in: BORON, AA (2008). Consolidando la explotación. La academia y el Banco Mundial contra el pensamiento crítico, Ediciones Espartaco, Córdoba.
16 Los párrafos que siguen retoman algunos elementos contenidos en el prólogo ami Crisis civilizatoria y agonía del capitalismo. Diálogos con Fidel Castro, Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2009.
17 Hemos analizado ese notable discurso en la Presentación a La historia me absolverá, Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2005, pp. 13-22.
18 ¿Qué mejor radiografía del capitalismo latinoamericano que la Segunda Declaración de La Habana? Compáresela con los análisis alternativos ofrecidos en el campo de las ciencias sociales y se comprobará la indiscutible superioridad de la primera por encima de los esquematismos del estructural funcionalismo de aquellos tiempos o el economicismo desarrollista de la CEPAL, para no citar sino las dos principales usinas teóricas de América Latina en esos años.
19 Cf. GUEVARA, E (Ché) (2006). Apuntes críticos a la economía política, Ciencias Sociales, La Habana.
20 Sobre esto ver BORON, AA (2008). Socialismo Siglo XXI. ¿Hay vida después del neoliberalismo?, Ediciones Luxemburg, Buenos Aires.
Referencias
1. GUEVARA, E (Ché) (2006). Apuntes críticos a la economía política. Ciencias Sociales, La Habana. [ Links ]