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Frónesis

Print version ISSN 1315-6268

Frónesis vol.15 no.2 Caracas Aug. 2008

 

El sentido del Proyecto de Educación de la Sistemología Interpretativa (I)

Roldan Tomasz Suárez Litvin

Centro de Investigaciones en Sistemología Interpretativa Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela roldansu@ula.ve

Resumen

Este es el primer artículo de una trilogía dedicada a exponer el sentido del Proyecto de Educación de la Sistemología Interpretativa. Se presentan los síntomas cotidianos más visibles del problema central al que responde el referido Proyecto, a saber, la crisis de sentido que afecta a la civilización occidental postmoderna. Se muestra que dicha crisis de sentido se expresa en tres áreas de la vida contemporánea: la relación con uno mismo, la relación con los otros y la relación con lo otro. Se identifica al individualismo, al Liberalismo y a la concepción instrumental del conocimiento como importantes resortes de la crisis de sentido en cuestión.

Palabras clave: Educación, sistemología interpretativa, crisis de sentido, postmodernidad.

The Sense of the Educational Project of Interpretive Systemology (I)

Abstract

This is the first article of a trilogy devoted to discussing the sense of the Educational Project of Interpretive Systemology. It begins by presenting the most visible every-day symptoms of the central problem to which the project responds, namely, the crisis of meaning affecting postmodern western culture. It is shown that the aforementioned crisis expresses itself in three areas of contemporary life: the relationship with oneself, the relationship with others and the relationship with the other. Individualism, liberalism and the instrumental conception of knowledge are identified as important influences in the crisis of meaning in question.

Key words: Education, interpretive systemology, crisis of meaning, postmodernity.

Recibido: 10-05-2007 Aceptado: 05-12-2007

1. Introducción

En el Centro de Investigaciones en Sistemología Interpretativa de la Universidad de Los Andes viene desarrollándose, desde 1996, un proyecto de investigación-acción coordinado por el Prof. Ramsés Fuenmayor bajo el nombre de “Proyecto de Educación”. El propósito central de dicho proyecto es el rediseño de la educación básica y media venezolana con miras a una posible salida de lo que, desde la Sistemología Interpretativa, es percibido como una profunda crisis histórica de la cultura occidental. Una primera formulación rigurosa de los objetivos y el alcance del proyecto en cuestión fue ya presentada por el propio Fuenmayor (2001). Tal formulación ha servido de guía general para las diferentes actividades de investigación y diseño que se han venido adelantando en el marco de dicho proyecto (algunos de los resultados de esta labor han sido expuestos en Suárez, 2003 y 2004), Cabrera y Crespo (2005), Villarreal (2006)). La presente trilogía de artículos constituye un nuevo esfuerzo por exponer el sentido general del Proyecto de Educación, esta vez desde una perspectiva enriquecida por la experiencia adquirida a lo largo de varios años de trabajo en el mismo. Tal trilogía pretende ampliar, en dos sentidos muy diferentes, la formulación original del proyecto ofrecida por Fuenmayor.

En primer lugar, nos proponemos exponer y sistematizar con mayor detenimiento la variedad de formas bajo las cuales se manifiesta, a nivel de la vida cotidiana, la ya mencionada crisis histórica por la que atraviesan las sociedades occidentales –crisis que, como dijimos antes, constituye el problema central al que responde el Proyecto de Educación. Esto con un doble propósito: por una parte, fortalecer la tesis misma acerca de la condición crítica en la que nos encontramos en la actualidad, mostrando que dicha tesis permite dar cuenta de una variedad de fenómenos problemáticos que sistemáticamente se presentan en el seno de nuestras sociedades contemporáneas. Como veremos, la tesis en cuestión permite comprender coherentemente las raíces (o el trasfondo común) de cada uno de estos fenómenos, mostrando que ciertos aspectos de nuestras vidas, que usualmente consideramos como independientes entre sí, constituyen “síntomas” de una misma enfermedad cultural, por otra parte, la sistematización de tales “síntomas” persigue, también, hacer más clara e intuible la tesis misma que pretende dar cuenta de ellos. Esto bajo la convicción –respaldada, por ejemplo, por MacIntyre (1990: 355-356)– de que ninguna tesis de carácter filosófico acerca de la vida humana puede ser comprendida de manera profunda y genuina si no se aprehenden sus consecuencias prácticas y concretas en la cotidianidad. En particular, esperamos que el par de nociones centrales en torno al cual se articula la tesis sistémico-interpretativa acerca de la condición crítica de nuestro presente –a saber, “sentido” y “ausencia de sentido”– pueda cobrar una mayor definición y nitidez gracias a la ejemplificación del significado de estos conceptos que adelantaremos en lo que sigue.

La segunda modalidad de ampliación a la que nos referimos anteriormente va en una dirección opuesta a la primera: Nos proponemos hacer más claras y explícitas las bases conceptuales sobre las que se sustenta y cobra sentido el Proyecto de Educación. Dado que tales bases conceptuales han sido forjadas gracias al proceso de indagación que ha seguido la Sistemología Interpretativa desde su mismo nacimiento como disciplina científica –por medio de los trabajos fundacionales de Fuenmayor y López-Garay (1991) y Fuenmayor (1991, 1991a y 1991b)–, esta segunda modalidad de ampliación estará conformada, en gran parte, por un recuento de ese camino de investigación, cuya desembocadura es el Proyecto de Educación. El hilo conductor de tal recuento estará constituido por la evolución de la problemática central de la Sistemología Interpretativa; evolución en la que jugaron un papel muy importante las obras de una serie de destacados pensadores del siglo XX (entre ellos Martin Heidegger, Alasdair MacIntyre, Michel Foucault, Charles Taylor y otros). Parte de nuestra labor a lo largo de este recuento consistirá en mostrar el modo como el pensamiento de estos filósofos irrigó y nutrió la investigación de la Sistemología Interpretativa.

La estructura de esta trilogía de artículos es la siguiente: el primero de ellos estará dedicado por entero a lo que hemos llamado la primera modalidad de ampliación de la formulación inicial del sentido del Proyecto de Educación. El segundo artículo desarrollará una primera parte de la segunda modalidad de ampliación, a saber, el recuento del camino de investigación de la Sistemología Interpretativa –en el cual, como veremos más adelante, es posible distinguir dos etapas. Finalmente, el tercer artículo completará la segunda modalidad de ampliación por medio de un examen del modo como la investigación de la Sistemología Interpretativa acerca de nuestra presente condición cultural permite concebir la posibilidad de un proyecto educativo que nos permita salir de tal condición. La descripción de la estructura general y de las tareas particulares propias del Proyecto de Educación marcarán el cierre de este tercer artículo y de la trilogía completa.

Anteriormente anunciamos que las nociones de “sentido” y “ausencia de sentido” constituyen elementos conceptuales fundamentales para la Sistemología Interpretativa. Es por ello que iniciamos nuestro discurso con una explicación intuitiva de lo que tales nociones significan en el contexto de esta disciplina.

2. El sentido en la vida humana

Los seres humanos habitamos un mundo en el que las cosas que encontramos a nuestro paso usualmente tienen sentido. Todas nuestras actividades diarias, incluso las más simples e intrascendentes, sólo son posibles gracias a que los objetos, los lugares y las personas que ellas involucran tienen algún sentido particular para nosotros; sentido del cual depende el modo como lidiamos o nos relacionamos con ellos. Si viviésemos en un mundo en el que las cosas sistemáticamente careciesen de sentido, donde todo fuese absurdo e incomprensible, nunca sabríamos qué es lo que ocurre en un momento dado ni cómo lidiar con ello. En un mundo como éste, los seres humanos estaríamos completamente perdidos; estaríamos suspendidos en una especie de vacío absoluto en el que una eterna perplejidad paralizaría todos nuestros pensamientos y acciones. En un mundo así los seres humanos quizás podríamos subsistir biológicamente, pero nunca vivir humanamente.

Normalmente, nuestra capacidad humana para comprender el sentido de lo que ocurre se ve fortalecida a lo largo de nuestras vidas. Un niño, poco después de nacer, posiblemente se encuentra en una situación bastante cercana a la cuasi-total ausencia de sentido que describimos en el párrafo anterior: todo para él es nuevo, desconocido e incomprensible. Paulatinamente, gracias al proceso de aprendizaje al que lo somete su cultura, el niño empieza a comprender el sentido de lo que ocurre a su alrededor –a comprenderlo, claro está, en los términos propios de su cultura. Al principio sólo alcanza a comprender las cosas que le atañen de manera directa. Y lo que comprende de ellas son sólo sus aspectos más superficiales, aquellos que juegan algún papel en su diminuto mundo, tejido en torno a unas pocas rutinas diarias. Con el paso del tiempo el mundo del niño se va ampliando y enriqueciendo; y con ello empieza a ampliarse y enriquecerse también el sentido de las cosas que hay en ese mundo. El niño, por ejemplo, comienza a vivir su hogar como situado en una ciudad en particular y, más tarde, como parte de un cierto país. Los utensilios que usa a diario llegan a ser utensilios producidos por un grupo particular de personas, con unas técnicas y unos propósitos específicos. Las actividades sociales en las que participa empiezan a ser vividas por él como aspectos particulares de la totalidad de la convivencia social. También empieza a tener una historia personal, entretejida estrechamente con la de su familia y su pueblo. En resumen, sus comprensiones empiezan a ser más globales, más omni-comprensivas, empiezan a estar más informadas del escenario general en el que ocurren todas las cosas particulares. Y este proceso de aprendizaje y enriquecimiento de sentido normalmente continúa a lo largo de toda su vida, ya sea de manera esporádica y casual, o por medio del estudio y la investigación sistemáticos. En todo caso, el curso natural de la vida humana parece dirigirse siempre hacia el horizonte de una comprensión lo más global y rica posible del sentido del ocurrir. Ese curso nos aleja de aquella situación aterradora en la que nada tiene sentido, en la que muere lo propiamente humano, y nos acerca a una plenitud de vida y humanidad. Usualmente sólo el deterioro propio de la vejez o de la enfermedad es capaz de desviarnos de ese curso natural de nuestras vidas.

Si esta tendencia hacia el enriquecimiento y la plenitud de sentido es natural en la vida humana –al punto de que, gracias a ella, el ser humano se hace como tal– parece lógico suponer que una de las funciones fundamentales de la convivencia social es la de darle el mejor curso posible a este afán de sentido. En todo caso, no parece propio de la trama social imponer límites sistemáticos al afán de sentido o debilitar la fuerza y el empuje del mismo. Sin embargo, como veremos a continuación, éste parece ser, precisamente, el caso de nuestras sociedades occidentales actuales.

3. El debilitamiento del sentido en las sociedades occidentales contemporáneas

Hay tres dominios en los que puede observarse claramente cómo las sociedades occidentales actuales bloquean sistemáticamente el afán de sentido. Tales dominios son: el de la relación con uno mismo, el de la relación con el otro y el de la relación con lo otro. Examinemos cada uno de ellos con más detalle.

3.1. La pregunta por el sentido de la vida individual

A veces, cuando tenemos oportunidad de suspender momentáneamente el flujo normal, cotidiano, de nuestra vida y tomar distancia de las actividades ordinarias de las que ésta se compone, nos asalta la pregunta por el sentido de la existencia que llevamos. Dicha pregunta interroga por el valor de una vida como la nuestra y busca comprender si ella es preferible o no a otras posibles alternativas. Con frecuencia estos (generalmente esporádicos) momentos de reflexión conducen, incluso, a plantearnos el sentido de la vida humana en general, y no sólo el de nuestra particular forma de vida. ¿Qué respuestas conseguimos en este terreno? ¿Cuál es la forma general de la respuesta que buscamos?

En primer lugar, es notable la variedad de alternativas que hoy día se presentan en nuestro ámbito cultural como posibles respuestas a interrogantes como las que acabamos de señalar. Una creciente pluralidad de religiones y sectas esotéricas, sistemas filosóficos y expresiones artísticas de todo tipo (poéticas, literarias, musicales, cinematográficas) salen inmediatamente al paso de nuestras preocupaciones existenciales. Los diversos modos de vida celebrados y defendidos por cada uno de estos discursos forman, en su conjunto, una especie de rica paleta de colores entre los cuales podemos elegir a discreción. Tan amplia variedad de perspectivas pareciera brindarnos la oportunidad de comprender de manera más rica, informada y consciente la problemática a la que ellas intentan responder y, a la vez, de formarnos un criterio más sólido para decidir cuál de ellas tiene más sentido. La mencionada variedad, por tanto, parece constituir un ambiente sumamente propicio para comprender a fondo el sentido de nuestra vida y para vivirla de acuerdo con dicha comprensión. Sin embargo, si observamos con cuidado la actitud dominante en nuestra cultura occidental ante dicha variedad, pronto descubrimos que esto no es lo que ocurre en nuestro caso.

En efecto, como observa MacIntyre (1992: 8), la actual variedad de concepciones acerca del sentido de la vida viene acompañada de la convicción de que todo intento por confrontarlas en un debate, para examinar cuál de ellas ofrece mejores argumentos en su defensa, resulta infructuoso e inútil. Lo que estos debates revelan es que cada una de las perspectivas en pugna argumenta a partir de un conjunto de presupuestos básicos distinto del (e incompatible con) de sus rivales. En otras palabras, cada perspectiva parece constituir un universo conceptual cerrado, que no comparte nada con el universo conceptual de sus contendoras. En tales circunstancias no es posible que alguna de las perspectivas pueda argumentar a su favor en un terreno que resulte aceptable para las demás. Esto significa, a su vez, que ninguna de ellas puede demostrar convincentemente que dispone de mejores argumentos que sus rivales. Así, los debates tienden a convertirse en una estéril confrontación entre posturas cuyo basamento último parece no descansar más que en gustos personales o preferencias arbitrarias. Eso parece convencernos de que, en este terreno, ninguna perspectiva puede ser mejor, o más comprensiva, que otra. Y la posibilidad de ganar una mejor comprensión del sentido de la vida humana –que implica encontrar una perspectiva que englobe y trascienda a las perspectivas parciales– se convierte en una quimera a la que resulta insensato y ocioso dedicar tiempo y energía. No es de extrañar, entonces, que nuestros esporádicos momentos de reflexión existencial usualmente terminen con un regreso a nuestra vida cotidiana signado por el desencanto con la pregunta por su sentido.

Pero, ¿cuál es la razón de fondo por la que asumimos esta actitud de renuncia a la búsqueda de sentido ante la señalada diversidad de concepciones? El menor intento reflexivo nos muestra que estas concepciones, en realidad, no pueden constituir universos completamente separados. El simple hecho de que podamos confrontarlas en un debate y entender los argumentos que ellas esgrimen implica la existencia de un terreno lingüístico común que, por muy escaso sea, puede servir como punto de partida para la elaboración de una concepción más global del tema en cuestión. Claro está, dicha elaboración requiere de un nivel de disposición, esfuerzo y habilidad intelectuales que, por lo general, supera con creces lo exigido por las actividades más habituales de la vida contemporánea. Pensemos, por ejemplo, en los típicos debates que surgen en el contexto del ejercicio de una determinada profesión. Cuando en el marco de ella nos preguntamos si, en determinadas circunstancias, tiene o no sentido que adoptemos un cierto curso de acción, esta pregunta usualmente se plantea y se responde en términos de un conjunto de criterios bien establecidos en el seno de la propia disciplina. Estos criterios suelen estar tan bien establecidos que pocas veces llegan a ser discutidos –y, mucho menos, cuestionados– de manera explícita en el marco de la actividad profesional. La propia disciplina de antemano suministra un lenguaje común que sirve de base para trascender las diferencias de opinión que puedan presentarse ante una determinada situación. Esto evita la aparición de desacuerdos radicales (como los que se plantean actualmente en torno a la pregunta por el sentido de la vida) y evita, también que los profesionales de una determinada disciplina enfrenten habitualmente el problema de tener que elaborar un piso común para dirimir sus diferencias.

El que no estemos habituados a enfrentar desacuerdos radicales podría explicar, en parte, la actitud que asumimos ante la diversidad de concepciones sobre el sentido de la vida. Sin embargo, ante esto surge la pregunta: ¿Por qué nuestra cultura no nos proporciona, de antemano, un lenguaje que nos permita hablar del sentido de la vida, de un modo similar a como lo hace en el caso de las distintas profesiones y disciplinas que habitan en su seno? ¿Se deberá esto a que en nuestra cultura no concebimos ni vivimos la vida como una profesión –la profesión de ser un ser humano?

Hay una diferencia fundamental entre la manera como nos planteamos la pregunta por el sentido de nuestras acciones como integrantes de una determinada profesión, y la manera como nos planteamos la pregunta por el sentido de nuestra vida. En el primer caso la pregunta nos la planteamos, precisamente, como integrantes de una determinada profesión. Es decir, nos situamos de antemano en el contexto del lenguaje y las reglas de juego característicos de esa profesión y respondemos en nombre de ella, más que en nombre de nuestro “yo” individual. En cambio, en el segundo caso, nos preguntamos por el sentido de nuestra vida no como ingenieros, carpinteros o médicos, sino como individuos que pueden, en un momento dado, asumir (o renunciar a) estas profesiones. De hecho, cuando cuestionamos el sentido de nuestras vidas, uno de los asuntos que solemos poner en duda es, precisamente, el de si vale la pena continuar dedicándonos a la profesión que hasta ahora hemos ejercido. Nuestra duda puede referirse, incluso, a la vida familiar que llevamos, a las personas con las que nos relacionamos, a la ciudad o país en que vivimos. Es decir, lo que ponemos en duda con esta pregunta es nuestro compromiso, como individuos, con el contexto o las circunstancias en los que transcurre nuestra vida. Tal pregunta supone que ese compromiso podemos modificarlo o suspenderlo por medio de un acto de voluntad. Esto significa que tendemos a concebir nuestra individualidad como esencialmente independiente de cualquier contexto social particular. En otras palabras, somos, ante todo, individuos: el contexto en el que nos encontramos no nos es constitutivo sino externo y accidental. Parafraseando a Ortega y Gasset (2004) podríamos decir que nuestro “yo” no es un “yo y mis circunstancias” sino un “yo” a secas, descontextualizado y descomprometido de sus circunstancias.

Resulta claro que la adopción de esta postura de “individuo descomprometido” –expresión acuñada por Taylor (1994)– juega un importante papel en el hecho de que no dispongamos de un lenguaje básico y compartido para tratar el tema del sentido de la vida. Como hemos visto, la pregunta por el sentido de la vida, tal como nos la solemos plantear, nos obliga a evaluar externamente cualquier compromiso con nuestro contexto social. Así, en vez de hablar en nombre de algo que nos trasciende y dentro de lo cual nos insertamos (ej.: nuestra profesión), pretendemos hablar sólo en nombre de “nosotros mismos”, es decir, de ese “yo” descomprometido que, supuestamente, constituye nuestra identidad. El problema consiste, sin embargo, en que ese “yo” descomprometido, en el límite, no tiene nada que decir: al estar despojado de todo punto de partida, no puede avanzar hacia ningún lado. En otras palabras, un “yo” completamente descomprometido estaría en una situación similar a la de la total ausencia de sentido que describimos en la sección 2.

Al parecer, entonces, la postura de individuo descomprometido –que obviamente es un hábito cultural y no una elección individual– juega un papel importante en el desencanto con la pregunta por el sentido de la vida. Esto significa que nuestra cultura obstaculiza, hasta volver casi imposible, la pregunta por el sentido en ese terreno, cuando lo esperable sería que nos proporcionara todos los recursos necesarios para abordar dicha pregunta con toda fuerza y rigor. Sobre todo tomando en cuenta que no se trata de una pregunta accesoria e intrascendente: si la vida, como un todo, carece de sentido, ¿cómo pueden tener sentido todas y cada una de las actividades que se dan en su seno?

3.2. La indiferencia ante lo político

El desacuerdo radical que existe en nuestras sociedades en torno al sentido de la vida individual viene acompañado del reconocimiento, casi unánime, de que las relaciones sociales deben regirse por una serie de ideas básicas, tales como “democracia”, “libertad”, “derechos humanos”, “justicia”, “progreso”, “desarrollo”, etcétera. Estas nociones describen, desde distintos ángulos, el modelo ideal de sociedad que, supuestamente, constituye la meta de nuestras aspiraciones colectivas. Y es sobre su base que las instituciones políticas de las sociedades occidentales justifican su existencia y sus actuaciones. Sin embargo, incluso un examen superficial de las realidades políticas, económicas y sociales del mundo actual arroja serias dudas con respecto a la consistencia de las acciones gubernamentales con los principios que, supuestamente, la guían. El galopante incremento de los índices de pobreza, el aumento de la inequidad en la distribución de la riqueza, la proliferación de todo tipo de guerras y conflictos armados, la avasallante destrucción del medio ambiente y de la biodiversidad, aunados al incremento inusitado del gasto militar, la disminución sistemática de la inversión estatal en servicios de salud, educación y seguridad social, la promoción de modelos de desarrollo que consumen vorazmente los recursos naturales y aumentan la pesada carga de la deuda externa en el Tercer Mundo: todo ello se aleja radicalmente de lo que sería de esperar en un mundo auténticamente regido por los principios antes mencionados. Sin embargo, paradójicamente, gran parte de estos fenómenos –y de las políticas que los permiten– son presentados públicamente como parte natural del proceso de “desarrollo” en el que, se supone, estamos embarcados. ¿No sería de esperar que esta evidente contradicción entre lo que nuestras instituciones predican y el orden al que efectivamente contribuyen –contradicción que Fuenmayor y López-Garay (1991:410) llaman “esquizofrenia institucional”– fuese motivo de enorme preocupación por parte de quienes, supuestamente, aspiramos a que el mundo se rija por los principios ya señalados? Más aún, si esta aspiración fuese auténticamente central en nuestras vidas, ¿no sería de esperar que dedicásemos gran parte de nuestro tiempo y energía en indagar a fondo el sentido de esta paradójica situación? Sin embargo, a simple vista vemos que la preocupación por este problema escasea en nuestra cultura. ¿Por qué? ¿Qué es lo que obstaculiza la pregunta por el sentido del acontecer político que sirve de escenario a nuestra existencia?

La actual indiferencia generalizada ante lo político podría interpretarse, en primera instancia, como un estrepitoso fracaso de los sistemas educativos occidentales. En efecto, uno de los propósitos reiteradamente declarados de dichos sistemas ha sido la formación de ciudadanos aptos para el ejercicio de la democracia, y, por tanto, imbuidos de los ideales de libertad y justicia propios de ese sistema político. Sin embargo, a pesar de la insistente prédica del discurso oficial en torno a este tema, resulta evidente que la formación ciudadana que efectivamente se imparte en las escuelas es sumamente pobre. Dicha formación suele reducirse a una exhortación dogmática a respetar ciertas normas de conducta, lo cual, a lo sumo, puede lograr una adhesión u obediencia ciegas a tales normas, pero no desarrollar en los alumnos el interés y la capacidad para reflexionar críticamente acerca del orden social en que transcurren sus vidas. Para que esto último fuese posible, las escuelas tendrían que preparar a los alumnos para pensar temas políticos, lo que, a su vez, exigiría proporcionarles un lenguaje que les permita pensar en ese terreno. Este lenguaje, sin embargo, no podría ser enseñado como una materia más entre otras (por ejemplo, introduciendo la “politología” como una materia más dentro de la escuela), sino que el espacio de su enseñanza y de su uso tendría que trascender a cualquier materia o disciplina particulares, pues su función sería la de permitir hablar del sentido de cualquier actividad social particular dentro de la totalidad de la convivencia. En otras palabras, la totalidad del espacio público –tanto dentro de la escuela, como en la sociedad como un todo– tendría que estar dominada por este lenguaje “político”.

En particular, los medios de comunicación, como principales organizadores del espacio público en nuestros tiempos, tendrían que estar dominados por este lenguaje. Ellos tendrían que articular incesantemente un debate crítico, penetrante y riguroso sobre el orden social actual, en el que pudiesen ventilarse argumentos como los esgrimidos, por ejemplo, por las figuras intelectuales que dedican buena parte de su pensamiento a temas políticos. Sabemos, sin embargo –al respecto consúltese a Suárez (2004a)–, que lo que hoy día se presenta como “debate político” en los medios de comunicación es algo muy distinto: en vez de argumentar por medio de ideas, se manipula por medio de eslóganes; en vez de revelar las complejidades de los temas políticos, se apela a estereotipos de extrema pobreza y simplicidad; en vez de dar voz a la mayor variedad posible de perspectivas, se silencia o descalifica a aquellas que son más críticas del orden dominante. El tipo de “debate político” que nos sirven los medios de comunicación parece más orientado a “entretener” a los espectadores dentro de un orden preestablecido que a estimularlos a cuestionar a fondo el sentido del mismo. Todo ello sólo puede ocurrir en ausencia de una auténtica formación ciudadana en las escuelas. Debido a dicha ausencia, los seres humanos occidentales no logramos alcanzar la condición de auténticos ciudadanos, profundamente interesados en la preservación del bien público. Por el contrario, nuestro campo de acción y pensamiento tiende a reducirse a la estrecha esfera de nuestros intereses privados.

Pero el problema no se reduce, simplemente, a una falla interna del sistema educativo. Como observan Fuenmayor (1993: 492-496) y MacIntyre (1990), la primacía del interés privado sobre el bien público encuentra un importante piso de legitimidad en nuestra cultura a través de las doctrinas sociales, económicas y políticas del Liberalismo, dominantes en ella desde hace ya varios siglos. De acuerdo con dichas doctrinas, la sociedad es, fundamentalmente, una reunión de individuos que intercambian productos y servicios con el fin de satisfacer sus intereses privados. Los individuos aceptan someterse a un cierto orden social, garantizado por el Estado, en la medida en que éste les facilita la satisfacción de tales intereses. Cada individuo juzga la bondad del orden en que vive en términos de la utilidad de éste con respecto a sus intereses particulares. Esto significa que la preocupación del individuo por la preservación o mejoramiento del orden social es, en última instancia, una preocupación por sí mismo. Ahora bien, en una sociedad que se concibe a sí misma de este modo el lenguaje que naturalmente tiende a dominar el espacio público es el de la economía, con especial énfasis en el tema del “crecimiento económico”. En esta situación, lo político tiende a ser reducido a lo económico y a desaparecer como área de reflexión distintiva: los ciudadanos son reducidos a “consumidores”, el orden social a “reglas del juego económico”, la democracia a un juego de “ofertas electorales”. Por otra parte, dado que para ser consumidor no se requiere de ningún tipo especial de entrenamiento intelectual, la ciudadanía tiende a pensarse como una condición que el individuo adquiere automáticamente al entrar en las redes de consumo. Por consiguiente, no hay ningún lenguaje “político” especial en el que los individuos tengan que entrenarse para alcanzar la ciudadanía. De aquí que lo auténticamente político no ocupe ningún lugar importante en nuestras vidas, y que, llegado el momento, todos, inclusive los niños, nos sintamos con autoridad para “hablar de política” –lo que, por supuesto, no hace sino empobrecer aún más el escaso lenguaje que nos queda en este campo.

Esto trae graves consecuencias para la calidad del sentido en nuestras vidas. En la sección 2 ya señalamos que el enriquecimiento del sentido está directamente relacionado con el enriquecimiento y la ampliación de nuestro mundo de vida, ese contexto general que le brinda sentido a todo lo que ocurre. La vida humana naturalmente tiende a empujar hacia afuera los límites de ese mundo en busca de una comprensión más global de lo que ocurre en su interior. Cuando nuestra cultura bloquea el interés y la pregunta por el acontecer político de nuestras sociedades, está obstaculizando severa y peligrosamente la posibilidad de ampliar nuestro mundo. El peligro de esto radica en que dicho bloqueo nos deja confinados a una condición infantil en lo que respecta al tema de las relaciones sociales y la convivencia con los demás seres humanos. El individuo liberal adquiere en el mercado un determinado producto atendiendo sólo al precio y la “calidad” de éste, pero no se pregunta por las formas de relación social que permitieron la elaboración del mismo (y con las cuales él contribuye al adquirirlo). Si preguntara por ellas, quizás descubriría que se trata de formas de relación social esencialmente contrarias a nociones como “libertad”, “justicia” y “democracia”. Más aún, quizás descubriría que estas formas de relación social a la larga son insostenibles, pues las tensiones y los conflictos que producen atentan contra la propia estabilidad de todo el orden social. La sola posibilidad de detenerse seriamente ante tales cuestiones modificaría y enriquecería significativamente el sentido de una acción tan aparentemente intrascendente como la adquisición de un artículo de uso cotidiano. Y contribuiría, además, con la posibilidad de que, como sociedad, no caminemos ciegamente hacia un destino probablemente catastrófico. Por el contrario, el destierro de lo político de nuestras vidas le da holgura a un sinnúmero de fuerzas para actuar a su antojo, y de manera subrepticia, sobre la sociedad. En tales circunstancias es comprensible que el proceder de nuestros gobiernos pueda ser completamente contrario a su prédica oficial. Y, lo que es peor, en tales circunstancias lo que más se oculta y queda fuera de todo cuestionamiento es el propio Liberalismo, principal sostén del destierro de lo político. ¿Estaremos, pues, condenados a permanecer ciegos ante nuestra propia ceguera?

3.3. La deficiencia de sentido del ocurrir cotidiano

Pese a las dificultades existentes en nuestra cultura para hacer sentido en las dos regiones antes señaladas, podría pensarse que el sentido de la mayor parte de lo que ocurre a diario en nuestras vidas no se ve afectado por ellas de manera significativa. Tales dificultades parecen afectar la cara más profunda o global del sentido del acontecer, mas no la cara inmediata que las cosas nos ofrecen en lo cotidiano. Puesto de otro modo: ante la pregunta “¿Qué es X?” (donde X es cualquier persona, evento u objeto habitualmente presentes en nuestras vidas), usualmente somos capaces de brindar alguna respuesta satisfactoria; al menos “satisfactoria” con respecto a la posibilidad de desempeñarnos fluidamente en nuestra vida diaria.

Sin embargo, vale la pena examinar con más cuidado cuán satisfactorias suelen ser nuestras respuestas ante esta clase de preguntas. Parece lógico evaluar la calidad de tales respuestas en términos de lo que nuestra propia cultura formalmente esperaría de cada uno de sus miembros. Usualmente toda cultura le proporciona a sus miembros más jóvenes una serie de conocimientos que considera básicos y que permiten enfrentar y dar sentido a los asuntos más comúnmente presentes en la vida de los integrantes de dicha cultura. En nuestro caso, esos conocimientos básicos son los impartidos por medio de nuestros sistemas formales de educación básica. Sería de esperar, entonces, que la gran mayoría de nosotros pudiera exponer el sentido de cualquier asunto comúnmente presente en nuestras vidas cotidianas en términos de los mencionados conocimientos básicos. ¿Es éste el caso?

La más mínima observación de lo que ocurre a nuestro alrededor nos enseña que la respuesta a la pregunta anterior es negativa. Consideremos algunos ejemplos. ¿Cuántas personas serían capaces de explicar un fenómeno tan cotidiano como la lluvia en términos del ciclo hidrológico? ¿Cuántas personas podrían brindar una explicación básica de la aparición del arco iris? ¿Cuántas personas serían capaces de explicar qué es la sangre en términos de su papel en el funcionamiento del cuerpo humano? ¿Cuántas personas podrían identificar correctamente las plantas que crecen en su entorno? ¿Cuántas personas podrían explicar por qué es azul el cielo? ¿Cuántas personas conocen la ubicación geográfica de los países de los que a diario escuchan hablar en los noticieros de la televisión? ¿Cuántas personas podrían decir cuáles fueron la fecha y las circunstancias en las que su fundó la ciudad en la que viven? Por otra parte, ¿cuántas personas podrían mostrar una comprensión al menos básica de los múltiples artefactos tecnológicos que utilizan en su vida diaria? ¿Cuántas personas podrían explicar, por ejemplo, los principios generales sobre los que se basa el funcionamiento de un teléfono, una nevera, un bombillo, un televisor o un motor de combustión? Parece claro que no sería la gran mayoría la que podría dar respuestas satisfactorias a esta clase de cuestiones.

Lo anterior sugiere que, en nuestro ámbito cultural, los seres humanos llevamos una vida alienada de los conocimientos básicos propios de dicho ámbito y, por ende, signada por una sistemática deficiencia de sentido del ocurrir cotidiano. Obviamente, tal alienación pone de manifiesto otro estrepitoso fracaso de nuestros actuales sistemas educativos. Sin embargo, ¿cómo es posible que un fracaso de tal magnitud, y con tan graves consecuencias, no sea experimentado ni problematizado como tal en nuestra cultura? Como ya señalamos, en nuestra vida cotidiana no se hace sentir ninguna deficiencia sistemática de sentido. Es decir, no sólo vivimos a diario rodeados de realidades cuyo sentido sólo aprehendemos de manera vaga y superficial, sino que, además, esto no parece generar en nosotros ninguna incomodidad. Es decir, la pobreza de sentido parece haberse vuelto tan habitual en nuestras vidas que, sin darnos cuenta de ello, la consideramos como algo normal. Más aún, en tales circunstancias, lo que tiende a lucir como anormal es, precisamente, la posibilidad contraria, que supone que todos deberíamos estar en capacidad de responder a cuestiones como las planteadas en el párrafo anterior. “¿Qué importancia tiene que las personas sepan en qué circunstancias se fundó su ciudad, por qué es azul el cielo o por qué llueve?”, podría preguntar alguien, “¿Se trata, acaso de conocimientos que tengan alguna utilidad o que sean aplicables en la vida cotidiana de la mayor parte de la gente?”.

En efecto, en nuestra sociedad existe una marcada tendencia a descartar como irrelevantes todos aquellos conocimientos que no sean “útiles” para la vida individual o colectiva. Los conocimientos se consideran “útiles” cuando podemos usarlos como “herramientas” para alcanzar ciertos fines preestablecidos. Se trata, pues, de conocimientos de carácter instrumental, que sirven para controlar a voluntad diferentes aspectos de la realidad que nos rodea. Bajo esta concepción resulta natural que sólo nos interese conocer aquello que pueda reportar algún beneficio o ganancia en términos de los fines que perseguimos (los cuales, por cierto, en el marco del Liberalismo, tienden a ser de carácter económico). Esta concepción del conocimiento incide en el empobrecimiento del sentido de dos modos. Por una parte, dispensa a las personas de adquirir conocimientos que no les sean estrictamente necesarios para perseguir con éxito los objetivos inmediatos que se van presentando en su vida. Por ejemplo, la mayor parte de la gente no ve como necesario entender cómo funcionan sus electrodomésticos porque suponen que, en caso de que éstos se dañen, podrán acudir a un especialista que sí disponga de los conocimientos necesarios para repararlos. Así, el conocimiento que cada individuo piensa como suficiente para su vida, tiende a reducirse a una muy limitada región de la realidad. Pero, adicionalmente, esa limitada región de la realidad llega a ser conocida por el individuo únicamente desde la perspectiva de su aprovechamiento instrumental. En otras palabras, la concepción instrumental del conocimiento no sólo tiende a reducir el espectro de asuntos de los que cada quién se ocupa, sino que también tiende a empobrecer el modo como nos ocupamos de cualquier asunto. Lo que se ofrece a nuestra comprensión se ofrece, de antemano, como un objeto susceptible de ser controlado. Esta condición de “dispositivo” o “cosa-lista-para-ser-usada” constituye –como lo muestra Heidegger (1977)– la forma dominante bajo la cual se presentan o aparecen las cosas en nuestra cultura actual. Cualquier otro significado que las cosas puedan tener, más allá de su condición de dispositivo, queda descartado o es subordinado a dicha condición. Así, por ejemplo, cuando nos damos a la tarea de comprender qué es el Sol, la astrofísica inmediatamente nos lo presenta como una enorme fuente de energía, una especie de inmenso reactor atómico natural que abastece y sostiene la totalidad de la vida en la Tierra. En cambio, los sutiles y complejos significados que brotan en la experiencia de contemplar un amanecer o un atardecer nunca llegan a ser un tema serio de atención. En el mejor de los casos se les considera como temas propios del arte o de la poesía –actividades que, en última instancia, también son pensadas instrumentalmente, como una forma sofisticada de “entretenimiento”.

Vemos, entonces, que tampoco en este caso el problema se reduce a un simple malfuncionamiento del sistema educativo. En nuestra cultura domina una actitud instrumental ante el mundo y el conocimiento que sirve de sustento a la sistemática deficiencia cotidiana de sentido que aquí hemos venido discutiendo. En la medida en que nuestros sistemas educativos ceden ante la presión de enseñar “conocimientos útiles” se convierten en vehículos de difusión y regeneración de dicha actitud instrumental y, por tanto, contradiciendo su misión original, des-estimulan la búsqueda de sentido. De hecho, el solo afán de enseñar en las escuelas un conocimiento “científico” –único tipo de conocimiento que nuestra cultura reconoce como legítimo en la actualidad– ya es cómplice de esta tendencia, pues la ciencia moderna es, precisamente, la disciplina que con mayor fuerza y rigor reduce el sentido de las cosas a objetos susceptibles de ser controlados (Heidegger, 1977a; Fuenmayor, 1991). Paradójicamente, la ciencia, principal fuente de sentido en nuestra cultura, es, a la vez, una de las principales fuentes del empobrecimiento del sentido.

Sobre la base de la concepción instrumental del conocimiento se erige un modo de vida que encuentra su representación más clara en las realidades propias de las grandes urbes contemporáneas. El habitante de estas ciudades vive rodeado de asuntos que aprehende sólo de manera vaga y superficial. Su existencia está signada por el caos, el anonimato, la desorientación, la estridencia de sonidos, formas y colores, el vertiginoso ir y venir de acontecimientos. La realidad, bajo esas condiciones, se vuelve una amalgama indistinta de eventos instantáneos y avasallantes ante los cuales no hay tiempo ni oportunidad de detenerse. Este modo de vida inevitablemente nos habitúa a una constante presencia del sinsentido a nuestro alrededor y, por ende, deprime el afán por hacer sentido del ocurrir. Por contraste, en una cultura en buen estado sería de esperar que el transcurrir de la realidad diera lugar a la interrogación por su sentido. Ello requeriría, a su vez, que la realidad ordinaria no fuese, como es ahora, una sucesión monótona y gris de acontecimientos carentes de significado y trascendencia (sólo interrumpida por estrambóticos espectáculos mediáticos). Por el contrario, la realidad más “ordinaria” tendría que conservar siempre un cierto carácter “extraordinario”. En otras palabras, la presencia de las cosas tendría que estar rodeada sistemática y sutilmente de un misterio esencial que fuese constitutivo de dicha presencia, de manera que ésta nunca dejase de producirnos asombro y curiosidad. Pero, ¿de qué depende que la realidad se presente de ese modo?

Para abordar con propiedad esta última pregunta necesitaremos desplegar con mayor detalle el camino de indagación que condujo a la Sistemología Interpretativa a plantearse la problemática que aquí hemos venido discutiendo. A ello estará dedicado el siguiente artículo de esta serie.

Agradecimientos

Agradezco al Consejo de Desarrollo Científico, Humanístico y Tecnológico (CDCHT) de la Universidad de los Andes el apoyo financiero brindado al presente estudio (código del proyecto: I-668-99-04-A).

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