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Frónesis
Print version ISSN 1315-6268
Frónesis vol.15 no.2 Caracas Aug. 2008
La complementariedad entre la igualdad y la diferencia
María Isabel Garrido Gómez
Departamento de Fundamentos de Derecho y Derecho Penal Facultad de Derecho de la Universidad de Alcalá -España misabel.garrido@uah.es
Resumen
En este artículo, se estudia la cuestión de la diferencia en relación con la regla general de la igualdad, y el objetivo marcado es hallar un método de inclusión e integración en el que se fijen las reglas de juego que han de cumplirse entre el grupo mayoritario y el resto de los grupos. Desde este punto de vista, se parte de la premisa que la igualdad debe postularse siempre mientras que alguna desigualdad fáctica no proporcione una razón que permita o que imponga una regulación diferenciada, evidenciando, a continuación, que la igualdad de trato formal sirve como instrumento de diferenciación para llevar a cabo la conexión con la igualdad material. Por último, se hace una especial referencia a las minorías culturales, y se concluye que los grandes problemas y soluciones del déficit en las técnicas de defensa y de exigibilidad se deben dilucidar en el plano político. En el trabajo se utiliza una metodología analítica abierta y dinámica.
Palabras clave: Diferencia, igualdad, inclusión e integración, minorías culturales, reconocimiento, metodología analítica.
Complementarity between Equality and Difference
Abstract
This study analyses the question of difference related to the general rule of equality; its objective is to find a method for inclusion and integration which lays down the rules of the game to be followed between the majority group and the other groups. From this viewpoint, the study begins with the premise that equality should always be postulated, while no factual inequality offers a reason to permit or impose a differentiated regulation, demonstrating, thus, that formal equal treatment acts as a differentiating instrument to bring about the connection with material equality. Finally, the study makes a particular reference to cultural minorities and concludes that big problems and solutions for the deficit in defense and demand techniques should be resolved in the political arena. This article uses open and dynamic analytical methodology.
Key words: Difference, equality, inclusion and integration, cultural minorities, recognition, analytical methodology.
Recibido: 12-06-2007 Aceptado: 22-11-2007
1. Introducción. Una primera aproximación
En este trabajo estudio la cuestión de la diferencia en relación con la regla general de la igualdad. Primeramente, investigo la complejidad de los citados conceptos, ocupándome de su evolución histórica y, acto seguido, llego a la conclusión de que en el concepto de discriminación se distingue una acepción amplia, que equivale a toda infracción de la igualdad, y otra estricta, que signa dicha violación cuando concurren algunos de los criterios de diferenciación que están prohibidos (nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social) (Barrère Unzueta, 1997: 22-23; Böckenforde, 1993: 80-81).
Al respecto, la igualdad ha de ser entre todos los seres humanos en los recursos adecuados para satisfacer las necesidades básicas, que deje a cada uno desarrollar de forma equiparablemente autónoma y libre su plan de vida (Hierro Sánchez-Pescador, 1995: 137). La tensión entre la igualdad de Derecho y de hecho fructifica en una colisión entre principios que debe resolverse casuísticamente con la técnica de la ponderación. En este sentido, siempre existe alguna razón para la igualdad y, por ello, ésta debe postularse mientras que alguna desigualdad fáctica no proporcione una razón que permita o que, valoradas las razones en pugna, imponga una regulación diferenciada (Prieto Sanchís, 1998: 90).
Así, la consecución de la igualdad sustancial justifica un trato diferenciado, siempre que haya una desigualdad social con la meta de reducirla o eliminarla, obteniendo una sociedad más justa, evitando formas de neutralización, interiorización o anulación de las diferencias para que los grupos minoritarios no permanezcan marginados (Fariñas Dulce, 1997: 22-23; Peces-Barba Martínez, 1999: 66). De los problemas contemporáneos, el de la globalización es uno de los que más afecta a la diferencia como derecho, enfrentándonos a cuestiones de configuración jurídica y de aceptación social; sin omitir que el tratamiento jurídico de las minorías autóctonas y de las que no lo son es muy distinto al faltar la integración en el acogimiento. En esta dirección, Freixes Sanjuán pone el ejemplo de un obstáculo que se da en los Estados de la Unión Europea en los cuales coexisten culturas oficializadas, de manera que su exteriorización fáctica es legal (Freixes Sanjuán, 2001: 209-211). Desde este punto de vista, el ejercicio de los derechos puede estar sometido a reglas diferentes, sin que se originen más controversias que las de la determinación de la norma aplicable o la práctica de la ponderación si acontece una colisión. En las sociedades descritas, el multiculturalismo se oficializa, siguiéndose en los territorios que posean una tasa de migración extranjera media varios interrogantes: ¿reconocen las normas de esos lugares el derecho a la diferencia?, ¿son conservables reglas de conducta o normas propias con relación, ilustrativamente, a los derechos de la personalidad?, ¿con arreglo a qué códigos se enjuician los conflictos de familia, de clan o de etnia, si el grupo social está desplazado?, o ¿pueden formalizarse regulaciones antagónicas, por causa de la procedencia, sobre la situación jurídica de los inmigrantes? (Freixes San Juan, Op.cit.: 209-211; Peña Freire, 1997: 142 y ss.).
A lo anterior hay que unir lo positivo de la multiculturalidad que da libertad a las formas de vida, pero los derechos de las minorías lo que piden es un trato igual, el derecho a ser iguales en derechos a las mayorías (Fernández García, 1995: 85-86). Por consiguiente, para que los derechos fundamentales se ejerciten con libertad e igualdad, es preciso un diálogo y la aplicación de programas interculturales. Se trata de conseguir la globalización de los derechos en y desde la identidad de los sujetos y de los grupos en juego, resultado de una comunicación recíproca y permanente, ajustada a las circunstancias (Fernández Ruiz-Gálvez, 2003: 85-86).
Matizando más, lo acertado es separar el multiculturalismo, que se alinea en la idea descriptiva de la diversidad cultural, y la interculturalidad, remitida a un nivel prescriptivo de relación entre culturas que representa el reconocimiento jurídico de la diversidad en el plano de la igualdad. Al hilo de esta argumentación, la tradición occidental de los derechos debe promocionar ámbitos de apertura y tolerancia hacia otras formas de entendimiento, desenvueltas en función de nuevas coordenadas (Carbonell, 2001:18; Lucas Martín, 1998: 22; Solanes Corella, 1998: 123 y ss.; Soriano Díaz, 1999: 60-61). En conclusión, es plausible la proposición que atiende a los principios de iguales derechos fundamentales para todos los ciudadanos, postulante de una política universalista de integración de los mínimos comunes irrenunciables; derechos diferenciales de todos los grupos que forman la estructura organizativa del Estado, tema que impulsa a una política de reconocimiento en las esferas privada y pública; y condiciones mínimas de igualdad para el diálogo libre y abierto de los grupos socio-culturales (Rubio Carracedo, 2000: 28 y ss.).
Con esta visión, el objetivo de mi estudio es hallar un método de inclusión e integración en el que se fijen las reglas de juego que han de cumplirse entre el grupo mayoritario y el resto de los grupos, planteándose ¿de qué manera hemos de valorar la diferencia y la identidad?, ¿cómo han de conjugarse con la igualdad?, ¿cuál es el camino para obtener un respeto mutuo e igual entre todos los grupos culturales?, y ¿en qué lugar hemos de situar el punto de cohesión dentro de un contexto socio-político? (Fariñas Dulce, 2001: 39-40; Malgesini y Giménez, 1997: 36 y 300).
2. La igualdad como regla general. Un poco de historia
Como pone de relieve Rosenfeld, la trayectoria histórica de la igualdad constitucional es el resultado de una larga y difícil lucha contra los privilegios y status feudales. Esta lucha es dialéctica y se divide en tres etapas. En la primera, el correlato de la diferencia es la desigualdad, a aquellos que son caracterizados como diferentes se les trata como inferiores o superiores dependiendo de su posición en la jerarquía. En la segunda fase, la identidad es correlato de la igualdad, reunidos ciertos criterios, todo el mundo tiene derecho a ser tratado igualmente. Al final, el correlato es la diferencia, pues cualquier persona será tratada en proporción a sus necesidades y aspiraciones (Rosenfeld, 1998: 415).
En realidad, la especulación de la igualdad y su conexión con la justicia se debe a Aristóteles, si bien hasta que no se elabora la doctrina contractualista no se inicia la lucha política por ella, propugnándose que la organización institucional de la convivencia social es resultado de un acuerdo-contrato de todos los miembros de una sociedad, bajo el presupuesto de la libertad e igualdad de derechos (Martínez Tapia, 2000: 13-14). Puntualmente, se aprecia que el planteamiento moderno tiene su origen en los revolucionarios franceses de 1789, reconocedores de la igualdad natural entre todos los hombres, eliminadora de numerosos privilegios e instauradora de la igualdad de oportunidades en relación con el ordenamiento jurídico (Rivero, 1973: 60 y ss.). En este momento, la igualdad era una y su conexión con la generalidad de la ley hacía inútil la tarea de destacar los criterios de diferenciación en base a los que se pudieran establecer lícitamente diferencias (Suay Rincón, 1985: 25-26).
No obstante, con la implantación del Estado social y la constitucionalización de los derechos sociales pareció que la regla clásica de que lo igual debe ser tratado igualmente y lo desigual desigualmente es una regla hueca de la que no es dable deducir ningún criterio de medida. De esta forma, lo que se sostiene es que el concepto de igualdad no puede comprenderse con un sentido absoluto y debe ser entendido en su dimensión histórica. Además, esa relatividad ha de derivar de la materia que se baraja, aparte de que es un concepto de naturaleza relacional que hace que el auténtico problema para reclamar un tratamiento jurídico sea cuándo dos situaciones reales son equiparables, cuándo sus similitudes deben predominar sobre sus diferencias, no olvidando el juicio de valor sobre la elección de los criterios concretos que se han de considerar y el de la evaluación de los hechos con miras a esos criterios. Mas, en lo atinente al margen de apreciación que tiene el juez, lo que interesa es que el legislador seleccione los criterios de diferenciación y fundamente las diferencias normativas. En la valoración que realiza el Tribunal Constitucional español, se pretende alcanzar una síntesis entre el acto justo, considerado como un tratamiento igual a todos los que están sometidos a la misma regla, gracias al que se obtiene la seguridad jurídica, y la regla justa, estimativa del tratamiento igual a todos aquellos sobre los que se pueden establecer distinciones justificadas (Rodríguez Piñero y Fernández López, 1986: 41 y ss.).
Dentro de este campo, es claro que el tratamiento legal diferenciador puede derivarse de la comparación o la interpretación de diversos órdenes normativos para obtener de esa comparación la aparición de una desigualdad censurable constitucionalmente, y de una situación de hecho que no es imputable a la norma de modo directo, aun cuando sí lo es en relación con la actuación de la interpretación y aplicación normativas. Por otra parte, la procedencia del tratamiento legal diferenciador ha de derivar de la ley de forma clara, precisa y directa, lo cual impide su inclusión en el área prohibida de los tratamientos que divergen y derivan de la sucesión normativa y del cambio en el tratamiento de situaciones comparables (Ibid: 41 y ss.).
Desde tal ángulo, el hombre se consideraba como sujeto activo y pasivo de la ley, como creador de los dictados legislativos por la soberanía popular, sometedores de los individuos y los poderes públicos. La consideración del individuo como sujeto pasivo de la actividad legislativa dejó en evidencia el sometimiento a su aplicación, materializadora de que todos han de acoplarse igualmente al ordenamiento jurídico y poseen un derecho igual a obtener la protección de los derechos que ese ordenamiento reconoce, eliminando discriminaciones arbitrarias (Ara Pinilla, 1982: 104-107; Rodríguez Piñero y Fernández López, Op.cit.: 19-20). El siguiente paso se produjo cuando la igualdad ante la ley llevó a modificaciones significativas en la aplicación de la misma, es decir, en la comprensión de que tal aplicación ha de hacerse conforme a la ley (Rodríguez Piñero y Fernández López, Op.cit: 21).
Con el transcurrir del tiempo, la transformación radical se produjo al tomarse conciencia de que el modelo liberal sólo era válido para alcanzar la igualdad real en una sociedad homogénea, haciéndose cada vez más relevante la necesidad de igualar y diferenciar por medio de la ley (Suay Rincón, 1985: 26). Desde esta perspectiva, la igualdad se presenta como criterio de distribución de los contenidos de libertad y se proyecta en sus titulares, pudiendo aseverar que la igualdad formal conlleva que no haya discriminación (De Asís Roig, 2001: 71).
3. El trato igual y diferenciado
La igualdad de trato formal como diferenciación sirve para llevar a cabo la conexión con la igualdad material, porque el establecimiento de los datos relevantes, que desde la perspectiva de la igualdad formal sólo posee repercusión directa en el seno del sistema, aplicando o no una norma jurídica, es posible que permita la reflexión sobre criterios de redistribución general que faciliten la satisfacción de necesidades básicas (Martínez Tapia, 2000: 19). Lo destacable en ambos casos es justificar la elección de los criterios que sirvan para que el legislador o el juez establezcan la relevancia o irrelevancia de ciertos caracteres que hacen que hablemos de la igualdad como equiparación o como diferenciación. Por poner un ejemplo, en las discriminaciones positivas, apreciamos que lo problemático es fijar los que se han de tener en cuenta para determinar qué grupos y en qué aspectos merecen tal protección (Suay Rincón, Op.cit.: 35-36).
Concretando más, para la realización práctica de la igualdad formal que viene impuesta constitucionalmente, es necesario que no se actúe discriminatoriamente; y, para establecer los casos en los que es admisible un trato desigual, hace falta efectuar una valoración previa que fundamente cada juicio, por lo cual son precisos criterios que rijan o, al menos, guíen esta valoración. En el análisis, dos son las ideas que juegan: la relevancia y la racionalidad.
La idea de relevancia conlleva la introducción de un criterio evaluativo, ya que la selección de un rasgo como criterio de comparación tiene su origen en la estimación de lo que es significativo dentro de un contexto. No obstante, la presuposición de esa evaluación no tiene que eliminar ni tampoco hacer dudar la posible descriptibilidad de la relación de igualdad que se ha afirmado: se puede matizar la fórmula genérica A y B son, o deben ser, iguales en X (por R), donde R es el criterio que ha sido presupuesto de la relación de igualdad enunciada. En suma, es en la comparación donde se incorpora la función descriptiva o prescriptiva de la relación predicada. Y supuesta su relevancia, es en el criterio comparativo donde se encuentra la referencia a la distinta función de la relación propuesta, descriptiva o prescriptiva, según que la proposición sea o no empíricamente contrastable como verdadera o falsa (Prieto Sanchís, 1995: 112-115; Ruiz Miguel, 2003: 44 y ss.).
Por otro lado, la aceptación de la desigualdad ha de estar basada en el triple test de la diferenciación razonable: 1) el test de la desigualdad, consistente en la demostración de que la ley en la que centramos nuestra atención encierra consecuencias jurídicas distintas en lo referente a dos o más personas o colectivos; 2) el test de la relevancia, el cual pretende probar que las situaciones analizadas guardan cierta identidad y exigen de la ley aplicable una igualdad de trato; 3) el test de la razonabilidad, por el que la desigualdad no ha de ser medio necesario y proporcional para conseguir el fin normativo, desdoblándose en dos clases de juicios: a) es irracional la desigualdad que nada tiene que ver con el fin que la norma pretende conseguir (test de la racionalidad); y b) los motivos para provocar desigualdad pueden estar de acuerdo con valores constitucionales, siendo razonable la distinción (test de la razonabilidad stricto sensu). A lo dicho hay que agregar que la desigualdad ha de ser proporcionada a la desigualdad material (Alonso García, 1983: 21 y ss.; Giménez Gluck, 1999: 37).
Siguiendo a García Amado, los criterios de justificación son:
a) Según la relación del principio de igualdad con la función o razón de ser en el ordenamiento jurídico. Aquí, hay que delimitar en qué casos son precisas las diferencias y superar la regla formal aristotélica de que hay que tratar igualmente lo igual y desigualmente lo desigual, puesto que existe una necesidad estructural que requiere fijar distinciones, no saliéndose de unos márgenes. Para establecer estos límites, hay que considerar la funcionalidad práctica del ordenamiento contextualizado socialmente.
b) Según la estructura constitutiva del ordenamiento jurídico. En este supuesto, la permisión o la prohibición de desigualdades se determinan por la no violación de la generalidad normativa, de su aplicación sin distinción y de la coherencia sistemática del ordenamiento. Las normas deben ser generales, abstractas y universales, y únicamente admiten ciertas excepciones. A la estructura formal de aquél hay que unir la cuestión de su justificación, por lo que juzgamos que se ha de salvaguardar su coherencia lógica, para respetar su funcionalidad, salvando los problemas que pueden aparecer en la relación entre la coherencia interna y la sistematicidad de lo jurídico en un contexto social que se modifica con el tiempo.
c) Según el contexto legal del principio de legalidad, marcado en un primer nivel por la Constitución, por las normas de desarrollo y por el Tribunal Constitucional. Nivel en el que se conforman ámbitos con una protección especial que admiten algunas desigualdades.
d) Según el control del razonamiento jurídico en el que se establece una desigualdad, cuyos destinatarios son los legisladores, los órganos de la Administración y los jueces. En este apartado, la justificación en la que han de basarse las desigualdades es la de que exista una relación razonable de proporcionalidad entre los medios empleados y la finalidad perseguida, dándose una relación coherente y adecuada entre los medios que sirven para articular los fines que justifican la razonabilidad de un trato desigual, y los medios con los que se satisfacen esos fines en cada caso.
e) Según la estructura del proceso argumentativo. Con este criterio, el principio de igualdad implica la articulación pragmática de presunciones que se expresan como interdicción de la arbitrariedad, entendida como ausencia justificativa. No obstante, como se deduce de la experiencia, la razonabilidad no pasa de ser un instrumento discursivo de grandes dimensiones, hasta que no sea complementado con más indicaciones para el enjuiciamiento uniforme de contenidos.
f) Según la racionalidad de las valoraciones de fondo. Para efectuarla, los Tribunales Constitucionales tienen que ejercitar una razonabilidad que ha de ser especificada materialmente en cada supuesto que se dirime, y que no es de corte iusnaturalista (García Amado, 1987: 111-131).
Como acabo de exponer, lo razonable en la diferenciación tiene unos límites abstractos y otros históricos. Los primeros se deducen de las exigencias que se estiman como presupuestos de la moralidad; y los segundos conminan a que se atiendan las circunstancias contextuales en las que se circunscriben los sujetos y los contenidos morales que expresan los derechos. Bajo estas coordenadas es cómo se explica que los juicios de relevancia y razonabilidad hayan de orientarse por la capacidad de elección y las necesidades básicas, considerándose tal postulado como un prius en toda discusión sobre la igualdad. Sin embargo, hay que presuponer siempre una participación idéntica de todos los agentes morales, aun cuando, si no se han de satisfacer necesidades básicas o no hay que situar en idéntica situación de poder a los sujetos morales, el centro de la diferenciación se debe establecer en los distintos tipos de igualdad, valorando las circunstancias concurrentes. A partir de lo anterior, el postulado sería que, en cuanto se refiere a los derechos, su disfrute debe estar abierto a todos, aunque es dable que se establezcan diferencias aceptadas por la mayoría siempre que se estimen las diferentes variantes de la desigualdad, el contexto en el que se desenvuelven y los criterios de distribución presentes (De Asís Roig, Op.cit.: 72-75).
El interrogante es ¿qué papel juega la discriminación? Pues bien, parto de que el vocablo significa la negación de la igualdad de trato a ciertos individuos por el hecho de pertenecer a un grupo o categoría social, aconteciendo una restricción por esa causa de su derecho de igualdad en contradicción a la dignidad que es común a los seres humanos. Ello es porque se efectúa una selección de motivos que no son imputables al individuo, es decir, los atinentes a las características individuales o sociales. En coherencia, la discriminación no puede ser ya comprendida genéricamente como simple diferencia o distinción, entendiéndose conectada con el criterio relativo a la valoración del individuo como perteneciente a un grupo o categoría particular, poniéndolo en una situación adversa o peyorativa. Por lo tanto, la discriminación implica una estimación perjudicial, pues es inaceptable al basarse en características que son personales o en situaciones sociales del individuo discriminado al margen de su responsabilidad personal y, por otro lado, esa diferenciación de trato supone para ese individuo un perjuicio y una desventaja no deseable por él.
Ese carácter se pone de manifiesto en la idea de que la discriminación se ejerce frente, o contra, una persona o grupo. Mas no habría que tener en cuenta solamente el punto de partida que es peyorativo por las razones expuestas, sino que habría que valorar también los resultados producidos. Mientras en la igualdad de trato clásica se hace hincapié en el momento previo, en la discriminación lo central es el momento final (Rodríguez Piñero y Fernández López, Op.cit.: 91-92 y 108 y ss.).
Con las discriminaciones que se prohíben, se intenta impedir que las víctimas sean tratadas de forma desfavorable continuada y sistemáticamente. Las discriminaciones prohibidas presuponen cierta sistematicidad, producto de una regla jurídica, que trata de forma diferente lo que hace la regla estándar, o social; es decir, que, en este caso, hablamos de un problema jurídico y, por añadidura, estamos ante un fenómeno social en la mayoría de las ocasiones. En conexión con ello se mantiene la posibilidad no sólo de que la discriminación sea directa, sino de que sea indirecta, en razón de que sobre la base de una elección subjetiva de otros criterios de distinción aparentemente neutros se llega, de hecho, a un resultado discriminatorio (Ibid: 162 y ss.).
Dada la idiosincrasia de la igualdad, su juicio excluye lo idéntico y lo semejante debido a que se parte de la diversidad. La identidad contempla dos sujetos distintos, desconociendo los elementos que son diferentes entre sí. La semejanza no precisa que se dejen a un lado los aspectos diferenciadores. Cuando llevamos a cabo un juicio de igualdad es necesario que practiquemos una operación relacional, quedando claro que se consuma un juicio valorativo en el que se valoran ciertos hechos e inferencias inherentes. La igualdad de tratamiento se ejecutará cuando A y B sean tratados igualmente por C, si C da el mismo beneficio o carga específica a A y a B. El que A y B reciban una distribución igual depende de la regla que se aplique (Oppenheim, 1982: 803; Prieto Sanchís: 1995, 112 y ss.). El principio se desglosa en la obligación que posee el ordenamiento de impedir que se positive a priori cualquier forma de discriminación negativa, y en la implantación de discriminaciones positivas sobre los casos que tradicionalmente han conformado situaciones de desigualdad.
En relación con los paradigmas de la igualdad y la diferencia, la pregunta es qué concepción es la que está detrás de la mayoría de las Constituciones. La igualdad constitucional como valor, principio y derecho da a conocer las dimensiones de la libertad democrática y social. En su dimensión liberal, la igualdad lleva consigo la prohibición de arbitrio en el momento de crearse la norma que incluye la diferencia y en el de su aplicación. Desde una estructura democrática, se excluye que ciertas minorías o grupos sociales en desventaja se aíslen; y, socialmente, la igualdad legitima un derecho desigual para que se garantice la igualdad de oportunidades a individuos y grupos desaventajados, dimensiones que se fundan en la dignidad humana como fundamento del orden político y de la paz social (art. 10.1 de la Constitución española, en adelante CE) (Bilbao Ubillos y Rey Martínez, 2003: 106). Pero, si es cierto que el Tribunal Constitucional español comenzó calificando a la igualdad como un principio sui generis, también lo es que desde la STC 75/1983, de 3 de Agosto, f.j. 2, se entiende como un derecho de los ciudadanos a obtener un trato igual, que obliga y limita a los poderes públicos a respetarlo y que exige que los supuestos de hecho iguales sean tratados idénticamente en sus consecuencias jurídicas y que, para introducir diferencias entre ellos, tenga que existir una suficiente justificación de tal diferencia, que aparezca al mismo tiempo como fundada y razonable, de acuerdo con criterios y juicios de valor generalmente aceptados, y cuyas consecuencias no resulten desproporcionadas (ver la Sentencia 200/2001, de 4 de Octubre, f.j. 4).
Conforme al artículo 53.1 de la CE, el artículo 14 vincula a todos los poderes públicos, siendo de aplicación inmediata, sin que requiera el correspondiente desarrollo legislativo para que pueda ser invocado. Sin embargo, es cuestionable si la segunda parte de tal precepto se aplica a la igualdad, el cual dice que sólo por ley, que en todo caso deberá respetar su contenido esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos y libertades, ya que lo primero que hay que averiguar es qué se comprende por contenido esencial para establecer si el contenido del derecho a la igualdad de trato es parcialmente esencial y parcialmente no esencial. No obstante, si resulta que no es factible efectuar tal separación, pues hay que considerarla como un todo inseparable, lo previsto en el artículo 53.2 no puede afectar al artículo 14 (Suay Rincón, Op.cit.: 149-151).
Desde esta posición, es claro que el derecho a la igualdad no es autónomo, no existe por sí mismo, estando su contenido establecido en función de relaciones jurídicas concretas. Así, no es conceptuable como un derecho formal; es una norma que sirve de parámetro para sustentar que el artículo 14 se ha vulnerado, pudiendo ser el infractor el que goza de una situación de hecho favorable o el que goza de otra desfavorable. Su condición se la ha otorgado la Constitución porque establece la máxima protección al catalogarlo como fundamental, a la par que se le ha otorgado una naturaleza reaccional reforzada frente a otros derechos. Además, cabe remarcar la improbabilidad de que se infrinja sin que lleve aparejado simultáneamente la infracción de otro derecho (Pumar Beltrán, 2001: 92). Quien desee beneficiarse de aquél podrá apelar al derecho a no ser tratado desigualmente, no a no ser tratado igualmente, por lo que es afirmable que el derecho a la igualdad no hace nacer nuevos derechos fuera de los que se restablezcan cuando hayan sido violados (Ibid: 114).
A estos efectos, es interesante el discernimiento de Ruiz Miguel recayente en las reglas de igualdad relativas -dictaminan un trato igual para una categoría de personas, en tanto ese trato se dé a otra categoría- y no relativas -fijan los derechos y deberes de varias personas sin referencia a la relación con otras- (Ruiz Miguel, 2000: 160; Santamaría Ibeas, 1997: 295). A mayor abundamiento, Ruiz Miguel enumera la diferenciación para la igualdad al señalar que el fin de una sociedad más igualitaria hace necesarias políticas que traten desigualmente a quienes son desiguales, para aminorar las distancias y ayudar a los más desfavorecidos, equiparándolos a los que están en mejor situación; y la diferenciación como igualdad, que plantea un modelo ideal de sociedad igualitaria, en el que las relaciones sociales se simbolizan por una diferenciación o diversidad entre grupos que no implica dominación ni desigualdad injusta. La diferenciación para la igualdad se vale de la pretensión o aprobación de un sistema fiscal progresivo, correcciones del sistema proporcional puro, pensiones no contributivas, asignación de becas para estudiantes necesitados, dotación de construcciones para los minusválidos, subvenciones para viviendas, etc., y la diferenciación como igualdad aspira a la igualdad como identidad, similitud o asimilación. La primera se apoya en la solidaridad, mediante un reparto de los papeles sociales indiferente a rasgos colectivizadores; la segunda se enfoca hacia el pluralismo y la tolerancia, y piensa que el ideal igualitario es el de la diversidad de grupos en un marco social exento de relaciones de dominación y jerarquías (Ruiz Miguel, Op.cit.: 286-290).
En la igualdad material, los juicios de igualdad afirmativos y los negativos no son absolutamente simétricos. El que dos individuos, o grupos, sean sustancialmente iguales se interpreta como que deben ser tratados del mismo modo. Es una directiva de política del Derecho cuyos destinatarios son los legisladores o los jueces. Esa presuposición, declara Guastini, es formulable en forma de proposición normativa asimilada en los extremos que siguen: Hay, al menos, una norma que atribuye a x y a y situaciones jurídicas subjetivas distintas. El enunciado por el que dos individuos, o grupos, no son sustancialmente iguales se funcionaliza según las circunstancias y el contexto del discurso. Un enunciado que se atenga a este postulado se puede emplear para expresar la directiva por la cual hay que tratar distintamente, y para expresar que los sujetos, o conjunto de ellos, deben ser igualados (Guastini, 1999: 196-198).
Ahora bien, ¿cuál es el fundamento de la igualdad material en el discurso de los derechos sociales? La respuesta es que el fundamento radica en las necesidades humanas -bien que no es negociable, o estado que plasma circunstancias no negociables y no encaminadas hacia ninguna otra alternativa-, significativas de una manifestación de la capacidad del ser para vencer los límites de su existencia (Añón Roig, 1994: 191 y 193). Los que no tienen aseguradas las necesidades básicas ven protegida su satisfacción en forma de derechos (Añón Roig, Op.cit.: 265-266; Contreras Peláez, 1994: 52 y ss.). Gráficamente, Zimmerling arguye que N es una necesidad básica para x si y sólo si, bajo las circunstancias dadas en el sistema socio-cultural S en el que vive y en vista de las rasgos personales P de x, la no satisfacción de N le impide a x la realización de algún fin no contingente y, con ello, la persecución de todo plan de vida. En suma, una necesidad humana se identifica por el daño que produce a la persona su no satisfacción (Bayón Mohino, 1991: 43 y ss.; Martínez de Pisón, 1998: 166; Zimmerling, 1990: 51).
4. La Materialización de La Igualdad y La Diferencia. Especial Referencia a las Minorías Culturales
Uno de los problemas más relevantes, proveniente de la globalización, reside en que los derechos económicos, sociales y culturales no se globalizan al chocar con los postulados inviolables de la libertad de mercado y la igualdad de carácter formal, al lado de los derechos individuales, produciéndose un duro golpe a las propias identidades y al pluralismo cuando emergen colectivos que poseen unas señas de identidad y establecen una interdependencia entre sus miembros (Calsamiglia, 2000: 142-143; Fariñas Dulce, 2000: 18 y ss.).
Siguiendo a Kymlicka, las fases por las que atraviesa la regulación protectora son: La primera etapa explicita la contradicción del compromiso liberal con la autonomía del individuo, esto es, los grupos cohesionados y de mentalidad comunal frente a la intrusión del individualismo, antinomia que, con posterioridad, fue transformada en la acotación de los derechos de las minorías. Por último, el tercer periodo dibuja un modelo de construcción nacional, receloso de si las mayorías atentan contra los derechos de las minorías. Esa construcción asume la integración mayoritaria, anhela obtener los derechos y poderes de autogobierno para su cultura societal, o admite su marginación permanente (Kymlicka, 2003: 31-43). Mas lo común es que nazcan desigualdades de la exigencia de la ciudadanía para el ejercicio de algunos derechos: El principio regulador es el de la igualdad formal, rompiendo la idea del titular universal los refugiados, apátridas o personas que forman los flujos migratorios y su status no ha sido regularizado en el lugar de acogida (Fariñas Dulce, 2000: 35-36).
Desde un punto de vista correctivo, la ciudadanía nos responde a dos preguntas elementales: ¿quiénes son miembros de una sociedad política?, y ¿en qué consiste ser miembro? Según estudiamos, el concepto moderno lo tenemos que investigar en la diferenciación funcional que nos traslada a la formación de instituciones jurídicas y políticas (Añón Roig, Op.cit.: 219-222). Los liberales facultan las diferencias siempre que no afecten a los derechos civiles y políticos, radicando la justificación más aceptable de las acciones normativas en la legitimidad democrática, instaurada en la compatibilidad entre el proyecto intercultural y el universalismo de esa legitimidad adelantada por Kelsen (Lucas Martín, 1998: 23 y ss.; Rubio Carracedo, 2000: 35-36). Por tanto, los conflictos batallan sobre la pertenencia a un grupo como bien primario, en cuanto que tal pertenencia encarna el acceso a la satisfacción de las primeras necesidades, instruido como condición de la inclusión; y la actuación de los sistemas de corte liberal sobresale por dos reduccionismos, el que consiste en que sólo son titulares los individuos, y el que pospone los derechos económicos, sociales y culturales. De este modo, el recurso a la tolerancia y al fortalecimiento de los derechos individuales no es suficiente, hay que ir más allá para conseguir la inclusión y la no-discriminación, o sea, la igualdad en la diversidad (Lucas Martín, Op.cit.: 34 y ss.).
La discusión se debate entre las tesis de que las políticas de la diferencia y de la dignidad universal son incompatibles, y las corrientes que abogan por su compatibilidad. La ciudadanía nos remite a que, más importante que respetar las diferencias que encierran las minorías, es reconocerlas tal condición, no aceptándose que la ciudadanía multicultural sacrifique los derechos fundamentales de los miembros de los grupos como consecuencia del reconocimiento de sus identidades. Así las cosas, lo reivindicable es una ciudadanía comprensiva, obligando a abandonar el patriotismo excluyente (Añón Roig, 1998: 110-113; Fernández García, 1995: 84 y ss.; Habermas, 1999: Kymlicka, 2000; Taylor, 2001; Young, 2000).
Enlazado con el argumento de que la universalidad de los derechos fundamentales debe abarcar las diferencias sin exclusión, las Constituciones obedecen a un pensamiento históricamente condicionado por la organización social, dilucidándose que la técnica de formación jurídica más adecuada es la del diálogo (Habermas, 2002: 83-109). Ello nos induce a reafirmar que, si las condiciones del consenso acarrean exigencias variables para asegurar y depurar la comunicación y la formación de la voluntad colectiva, son menesteres principios y valores que abran cauces de cohesión, agregados a derechos que recojan las pretensiones dirigidas a satisfacer las necesidades que requiere la institucionalización de ese diálogo sometido al pluralismo, la solidaridad y la reciprocidad (Fariñas Dulce, 2000: 49 y ss.; Saavedra, 2002: 239 y ss.). La construcción de un paradigma moral universal de los derechos fundamentales está llamada a propagar un sistema de moralidad crítica válido para todos, particularizado en cuáles son los que los seres humanos pueden disfrutar y están en juego, las obligaciones que se deben cumplir y los objetivos perseguibles. Su validez descansaría en el papel desempeñado en las actuaciones de la Comunidad internacional y de los Estados nacionales, fundado en el consenso de los participantes conforme a reglas que estipulen una mínima objetividad (Garzón Valdés, 1997: 10 y ss.; González Amuchastegui, 1998: 51; Rawls, 2001: 49 y ss., 93-94). Y es por esto por lo que el Derecho regulador de los derechos fundamentales ha de consagrar una pretensión de corrección, sin que ratifique una forma única, puesto que depende del lugar y del tiempo en el que el Derecho esté vigente, orientado por las diferencias sin exclusión (Prieto Sanchís, 1999: 76).
En contra, las posiciones relativistas defienden que ningún sistema de reglas puede pretender hacerse extensible plenamente a los demás sistemas, por lo cual no hay parámetros imparciales e independientes que otorguen el derecho a extenderse sobre y frente al resto. Y las posturas comunitaristas atestiguan que el individuo está enraizado en una cultura que trama su forma de ser, siendo la primera obligación la de lealtad al tejido cultural que le da identidad (García Amado, 2003: 10). Pero, a pesar de lo dicho, la objetividad moral no se vería impedida por el imperativo de algunos relativismos, a saber: a) El relativismo inocuo, expresado en el interrogante que gira en torno a si nuestros juicios serían válidos en igual sentido para seres capaces de tener creencias y actitudes, que son como nosotros y mantienen diferencias en otros sentidos trascendentes; b) el relativismo benigno, en el que las normas de nuestra moralidad ideal discriminan entre el conjunto de circunstancias de hecho, y se acepta que lo que es moralmente correcto en un grupo social no lo es en otro. Este modelo se representa con las fórmulas: hacer x es correcto en la sociedad S1 con arreglo a la moralidad ideal M´, y hacer X es incorrecto en la sociedad S2 con arreglo a la moralidad ideal M´; c) el relativismo como pluralismo, sustentador de que, entre los planes de vida, hay muchos que son valiosos, no estando reñido con una única moralidad ideal. Esta tarea se logra delimitando los deberes relativos, sin caer en el particularismo; y d) el relativismo como indeterminación, que demuestra que el dominio de los conceptos morales no garantiza la ordenación de todas las acciones del hombre que encierran una relevancia de este tipo (Moreso Mateos: 9-10).
Los argumentos descritos y aplicados a la tolerancia de los grupos minoritarios en la Europa democrática muestran que se deben reconocer los particularismos culturales para ser iguales en los derechos las minorías y las mayorías. Los mecanismos jurídico-políticos que hay que potenciar en la protección de las minorías responden a su respeto, al derecho a su autonomía y libertad personal, lo que no obsta al establecimiento de límites cimentados en la dignidad humana (Fernández García, 1995: 73 y ss.; Gray, 2001; De Páramo Argüelles, 1993; Solar Cayón, 1996). En esta línea, el patrón habermasiano presenta los elementos que componen procedimentalmente el sistema de los derechos, destacando los de participación y el espacio de opinión pública. Para el filósofo, el paradigma procedimental acentúa normativamente la referencia de las igualdades jurídica y fáctica a las autonomías privada y pública. Para Habermas, los derechos sólo son gozados ejercitándose, su postura es la de la defensa del procedimiento argumentativo de búsqueda cooperativa de la verdad con los criterios de la capacidad de elección, la satisfacción de necesidades básicas y el igual poder de los sujetos morales en la determinación de lo correcto (De Asís Roig, 2001: 178; Habermas, 2001: 299 y ss., 498, 502-503 y 523).
La racionalidad de la justificación jurídica en forma de diálogo, sujeto a los principios del discurso práctico, debe ser completada con la constatación de las relaciones entre las normas y las razones para la acción, y la existencia y la efectividad del Derecho. Aquí es interesante subrayar que el grado de coherencia eleva la posibilidad de verdad, resumiéndose la discusión racional en unas reglas (Raz, 2001: 315; Redondo y Navarro, 1991: 225). Así, vemos que Aarnio trata el tema de cuáles han de ser las condiciones generales del discurso racional y las incluye dentro de una teoría procedimental del discurso racional. Alexy habla de la consistencia, la eficiencia, la coherencia, la universalidad y la sinceridad. Y Peczenick apela a una racionalidad mínima, entendiendo que la relación de reglas enunciadas por Alexy es reducible. Para el primero, no es posible graduar la consistencia, aunque sí se puede graduar el apoyo y la generalidad y, consecuentemente, la racionalidad. En concreto, no es conocible si el discurso es racional en sentido universal. Para Aarnio, sin embargo, el concepto de racionalidad mínima del que parte Peczenick es demasiado mínimo. La sinceridad y la eficacia no se pueden reducir a la generalidad y al apoyo (Aarnio, 1991: 253-260).
A su vez, la consideración de la diferencia como un principio jurídico-político se traduce en el fomento de mecanismos públicos que protejan las propias identidades. En el modelo de la ciudadanía diferenciada, nos hallamos ante un status político que se funda en que la ciudadanía está constituida, junto a los derechos individuales, por las peculiaridades colectivas de naturaleza cultural que pertenecen a los grupos de los que forman parte los individuos. En este plano, se visualiza una superación de la mera ciudadanía integrada, pues es menester que haga realidad la integración diferenciada de las minorías no exclusivamente como individuos, sino como grupos específicos (Añón Roig, Op.cit.: 228; Fariñas Dulce, 2000: 49; Rubio Carracedo, 2000: 22). La propuesta de una respuesta nueva en la perspectiva de la igualdad desde la diferencia nos conduce a secundar que la ciudadanía universal comporta un significado doble: el de la universalidad como generalidad, lo que los ciudadanos tienen en común y lo que les diferencia; y el de la universalidad en el sentido de normas y reglas que implantan el mismo trato para todos, aplicándose del mismo modo, sin considerar las diferencias individuales ni las de grupo.
Mas es ineludible compatibilizar y obtener la pertenencia (Peces-Barba Martínez, Op.cit.: 433-435; Rubio Carracedo, Op.cit.: 27 y 45). El tratamiento de la diferencia se ha de hacer por el reconocimiento de derechos, o por disposiciones en el marco de acciones afirmativas transformadoras de las causas que originan las desventajas con apoyo en una situación de desventaja, opresión y carencia de oportunidades vitales, siendo las más relevantes las que apuntan a las aportaciones de la ciudadanía social. Este juego de planteamientos reclama un tipo de gestión que proteja particularmente los derechos de las minorías, desplegando métodos que consigan la igualdad inclusiva entre todos los grupos diferenciados. En un mundo donde impera la globalización y los localismos, se reafirma una universalidad en la diversidad y una universalidad en la igualdad con respecto a lo diferente (Añón Roig, Op.cit.: 253; Häberle, 2001: 108 y ss.).
5. Conclusiones
En síntesis, debemos caminar hacia una concepción unitaria cuando intentemos comprender la diferencia y la igualdad. Ello indica que el legislador es consciente de que la norma que elabora, y en la que radica la igualdad en la ley, ha de aplicarse adecuadamente a las particularidades del caso, mostrándose restrictivo en el otorgamiento de las atribuciones judiciales y distinguiendo dos caminos: uno como criterio de ponderación en la aplicación normativa y otro como razón en la que se funda una decisión. En suma, un análisis lógico-formal riguroso no nos aportará la captación deseada, y más aún, cuando en los Estados democráticos la legislación es la instancia jurídica que se encarga de introducir cambios en el Derecho, reflejando o guiando el cambio social. En el campo judicial, la interpretación permite un margen para introducir ciertas modificaciones, dentro de lo que permita el sistema. En cuanto se refiere a la Administración y al Poder Ejecutivo, su capacidad para actuar como agentes del cambio social deriva, en gran medida, de que su función en el Estado contemporáneo se desenvuelve en el terreno de la normación que tiende a agrandarse cada vez más (Atienza, 2004: 169 y ss.).
A tal efecto, se evidencian algunas faltas de reconocimiento, éstas son la de que los grupos tienen una identidad cultural compuesta por un conjunto de tradiciones y prácticas y una historia intelectual y estética, y la de que esta identidad entraña un valor de gran relevancia (Martínez de Pisón, 2001: 12; Wolf, 2003: 108-109). Por eso, la conclusión es que los grandes problemas y soluciones del déficit en las técnicas de defensa y de justiciabilidad se han de plasmar en el plano político porque se requieren políticas públicas activas (Ferrajoli, 2006: 59-65).
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