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Frónesis
Print version ISSN 1315-6268
Frónesis vol.16 no.1 Caracas Apr. 2009
La normatividad en la teoría práctica de las reglas*
Roberto M. Jiménez Cano
Universidad Carlos III de Madrid Getafe-España robertomarino.jimenez@uc3m.es
* Este trabajo ha sido realizado en el marco del Proyecto Consolider-Ingenio 2010 El tiempo de los derechos CSD2008-00007.
Resumen
El presente trabajo intenta responder al carácter normativo de las reglas sociales a través de la conocida teoría práctica de las reglas de Herbert Hart. Como esta teoría fue sufriendo variaciones a lo largo de la vida académica de dicho autor, no sólo se dará cuenta de la explicación original de 1961, sino de todo su desarrollo durante los siguientes treinta años. Este repaso implica no sólo afrontar las exposiciones de Hart, las críticas a ellas vertidas, así como las interpretaciones, objeciones y consecuencias que han tenido tanto su idea original como sus revisiones.
Palabras clave: Teoría práctica de las reglas, normatividad del Derecho, obligación jurídica, razones para la acción, convencionalismo.
Normativity in the Practical Theory of Rules
Abstract
This study attempts to respond to the normative character of social rules through the well-known practical theory of rules by Herbert Hart. Since this theory has experienced variations throughout the academic life of the aforementioned author, the study will not only acknowledge the original 1961 explanation, but all of its developments during the following thirty years. This review implies not only confronting Harts explanations, but also the criticism poured out on them, the interpretations, objections and consequences that his original ideas as well as its revisions have had.
Key words: Practical theory of rules, normativity of law, legal obligation, reasons for action, conventionalism.
Recibido: 04-12-2008 Aceptado: 09-02-2009
1. Introducción
En toda sociedad compleja existe, según lo planteado por Herbert Hart, una regla de reconocimiento que sirve para reconocer o identificar las reglas sociales (y, por ende, las jurídicas) del grupo por medio de los criterios o características especificados por ella (Hart, 1961: 125, 137). Dicha regla de reconocimiento, una vez aceptada, impone un deber sobre los jueces consistente en considerar ciertos criterios específicos como identificadores de los estándares jurídicos que deben aplicar en sus decisiones (Hart, 1980: 7-8).
La pregunta a la que se enfrenta el presente artículo es la siguiente: ¿por qué la regla de reconocimiento impone un deber o una obligación a los jueces? Teniendo en cuenta que la idea de normatividad del Derecho hace referencia ya sea a la obligatoriedad o fuerza vinculante de las normas jurídicas (Delgado Pinto, 1996: 425; Bulygin, 2004: 16), bien a su consideración como razones para la acción a la hora de fundamentar un comportamiento (Raz, 1999: 354), la pregunta puede ser reformulada así: ¿cuál es el fundamento de la normatividad de la regla de reconocimiento?
Es cierto que el lector no profesional podría tener una duda previa a resolver: qué es la regla de reconocimiento. Brevemente, la regla de reconocimiento es una clase de regla social, en concreto una práctica social compleja, normalmente concordante, de los operadores jurídicos y los particulares de identificar el Derecho con referencia a unos criterios determinados. Como práctica social su existencia es una cuestión de hecho y, por tanto, es comprobable empíricamente, pero también dicha regla es Derecho, ya que proporciona los criterios para la identificación de otras reglas pertenecientes al sistema; nota que puede ser considerada como una característica definitoria del sistema jurídico (Hart, 1961: 137-139). En definitiva, la regla de reconocimiento sería el fundamento del derecho (Hart, 1961: 125).
Aclarados estos puntos, la cuestión previa se retoma en este sentido: ¿por qué los operadores jurídicos y los particulares tienen la obligación de obedecer al Derecho? La repuesta que Hart diera a esta pregunta es el objeto de los siguientes epígrafes. La contestación no es unívoca, por ello se comenzará, en el epígrafe segundo, ofreciendo la respuesta original y que entiende las reglas sociales como la conjunción de una regularidad de comportamiento y una actitud normativa hacia ésta, denominada aceptación, como elemento definitorio de la obligación jurídica (lo que se conoce como «teoría práctica de las reglas»). En segundo lugar, se describirá la crítica que Ronald Dworkin realiza a tal exposición poniendo de manifiesto que en la explicación original de Hart no hay nada de normativo. En los epígrafes cuarto y quinto se abordarán dos transformaciones de la explicación original: el primero estará motivado por un giro desde el punto de vista a través del cual se pueda comprender la normatividad, acercándose, así, a la idea de razones para la acción. El segundo será causado por la crítica dworkiniana y fundamentará la redefinición de la exposición original como únicamente válida para las convenciones sociales, desarrollándose, así, un convencionalismo en sentido fuerte o débil. Por último, el trabajo concluirá con una llamada de atención que pretenderá poner de manifiesto que el intento final de concebir la regla de reconocimiento como una convención social, puede contribuir a una mejor demostración de su fuerza normativa, pero a riesgo de modificar la idea original de tal hecho social.
2. La explicación original
La respuesta a la pregunta sobre la obligación de obedecer al Derecho había sido tradicionalmente clara, unidireccional y representada por las teorías iusnaturalistas: los jueces están obligados a obedecer el Derecho siempre que sea conforme con los principios morales o de justicia del Derecho natural (Delgado Pinto, 1996: 426). En resumen, siempre que el Derecho sea justo, éste impone a los jueces un deber o una obligación moral de obedecerlo. Sin embargo, HART, al moverse en una órbita iuspositivista fundamentada, entre otras, en la tesis de la separación conceptual entre Derecho y moral (Jiménez Cano, 2008b: 179-182), entenderá que un sistema jurídico no tiene necesariamente que apoyarse en la convicción de que existe una obligación moral de obedecerlo. Dicho de otra manera, la obligación que impone el Derecho no siempre es moral (Hart, 1961: 229). La idea de obligación propia del Derecho, entonces, no puede explicarse únicamente por medio de los valores o del concepto de obligación moral, sino a través de hechos sociales. John AUSTIN había explicado, con anterioridad, la idea de obligatoriedad jurídica como la probabilidad de castigar, por parte del soberano, las desviaciones de conducta de los súbditos respecto a los comportamientos prescritos en los mandatos o normas jurídicas de aquél. Dicho autor entiende que un mandato es la expresión de un deseo, pero un deseo que se diferencia de otros por la posibilidad de infringir un mal, esto es, de imponer una sanción al responsable de no haber cumplido con tal deseo o mandato. Esta responsabilidad por el incumplimiento del deseo se concibe, desde otro punto de vista, como una obligación o deber de obedecer el mandato o deseo, quedando así tanto el mandato como el deber y la sanción conectados inseparablemente. Cuando los elementos «mandato», «deber» y «sanción» entran en el juego de las relaciones entre soberano y súbdito la ejecución efectiva de la sanción no sólo deviene posible, sino probable por cuanto el soberano es superior a cualquier otro sujeto. Dicha superioridad del soberano y, por ende, la probable sanción en caso de incumplimiento de sus mandatos conducen a un hábito de obediencia de la mayor parte de los súbditos a los deseos del soberano, esto es, aquel que no tiene hábito de obediencia a otro y quien recibe obediencia habitual de la mayor parte de una sociedad dada (Austin, 1832: 14-17 y 193-194).
El modelo de Austin, sin embargo, le parecerá insatisfactorio a Hart, quien propondrá explicar la idea de obligación a través de la concepción de las normas como reglas. Las reglas, en la concepción de este autor, son prácticas sociales que envuelven dos aspectos, uno externo y otro interno. En primer lugar, un hábito o una conducta regular uniforme. Es decir, se trata de una regularidad fáctica o reiteración concurrente o convergente de un comportamiento que conforma un patrón de conducta (aspecto externo). En segundo lugar, una actitud crítica, vista como legítima, por parte de los sujetos de un grupo, ante uno mismo y los otros, frente a la desviación presente o amenazada de la conducta reglada (aspecto interno). Su desviación sería una buena razón para la crítica. El aspecto interno tendría su expresión característica en expresiones del tipo «yo debo», «tú tienes que», «deber», «correcto» o «incorrecto». Tal y como se ha expuesto, en la teoría de Austin el concepto de obligación quedaría reflejado en la imagen según la cual un empleado de banca entrega el dinero ante la orden respaldada por amenazas de un asaltante. Sin embargo, el empleado ¿se vio obligado a ello o tenía la obligación de hacerlo? A juicio de Hart, parece que la mejor descripción de la situación entre el empleado y el asaltante sería decir que el empleado se vio obligado a entregar el dinero y no que tenía la obligación de hacerlo. Para Hart, el enunciado «verse obligado» es principalmente un enunciado psicológico que se refiere a las creencias y motivos que acompañaron a una acción, mientras que el enunciado «tener la obligación» es de un tipo muy distinto. En principio, un enunciado del tipo «tener la obligación» es totalmente independiente de si se hizo o no lo que se tenía que hacer, mientras que el enunciado «verse obligado» lleva aparejado que efectivamente se hizo algo. Además, un enunciado del tipo «tener la obligación» implica la existencia de una regla, sencillamente porque denota que el no hacer algo sobre lo que se tiene obligación de hacer acarrearía una crítica justificada (Hart, 1961: 102-107). La disposición continua por parte de los individuos participantes en la práctica de considerar tales patrones de conducta como guías de su propia conducta futura y como estándares de crítica, los cuales pueden legitimar reclamos y varias formas de presión para exigir conformidad hacia ellas, es denominada «aceptación» (Hart, 1994: 32).
Recapitulando, la existencia de una regla social requiere, por un lado, la concurrencia de un comportamiento grupal que conforma un patrón de conducta y, por otro, la actitud continuada de los miembros de ese grupo tanto de tomar tal patrón de conducta como guía de su comportamiento como de reaccionar críticamente contra cualquier desviación de dicha conducta. Esta explicación «ha llegado a conocerse como la teoría práctica de las reglas en virtud de que trata las reglas sociales de un grupo constituidas por una forma de práctica social que comprende, tanto patrones de conducta regularmente seguidos por la mayoría de los miembros del grupo, como una distintiva actitud normativa hacia esos patrones de conducta, a la cual he llamado aceptación» (Hart, 1994: 32). La aceptación, en resumidas cuentas, permite considerar el comportamiento practicado como una regla obligatoria. Sin embargo, en esta explicación se abren varias interrogantes con respuestas no muy claras. Por ejemplo, ¿por qué razón los individuos aceptan las reglas?, ¿la existencia de un comportamiento regularmente convergente es suficiente para seguir dicho comportamiento, criticar la conducta desviada y justificar la presión social ante ésta? La respuesta de Hart parecía sencilla: un individuo acepta la regla porque tiene razones morales o prudenciales para ello, tales como cálculos interesados a largo plazo, interés desinteresado en los demás, una actitud tradicional o incluso el mero deseo de comportarse como lo hacen los otros (Hart, 1961: 250-251).
3. La crítica
La concepción de la idea de obligación descrita en la teoría práctica de las reglas, fue objeto de crítica por Ronald Dworkin, quien, reconociendo que la provisión de razones y el establecimiento de deberes son rasgos de normatividad, mostró que ésta no puede provenir de un mero estado fáctico de cosas -como es la regularidad y cierta actitud de comportamiento concurrente-, sino de un concreto estado «normativo» de las cosas o, en su visión, de la existencia de razones morales que realmente definen la tenencia de un deber de aceptar la regla. En opinión de Dworkin, el deber que fundamenta la obligación de los jueces de seguir la regla no puede ser, por ejemplo, el deseo de comportarse como lo hacen los demás, sino la afirmación de que los jueces tienen precisamente tal deber (Dworkin, 1977: 107-111).
El error de Hart sería, a juicio de Dworkin, no distinguir entre dos tipos de obligación: la obligación por convicción y la obligación por convención. De acuerdo con la primera, los agentes de una comunidad verán una regla como obligatoria por convicciones morales, con independencia de que haya concurrencia de convicciones. Sin embargo, en el segundo caso, los agentes de una comunidad verán una regla como obligatoria cuando concuerden en este hecho y precisamente lo ven así porque coinciden en ello (se acepta porque todos los demás la aceptan, con independencia de su verdad sustantiva). Si, para la teoría práctica de las reglas, la obligatoriedad de una regla proviene, exactamente, de una concurrencia de actitudes, entonces dicha teoría no puede explicar todas las reglas sociales, sino sólo las convenciones (Dworkin, 1977: 111; 1986: 135-136).
De esta manera, la teoría práctica se debilita, ya que podría ser que por lo menos parte de los jueces se sintieran obligados más por convicción que por convención (Dworkin, 1986: 111).
4. La conversión
Tras estos embates a la normatividad de las reglas sociales como reglas obligatorias y con el renovado auge de la teoría de las razones para la acción en los últimos años de la década de los setenta y primeros de la de los ochenta del pasado siglo se empezó a concebir la normatividad de las reglas no en clave de deberes y obligaciones, sino en términos de razones para la acción. Esta idea se basa en que los individuos actúan de manera racional, deliberando, oponiendo o ponderando las razones o motivos que tienen para hacer o abstenerse de hacer algo. Si el elemento normativo de las reglas sociales, la aceptación, no puede ser satisfactoriamente comprendido en términos de obligación, dicha aceptación puede verse como el reconocimiento de los individuos de tratar la regularidad de comportamiento de la regla como una razón para la acción (Schauer, 1991: 183-188). O, dicho de un modo más sencillo, la aceptación sería una actitud interior del agente que permite convertir las reglas en razones para la acción. Si en efecto la aceptación no es más que la asunción voluntaria por parte de un individuo de que la existencia de la regla cuenta entre sus deliberaciones prácticas o de comportamiento, entonces la cuestión de la normatividad se ha convertido en un asunto de razones para la acción.
De hecho, parece que la existencia de una regla supone para un individuo aceptar que dicha regla cuenta en su consideración o deliberación para actuar en tres cursos de acción diferentes. En primer lugar, significa aceptar que cuenta en su deliberación o balance de razones para guiar su conducta de acuerdo con el patrón de comportamiento de la regla. En segundo lugar, es tomada en consideración como una razón para criticar el comportamiento desviado. En tercer y último lugar, es tomada como una razón que justifica el ejercicio de una presión social sobre los miembros del grupo para que conformen su conducta con la regla (Marmor, 2001: 2-3).
Este paralelismo entre reglas sociales y razones para la acción fue puesto de manifiesto por Hart al afirmar que «el reconocimiento general en una sociedad de las palabras del superior como razones perentorias para la acción es equivalente a la existencia de una regla social» (Hart, 1982: 96). De esta manera, que una sociedad reconozca a una persona (o institución) como autoridad práctica, es decir, tome sus palabras como razones para actuar conforme a esas palabras (Raz, 1985: 229) equivale a que dicha sociedad toma las conductas prescritas en sus palabras o directivas como guías de su propio comportamiento; las utiliza como críticas ante la conducta desviada; y, finalmente, las usa como justificaciones de la presión social ante la desviación. Desde el punto de vista de las razones para la acción, las reglas sociales serían, pues, razones perentorias, esto es, razones que excluyen toda deliberación, debate o argumento. El concepto de razón perentoria es similar al de razón excluyente (razón de segundo orden negativa) que usa Raz, esto es, una razón para no actuar según otras posibles razones (Raz, 1975: 39-ss y 226-ss; 1979: 32). Ahora bien, además de perentorias, las reglas sociales son razones independientes de contenido en el sentido de que pretenden funcionar al margen de las razones que se tuvieran para llevar a cabo la acción (Hart, 1982: 92-93; Bayón, 1991: 38).
Un punto a destacar en esta configuración es que las razones que proporcionan las reglas sociales están siempre basadas en una regularidad de comportamiento. Dicha regularidad de comportamiento será la razón para, como se ha señalado anteriormente, guiar la propia conducta, criticar el comportamiento desviado y legitimar el ejercicio de una presión social sobre éste. No obstante, tal razón no le parece a Raz suficiente para explicar la normatividad de todas las reglas sociales sino sólo de las convenciones, coincidiendo, así, aunque por otros motivos con la crítica dworkiniana (Raz, 1975: 60-65).
La teoría práctica de las reglas, recuérdese que se trata de la explicación de las reglas como un tipo de prácticas sociales, no obstante, parecía insatisfactoria para explicar la normatividad de todas las reglas sociales bien sea por la tradicional vía de la idea de obligación o por vía de razones para la acción. Serán estas críticas las que lleven a Hart a matizar, con posterioridad, que su teoría práctica no sirve para explicar todas las reglas sociales, sino sólo una categoría de éstas: las convenciones sociales. La diferencia entre una convención y cualquier otra regla social es clara. Las reglas sociales no convencionales están constituidas por el hecho de que los miembros de un grupo han concurrido en su comportamiento, pero por diferentes razones. Sin embargo, en las reglas sociales convencionales los miembros han convergido en su conducta al menos por una misma razón: porque otros individuos también se comportan así (Hart, 1994: 33). Esta rectificación añade un dato importante a la teoría, consistente en mostrar que una razón necesaria para seguir una convención social consiste en que los otros también la siguen. En conclusión -y dicho en términos de Andrei Marmor-, sólo en algunas circunstancias especiales una razón para seguir la regla sería que los otros también la siguen: «a saber, en aquellos casos donde la regla en cuestión es una convención social. Pero, desde luego, no todas las reglas sociales son convenciones» (Marmor, 2001: 4-5).
5. La regla de reconocimiento como regla convencional
El reconocimiento de Hart de que todas las reglas sociales no son convenciones y que, por tanto, su teoría práctica sólo es aplicable a las segundas podía poner en peligro la regla de reconocimiento. Sin embargo, será el propio Hart quien la pondrá a salvo al señalar, explícitamente, que la regla de reconocimiento es, en efecto, una regla convencional (Hart, 1994: 33). Las preguntas relevantes son, ahora, qué tipo de convención es y cómo se concibe su normatividad.
Básicamente han sido tres las opciones que se han mantenido sobre el tipo de convención en que consiste la regla de reconocimiento; opciones que van desde entenderla como una convención de coordinación, una convención constitutiva o una actividad cooperativa compartida.
Los autores partidarios de considerar la regla de reconocimiento como una convención de coordinación han sostenido que el propósito de aquélla sería resolver problemas recurrentes de coordinación. De este modo lo entendió Jules Coleman en un primer momento, haciendo extensiva esta opinión al propio Hart, aunque este último no caracterizara expresamente a la regla de reconocimiento como una convención de este tipo (Coleman, 1998: 117).
A continuación, se intentará explicar el concepto y la función de una convención de coordinación. Imagínese que una persona llama por teléfono a otra. En medio de la conversación, la comunicación se interrumpe. Piénsese que ambos prefieren esperar a que el otro llame o, por el contrario, que ambos prefieren llamar. En ambos casos, si cada agente involucrado actúa por su propia preferencia, la comunicación será infructuosa, ya porque ninguno llamaría al otro, o porque, al llamarse al mismo tiempo, ambos tendrían la línea ocupada. Este caso es un ejemplo de un comportamiento que necesita ser coordinado. Otro ejemplo clásico es el de la circulación en automóvil. En una carretera de dos carriles y doble sentido, si cada agente circula por el carril y sentido que prefiera podría ocurrir un accidente (Lewis, 1969: 78-ss; Postema, 1982: 165-203; Narváez, 2004: 309-341)
Por tanto, un problema de coordinación puede darse cuando varios agentes tienen posibles modos de actuar o distintas preferencias respecto al modo de conducta mutua y cada agente elige su propio modo de actuar. En este sentido, entre varias alternativas de comportamiento abiertas ante ellos en una circunstancia determinada, cada agente tiene una preferencia más fuerte para actuar según su propio criterio que para hacerlo según los criterios de los demás. No obstante, los problemas de coordinación se pueden resolver fácilmente eligiendo, más o menos arbitrariamente, una alternativa y afianzando una uniformidad de acción entre ellos. Por ejemplo, que el que llamó primero vuelva a hacerlo mientras que el otro espera o que todos los que van en el mismo sentido circulen por la derecha. Se entiende, de esta manera, que es instrumentalmente racional coordinar la acción de los agentes entre sí (Green, 1999: 41).
Ahora bien, cuando un problema concreto de coordinación es recurrente, es decir, se repite, y el acuerdo es difícil de obtener, debido principalmente al gran número de agentes involucrados, es muy probable que surja una convención social. Las convenciones aparecen, pues, como soluciones a problemas recurrentes de coordinación precisamente en aquellos casos en que los acuerdos son difíciles o imposibles de obtener (Marmor, 2001: 7). Ante la falta de un acuerdo, y debido a los problemas que acarrearía comportarse como cada uno prefiere -por ejemplo, no hablar por teléfono o colisionar con otro vehículo que circula en la misma dirección pero en sentido contrario-, los individuos tienen una preferencia no ya por su propio modo de actuar, sino por comportarse tal y como los otros individuos lo hacen. Es, entonces, de esa preferencia por actuar coordinadamente y de tal regularidad de comportamiento de la que surge la coordinación.
De esta explicación pueden extraerse tres aspectos de las convenciones de coordinación. En primer término, que una convención es una regularidad en el comportamiento de los individuos que se mantiene, en parte, por la creencia en que tal regularidad se seguirá manteniendo. En segundo lugar, que dicha creencia, junto con otras creencias y deseos, genera la preferencia de comportarse manteniendo la regularidad. Y, en tercer y último lugar, que el comportamiento coordinado es fruto de esa regularidad de la conducta, y no su causa ni su justificación (Narváez, 2004: 299).
Otros autores, sin embargo, consideran que las opciones y problemas que se encuentran en una regla de reconocimiento son mucho más complejos que los que se dan en un problema de coordinación. Por ello, lo conveniente es aplicar a la regla de reconocimiento no la idea de convención de coordinación, sino la de convención constitutiva. Para que haya una convención de coordinación se debe conocer el problema de coordinación y las preferencias de los agentes. Sin embargo, estas condiciones no se dan en las prácticas sociales convencionales más comunes. Por ejemplo, sería una torpeza considerar a las reglas (constitutivas) del ajedrez como una solución a un problema recurrente de coordinación, puesto que antes de contar con las reglas que crean el juego de ajedrez no existiría problema de coordinación alguno en este juego, ya que no existiría el juego. No obstante, es cierto que una vez comenzado el juego podrían aparecer algunos problemas de coordinación que pueden ser salvados por convenciones adicionales. De la misma forma que en el ajedrez, antes de la regla de reconocimiento no había ningún problema jurídico a resolver, no habría nada que coordinar pues no existiría el Derecho. Por ello, la idea de convención aplicable a la regla de reconocimiento sería la de una convención constitutiva, esto es, una convención que determina lo que es la práctica y cómo uno debe comprometerse con ella (Marmor, 2001: 12-14; 2006b: 347-371; Vilajosana, 2003: 58-60; 2007: 44-45).
En este sentido, la regla de reconocimiento, al determinar lo que la práctica es, resulta similar a las reglas del ajedrez (Marmor, 2006a: 3-4) o de cualquier otro juego. La misma opinión parece desprenderse de las palabras de Gregorio Robles, para quien antes de la convención el juego de ajedrez no existe; éste sólo existe tras la convención. Por este motivo, la convención que crea el juego es una convención creadora del ser del juego y puede ser tratada como una convención óntica (Robles, 1984: 35-36). Tal comparación entre las reglas del ajedrez y el concepto de Derecho no es novedosa, ya que fue establecida con anterioridad por Alf Ross (Ross, 1958: 34-40).
Un último argumento contrario a concebir la regla de reconocimiento como una convención de coordinación sería que ésta no puede explicar por qué la conducta de algunos jueces es o podría ser una razón para el actuar de otros. Dicha explicación, no obstante, podría encontrarse en otro tipo convencional como el de la «actividad cooperativa compartida» (Coleman, 2001: 94). Una forma de explicar la normatividad de las convenciones sociales ha tenido, pues, como base la denominada «actividad cooperativa compartida», cuyos rasgos principales serían (Bratman, 1992: 328):
1. La sensibilidad mutua: en una actividad cooperativa compartida cada agente participante intenta ser sensible a las intenciones y acciones del otro, sabiendo que el otro también intentará ser sensible. O, dicho de otra manera, cada uno busca guiar su conducta con un ojo puesto en la conducta del otro, sabiendo que el otro busca hacer lo mismo.
2. El compromiso a una actividad conjunta: en una actividad cooperativa compartida cada uno de los participantes tiene un compromiso apropiado, aunque quizá, por razones diferentes a la actividad conjunta. Su mutua sensibilidad se encuentra en la persecución de ese compromiso.
3. El compromiso de apoyo mutuo: en una actividad cooperativa compartida cada agente se compromete a apoyar los esfuerzos del otro para jugar su papel en la actividad conjunta. Estos compromisos en apoyarse mutuamente les sitúan en una posición de realizar la actividad conjunta con éxito, aun cuando sea cierto que necesiten ayuda. Lo que permite ese compromiso mutuo es una intención a favor de la actividad conjunta, pese a que cada agente pueda tener tal intención por razones diferentes (en el caso de pintar una casa conjuntamente, uno puede tener la intención de tener la casa recién pintada y otro la de hacer ejercicio).
Desde estas premisas, se ha pretendido aproximar dicha estructura de las actividades cooperativas compartidas a la figura de la regla de reconocimiento. Así, una regla convencional de reconocimiento es un tipo de la clase de prácticas en que consisten las actividades cooperativas compartidas. Y ello porque es la práctica de los operadores jurídicos de comprometerse en un conjunto de criterios de juridicidad la que exhibe tales rasgos de las actividad cooperativa compartida. En efecto, los jueces coordinan su conducta entre sí, por ejemplo a través de los precedentes jurisprudenciales, que es la manera en la que ellos son sensibles entre sí (la vinculación de los tribunales de apelación hacia los jueces y tribunales inferiores). No en vano lo que un juez hace en un caso particular depende de lo que han hecho otros jueces, esto es, un juez es sensible a las intenciones y acciones de otros (Coleman, 2001: 96-98; Himma, 2002: 132; Shapiro, 2002: 432; como crítica véase Dworkin, 2006: 213-216).
Otro argumento a favor de esta forma de articular la regla convencional de reconocimiento consiste en entender que la noción de una actividad cooperativa compartida podría contribuir a una explicación de cómo una práctica social puede dar lugar a obligaciones. Desde esta perspectiva no habría ningún misterio en comprender cómo los compromisos conjuntos pueden dar lugar a obligaciones en la medida en que éstos inducen a la confianza y a un juego justificado de expectativas (Himma, 2002: 132). En este sentido, tales compromisos podrían equivaler a una promesa. Una promesa se satisface cuando un sujeto hace algo en el futuro precisamente porque prometió hacerlo. El sujeto crea (y acepta) un motivador externo (una razón para la acción) que le obliga (Searle, 2000: 25 y 226; 2005: 11 y 21; Jiménez Cano, 2008a: 683-701).
Para aquellos que entiendan la idea de obligación referida exclusivamente a parámetros de moralidad puede que no queden satisfechos con la explicación de la normatividad de la teoría práctica de las reglas, pero para quienes consideren que aquélla no necesariamente queda vinculada con la moral pueden encontrar en el concepto de aceptación o, como se verá seguidamente, en el de razón social un elemento sugerente de la explicación de la obligación jurídica. En efecto, se puede decir que se está ante una regla convencional cuando parte de las razones para seguir (o aceptar) una regla es que otros también la siguen. Como señala Marmor, seguir una regla, algo diferente a actuar de acuerdo con ella, trae consigo que el agente considere la regla como una razón para la acción y quizás una razón para ejercer presión sobre otros para obedecer la regla (Marmor, 2006b: 354). De esta manera, dicha razón se configura como una razón social y entre las razones para seguir una regla esta razón social siempre tiene que estar presente («yo intento» sólo como parte de «nuestro intento»).
Esto quiere decir que cuando unas personas actúan por la misma razón social en el contexto de una práctica social deben creer, uno, que los otros actúan de forma similar y, dos, que esto es mutuamente creído por todos (Tuomela, 2002: 78-93). En este sentido, una práctica social consiste en «hacer algo juntos». Ese «hacer algo juntos» que define a las prácticas sociales queda reservado no para hacer algo al mismo tiempo (como cuando las personas que esperan en el andén de una estación suben todas juntas al tren cuando éste llega y abre sus puertas), sino para aquellos casos en que se da algún tipo de unidad sistemática en la actividad que se realiza juntos (Smith, 2006: 269). Esa unidad sistemática viene cubierta por la ya mencionada razón social. Entre las otras razones («razones primarias») para seguir una regla convencional puede, como se apuntó anteriormente, haber razones prudenciales o razones morales, pero las razones que sean no vienen determinadas por la propia regla convencional (Marmor, 2001: 32-33).
Conclusión
Admitir que los fundamentos del Derecho se encuentran en una convención (convencionalismo en sentido débil) no significa necesariamente asumir que dicha convención tenga un contenido normativo (convencionalismo en sentido fuerte). De hecho, no todos los autores convencionalistas consideran que una convención puede ser el fundamento de la normatividad jurídica. Personalmente soy de los que piensan que ni todo lo normativo es necesariamente moral ni que las razones de la aceptación tengan que ser necesariamente morales. Es más, se me ocurren multitud de reglas sociales que acepto o podría aceptar por razones meramente prudenciales.
En todo caso, la cuestión que deseo resaltar en estas palabras finales es que la concepción de la regla de reconocimiento como convención que HART daba en 1994 no se encontraba en su cuenta original de 1961. En el Post Scriptum la concurrencia de actitudes presente en la regla de reconocimiento es parte de las razones que los individuos tienen para su aceptación (Hart, 1994: 33). Sin embargo, como hace notar Julie Dickson, no hay nada en la explicación original de Hart de la regla de reconocimiento en El concepto de derecho que apoye la idea de que tal regla se está concibiendo como una regla convencional. En efecto, no se señaló que una de las razones que siempre debe estar presente para aceptar la regla de reconocimiento fuera que otros también la siguen. Pero tampoco que la práctica común de los jueces constituye parte de las razones que tiene cada juez para tratarla como obligatoria (Dickson, 2007: 379-383). En este sentido, y en el mejor de los casos, podría considerarse que la conversión de la regla de reconocimiento en una regla convencional ha conseguido una satisfactoria descripción de su carácter normativo, pero a costa de alejarse de la explicación original de aquélla.
Lista de Referencias
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