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Frónesis

Print version ISSN 1315-6268

Frónesis vol.17 no.1 Caracas Apr. 2010

 

Realización de la libertad. Aproximaciones al derecho, el estado y el poder en Kant *

Max Maureira

Centro de Filosofía Clásica Alemana Argentina maxmaureira@yahoo.com

A Juan Bustos Ramírez, in memoriam

* Este trabajo fue escrito en el marco de una estancia postdoctoral (postdoctorado), en la Universidad de Heidelberg (Alemania). Agradezco al prof. Jens Halfwassen la posibilidad de la misma, y a Tobias Dangel por las muchas discusiones que, en parte, se reflejan en este trabajo.

Resumen

El presente trabajo se dedica a confrontar la libertad de la voluntad, o libertad interior, en cuanto principio, con la libertad política, o exterior, en el entendido que esta última, siguiendo a Kant, constituye la experiencia de sí misma y, por tanto, un momento de la libertad plena. Pues bien, al considerarse aquí la exterioridad de la libertad a partir de unas circunstancias especiales, las latinoamericanas, se advierte en primer lugar su consagración en los trasladados textos jurídicos fundacionales. Sin embargo, en la realización de la libertad no es esto lo determinante, según se demuestra luego, sino la asunción de esta exterioridad, es decir, la interiorización de la misma, saberla y quererla.

Palabras clave: Kant, libertad, derecho, Estado, poder.

The Realization of Freedom Approaches to Law, the State and Power in Kant

Abstract

This study is dedicated to contrasting freedom of will, or internal freedom, in terms of principle, with political or exterior freedom, with the understanding that the latter, according to Kant, constitutes experience in itself and therefore, a moment of complete liberty. On considering the exteriority of freedom in this study, based on some special Latin American circumstances, in the first place, its establishment can be observed in the transferred foundational legal texts. Nevertheless, in the realization of freedom, this is not the determining factor, as is later demonstrated, but rather the assumption of this exteriority, that is, the interiorization of the same, knowing it and wanting it.

Key words: Kant, freedom, law, State, power.

Recibido: 09-06-2009 Aceptado: 26-09-2009

1. Introducción

Al actuar de manera independiente a la experiencia, uno se pone más allá de ella. A esta independencia, Kant la refiere como libertad (Kant, 1997, V: 34). Que uno actúe libremente, quiere decir que lo hace entonces, dicho en términos kantianos, conforme a leyes de la libertad, y no de la naturaleza.

Con libertad a secas, Kant se refiere a la plena, a la libertad sin ninguna otra referencia que no sea a ella misma. Con ésta relaciona al derecho; no ese o este otro, ni tampoco una parte del mismo, sino el conjunto, pero, ciertamente, no un conjunto particular, sino, aquí también el derecho sin más. En el derecho se condiciona la libertad (Kant, 1997, VI: 227). Con esto, Kant insinúa que la necesidad de esta relación se reconoce en su realización, a saber, en que el derecho y la libertad se den. Pero si la libertad y el derecho se dan, si se disponen, si se objetivan, entonces, ya no se trata de ellos en sí mismos, sino, en cuanto puestos, de su determinación en cuanto tal o cual. Así pues, si la libertad se determina, se disuelve; ella ya no es ya plena, sino, más precisa, es lo determinado, lo puesto. Así, esto es, a su vez, lo que resulta condicionado por el derecho.

Que la libertad y el derecho presupongan su disposición, su objetividad, quiere decir entonces que, mediante ella, la presupuesta libertad de cada uno no sólo resulta realizada, objetivándose, sino que, como tal, queda, respecto a uno mismo, remitida afuera. Al actuar libremente dispongo, en efecto, lo libre. A esta disposición, a las condiciones de todas ellas, se refiere el derecho, cuya organización, al no ser la mía, me es externa. Con todo, no es que se trate de otra libertad, es la misma; lo que ocurre es que, al darse, al realizarse en sus distintas maneras, se deja delimitar por la de los demás, a saber, de acuerdo a Kant, por el derecho. A éste, así concebido, en cuanto exterioridad de la libertad, en cuanto libertad interna que se deja limitar por la de los otros, se refiere, sobre todo, Fichte (1979). Una comunidad libre se organiza jurídicamente, es decir, exteriormente, en el entendido que lo organizado en ella es, en relación a sus miembros, su libertad interna. Volviendo a Kant, aunque la libertad externa de cada uno se organice, v. gr. como derecho, la interna se reconoce allí fuera, por cuanto se trata de la misma libertad. Ahora, la cuestión es cómo se relaciona esta libertad externa, común, política, con la plena, interna, cómo es que ella se reconoce a sí misma allí fuera, conciliando esta exterioridad consigo.

Al respecto, lo primero que Kant advierte, es lo que se viene insinuando: que se trata siempre de la misma libertad, sólo que en distintos momentos, a saber, como principio y como experiencia. Precisamente por esto, si, tratándose de la libertad sin más, se la considera, en lugar de integradamente, en su pura objetividad, esto es, en uno sólo de sus momentos, el externo u objetivo, el de su organización externa, v. gr. el considerado por el derecho, es decir, sólo como experiencia, entonces el análisis emprendido es parcial, se reduce a ésta. Y como las leyes que rigen la experiencia no son las de la libertad, sino las de la naturaleza, no hay que buscar en esta reducción nada relacionado con aquélla. Kant sugiere así, o da por sobreentendido, que la libertad como principio, al condicionarse como derecho, se sabe no obstante siempre, su realización es una autolimitación y, por eso, ésta no puede poner nunca en cuestión que ella misma es lo esencialmente constitutivo del derecho, ni que, una vez puesta como tal en éste, es también, frente a lo puesto, la prerrogativa o derecho más originario “que corresponde a cada hombre en virtud de su humanidad” (Kant, 1997, VI: 237) (1). Pero si este supuesto, que cada hombre, más allá de su organizada objetividad, sabe de la libertad, no se da, si, por tanto, uno desconoce su propia libertad, si no se quiere aun en ella, ¿cómo puede llegar a reconocer estos momentos?

2. Libertad como reconocimiento

Con la distinción sugerida por Kant, entre, por un lado, la libertad como principio y, por otro, como experiencia, es decir aquí, como hecho organizado externamente por el derecho, se mienta una ya referida disyunción de la libertad. A la puesta, objetiva, a saber, a la organizada por el derecho, se opone la plena, subjetiva. O dicho de otro modo, a ella, interior, se contrapone la organización de la exterior. Por ahora, quede este supuesto kantiano ya insinuado, que la libertad sin más se entiende subjetivamente, nada más anotado.

Que la libertad se exteriorice y, objetivada, se regule como derecho, como ley, pero también, y de modo simultáneo, como prerrogativa, supone, aunque Kant no es explícito a este respecto, que la libertad sin más, a diferencia de la organizada objetivamente, no es mentada como mero resultado, sino como acción pura. Efectivamente, una vez determinada, la libertad no es más acción, es hecho, acto, condicionado externamente por el derecho y, ciertamente, por un derecho concreto.

Así, en el derecho, junto con concretarse el reconocimiento de la libertad sin más, se concretan también sus límites. Ahora, que la libertad, al disponerse como derecho, no se remita más allá de sí, dado que ella es la que se pone, dándose en éste sus propios límites, no implica que las condiciones de este darse, al ser empíricas, sean iguales. Por eso el derecho dispuesto es distinto, tratándose de unas u otras. Como esto tampoco implica que este darse sea definitivo, que el derecho se ponga, por así decir, de una vez para siempre, la propia libertad se autorregula en éste mediante derechos. Al disponer la libertad sus condiciones en el derecho, ellas quedan remitidas a ésta. Que esta remisión a sí misma se haga efectiva, que se conserve, es lo que garantizan los derechos.

Luego, conforme al derecho sin más, la común igualdad en la libertad no mienta aun una realización empírica, esto es, una manifestación de la libertad de una forma u otra, que, en base a un contexto o a unas costumbres particulares, resulta condicionada de un modo específico. Aquí ella está aun allende toda experiencia. Pero, en cuanto se da, en cuanto se objetiva, se la experimenta, aquí sí, como derecho concreto, correspondiente a un modo de vida en base al cual se realiza. En el derecho objetivo ya no se trata entonces del derecho sin más, sino de uno específico y, por supuesto también, de mí, en cuanto objetividad, considerado en éste.

Así, lo que se define en el derecho, mediante el reconocimiento de la libertad de cada uno, es un reconocimiento originario, “absolutamente primero”, a saber, que soy libre, que cada uno lo es (Kant, 1997, III: 310). Como esto quiere decir, según Kant, que la libertad de uno queda limitada, condicionada por la de los demás, este reconocimiento precisa un condicionamiento que, dada la igual libertad, ha de quedar más allá de cada uno, ha de ser exterior. Con todo, porque esta exterioridad, en cuanto objetividad, no es más que un momento de mi libertad, que se condice con el otro, el de la interioridad o subjetividad, puedo reconocerme como tal allí fuera, al distinguirse ambos momentos a partir de mí. De modo entonces que los límites dispuestos en el derecho no son sino limitaciones exteriores que la misma libertad asume como momento suyo.

Ahora bien, esto quiere decir también que, en las limitaciones de la libertad, en el derecho, está implicado un poder. Al realizarse, la libertad deviene un acto, no meramente externo, objetivo, sino un acto que, en su libertad, sabe de sí, que, por eso, se quiere y autoreconoce en esta referencia. A esta libertad de la voluntad, a ella en cuanto acto, se opone, no obstante, la libertad que, organizada como derecho, condiciona los resultados, los hechos que surgen a partir de aquélla. Al poder de la libertad de la voluntad, al poder del querer de cada uno, concretado en actos del propio quehacer, se contrapone entonces, dicho de otro modo, el de la libertad común, política, que, dispuesta, lo organiza, limitándolo. En la medida en que, no obstante, estos límites se reconocen como condiciones de sí misma, la libertad supera la exterioridad de esta limitación, asumiéndola como propia.

En cambio, al no darse este supuesto, los límites no pueden reconocerse como necesarios y, sin esto, constituyen un poder que, respecto a la voluntad de cada uno, violenta. Como precisamente a partir de esta oposición se constituye la libertad misma, al faltar la libertad de la voluntad, falta la libertad sin más. En efecto, lo que yo quiero se fragua en una tensión constitutiva con lo que yo puedo, siendo en el derecho donde se instituye esto último. Quien no se sabe libre, es incapaz de reconocerse en estos momentos. Por eso, en la libertad dispuesta como puro límite a lo posible, él encuentra uno a lo que simplemente puede, y no aun a lo que quiere. Así dispuesta, la libertad institucionalizada se configura entonces como límite de lo posible, no de lo querido.

3. Derecho y Subjetividad

La disposición de la libertad, la organización de sus condiciones, implican espacio y tiempo; el dónde y cuándo ello se pone. El espacio y el tiempo son condiciones de posibilidad de toda experiencia; son, como Kant las llama, intuiciones puras (Kant, 1997, IV: 32-36). Que la libertad se disponga, implica que ella al darse, sabe al mismo tiempo de este proceso, lo quiere, porque es el suyo. Por eso, que la libertad se declare, constituye una mera formalidad si ella, con la declaración, no sabe de sí; si no se quiere y reconoce en ésta.

Al recordar a Juan Bustos Ramírez, las circunstancias históricas singulares en que esto debe ser abordado, han de ser, eminentemente, las latinoamericanas. Aquí, al disponerse en cada declaración, al quedar incluso institucionalizada, la libertad se realiza en un momento en que aun no sabe de sí, en que aun no se quiere. Sólo al configurarse la libertad de la voluntad, este momento es asumido como exterioridad de sí, dejando de ser ella la pura formalidad declarada (2).

América fue ordenada primero, tras la llegada de los europeos, de acuerdo a una comunidad universal, que, concibiéndose así, determinó, conforme a una religión universal (católica), una economía semifeudal, una organización estamental, una corona (monarquía) y un derecho común (romano), el lugar y límites de cada uno en ella (Zavala, 1948: 9-93; Carmagnani, 1976: 80 ss.; Konetzke, 1984: 35-49 y Konetzke, 1967: 1-77). Quienes fueron ordenados bajo esta forma, por supuesto, no sabían nada de éste, ni tampoco de la ordenación respectiva de acuerdo a los mentados patrones: impíos, vasallos, miserables e incapaces (Solórzano, II: 422). Al despliegue de sus costumbres, organización y modo de vida, que fueron toleradas, se le impusieron dos límites últimos: la religión y el derecho (español o portugués) (González, 1995: 39; Levaggi, 1991: 79-91) (3). Aquí, ambos límites no son aun los de la libertad que se sabe y quiere, sino del poder exterior que ordena, de la voluntad de ese poder. Una vez que se introducen en estos dominios las instituciones que realizan la libertad moderna, v. gr. el Estado (cf. Hegel, 1970, VII: 375), la disposición de la libertad sigue siendo, no obstante, puramente externa.

Con la instauración de la libertad se declara la independencia de todo orden que no sea el suyo. Que esto se declare, institucionalizándose estatalmente incluso, no supone aun que se concrete su necesidad, que la libertad sepa de sí en esta declaración, que haga de sí su contenido, que se quiera, ni por tanto tampoco que la relación con lo declarado sea muy distinta a la previa. Que el nuevo soberano quiera que su querer, la libertad, sea de hecho general, universal, no convierte lo exteriormente dispuesto en un momento de la libertad. Así pues, ya que las costumbres, el modo de vida, la manera de ser, que el derecho da por supuestas exteriormente, no constituyen un momento de la libertad que se sabe y quiere, lo institucionalizado en el derecho no es ella, sino el poder de esta voluntad. Por consiguiente, lo que se realiza en éste no es la libertad querida, sino una voluntad, la del soberano, que hace de éste un instrumento para construir un nuevo modo de vida, unas costumbres nuevas de acuerdo a ella. Quien no se reconozca en esta voluntad, quien no comprenda su sentido, ha de obedecer, dada la coacción propia, el poder del derecho, salvo que exista una concesión del mismo, determinada por su propia tolerancia. Como el reconocimiento de la libertad exige ya la propia, ausente ella, lo que se impone mediante el derecho es sencillamente la violencia de esta voluntad. A las instituciones estatales, junto con modelar una nueva, compartida manera de ser, asentada en la libertad, corresponde, a la par, persuadir a cada uno respecto a ella. La voluntad determina entonces, una y otra vez, institucionalizar la libertad estatalmente (4), cuestión que se concreta con el traslado de las correspondientes instituciones europeas: “mi ánimo es sólo mostrar el nuevo orden de instituciones que suplantan a las que estamos copiando de la Europa” (Sarmiento, 1997: 321) (5), dándose por supuesto que la libertad se condensa de un modo ejemplar en ellas (6). Aquí falta, no obstante, la oposición constitutiva que la libertad supone. Aquello, dicho de otra manera, que se instaura como Estado, que se dispone como tal, es un modo que no se genera a partir de la libertad de la voluntad. A ella, sin embargo, no se opone del todo la comprensión de la libertad hasta entonces presente (7), cuestión que insinúa su plausibilidad.

Que todos los hombres son hijos de Dios (8), miembros de una comunidad común, había sido dispuesto a través de una Real Cédula (de Carlos II) de 1697, que establecía una igualdad jurídica en la libertad (Bruno, 1987: 37). Pero esta declaración no reflejaba aun una necesidad interior, sino más bien el deseo de una libertad que se sabe sólo por referencia al colectivo, es decir, política, y que, por tanto, no ha convertido todavía en propia esta necesidad, cuestión que se confirma en la Recopilación de Leyes de Indias, de 1680, al sostenerse allí, a pesar de lo dispuesto en otros textos legales, un trato diferenciado (Florescano, 1998: 405-431; Meissner, 1996: 171-175; Rieckenberg, 1997: 25-30). Aquí, el reconocimiento de la libertad es siempre, respecto al sujeto, exterioridad, nunca interioridad que se sabe, mienta y quiere como tal, reconociendo en esta exterioridad sus propios límites. Lo que, por consiguiente, contradice la experiencia de la libertad, no es su declaración, el reconocimiento formal de la misma, sino la comprensión de su necesidad. Aquel faltante reconocimiento no es, pues, ninguno exterior, público, institucional o estatal, sino uno interior: que uno se sepa libre, que se reconozca y se quiera necesariamente así. Aquello que instituye externamente el derecho, la autoridad pública, el Estado, no queda entonces aun en relación a lo que cada uno, en su interioridad, en su conciencia, sabe y reconoce como suyo. Así, con esta remisión a la interioridad, se llega al asunto que había quedado pendiente, y que ha de ser abordado ahora: ¿por qué cuando se trata de la libertad, se trata, al mismo tiempo, del sujeto?, ¿por qué ella, en otras palabras, se esencia siempre en cada uno, o por qué Kant da esto por sobreentendido?

Al sugerir Kant la libertad más allá de toda experiencia, a saber, como principio, lo hace relacionándola con un sujeto, al que concibe de modo trascendental (Kant, 1997, IV: 190). Con trascendental, Kant sugiere una aprioricidad, un allende los objetos, una inobjetualidad, es decir, un más allá, no de este mundo, sino de lo externo, de lo sensible, de las cosas, a las que, no obstante, uno se vincula en cuanto hombre. Uno pues, por decir así, se duplica; está entre las cosas, pero también, simultáneamente, allende ellas, y aunque esto, a juicio de Kant, sea imposible explicarlo, es “un factum” indudable (Kant, 1997, V: 43). Aquello que uno mienta desde este más allá, al referirse a las mismas, vale para uno en la medida en que, precisamente, es él quien lo afirma. Lo que vale aquí no es entonces, en rigor, la relación de uno con las cosas, sino la de uno consigo mismo, el modo en que uno, poniéndose en referencia a ellas, se contrasta en esta referencia. Ahora bien, para que pueda darse esta relación, ha de haber espacio y tiempo en el que uno, yo mismo, pueda existir en correspondencia, justamente, con las cosas.

En cuanto uno se refiere empíricamente a uno, o en cuanto yo me refiero a mí mismo, me localizo, me dispongo en el espacio y en el tiempo, originando con ello la cuestión de mis límites, que es el asunto que ocupa al derecho. Ahora, dado que es uno mismo, que soy yo quien se refiere a las cosas, es decir, dado que ellas resultan mediadas por mí, lo válido de las mismas se refiere a mí, porque, en definitiva, soy yo quien dice de ellas, quien juzga libremente la verdad de ellas. Pero además, y por otra parte, dado que soy yo también quien actúa, esto es, que soy yo quien, disponiendo libremente cómo actuar, transformo las acciones en actos, soy yo mismo el responsable de ellas. A esta libertad de acción más allá de la experiencia se refiere Kant, pues, en términos similares a la relación con las cosas; ellas mientan aquí las circunstancias empíricas. En la medida en que uno queda allende ellas, uno se entiende libre en cada acto, sin ninguna referencia empírica que ponga en cuestión lo trascendental, a saber, la propia libertad (Kant, 1997, V: 43). Porque cada uno se sabe y se quiere libre, realiza su libertad en el espacio y en el tiempo como hecho, como acontecimiento propio. Pero exactamente este supuesto de Kant, que uno se sepa y quiera libre, es el cuestionado dadas las circunstancias históricas aquí referidas, las latinoamericanas, pues en la libertad introducida, uno ni se sabe, ni, por consiguiente, se quiere aun en libertad. A pesar de ello, esto es un objetivo, que, en cuanto querer, se institucionaliza exteriormente en el Estado.

Que los hombres sean declarados libres y, en esta libertad, iguales, configura una voluntad de transformación, convertir a éstos precisamente en libres y, en cuanto miembros de una comunidad en la que todos se reconocen iguales en esta libertad, ciudadanos. Con todo, porque la libertad no es aquí reconocida, sino es voluntad externa, ella no es más que fundamento externo, que, como cada uno de éstos, cada vez que son puestos en el derecho, disimulan en éste su violencia. El derecho es aquí el instrumento para establecer la libertad, para educar y formar en ella. La legalidad es expresión de esta voluntad, y no de una manera de ser libre que se reconoce en la misma. Por eso, no se trata de la organización de la libertad de la voluntad, de su constitutiva oposición con la libertad política, sino de la formación en la determinada voluntad exterior.

Con esta disposición jurídica se silencia entonces la violencia de la misma (cf. Derrida, 1997: 69 ss.). En la libertad así dispuesta, no es cada uno quien se reconoce libre, sino, en cuanto determinación, es el poder el que lo dispone; luego, la disposición respecto a uno sigue siendo pura exterioridad. Y como esta distinción entre interioridad y exterioridad sólo es posible en quien es libre, la libertad, en lo tocante a quien no lo es, no es aquí más que otra coacción externa, aunque éste no lo sepa, de acuerdo a la cual él está dispuesto.

4. Determinación de la libertad

Si, allí donde la libertad no es reconocida, porque no se sabe, ni se quiere como tal, no puede darse como derecho, lo dado no puede ser la libertad misma. Ella no puede ser aquí un momento suyo. En el acto, ella no está dispuesta como resultado de sí misma, sino se da al individuo como mera exterioridad inconsciente, como puro poder, decisión, determinación externa en la que éste no puede reconocerse. Es decir, que la libertad sea aquí un acto, el dispuesto, el querido, no quiere decir, que, en cuanto tal, se condiga con la acción libre de la disposición de éste. Por ello, en esta misma medida, la disposición, aquí el derecho, es, aunque silenciosa, una pura manifestación violenta: “establecer el derecho es establecer el poder”. En este sentido, el derecho “es un acto de inmediata manifestación de violencia” (Benjamin, 1965: 57) (9).

Ahora bien, ella puede ser asumida si, aunque implícita, media su aceptación, si uno reconoce su necesidad para la propia libertad. A convencernos de ello se entrega el mismo derecho. Que persuada, depende de la convicción que estimule (10). La suposición de toda persuasión es la actualización de aquello respecto a lo que persuade, a saber, el seguimiento del derecho, dado que en éste se configuran las condiciones para la realización de la libertad. Precisamente esto es lo que falta aquí. Lo que se dispone en el derecho no es aun un límite al querer, sino al poder, a lo que puede cada uno. Por eso, siendo esto lo supuesto, cada norma, respecto a la libertad de la voluntad, es una abstracción, una declaración sin asidero. Quien no se sabe y quiere libre, no puede entender el derecho como límite a su querer, sino sólo a lo que puede. Así, al no saberse libre, queda expuesto a que otro determine su querer.

Quien, mediante el encanto, la gracia y la seducción, persigue determinar la libertad de la voluntad (11), no ilumina ningún concepto, ni muestra tampoco el querer, sino, persuadiéndonos, configura aquélla. En cada discurso media siempre, entre quien lo da y quien lo recibe, un conjunto articulado de palabras, significados, representaciones, signos, símbolos o sentidos. Lo que las define como discurso no es el conjunto mismo de ellas, sino lo que se pretende con éstas, a saber, mostrar algo. En cada discurso, el algo que se quiere mostrar se representa con una pretensión básica: la afirmación de su verdad o apariencia de verdad, de modo que el que habla, se limita a lo verosímil, a lo que cabe sea incluso de otra manera. El discurso, en la medida en que, expuesto, muestra un fin determinado, persuade respecto a éste.

A la persuasión, en cuanto arte (t™cnh: téchne), los griegos le llamaron, igual que Aristóteles a una de sus obras, retórica (ÏhtoricÐ: retoriché) (Aristóteles, 1999: 1354a, 1355b, 1356b). A Platón, ya antes, esta capacidad práctica de la persuasión no le había pasado desapercibida: quien persuade, según él, consigue un sometimiento voluntario (12). Dado que ello se concreta en la pólis, Aristóteles precisa luego lo que Platón sugiere: que la retórica llega a encubrirse “con la figura [scma] de la política” (Aristóteles, 1999: 1356a). En todo discurso, naturalmente, no sólo es determinante el discurso mismo, sino también quien lo formula; de ello depende la persuasión de éste, el hacer digno de fe lo que ese alguien dice y, en suma, el sometimiento. Quien pronuncia un discurso, ha de tener por eso, de acuerdo a Aristóteles, un especial ÖJoz (êthos) (13), esto es, en castellano, “carácter” capaz de persuadir (Aristóteles, 1999: 1356a), cuestión que, según advierte el mismo Aristóteles, sólo es posible si el discurso se asienta en una decisión previa (Aristóteles, 1999: 1395b, 1417a; y Aristóteles, 2002: 1454a). La decisión, pues, que es el algo mostrado en un discurso, es puesta en escena por el carácter de quien la sostiene, por lo constitutivo de éste, el c€risma (carisma). Quien tiene carisma, tiene un carácter que persuade y, en esta medida, tiene poder, el poder para imponer una decisión. Quien posee el don de la persuasión es capaz de decidir entonces qué hacer. Y de esto se trata aquí, de persuadir de su propia libertad a quien es libre. Ahora bien, aunque alguien, bien podría persuadir “a través de motivos sólo representables por la razón” (Kant, 1997, IV: 628), y, de este modo, llevar a cabo una persuasión racional, lo cierto es que Kant, como antes Platón, no se hace ninguna ilusión. Las habilidades oratorias no suelen emplearse más que al servicio de los propios intereses y, por eso, carecen “de todo respeto” (Kant, 1997, V: 327). Cuando, en cambio, se ponen al servicio del “bien verdadero”, son ciertamente muy respetables, pero con esto suelen perder todo su arte (Kant, 1997, V: 327).

Quien goza entonces de este don, especialmente si se propone mostrar la libertad, debe cuidar, sugiere Pablo, “el carisma que hay en [él]” (Tm 4,14), pues no se trata de cualquier poder, sino de una c€riz (cháris), gracia, don especial, que, secularizado, es considerado más tarde por Weber. A este poder queda referido el carisma. Quien lo tiene, posee don, gracia para fascinar, encantar, persuadir, capacidad para convertir una decisión verosímil en orientación y concreción de una acción. Que esto adquiera relevancia aquí, se debe a que, arruinado el orden previo, una nueva determinación del mismo ha de imponerse por quien tiene el poder para ello (14).

Que, con todo, la determinación en este caso se imponga, no tiene relación alguna con la fascinación, porque la libertad de la voluntad no se vincula inmediatamente a ningún discurso que la muestre, ni a ninguna institución que la realice, sino, antes que ello, a un modo de vida en el que, dándose, ella se reconoce. Aquello que decide su transformación es la conversión de la exterioridad. Quien se sabe y quiere libre, reclama a la institución que lo rige derechos, siendo el primero su propia libertad; le demanda que la deje ser, realizarse, oponiendo a ella su disposición libre.

Con lo cual, a partir de estas exigencias, requerimientos, reclamos de libertad, se constituye un quehacer que exalta la inacababilidad de la formación en ésta, revelando una compatibilidad configuradora de costumbres y hábitos que sugieren una ampliada, compartida realización de la constitutiva oposición de la libertad de la voluntad.

Al asumirse la libertad de este modo, su disposición, concretada mediante el traslado de las instituciones estatales, no puede sino constituir entonces una mera exterioridad. La libertad así dispuesta no es más que una disposición externa. Porque ésta es el fundamento, porque ella, dicho en otros términos, es lo dispuesto, el algo en que se concreta la libertad sin más, esta determinación violenta toda aquella otra que no sea ella. Con esta advertencia ya se sugiere una distancia respecto a cada determinación de la libertad que no sea la propia; distancia de la que, sin duda, sólo es capaz quien ya es libre, quien sabe de la libertad sin ninguna otra referencia que no sea la suya. Luego, quien en nombre de la libertad reivindica esto o lo otro respecto a quien no es libre y, por consiguiente, incapaz de reivindicarlo por sí mismo, dispone una inevitable determinación heterónoma respecto a éste. O lo que es lo mismo: ningún reconocimiento que no sea el de la propia determinación, puede ser el de la libertad misma.

Por esto, mientras no sea cada uno quien se reconozca libre, esta exterioridad no puede ser transformada en interioridad, es decir, en libertad sin más, que reconozca en aquélla un simple momento de ésta. Quien se sabe libre, quien, en definitiva, asumiendo su libertad, supera toda determinación de la misma, advierte en toda oposición a ella la oposición constitutiva, esto es, el momento posibilitante de la suya.

Notas

1) En esta parte conviene recordar que, en alemán, la palabra “Recht”, derecho, refiere ambos sentidos, el de norma y el de prerrogativa. A diferencia de esta lengua, y de la nuestra, en otra, la inglesa, se usan términos distintos para, por una parte, referir el ordenamiento jurídico, el conjunto de normas, law, y, por otra, una prerrogativa, right. Con todo, lo que importa, es destacar aquí lo que Kant sugiere, a saber, que, al realizarse, la libertad no deja por ello de estar en relación consigo, exigiéndose así, en el marco de ésta, las condiciones de la misma. A esto se refieren los derechos.

2) En lo que sigue, introduzco algunas referencias que ilustran la asunción referida.

3) Aun en el s. XX, en los dominios portugueses se posibilitó a los indígenas que se rigieran por sus usos y costumbres, estableciéndose como límites “la moral, los imperativos de la humanidad y los intereses superiores de la soberanía portuguesa” (art. 138 de la Constitución portuguesa, que rigió entre 1826-1910) (cf. Durieux, 1955: 11).

4) A pesar de, en algunos casos, existir una adhesión al Estado no superior al 2% de la población, por ejemplo, en el Río de la Plata (Oszlak, Oscar, 1982: 21 y 40).

5) En el Manifiesto de Cartagena, de 1812, Bolívar advierte, en relación a esto, por una parte, la “inmensa diferencia que hay entre los pueblos, los tiempos y las costumbres de aquellas repúblicas y las nuestras” (Bolívar, 1969: 49) y, por otra, debido a lo mismo, la necesidad del nuevo gobierno de identificarse con “el carácter de las circunstancias, de los tiempos y de los hombres que lo rodean” (Bolívar, 1969: 52).

6) Cuestión discutida, por ejemplo, en los trabajos de Toqueville (cf. Toqueville, 1988: 90). La otra concreción de referencia, Estados Unidos, fue menor en España y, en general, en Europa (cf. Maravall, 1991: 62). En América Latina, en cambio, considerablemente mayor (cf. Florescano, 1998: 336; González, 1977: 19; Cerdas, 1978: 100-101).

7) Si se considera con Hegel, que el cristianismo es “la religión de la libertad” (Hegel, 1970, VII: 69) y que América fue cristianizada, ambas concepciones deberían resultar cercanas. Y así es. La cristianización latinoamericana fue, sin embargo, católica. En esta forma de cristianismo, según el mismo Hegel, “la reconciliación con Dios…se ha convertido en algo exterior” (Hegel, 1970, IV: 68).

8) Cf. la bula Sublimis Deo (de 2 de junio de 1537) en la que, supuesto esto, se prohíbe expresamente la esclavitud (Zavala, 1991: 117-119).

9) En las citas, las cursivas son mías. Es conveniente tener en cuenta que lo supuesto por Benjamin aquí, no es un individuo inconsciente de su libertad, sino al contrario. En ambos casos, lo que constituye la violencia del derecho radica en su oposición a la libertad de la voluntad. Ella, sin embargo, sólo puede condecirse con la dispuesta jurídicamente por quien sabe de ésta. Por eso, el derecho supera su violencia sólo si yo, libremente, no sólo lo acepto, sino lo asumo como necesario, a partir de las condiciones de mi propia libertad.

10) Sobre esto se había percata Platón, y por esto da especial importancia a los proemios que preceden a las leyes, los cuales deben persuadir respecto a lo ordenado por ellas (cf. Platón, Nomoi, VIII/1, 2005: 722e; 723b).

11) Las referencias implícitas son evidentemente a Weber, quien distingue tres tipos de dominación: la racional (legal o burocrática), la tradicional y la carismática (cf. Weber, Max, I, 1976: 124).

12) Platón, no obstante, siempre miró en menos a la retórica, puesto que ella se contenta con lo verosímil, mientras la filosofía busca la verdad (cf. Platón 2005, VII, Filebo: 2005: 58c y d).

13) Aristóteles utiliza la palabra griega êthos en varios sentidos (cf. Ética a Nicómaco o la Política). Los discursos, afirma el estagirita, son de tres especies (Retórica, 1356a). Unos residen en el carácter (ÖJoz; êthos) del que habla, otros en la disposición generada por éste en los oyentes, y otros en el discurso mismo. El sentido usado aquí por él aparece ya en la Odisea. Allí sugiere Homero que los miembros de la nobleza: “tienen algo humano y afable; en sus discursos y experiencias domina lo que la expresión de la posterior retórica denomina êthos” (Jaeger, I, 1959: 44).

14) La figura paradigmáticamente mentada es aquí la del presidente, quien impulsa una decisión o genera, por oposición, distintos “movimientos”, con sus correspondientes líderes (cf. Annino, 1994: 562-564).

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