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Frónesis

Print version ISSN 1315-6268

Frónesis vol.17 no.2 Caracas Aug. 2010

 

Cuba: los retos de una reforma heterodoxa de la institucionalidad

Carlos Alzugaray; Armando Chaguaceda

Universidad de la Habana e Instituto Superior de Relaciones Internacionales, Cuba carlosalzugaray@gmail.com

Universidad Veracruzana, México xarchano@yahoo.es

Resumen

Combinando los aportes del neoinstitucionalismo y las teorías de la sociedad civil de matriz posthabermasiana, este texto se propone, desde una mirada articuladora de las dimensiones estatal y societal, introducir un debate sobre los desafíos de una reforma intrasistémica de la institucionalidad cubana, capaz de responder a las crecientes demandas de eficacia, inclusión y democratización de una sociedad compleja regida por un orden sociopolítico verticalista, centralizador y autoritario. Los autores consideran que una reforma tecnocrática centrada en mejorar la eficacia y la gobernabilidad (como la actualmente en curso) no resolverá los problemas estructurales del modelo vigente en la isla y que sólo la apertura de mecanismos de participación, deliberación y rendición de cuentas, que integren democráticamente a la sociedad en la reforma del sistema político cubano, sería congruente con una propuesta socialista renovada. Ello permitiría preservar las conquistas históricas de la Revolución Cubana, impedir derivas autoritarias y neoliberales y hacer sostenible el desarrollo, las políticas sociales y la soberanía nacional.

Palabras clave: Cuba, reforma institucional, proyecto democrático participativo, deliberación, rendición de cuentas.

Cuba: The Challenges of a Heterodox Reform of Institutionality

Abstract

Combining the contributions of neo-institutionalism and the post-Habermasian theories of the matrix civil society, this text proposes, from a viewpoint that coordinates state and societal dimensions, to introduce a debate about the challenges of an intra-systemic reform for Cuban institutionality, capable of responding to growing demands for efficacy, inclusion and democratization of a complex society ruled by an vertical, centralizing and authoritarian socio-political order. The authors consider that a technocratic reform centered on improving efficacy and governability (such as the one taking place) will not resolve the structural problems of the current model on the island and that only the opening up of mechanisms for participation, deliberation and accountability, which democratically integrate society in the Cuban political system reform would be congruent with a renewed socialist proposal. That would make it possible to preserve the historical conquests of the Cuban Revolution, impeding authoritarian and neoliberal detours, and making development, social policies and national sovereignty sustainable.

Key words: Cuba, institutional reform, participative democratic project, deliberation, accountability.

Recibido: 10-10-2009 Aceptado: 11-04-2010

1. A modo de Introducción: la innovación institucional participativa como debate y proceso regional

Desde hace dos décadas diversos autores han desarrollado un esfuerzo por caracterizar la expansión de prácticas e ideas políticas innovadoras -impulsadas por actores ubicados, esencialmente, dentro de la amplia y heterogénea izquierda latinoamericana- codificadas dentro de las coordenadas de un proyecto democrático-participativo opuesto al neoliberalismo en los diversos escenarios del globo. Con arraigo en movimientos, partidos y gobiernos desmarcados de las políticas estatistas tradicionales de corte leninista y/o socialdemócrata, las iniciativas agrupadas dentro del proyecto democrático-participativo (1), ofrecen una plataforma analítica y transformadora a través de formas alternativas de hacer política (leyes y mecanismos de democracia deliberativa, directa o participativa, instancias de rendición de cuenta, espacios o interfases entre lo social y lo estatal, etc.) al tiempo testimonian los procesos combinados de preferencia ciudadana por los regímenes democráticos y el cuestionamiento sobre los desempeños concretos de los mismos (2).

Los teóricos del proyecto democrático-participativo reconocen que este “(…) no es un discurso coherente y homogéneo y/o un conjunto de prácticas e instituciones definido, sino una colección de principios, orientaciones, practicas e instituciones que a un nivel experimental ha sido desarrollado por medio de luchas sociales en diferentes países de América Latina” (Dagnino, Olvera, Panfichi, 2008:31). Y se asume que las expresiones que este proyecto adopta varían de país en país, puesto que la relación con los entornos sociales y matrices culturales tributa a la heterogeneidad constituyente del mismo; de igual forma inciden sobre éste la acotación espacio-temporal y los constreñimientos generados por las políticas neoliberales y por las posturas neopopulistas y autoritarias de diverso signo ideológico.

En su obra los autores han dado cuenta de cómo los gobiernos latinoamericanos, al desmarcarse (en retórica o hechos) de la lógica neoliberal, comparten una mínima plataforma en relación con el proceso democrático. Esta se pone de manifiesto en el mantenimiento de diseños y procesos inherentes a la democracia (mal)llamada representativa y las instituciones del Estado de Derecho, elementos que resultan amenazados en algunos casos (acosos a la prensa y organizaciones opositoras) o expandidos (democracia directa en formatos plebiscitarios, experiencias de participación popular) pero no suprimidos a la usanza de los autoritarismos o totalitarismos clásicos. Además desde el proyecto democrático-participativo se cuestionan los efectos desciudadanizadores de la privatización de la seguridad social y el combate a la pobreza, así como las iniciativas de despolitización de la sociedad civil impulsados desde las estructuras del Estado y mercado.

Realmente no es fácil impulsar la innovación institucional y fomentar la participación ciudadana en América Latina, donde subsisten múltiples barreras estructurales (región récord en desigualdad social, con clases y grupos dominantes muy aperturistas y Estados debilitados) y culturales (sociedades patriarcales, clientelistas, autoritarias, machistas, verticalistas). Junto a éstas, persisten barreras técnicas como las ausencias del marco normativo, los déficits de un funcionariado incapaz y poco motivado, así como la escasez de buenos diseños y eficacia institucionales. Porque un gobierno puede expresar vocación de honestidad pública y la idea de fomentar la participación, pero sentirse atenazado por las carencias de recursos, la acumulación de demandas sociales y la impronta de múltiples crisis, a partir de las cuales los ritmos de la deliberación pueden sugerirle amenazas a la puesta en práctica de agendas correctivas urgentes.

En nuestros países latinoamericanos, aunque numerosas organizaciones y movimientos sociales incorporen prácticas alternativas (educación popular, diagnóstico participativo, trabajo comunitario) que apuntan a un modelo emancipador de sociedad, la cultura política reproduce frecuentemente ideales y modos de acción antiparticipativos. En realidad las relaciones entre actores estatales y sociales son muy complejas, revelándose relaciones de colaboración, competencia y conflicto en sus interacciones. Por todo ello una transformación social en nuestros países requiere voluntad de innovación institucional y de deliberación, con debate públicos abiertos, con ejes como el fomento de espacios a la participación ciudadana, las políticas de rendición de cuentas y los programas públicos para el combate a la inequidad, tareas que los grupos dominantes de pocos países parecen querer asumir de forma integral y por voluntad propia. En este sentido las ciencias sociales pueden contribuir al debate al “(…) involucrarnos con las complejidades de la situación política, las fuerzas sociales y las demandas económicas que rodean al diseño institucional” (Ackermann, 2006: 149-150).

A partir de semejantes desafíos, el tema de la reforma e innovación de las instituciones ha cobrado renovada importancia en la teoría política y sociológica reciente. Por un lado, autores como James G. March y Johan P. Olsen (1997) han sometido a crítica el paradigma dominante de la ciencia política anglosajona -la teoría individualista clásica de la elección racional de los actores políticos, señalando la importancia de las instituciones y su legado en cualquier sistema social y político. Por otra parte, desde el Sur este tema también comenzó a ser examinado de una forma renovada. Richard F. Donner, haciendo el resumen de un seminario celebrado en Cuba bajo los auspicios de la Cátedra del Caribe de la Universidad de la Habana y el Social Science Research Council de Estados Unidos, preguntaba: “1. ¿Qué tipos de instituciones contribuyen a qué clases de desarrollo? 2. ¿De dónde provienen las ‘buenas’ instituciones, es decir, aquéllas que facilitan resultados eficientes y equitativos, y por qué evolucionan de la forma que lo hacen?” (2007:7). Mientras, desde la izquierda, se ha propendido frecuentemente a subvertir irreflexivamente las instituciones, facilitando el camino de outsiders autoritarios y masas aclamantes, para quienes la existencia de normas, reglamentos y organizaciones constituyen marcos innecesarios y restrictivos para la conducción de una “política revolucionaria”, de corte decisionista.

En el proceso de reforma institucional, la innovación participativa complementa las instancias de representación, mediante las cuales ciertos grupos participan de forma indirecta en las instituciones, manteniendo relaciones más o menos estables y orgánicas con los representados. Las formas de participación y representación están relacionadas con los capitales económicos, sociales, culturales y simbólicos que dibujan el complejo de estilos y preferencias de las clases y grupos sociales. Como horizonte normativo, el proceso debe tendencialmente apuntar a la desconcentración y descentralización de facultades y recursos estatales, al desarrollo de poderes locales fuertes y abiertos a participación de la sociedad civil, y al protagonismo popular en la fiscalización, sanción y/o revocación de sus representantes en los órganos nacionales de poder estatal. El Estado emerge, por tanto, como locus privilegiado de las políticas innovadoras de participación y reforma.

Tratando de superar los enfoques reduccionistas y desconflictivizadores, definimos operacionalmente al Estado a los efectos del presente trabajo como el complejo de relaciones y espacios institucionalizados orientado al mantenimiento y reproducción de la dominación y administración de vida colectiva en un contexto social y territorial específico. En su concreción moderna, a partir del auge de los procesos de ciudadanización y representación de identidades, los Estados devienen también un espacio de defensa de intereses, conflictos y construcción de consensos, como consecuencia (y expresión) tanto de la lucha de clases como de la paulatina democratización político social. Son entidades administrativas y coactivas con alta potencialidad autónoma, que controlan territorios y poblaciones, compiten con Estados rivales y se relacionan con actores sociales diversos, moldeando las estructuras políticas y de clase.

En la Modernidad, el Estado deviene una instancia que trata de organizar, centralizada y jerárquicamente, las condiciones de coexistencia social y que procura disponer de los recursos materiales que sustenten la eficacia y legitimidad de su mandato. Sin embargo en su seno, en contradicción con lo anterior, también acaece que las distintas agencias estatales y de gobierno procuran grados mayores de autonomía, enfrentando la lógica del poder central, dando márgenes para alianzas entre actores societales y estatales. Recientemente, ante los efectos del proceso globalizador -en tanto debilitamiento de los Estados nacionales e incremento de la pluralización social- algunos autores han expresado que el Estado no cuenta ya ni con la estructura necesaria, ni con las condiciones sociales pertinentes (mayor diversificación y complejidad) por lo que sus funciones pasan a ser más de coordinación y vinculación que de imposición de un modelo específico de sociedad. Sin embargo, creemos que el Estado sigue siendo un actor decisivo como instancia capaz de impulsar, mediante coacción o consenso, una agenda política y que resulta influyente en los horizontes generales de transformación social.

En las últimas décadas, los Estados latinoamericanos han atravesado diferentes procesos de redimensionamiento y reformulación funcional, con vistas a cumplir las demandas emanadas de los enfoques neoliberales (planes de ajuste estructural, nueva gerencia de lo público, políticas de descentralización) dominantes en el mundo de las instituciones financieras y las agencias de cooperación internacionales. Y aunque el saldo de dicho proceso es contradictorio, la demanda de poseer un Estado más eficiente, eficaz y legítimo, complementado por mecanismos de participación ciudadana, emerge en todas partes. Y ahora en Cuba, ante la urgencia de reformas, podemos aprender de las lecciones recientes siempre que tengamos en cuenta las peculiaridades del sistema político isleño.

2. Miradas a Cuba: ¿una institucionalidad reformable y participativa?

El régimen de socialismo de Estado, que desde hace medio siglo impera en Cuba, integra los rasgos del modelo soviético dentro de una vetusta tradición estatista local. Cualquier mirada al país caribeño hallará una importante presencia del Estado en prácticamente todas las etapas de su corta historia. La enormidad del aparato colonial español fue emulada por el inacabado diseño institucional resultante de la trunca y avanzada Constitución del 1940, y ambos fueron a la postre eclipsados por el “todopoderoso” Estado socialista actual, controlador de los recursos nacionales y rector formal de toda la vida social. Modelo este que produce lo que Mayra Espina (2008) ha llamado una hiperestatalización de las relaciones sociales y que Almeyra (2009) ha señalado como un régimen burocratizado que restringe la participación popular.

En la coyuntura cubana de país subdesarrollado, el Estado ha demostrado ser imprescindible para mantener la soberanía nacional, impulsar un desarrollo económico, cambiar la estructura productiva, garantizar cuotas de justicia social mediante la redistribución de servicios y bienes y garantizar la defensa. Pero ha evidenciado también que es incapaz de resolver, con su modelo de gestión centralizada y vertical, una gran cantidad de expectativas de la sociedad y de fomentar una participación ciudadana autónoma. Desde la población, la respuesta a dichas demandas necesita -cómo correlato- que actores no estatales puedan evaluar las políticas públicas, papel hoy no cubierto por la prensa o por inexistentes asociaciones de vecinos, consumidores, padres de educandos, etc.

En el socialismo de estado cubano es común reducir la iniciativa ciudadana a la canalizada dentro de las estructuras estatales y partidarias, así como en las asociaciones paraestatales, lo cual tiene consecuencias perniciosas tanto en lo económico (aplastamiento de las iniciativas productivas y de servicio ciudadanas) como en lo político (desmovilización generalizada) Actores nuevos y alternativos, incluyendo aquellos legalmente inscritos y/o reconocidos (ONG, grupos culturales y vecinales, etc.) son invisibilizados por el discurso político o segmentos dominantes de la academia, se les reconoce sólo papeles subsidiarios en el funcionamiento social, se recela de su naturaleza no gubernamental o se les sanciona en cuanto se enfrentan a las decisiones tomadas por instituciones del sistema político. Lo sintomático es, sin embargo, que el funcionamiento institucional deja mucho que desear, pues la centralización, la discrecionalidad administrativa burocrática y el personalismo a todo nivel han frenado el dinamismo y la deliberación colectiva desde las instancias nacionales a las estructuras de base gubernamentales, asociativas y partidistas. Y que la academia ha ofrecido, como tendencia, un tratamiento epidérmico al asunto, donde las referencias empíricas y el aterrizaje propositivo se ven relegados por referencias en gran parte abstractas.

En el discurso del 26 de julio de 2007 -y en sucesivas intervenciones públicas- el presidente Raúl Castro ha expresado la necesidad de acometer “cambios estructurales” en los procesos de gestión económica y administración pública. Con ese fin se ha realizado un conjunto de medidas importantes: organización de una convocatoria nacional informativo consultiva-en barrios, centros de trabajo y estudio- con vistas a identificar una gama de problemáticas nacionales y conformar una potencial agenda de cambios; desaparición y fusión de organismos de la llamada Administración Central del Estado; remoción de cuadros acusados de corrupción o ineficiencia en su gestión; ascenso simultáneo de un grupo de dirigentes provenientes de las provincias, las fuerzas armadas y el aparato partidista, estrechamente vinculados al nuevo mandatario. Con similar persistencia (aunque con menos publicidad) han sido desmontados equipos de trabajo y planes sociales directamente relacionado con el liderazgo de Fidel Castro, y se apuesta por un modelo de administración estatal mejor planificado, con cuotas de autonomía estatales escalonadas y mecanismos de control fiscal y político más riguroso, que apuntan al logro de una mayor eficacia institucional.

No obstante, aún reconociendo la incuestionable legitimidad social y la demostrada solvencia de las Fuerzas Armadas tanto en su función específica defensiva como en algunas esferas productivas, se debe estar alerta al riesgo de que el proceso político cubano adquiera incorpore formas marciales, propias y efectivas de instituciones militares, pero difícilmente aceptables en la vida social civil. Estas formas pueden fortalecer las tendencias, existentes en el Partido y en instituciones gubernamentales, a enfatizar la dimensión centralista y autoritaria siempre presente en el llamado “centralismo democrático” -que significa realmente “centralismo burocrático” en la mayoría de sus manifestaciones concretas- abrazada con entusiasmo por los cuadros burocráticos partidistas y estatales de la Isla.

De cualquier forma, en un país donde el Estado es el dueño de tres tercios de la economía formal, controla los medios masivos y hegemoniza la esfera política, los contornos de una reforma institucional son mucho más laxos y sus repercusiones más profundas, lo que aconsejaría ante la actual crisis socioeconómica -potencialmente generadora de ingobernabilidad- mayores (y mejores) apuestas a un cambio profundo. Sin embargo, al plantear desde 2007 hasta la fecha, el nuevo gobierno su acertada demanda de mejorar el performance institucional, ha acudido a soluciones típicamente administrativas y tecnocráticas (más funcionarios para controlar funcionarios en agencias estatales de fiscalización, compactación de la burocracia existente), sin avanzar a una expansión de la participación ciudadana basada en la tradición socialista (consejos obreros, autogestión empresarial, asambleas populares abiertas) o en las innovaciones democráticas regionales (consejos gestores, contraloría social, mesas de concertación).

Frente a esto el discurso oficial prioriza una participación consultiva, territorialmente fragmentada y temáticamente parroquial y fragmenta los debates populares, todo lo cual incide en la desvalorización de la participación. Constantemente la prensa define al régimen cubano como una “democracia participativa”, mientras el ciudadano -al identificar al término con el magro desempeño de sus instituciones- asume una visión banalizada y restringida del acto de participar, basada en la impronta de un ordenamiento estadocéntrico, vertical y centralista. Todo ello (al igual que la acotación o penalización de los debates autónomos desde la sociedad civil) favorece la debilidad del compromiso cívico necesario para la exitosa implementación de los cambios esperados o en curso. El diseño institucional, al conectarse con las asociaciones paraestatales, deviene un modo de organización de la vida colectiva donde la sociedad constantemente se funde con (y es subsumida por) lo estatal, en una relación asimétrica que beneficia de este último actor.

Sin dudas, una asignatura pendiente para la innovación institucional y la gobernabilidad en Cuba es el desarrollo de políticas de rendición de cuenta (RdC), a partir de las cuales los actores determinen la responsabilidad y sanción del desempeño gubernamental, lo cual supondría la interacción entre agentes sociales y estatales (3). La RdC, al reunir mecanismos de control institucional, defensa de los derechos ciudadanos y fiscalización de sus representantes, debería recabar inclusión en un reformulado sistema político cubano. Esta desplegaría su accionar en tres niveles: horizontal, vertical y transversal (4).

Pero en el escenario isleño enfrentamos un primer problema de índole discursiva, toda vez que en los barrios cubanos se realizan desde hace 30 años las llamadas “asambleas de rendición de cuenta”, en las cuales los representantes locales del gobierno y sus empresas intercambian con los vecinos-electores, quienes les interrogan acerca de las soluciones a las demandas expuestas anteriormente. El potencial democrático indudable de este proceso se erosiona porque: a) se limita casi exclusivamente a funcionarios de bajo y medio rango, b) las demandas giran casi siempre alrededor de bienes y servicios insatisfechos y no sobre procedimientos o asuntos de mayor alcance, c) la experiencia poblacional en remover representantes tiene muy contados ejemplos. Sí a todo eso se le suma el desgaste producto de los efectos de la crisis y el funcionamiento vertical del sistema (que limita los recursos y facultades a disposición de las autoridades locales), entendemos que a la gente rendir cuentas puede no decirle mucho, al identificarse con prácticas tradicionales.

Una RdC horizontal tendría que desarrollar el control intraestatal, mediante agencias legalmente capacitadas y dispuestas para emprender acciones de control sistemático, sanciones o incluso impugnación respecto a actos u omisiones de carácter ilícitos realizados por agencias o funcionarios estatales. Aunque esta basa su funcionamiento en una clásica división de poderes -legislativo, ejecutivo y judicial- con su sistema de contrapesos mutuos (algo inexistente en el unitario diseño del Estado socialista cubano, de inspiración soviética) también incluye entidades supervisoras como las auditorías, defensorías, contralorías, fiscalías y órganos afines. En esa dirección la creación de una Contraloría General de la República ofrece soluciones parciales pues se trata de funcionarios controlados por funcionarios o cuadros políticos, con prácticamente nula incidencia ciudadana en el desempeño de dichas instituciones y procesos fiscalizadores.

Por su parte, la RdC vertical (mediante elecciones) tiene limitada su potencialidad ya que la elección directa solo se efectúa hasta nivel de diputado, sin dejar de incluir aquí el impacto nocivo de la propaganda masiva a favor de línea oficial (el llamado por un Voto Unido que elija la nómina de candidatos), la imposibilidad de campañas alternativas que visibilicen aptitudes, criterios y prioridades de los candidatos y la escasa operatividad de procesos de revocación de mandato más allá de los representantes locales.

En cuanto a la RdC transversal, donde los ciudadanos participan en procesos de implementación y fiscalización de políticas públicas, este formato puede encontrase con performances limitados en la actuación de algunos Consejos Populares y experiencias como los Talleres de Transformación Integral del Barrio. Sin embargo, aun a escala local, la cercanía y mayor protagonismo de población, así como la relativamente mayor transparencia del desempeño institucional se ven limitados por la subordinación vertical de los órganos de poder local, por un enfoque convencional acerca del rol del Partido Comunista como fuerza rectora de la vida nacional y sobre todo, por la persistencia de estilos de liderazgo y participación tradicionales.

Por último, es preciso referir el papel de los medios de comunicación cubanos como mecanismos de RdC social. Si bien es cierto que la prensa cubana ha abierto desde hace 15 años espacios para el debate y crítica; que la responsabilidad máxima de una publicación pertenece formalmente (por definición legal y directriz partidista) a la dirección del medio; y que existen impresos y audiovisuales que sostienen cierta línea reflexivo-critica (y no justificativo-movilizativa) dentro de los márgenes sistémicos; subsisten varios problemas fundamentales. La existencia de temas tabú - vinculados a políticas en curso, al prestigio e imagen de la clase política y en particular a la figura, legado y acciones de la máxima dirigencia del país- unida al blindaje de la prensa plana y la televisión a aquellos discursos críticos que rebasen la critica puntual o la política oficial del momento, corroboran el estado del tema.

Además se constata la proliferación de los llamados circuitos de comunicación (Guanche, 2008) esencialmente confinados al mundo intelectual, donde los debates y propuestas públicas son fragmentados y desconectados entre sí y con respecto a los espacios formadores de opinión de masas, como resultado de políticas estatales deliberadas. Todo ello refleja la suprema fragilidad de la prensa cubana para desarrollar una auténtica RdC social, más allá de temas puntuales de inocultable incidencia social (insuficiencia salarial y alimenticia) y la dependencia para el debate de la magra incidencia de redes comunicativas informales -vía listas de correos electrónicos-, la labor de espacios y medios alternativos -Observatorio Crítico, Kaosenlared, Havanatimes- o las iniciativas de los blogueros.

Todas estas insuficiencias apuntan a las dificultades vigentes para redimensionar y refuncionalizar el rol de un Estado monopólico, que debe crear instituciones y políticas proactivas hacia la sociedad civil, lo cual choca con las visiones monopolizadoras y esquemáticas del núcleo tradicional de la burocracia isleña. Ciertamente existen algunas experiencias de agencias estatales proactivas, donde el componente profesional y/o el objeto social las lleva a tener que evaluar, sancionar o corregir políticas públicas de otras estructuras, dando como resultado la conexión del desempeño institucional con las demandas de colectivos culturales, ambientalistas y vecinales, enfrentando acciones gubernamentales y empresariales depredadoras. Pero son casos limitados en temáticas, alcance y difusión.

Otro tema crucial para cualquier reforma democrática y participativa es la cuestión del rol desempeñado por el derecho dentro de la sociedad e institucionalidad cubanas y el estado de los derechos humanos en particular. En Cuba, los derechos humanos son identificados por los funcionarios y -gracias a la propaganda y cultura política oficiales- por una parte de la población como mero “instrumento de las campañas enemigas”, lo que deriva en la inexistencia de organizaciones defensores de estos derechos legalmente inscritas dentro del Registro de Asociaciones del Ministerio de Justicia de la República de Cuba. El tratamiento de los derechos humanos en la isla parece obviar la variable claramente emancipadora del fenómeno, que emerge como resultado de luchas sociales contra los autoritarismos de los gobiernos aliados al imperialismo y de acciones opuestas a los ajustes estructurales impulsados por el neoliberalismo, por lo cual se les reduce a ser valorados como mero componente de la estrategia desestabilizadora de las potencias occidentales.

A los ciudadanos cubanos se les hace virtualmente imposible (y punible) la acción misma de testimoniar, vigilar y denunciar, de forma organizada, las violaciones cometidas -a veces contra la propia Constitución socialista de 1992- por funcionarios e instituciones estatales, dada la capacidad de control social del Estado y la subordinación de los medios masivos a las directrices gubernamentales. Se trata de una actividad condenada a priori, lo cual genera que se meta en idéntico saco a activistas autónomos, vinculados a sus comunidades u ONG internacionales de reconocido desempeño, o simples mantenidos de las embajadas occidentales. El problema es, como en otras esferas, estructural, y se puede resumir gráficamente contraponiendo a la precariedad del Estado de Derecho -donde los ciudadanos pueden hacer uso de atribuciones para ejercer los derechos garantizados por su Constitución y proteger ésta de abusos burocráticos-, una amplísima, arbitraria y cotidiana ejecutoria de los derechos del Estado, carentes de control y retroalimentación.

Este fenómeno posee una historia e inserción más amplias, íntimamente ligadas a la construcción del Estado, la sociedad civil y la ciudadanía resultantes del triunfo de 1959. El proceso cubano ha promovido un modelo de ciudadanía-militante, que identifica orden estatal y nación, y tiende a la unanimidad como forma de expresión de criterios. Con un referente de acotada matriz republicana, se estimula la redistribución popular de la riqueza, el rechazo a la polarización social y a la exclusión por género y raza, pero se sospecha de la reivindicación de otras identidades y de los derechos individuales o de colectividades alternativas. Se promueve el apoyo y encuadre ciudadano de las políticas públicas, que garantiza el predominio estatal en el ordenamiento y provisión sociales, pero se penaliza toda forma de disenso organizado. Y los derechos sociales y culturales adquirieron preeminencia en el imaginario colectivo, pasando los políticos y civiles a concebirse (y realizarse) de forma reducida dentro de las instituciones y políticas del nuevo poder.

La crisis de los 90 lesionó los consensos establecidos y dejó clara la necesidad de reformar el modelo socialista, cosa que el gobierno acometió entonces sólo parcialmente. Hoy la sobrevivencia del proceso iniciado en 1959 pasa por una profunda reforma del sistema político, sus prácticas, instituciones y la reivindicación de la participación y los derechos humanos son componentes centrales de dicho proceso. Sobre todo porque la demanda de ampliación de derechos económicos, de circulación, acceso a información y expresión de disensos -todos posibles dentro de un replanteo del proyecto socialista- sigue incumplida.

El tratamiento de los derechos humanos debe ser integral y no selectivo. Ello supone reconocer los considerables logros sociales de la nación caribeña, en materia de salud, educación, deportes, seguridad social, acceso a la cultura, que garantizan la base social y legitimidad del proceso y han sido compartidas con decenas de pueblos hermanos a lo largo de medio siglo. Pero también dar cuenta de las limitaciones a derechos de expresión, reunión, asociación, movimiento y autogestión económica y comunitaria existentes en la isla, verbigracia una concepción monopólica y colonizadora del Estado, de cara a la sociedad y sus capacidades de organización autónoma. Pues sólo con una expansión de la participación popular, con instituciones democráticas, eficaces y controladas por la ciudadanía organizada y con el establecimiento del derecho como principio rector del funcionamiento estatal y la convivencia social se podrá perfeccionar socialistamente el proceso cubano, deteniendo la deriva autoritaria y la restauración neoliberal, que amenazan desde el trasfondo de una grave crisis económica, social e ideológica.

Conclusiones

Cualquier propuesta de reforma democrático participativa (y no meramente tecnocrática) de la institucionalidad cubana debe tomar nota de la crisis estructural del modelo socioeconómico y político vigente, considerar el importante refuerzo que los impactos de la crisis global otorgan a sectores conservadores y/o corruptos de la burocracia, deseosos en extender la lógica militarizada de “país campamento” o pactar de forma opaca y predadora con el capital trasnacional. Dicha reforma debe analizar las puntuales coyunturas, lugares y estrategias de interacción dinámica en cuyo marco los actores renovadores (hoy débiles y fragmentados) puedan ganar fuerza dentro del Estado y la sociedad civil para impulsar las políticas democratizadoras (5). No se trata, por tanto, de concentrarse en construir una administración pública eficiente o instituciones más operativas y menos costosas.

Resulta imprescindible que, desde las esferas del propio poder partidista y estatal, a tono con los llamados a profundizar el debate y la participación hechos por el presidente Raúl Castro, se fomente y proteja un auténtico espacio público de deliberación. En este sentido vale la pena tener en cuenta una advertencia de Jürgen Habermas en la que, al defender la necesidad del fomento simultáneo de la autonomía colectiva y la privada, recordó que éstas sólo pueden alcanzarse por “la fuerza legitimadora de un proceso discursivo de formación de la opinión y de la voluntad, en el que las fuerzas ilocucionarias y unificadoras de un uso del lenguaje comunicativo y argumentativo sirven para unir razón y voluntad y para llegar a posiciones convincentes con las que todos como individuos pueden estar de acuerdo sin coacción” (Segovia, 2008: 57-58).

Utilizando una metáfora espacial, creemos que existen diversas vías potenciales para promover la reforma institucional y la democratización que Cuba necesita: una reforma integral, propiciada por la dirección estatal (cambio desde arriba); transformaciones a partir del protagonismo y la presión de la sociedad civil (cambios desde abajo); transformaciones desplegadas por ciertas agencias y segmentos del funcionariado aliados a actores sociales (reformas parciales, desde adentro) o cambios impulsados por la injerencia de actores internacionales (reformas desde afuera). Consideramos que en Cuba el potencial transformador socialista pasaría por poder articular procesos generados desde las tres primeras fuentes que, aislando los sectores conservadores domésticos y preservando la soberanía nacional, garanticen el desarrollo de un proceso heterodoxo de reformas económicas no neoliberales (con impulso a la participación de los colectivos de trabajadores, planificación democrática y mercado regulado) y una gobernabilidad ampliada con participación ciudadana y respeto por todos los derechos humanos. Este proceso debe establecer, como colofón, la capacidad de un control popular de las élites sociopolíticas capaz de tornar inviable tanto la contrarreforma burocrática como la neoprivatización de los recursos del país y avanzar hacia una verdadera democracia socialista. Cambios que hoy sólo parecen habitar los predios de la urgencia, la resistencia y la esperanza.

Notas

1) Este texto reúne los aportes de las presentaciones e intercambios entre los autores en la preparación de un ciclo de conferencias impartidas en la ciudad de Xalapa, Veracruz, en el último trimestre de 2009. Asumimos en sus páginas la noción de proyecto democrático-participativo para denominar la variante particular descrita por Olvera, Dagnino y Panfichi, pero tomamos nota del hecho que todos los actores políticos (estatistas, mercantiles, civilistas) recrean sus propios conjuntos de principios, orientaciones, prácticas e instituciones, divergentes y a menudo enfrentadas, mediante las cuales representan y llevan a cabo su sentido de la participación.

2) Ver PNUD (2004).

3) Hablar de RdC es referir procesos multidimensionales, de impacto desigual, donde se responsabiliza a algún actor (individual u organizacional) por el saldo de sus acciones (Fox, 2006: 39-40).

4) La noción de RdC ha sido desarrollada por Catalina Smulovitz y Enrique Peruzotti (2002); la diferenciación entre su forma horizontal y vertical la debemos a Guillermo O’Donnell en Mainwaring y Melna (2003) mientras que la innovadora transversal es fruto del investigador mexicano Ernesto Isunza Isunza y Olvera (2006).

5) Un autor nos recuerda que “Después de todo, las iniciativas pro-rendición de cuentas constantemente fracasan. Sin embargo, algunas veces estos fracasos logran debilitar a las fuerzas contrarias a la RdC y, por consecuencia, constituyen pasos parciales hacia una reforma en una coyuntura subsecuente” por lo que, para llevar a feliz término su estrategia “Los actores pro-RdC que forman parte de las instituciones estatales, y los provenientes de la SC, deben descubrir estrategias de coalición que de modo mutuo se refuercen y articulen Estado y sociedad” (Fox, 2006: 61).

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