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Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 20030507

Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales v.11 n.3 Caracas sep. 2005

 

La globalización y los retos de la teoría económica

(segunda parte)

Enzo Del Bufaloa

aUniversidad Central de Venezuela

Resumen

Esta es la segunda parte de un artículo cuya primera parte se publicó en el número anterior de la revista. El objetivo general del autor es mostrar cómo los diferentes enfoques de la teoría económica han estado condicionados por la evolución del sistema económico moderno hasta el presente, cuando la globalización condiciona la reestructuración neoliberal de las últimas décadas. Después de haber discutido la vinculación entre el Estado nacional y la economía moderna, el Estado como territorio donde el mercado se articula a la producción, y la teoría económica como saber asociado a esa articulación, esta segunda parte se dedica a discutir directamente la globalización y los problemas que pone a la teoría económica.

Palabras clave: Estado-nación, economía nacional, teoría económica, globalización.

Globalization and the Challenge for Economic Theory

(Second Part)

Summary

This is the second part of an article, whose first part was published in the previous number of the journal. The overall aim of the author is to show how the different approaches to economic theory have been conditioned by the evolution of the modern economic system, from the outset and up to the present, when globalization has conditioned the neoliberal restructuring prevalent during recent decades. After having discussed the relationship between the Nation-State and the modern economy, the State as the space in which the market and production are articulated, and economic theory as the scientific discipline designed to study this articulation and recommend appropriate policies for the national economies, this second part broaches directly the globalization phenomenon and the problems it poses for economic theory.

Key Words: Nation-State, National Economy, Economic Theory, Globalization.

Recibido: 26-10-2004 Aceptado: 24-02-2005

LA GLOBALIZACIÓN

La economía moderna es una economía monetaria de producción para mercado. Esto significa que el dinero se invierte para comprar insumos para producir y vender bienes o servicios para obtener una ganancia que eventualmente será reinvertida en el futuro en parte o completamente. El dinero a ser invertido o una parte considerable de los insumos pueden provenir del extranjero y el producto final puede venderse en el mercado internacional bajo las condiciones impuestas por el Estado nacional. Mientras mayor sea la parte importada de los insumos o la parte exportada del producto, más abierto al exterior será el proceso productivo. Pero no importa cuán abierto al exterior esté el proceso de producción, aun así sigue siendo un proceso productivo nacional, porque todas las condiciones bajo las cuales se realiza están determinadas nacionalmente, como lo está también el valor económico de su producto. El mismo proceso productivo con exactamente la misma tecnología y realizado de la misma manera podría ser más productivo en una economía nacional que en otra. El valor económico de un bien dado depende no sólo de su proceso inmediato de producción, sino también de las condiciones generales de la economía nacional que pesan sobre ese proceso. La eficacia de los factores de producción nacionales, el marco institucional, las políticas públicas y la gobernabilidad del país inciden en cualquier proceso de producción particular. La disparidad entre precios nacionales y precios internacionales refleja la diferencia en la eficacia entre los procesos productivos singulares, pero también refleja la productividad media nacional de la economía en que tales procesos se realizan (Pasinetti 1981; Del Bufalo, 2002).

El hecho de que una tal producción sea una actividad nacional no significa que la acumulación de capital de la cual es parte sea también un proceso nacional. Si se traslada una cierta suma de dinero para empezar un proceso productivo de una economía a otra, esto es una transferencia de capital, y si después se repatrían las ganancias de la producción el proceso de acumulación de tal capital será internacional, pero el proceso de producción seguirá siendo nacional y su valor determinado nacionalmente. De manera que la acumulación internacional de capital no sólo es compatible con el sistema de Estados nacionales, sino que ha ido creciendo simultáneamente con la expansión de este sistema. Especialmente desde la segunda la mitad del siglo xix, el proceso de acumulación internacional se volvió más intenso y al principio del siglo xx hacían su aparición las primeras grandes compañías multinacionales que operaban en diferentes países. Sin embargo, los procesos productivos bajo el control de estas compañías eran siempre nacionales, puesto que mostraban las características antes descritas, es decir, operaban procesos productivos condicionados por la economía nacional en cada país anfitrión o, como en el caso del enclave minero, sus operaciones eran simplemente una extensión de su propia economía nacional de origen. Estas compañías eran entonces, y continúan siendo hoy, absolutamente compatibles con el sistema de economías nacionales.

Sin embargo, durante el segundo período de posguerra, cuando el sistema de Estados nacionales estaba alcanzando el mundo entero, un nuevo fenómeno estaba empollando bajo el crecimiento de las economías nacionales e hizo su aparición en los años 70: la transnacionalización del proceso productivo inducido por la acumulación internacional del capital. Este fenómeno consistía en un cambio drástico en la manera de organizar la producción de acuerdo con la nueva estrategia desarrollada por cierto tipo de empresa. La empresa transnacional, antes de organizar un proceso productivo, toma en cuenta los factores productivos y las condiciones institucionales ofrecidos por un número de diferentes países y con base en esa consideración ajusta su estrategia de producción. Normalmente esto significa que separa el proceso productivo en segmentos que se distribuyen entre los diferentes países para aumentar al máximo su rendimiento económico. De esta manera, sólo una parte del proceso productivo se asigna a un país dado. Por lo que concierne a la corporación transnacional, las transacciones entre estos segmentos esparcidos entre los países son transferencias interdepartamentales sin un verdadero valor económico; sus precios son simples definiciones contables. Pero, desde la perspectiva de los países involucrados, estas transferencias que cruzan sus fronteras son verdaderas transacciones internacionales que afectan sus flujos de divisas y los ingresos fiscales nacionales y, en general, a todas sus respectivas economías nacionales. Este es un nuevo fenómeno. Si, como dijimos antes, la acumulación de capital internacional se realizaba mediante procesos productivos nacionales, ahora en el seno de la economía nacional se establecen procesos productivos que no son más que fases nacionales de un proceso productivo global que en su totalidad es transnacional (Del Bufalo, Granier y Albo, 1985). A medida que un mayor número de actividades productivas se convierten en fases de la producción transnacionalizada, se reduce el ámbito de la economía nacional y con él la capacidad del Estado de afectar a la economía con sus políticas. Por otra parte, las transacciones internacionales de los diferentes departamentos de una empresa transnacional son de hecho transacciones interdepartamentales de un mismo proceso productivo, Se trata de transacciones que un mismo propietario hace consigo mismo y, por lo tanto, no son verdaderos intercambios mercantiles, sino simples transferencias. En síntesis, tales movimientos de bienes y servicios son verdaderas transacciones mercantiles para los Estados nacionales implicados, mientras que para la empresa son simples transferencias en el marco del mismo proceso de producción. Esto significa que el mercado internacional adquiere un espesor productivo propio y de esta manera se borra la principal diferencia entre mercado nacional y mercado internacional. El mercado se vuelve global.

Y en el seno de este mercado global los reclamos sobre el producto de los monopolios territoriales, así como su control político mediante regulaciones, se convierten en obstáculos para la acumulación de capital porque son reclamos que no tienen una verdadera contrapartida, puesto que la función del Estado nacional ya no es indispensable para cohesionar una economía nacional rebasada por el proceso de producción. La transnacionalización de la producción y la globalización de los mercados socavan los fundamentos del Estado nacional al restringir el ámbito de la economía nacional y presionar para la eliminación del monopolio sobre el territorio social. La erosión de los fundamentos del Estado nacional se hace evidente en el hecho de que las políticas económicas tradicionales del Estado pierden eficacia para coordinar la economía y pueden entrar en conflicto con la globalización de los mercados. La transnacionalización de los procesos productivos y la globalización de los mercados no sólo afectan a la economía nacional y al Estado, sino que tienen también efectos importantes en las prácticas sociales en general, puesto que fragmentan la homogeneidad social lograda por el Estado. El proceso de producción transnacionalizado impone pautas de trabajo, formas de organización, tipos de lenguaje estandarizados, mientras que la globalización de los mercados homogeneiza las preferencias tanto de los demandantes como de los oferentes que en ellos participan. Por lo tanto, desparecen de estos espacios las peculiaridades nacionales y se imponen valores, conductas, estilos de vida que son los mismos para todo el segmento social globalizado que adquiere una nueva homogeneidad interna que cruza transversalmente todos los Estados nacionales afectados. De manera que en el interior de cada Estado nacional aparecen franjas de la población que en su manera de pensar, en sus gustos, sus intereses y sus costumbres se parecen cada vez más a sus homólogos de los otros países y menos al resto de la población nacional que queda excluida del proceso globalizador1.

Naturalmente, estos cambios en las prácticas sociales afectan el conflicto social que, en los años 70 alcanza una gran intensidad, sobre todo en los países industrializados. De hecho, desde la Revolución Industrial una nueva serie de individuos empezó a consolidarse dentro de la homogeneización formal de la población: el proletariado. A esta serie pertenecen los dueños de la fuerza de trabajo que inicialmente vivían con un sueldo de subsistencia, como lo registró la teoría económica en ese momento. Vivir del sueldo de subsistencia significaba que estos individuos, aunque formalmente soberanos, eran de hecho poco más que ganado que ofrecía su fuerza animal. Eran en la práctica sujetos inexistentes que empezaron a construir su subjetividad financiando este proceso de construcción con sus crecientes reclamos de mayor participación en el excedente económico y lo completaron exigiendo su pleno reconocimiento como individuos soberanos. Ellos empezaron un proceso de automejoramiento a través de la educación formal y práctica, un más adecuado cuidado de sus cuerpos, una manera de vivir más confortable y relaciones humanas más sensibles que aumentaron inevitablemente su valor social como personas y, claro está, como obreros. Este proceso de la autovalorización de la fuerza de trabajo impuso una nueva dinámica que tendía a romper el proceso de acumulación nacional y ponía una nueva presión sobre el Estado liberal.

El surgimiento de esta nueva subjetividad puso una presión mayor en el conflicto de reclamos sobre el producto nacional. El proceso de la autovalorización dependía de un salario real creciente y de mejores condiciones de trabajo que afectaban directamente el proceso de acumulación de capital porque tendía a reducir el beneficio, a menos que hubiera un aumento en la productividad. La respuesta a este conflicto creciente durante el siglo xix tuvo dos vertientes: por un lado, un desarrollo rápido de innovaciones tecnológicas para aumentar productividad que empujó el proceso de acumulación hacia la colonización de nuevos territorios sociales, lo que aumentó la competencia de los Estados nacionales entre sí, y, por el otro, las reformas institucionales para acomodar las necesidades de la subjetividad emergente. Sin embargo, la competición entre los Estados nacionales condujo a una guerra mundial abierta, seguida por un intenso conflicto social, exacerbado por los efectos de la propia guerra. Hubo que hacer un gran esfuerzo para mantener tal conflicto dentro del marco propicio para el proceso de acumulación de capital. Esto se logró finalmente gracias a las grandes reestructuraciones de la sociedad y del Estado que mencionamos en la primera parte de este trabajo. Durante el período de la segunda posguerra, el conflicto social fue represado mediante dos modelos diferentes de desarrollo. En el Este, el Estado estalinista combinó la promesa de socialismo con una represión brutal para controlar la distribución del excedente y sostener la acumulación. En el Oeste, el Estado liberal sobrevivió y se extendió, pero tuvo que modificarse en un Estado del bienestar instrumentando políticas keynesianas. Aunque las instituciones y el esquema normativo eran específicos para cada Estado, siendo como eran el resultado histórico del conflicto doméstico, se desarrolló en el bloque occidental un mecanismo de la intervención que se extendió a todos sus países miembros. La Guerra Fría con el bloque oriental permitió al Estado nacional más poderoso, Estados Unidos de América, aumentar su imposición de contribuciones para financiar el gasto militar. La lógica de la disuasión, característica de la Guerra Fría, exigía un ritmo fuerte de innovaciones tecnológicas en el campo militar que las compañías privadas sólo podrían llevar a cabo gracias a los contratos gubernamentales. Estas innovaciones, una vez se volvían obsoletas desde el punto de vista militar, pasaban a los departamentos de la producción civil de la corporación que las había desarrollado. Este traslado de tecnología financiada por el Estado contribuyó a crear un inmenso rango de nuevos bienes y, por consiguiente, de oportunidades de inversión y empleo. La expansión de estos nuevos bienes a los otros países, a través de la normal inversión privada y pública, hizo posible el desarrollo de llamada sociedad de consumo.

Por lo tanto, el modelo de crecimiento occidental del período de posguerra fue sostenido por una alianza de Estados nacionales que configuraron un estilo de desarrollo tecnológico capaz de sostener la productividad a los niveles apropiados para contener el conflicto social. (Del Bufalo, Granier y Albo, 1985). El Estado de bienestar y la elevada tasa de innovaciones tecnológicas fueron piezas clave para el crecimiento económico sostenido con los salarios reales crecientes que experimentaron las economías nacionales de la posguerra. Esta participación creciente del trabajo en el excedente se debió a una mayor sofisticación tecnológica del proceso de la producción y de las muchas actividades colaterales que causaron un cambio importante en la composición social del proletariado. Desde el siglo xix, los cambios tecnológicos tendieron a crear las nuevas clases medias haciendo más exigentes los requisitos de fuerza de trabajo que transformaron una gran parte del viejo proletariado. El modelo de la posguerra aceleró considerablemente esta tendencia y las clases medias aumentaron como nunca antes. La clase obrera restante adquirió un poder creciente de negociación gracias a que supo crear organizaciones directas y convertirse en un sujeto político importante capaz de inducir cambios institucionales y legales que les favorecían, reforzando así la función asistencial del Estado. Este cambio en la composición material del viejo proletariado fue la causa de la diversificación del perfil de la demanda global, típico de la sociedad de consumo. Un arreglo que había hecho posible casi tres décadas de crecimiento económico continuo con los salarios reales crecientes se interrumpió con la crisis de los 70. Esta crisis marcó el fin de la efectividad del modelo de crecimiento implantado en la posguerra que fue exitoso al manejar el conflicto social de tal manera que lo hizo compatible con los requisitos de acumulación.

Pero a finales de los 70, el acrecentado poder de negociación del trabajo impone fuertes restricciones al avanzar reclamos sobre el producto por encima de la productividad que, por su lado, ya estaba confrontando problemas técnicos debidos al debilitamiento de la tasa de innovaciones tecnológicas que redujo la expansión de nuevas líneas de producción y redujo la productividad en las ya existentes. Por el lado de la demanda, la saturación de los mercados tradicionales, una vez que los nuevos bienes de consumo durables se habían extendidos a todos los sectores sociales, y la imposibilidad de extender este modelo de crecimiento a otras áreas como la Unión Soviética y China pusieron una restricción adicional a la tasa inversión2. En tales circunstancias, el sistema asistencial que había hecho tanto para paliar el conflicto social, al tiempo que era un mecanismo eficaz para sostener la demanda agregada, para estimular el crecimiento económico y para atenuar el ciclo económico, se convierte en una carga para el proceso de acumulación (Del Bufalo, 2002).

Después de décadas, al final de los años 60, un inmenso déficit fiscal estructural y una elevada inflación indican un creciente desequilibrio macroeconómico en la mayoría de los países. Empezaron a aparecer fuertes recesiones con mayor frecuencia y las políticas keynesianas tradicionales parecían haber perdido su efectividad. La manera más obvia de salir de esta crisis era la de relanzar el crecimiento de productividad promoviendo una renovación tecnológica, para que la tasa de acumulación pudiera sostenerse con los salarios reales crecientes. Un primer paso en esta dirección hubiera podido ser el redespliegue de las industrias tradicionales de las economías nacionales avanzadas hacia las economías menos desarrolladas. Este redespliegue industrial ya estaba en marcha y era la respuesta espontánea a la crisis por las empresas privadas que, frente a las restricciones impuestas por lo sindicatos, reaccionaban buscando otros países con los salarios reales menores y una fuerza de trabajo más maleable. Este redespliegue era, en realidad, parte de un fenómeno más amplio que se estaba empezando a notar: la transnacionalización del proceso de la producción. Para las economías nacionales involucradas, el redespliegue tenía diferente efectos, todos ellos positivos en largo plazo. Para los países industrializados, la salida de industrias tradicionales o las líneas de producción obsoletas con un bajo crecimiento de productividad era una manera de liberar grandes cantidades de obreros de elevada calificación que podrían reciclarse hacia nuevos procesos productivos desarrollados con nuevas tecnologías que empleaban maquinaria computarizada, procesos flexibles de trabajo y no eran dañinas para el ambiente. Para los países receptores el redespliegue significaba la posibilidad de completar su industrialización y diversificar sus exportaciones en un momento en que el proceso de sustitución de importaciones estaba estancándose.

Sin embargo, esta solución a la crisis muy pronto enfrentó serios obstáculos. En primer lugar, el redespliegue encontró una fuerte resistencia por parte de los trabajadores de los países desarrollados, puesto que en el corto plazo significaba agravar el problema del desempleo que ya era considerable por efecto de la crisis. Sobre todo porque, a consecuencia de las ventajas adquiridas durante las décadas de posguerra, los trabajadores que conformaban el proletariado clásico estaban protegidos y el nuevo desempleo traído por la crisis afectaba más bien a las minorías, tales como los jóvenes que no podían entrar al mercado de trabajo y las mujeres que apenas empezaban a entrar en él. Ahora el redespliegue al trasladar las fábricas tradicionales fuera del país afectaba también directamente a ese proletariado clásico que hasta entonces había sido capaz de retener sus puestos de trabajo. Estos trabajadores empezaron a reaccionar y su poder social y político se convirtió rápidamente en una amenaza a la gobernabilidad. Los gobiernos que al principio habían favorecido el proceso de redespliegue empezaron a acusar la presión de los trabajadores y, además, se veían ellos mismos directamente afectados por la pérdida de ingresos fiscales causados por la salida de ciertas actividades del territorio nacional, entonces empezaron a poner obstáculos a las salida de las fábricas de sus fronteras, prefiriendo reorientar el redespliegue hacia sus áreas internas poco desarrolladas. Además, reforzaron las barreras arancelarias en contra de los productos provenientes de los países del Tercer Mundo, desalentando aún más a las empresas que planeaban trasladar sus procesos productivos en alguno de esos países y luego exportarlos a los países desarrollados. Pero el redespliegue encontraba obstáculos también en los países receptores que ponían severas restricciones al capital foráneo en cuanto a las áreas en las cuales podía invertir, a la repatriación de los beneficios, etc. Restricciones que se sumaban a los obstáculos propios del escaso desarrollo de estos países como infraestructuras física y social inadecuadas, instituciones públicas ineficientes y escasa gobernabilidad.

El redespliegue industrial era pues parte importante de una estrategia de renovación tecnológica del modelo de la posguerra para incrementar la productividad y así sostener los salarios reales y la acumulación de capital. Pero el éxito del redespliegue como salida a la crisis dependía de un cambio relativamente rápido del patrón tecnológico de los países que diera respuestas oportunas al conflicto social y de la colaboración de los Estados nacionales. Desafortunadamente, el cambio de patrón tecnológico era muy lento respecto de la dinámica del conflicto social y, en gran parte, aleatorio, puesto que dependía del desarrollo científico. Este desfase entre la disponibilidad de cambios tecnológicos y las variaciones de las necesidades sociales obligaba al Estado a intensificar el proteccionismo y a seguir aplicando políticas tradicionales que eran cada vez menos eficaces. Así, pues, de una manera algo paradójica, la propia crisis obligaba al Estado nacional a proteger su economía nacional mediante medidas que impedían la solución de la crisis en el largo plazo. El Estado nacional se había convertido no sólo en un obstáculo para el crecimiento de las grandes empresas transnacionales, sino que impedía que la transnacionalización fuera una solución a la crisis de las economías nacionales.

La reestructuración neoliberal

Por lo tanto, como una reestructuración rápida del aparato productivo para aumentar la productividad a los niveles necesarios para sostener el crecimiento económico con los salarios reales altos era imposible, la alternativa fue reducir y posiblemente eliminar la intervención del Estado nacional en la economía. Si no era posible mediante la tecnología, entonces el modelo de crecimiento debía reformarse mediante cambios institucionales y en las políticas enfocadas directamente hacia el conflicto social. El primer paso de esta estrategia era reducir o eliminar el Estado del Bienestar que de hecho significaba reducir la participación de los trabajadores en el excedente y debilitar su poder de negociación de los salarios reales directos. El hecho de que el viejo modelo keynesiano había ocasionado un gigantesco déficit estructural y que la recesión económica aparecía asociada con elevadas tasas de inflación, proporcionó buenos argumentos para atacar al Estado en el frente ideológico. Con base en la crítica de los monetaristas a la teoría económica keynesiana tradicional –acertada en muchos puntos fundamentales–, los partidarios de la nueva estrategia argumentaron que el estancamiento económico se debía a las malas políticas económicas del Estado y a sus innecesarias regulaciones que impedían el funcionamiento correcto del mercado. La reversión de tal intervención del Estado en la economía era la clave para lograr un crecimiento de largo plazo, motorizado por un mercado libre que también era un mecanismo de asignación óptima de los recursos, tal como la vieja teoría neoclásica lo había siempre sostenido. Más mercado era pues la respuesta ideológica a un diagnóstico esencialmente correcto de las limitaciones del keynesianismo tradicional.

Pero, dejando a un lado la disputa ideológica, la verdad era que el efecto combinado de la reducción del Estado del Bienestar y de los salarios reales era el de aumentar la participación del beneficio en el producto nacional... Si la rentabilidad del capital no podía aumentarse a través de las mejoras tecnológicas de la productividad física del trabajo, podría entonces lograrse por medio de una reducción de la participación real del trabajo en el excedente. Desde el punto de vista de la acumulación, ambas opciones son equivalentes, pero tienen implicaciones sociales muy diferentes. Un crecimiento económico con una distribución del ingreso progresiva, como ocurrió durante el período de posguerra, no es la misma cosa que un crecimiento con una distribución regresiva, como el propuesto por la nueva estrategia. En este caso, el crecimiento se logra a expensas de sectores importantes de la población que son excluidos cada vez más y esta exclusión termina restringiendo indebidamente el mercado en lugar de agrandarlo. Además, la estrategia busca reducir o eliminar las políticas fiscales para sostener la demanda eficaz, así como las regulaciones del mercado para no sólo reducir el déficit fiscal sino también eliminar las distorsiones en el mecanismo de precios. Las políticas públicas deben buscar la reversión de lo que había sido la tendencia, predominante en la posguerra, del Estado a entrometerse cada vez más en la economía, que era la verdadera causa de los problemas presentes. La justificación teórica de la estrategia entera descansa en la presunción según la cual el mercado, si no es estorbado por la intervención de Estado, es un mecanismo de asignación óptima de los recursos. El simple hecho histórico de que las políticas keynesianas habían sido instrumentadas como una respuesta a la crisis de los años 30 fue ignorado simplemente porque, tal como argumentó Freedman, se apoyaban en una interpretación equivocada de lo que había pasado en aquella crisis y en error teórico de Keynes (Friedman, 1956 y 1970).

La nueva estrategia de reestructuración recupera la vieja idea liberal prekeynesiana según la cual el Estado debe limitarse a asegurar las condiciones que hacen posible el mercado, ejerciendo lo menos posible su monopolio territorial. La propuesta supone que la creación de un mercado global, sin otras limitaciones que aquellas impuestas por sus propias leyes, es la manera más eficaz de aumentar la productividad en el largo plazo y, por consiguiente, para sostener un crecimiento económico equilibrado. De ahí que se le haya denominado neoliberal. Pero contrariamente a las más acariciadas creencias de los viejos liberales, estos nuevos liberales no parecen creer que la existencia ubicua de las grandes corporaciones pueda ser de alguna manera un obstáculo para el buen funcionamiento del mercado. Lo contrario parece ser verdad. Ellos identifican el mercado de competencia perfecta y sus resultados, expuestos por la teoría neoclásica, con el mercado real que es principalmente un mercado oligopólico en el cual ninguno de los resultados de la competencia perfecta está asegurado. Sin embargo, esta característica estructural del mercado real es identificada con simples rigideces que no alteran los resultados de la competencia perfecta, puesto que tan sólo generan diferencias cuantitativas menores entre los resultados logrados por el modelo teórico y los resultados reales. Estas diferencias se definen como naturales porque indican la natural imprecisión de la realidad respecto a la teoría (Friedman, 1968; Del Bufalo, 1987). Así, pues, que con esta "diminuta" modificación el mercado de competencia perfecta, donde los agentes racionales son receptores pasivos de los precios, se iguala al mercado de las grandes corporaciones nacionales y transnacionales que tienen un poder del monopolio aplastante. Por libre mercado los neoliberales entienden un mercado libre del poder del monopolio territorial del Estado, pero no del poder del monopolio de organizaciones despóticas privadas. Por consiguiente, la referencia al libre mercado se vuelve nada más que una cobertura ideológica para el proceso de transnacionalización y de la globalización.

El mercado, como lo conciben los neoliberales, es pues un mercado sin regulaciones estatales, incluyendo las del sector extranjero que al eliminarse borra la diferencia entre el mercado nacional y el internacional. Con despliegue de esta estrategia, aparece en el horizonte un mercado global regulado por el poder oligopólico de las grandes corporaciones. El propio Estado nacional se convierte en una gran corporación territorial. De hecho, mientras que una parte importante de la economía nacional se incorpora a los espacios transnacionales donde los mercados oligopólicos prevalecen, el resto retiene la característica de la vieja economía nacional donde prevalecen los mercados de competencia imperfecta. Las posibilidades para estos sectores nacionales de competir en el mercado internacional dependen en gran parte del apoyo que obtengan de su propio Estado nacional. En efecto, para competir en el mercado internacional, estos sectores necesitan una política de promoción en el exterior agresiva llevada a cabo por su propio Estado en sustitución de la más tradicional política del proteccionista. Ellos necesitan que su Estado nacional los ayude a defender sus marcas de fábrica particulares, pero también su marca territorial que se vuelve una garantía de calidad para muchos productos. Así, tenemos que, el made in Italy o el made in France para el diseño, la moda, los vinos, la comida, etc., equivalen a trademarks, marcas de fábrica, con un elevado valor de mercado. La bandera nacional –o una variante de ésta como las etiquetas de garantía de denominación controlada de una determinada área o región– se vuelve una única marca para una canasta de bienes de diferentes productores nacionales defendida por su Estado respectivo con prácticas típicamente monopolistas. En estas áreas el Estado nacional se comporta como una corporación que se asegura de que el valor de su monopolio territorial esté debidamente reconocido, ya no a la vieja manera feudal, es decir, mediante el control político o tributario, sino de una manera verdaderamente mercantil, es decir, como una empresa del mercadeo. Así el neoliberalismo, en lugar de seguir el antiguo ideal liberal de la creación de una sociedad de hombres libres e iguales sin las mediaciones despóticas, promueve un nuevo orden mundial gobernado por una nueva estructura de poder diferente a la del tradicional sistema de Estados nacionales, pero igualmente despótica. En todo caso, la estrategia de restructuración neoliberal marca el fin de la organización territorial basada en el Estado nacional, reconociendo que este tipo de organización se ha vuelto disfuncional para el proceso de acumulación ampliado. Esta apreciación fundamentalmente correcta de la realidad es su mayor mérito. De hecho, la fuerza de la reestructuración neoliberal reside en haber identificado acertadamente los elementos centrales de la crisis de los años 70. Su debilidad ha sido ofrecer una respuesta que beneficia a la acumulación de capital, mientras ignora la emergencia de nuevas subjetividades y sus necesidades.

Las nuevas subjetividades y las respuestas de la teoría

Ciertamente, el neoliberalismo es una ideología funcional para la globalización corporativa. Sin embargo, como teoría económica, es muy pobre, basada en el modelo de Equilibrio General neoclásico que asume la competencia perfecta en todos los mercados, pero que no puede incorporar al dinero y al capital de una manera congruente. Un modelo, por lo tanto, que, entre otras limitaciones, no puede explicar el mecanismo de los precios reales ni puede entender el ciclo económico como un fenómeno endógenamente determinado (Del Bufalo, 1995b). Un modelo que proporciona una teoría adecuada para exaltar las cualidades de un mercado abstracto que no es pertinente para entender el funcionamiento de la economía monetaria de producción para el mercado como lo es la economía moderna. En esta economía, los mercados principales tienen una estructura oligopólica, el dinero es algo más que un simple numéraire y hay reclamos sobre el producto que no pueden ser los endógenamente determinados.

Por otro lado, es verdad que sin verdadero dinero y capital el mercado de la teoría neoclásica es un sistema coherente y congruente de coordinación de todas las decisiones de los agentes económicos racionales (Arrow y Hahn, 1971). Si extendemos esta racionalidad a cada aspecto de la vida, el agente racional se convierte en el individuo soberano de la teoría política liberal y si extendemos esta condición formal a toda persona natural, entonces, podemos concebir la posibilidad de una sociedad unida exclusivamente por medio de relaciones del intercambio mercantiles, sin ningún tipo de relaciones despóticas. La teoría neoclásica proporciona pues el fundamento económico para una pura utopía mercantil: el mercado como el único mecanismo de coordinación de una sociedad de individuos soberanos. Una utopía que, sin embargo, el liberalismo clásico no acoge completamente, puesto que cree que un mínimo de Estado es necesario para que el mercado funcione apropiadamente. Esto revela un cierto compromiso del liberalismo histórico con las prácticas despóticas. Este compromiso es una necesidad inevitable, habida cuenta de que el mercado real es un mercado capitalista, es decir, un mercado en el cual las secuencias de transacciones mercantiles entre los agentes económicos se interrumpen para crear segmentos de relaciones verticales de sumisión. La presencia de estos segmentos despóticos, constituida por las organizaciones capitalistas, genera un conflicto social porque es incompatible con la soberanía plena de los individuos y este conflicto hace necesario la mediación de una vieja organización despótica territorial como lo es el Estado. De no ser por esta deformación despótica del mercado capitalista, el Estado ya no sería necesario, puesto que la sociedad tendría sólo relaciones entre individuos soberanos que implican entre otras cosas una clase de conducta moral kantiana. Esta ambigüedad entre el mercado neoclásico y el mercado capitalista revela un condicionante histórico profundo de las relaciones mercantiles por prácticas despóticas que en general han sido dadas por descontadas, incluso por los pensadores radicales.

Vale la pena recordar que el mercado se vuelve nacional cuando comienza a mediar los procesos de la producción con la ayuda del Estado. Esta penetración progresiva del valor de cambio en las prácticas sociales feudales, las modifica y crea, por una parte, una sociedad de los individuos soberanos –o una sociedad civil– integrada por el mercado y, por la otra, una reorganización del territorio social –el Estado nacional. Debido a esto, el mercado se despliega, por una parte, en mercados separados articulados directamente a los procesos productivos y, por la otra, en un mercado internacional sin la dimensión productiva. Ahora bien, el mercado de la teoría neoclásica simplemente es un sistema combinatorio que, partiendo de ciertas cantidades dadas de factores de la producción, los combina con diferentes grados de complejidad (insumos, bienes intermedios, bienes finales) para satisfacer las preferencias igualmente dadas.

El proceso de producción real no tiene ni un principio dado ni un final dado. No es un proceso lineal y unidireccional, sino uno circular y reiterativo; cualquier corte teórico de este proceso siempre debe empezar y terminar con cantidades variables, de lo contrario, aquello que es peculiaridad de la producción se perdería. Por lo que se refiere a la teoría del valor, esto significa que los factores completamente escasos no existen y, por lo tanto, los precios no pueden ser determinados por las cantidades dadas y preferencias. En cambio, los precios determinados por un proceso circular de producción dependen principalmente de las tecnologías empleadas en su producción y de los reclamos de los agentes productores en el producto (sueldos, beneficios, etc.,). La demanda, es decir, la escasez, no interviene en su determinación, a menos que relacione bienes que salen de la misma línea de producción en cuyo caso se trata de bienes que son, el uno respecto al otro, no producidos (Sraffa, 1960; Del Bufalo, 1995). Si concentramos nuestra atención en las tecnologías y los reclamos, podemos notar que las primeras son elementos objetivos que dependen del flujo de innovaciones, mientras los segundos son elementos subjetivos, puesto que ellos dependen del poder de negociación de los sujetos sociales que controlan los factores productivos. A estas alturas, tenemos que hacer una distinción importante entre un factor de producción producido y un factor de producción original. Un factor de producción producido se concibe como el elemento físico (el cuerpo humano, los medios de producción, los campos de cosecha) que es un producto que de alguna manera es el resultado del esfuerzo realizado para apropiarse de la naturaleza y, como tal, tiene un precio de producción. Sin embargo, aunque parece referirse al mismo factor físico, la teoría neoclásica emplea la denominación de factor de producción original, donde original significa específicamente no producido. En este caso, los costos de producción no pueden determinar el valor del factor, puesto que no tiene una historia de producción, y de hecho la teoría neoclásica considera su valor como la suma de todos sus rendimientos durante su vida útil que, a su vez, dependen de su productividad marginal.

De manera que es la propia teoría neoclásica la que nos dice claramente que este concepto de factor original no se refiere al factor físico que siempre es un bien producido3. Se refiere más bien a un derecho de propiedad privada sobre ese factor físico que tienen ciertos individuos soberanos: el derecho que uno tiene de poseer su propio cuerpo humano, de poseer la organización productiva de la empresa, el derecho de poseer la tierra apropiada, etc. Éstos son arreglos institucionales que dan derecho para exigir una porción del producto obtenido con el factor físico de uno. Sin embargo, para evitar cualquier arbitrariedad, la teoría neoclásica postula que, en cada caso, el reclamo debe ser igual al rendimiento de factor físico, el cual se presume que está determinado por la tecnología empleada y las cantidades iniciales de los factores utilizados. Éstas son las condiciones que determinan la productividad marginal del factor. Por consiguiente, la propia teoría neoclásica reconoce que el precio del factor original no está codeterminado por los costos de producción del factor, como lo están los otros precios, sino simplemente por su escasez relativa que otorga un monopolio a su dueño y le da el derecho para recibir una renta por ese monopolio. Ahora bien, la renta como un reclamo de un derecho de monopolio es un concepto premercantil, es un tributo al poder que tomó la forma de precio una vez que el mercado hubo condicionado las viejas prácticas despóticas. En otros términos, los precios de los factores originales no son verdaderos precios, sino variables de la distribución cuyos valores dependen del poder social que tienen los dueños de los factores originales.

La teoría neoclásica intenta camuflar este poder social con una simple condición técnica, sosteniendo que el reclamo del dueño es proporcional a la escasez relativa de factor. Sin embargo, incluso de esta manera no puede eliminar completamente el poder subjetivo y tiene que agregar una condición institucional adicional, es decir, que cada dueño individual debe poseer una fracción pequeña del total del factor para que su propiedad no tenga ningún efecto en el funcionamiento del mercado. Por lo tanto, para que una variable de distribución pueda convertirse en un precio de mercado endógenamente determinado, es necesario establecer un supuesto institucional que aniquila el efecto monopólico de la escasez4. En una economía en la cual la organización capitalista de la producción se extiende tan sólo hasta donde la actividad de una sola persona o de un grupo pequeño de individuos puede abarcarla, entonces las actividades de organización de la producción pueden confundirse con otras actividades personales, llevadas a cabo dentro del ámbito privado de la persona. El poder despótico que constituye esa organización puede confundirse con el ejercicio legítimo del poder soberano del individuo sobre su espacio personal, sobre todo si un tal poder no tiene una incidencia sobre el mercado mayor a la que tiene cualquier otro individuo igualmente soberano, tal como ocurre en el caso del capitalismo de libre competencia. En las tales circunstancias, es fácil de igualar el monopolio de los factores originales con una corriente propiedad privada de un bien cualquiera e identificar a los propietarios de los factores originarios con el resto de los agentes racionales que intercambian bienes, debido a que el poder de reclamo individual de cada uno de ellos es muy pequeño. Es, pues, relativamente sencillo hacer del reclamo sobre el producto, una mera transacción comercial entre agentes racionales que intercambian bienes. Pero en la realidad el control de la organización productiva y los derechos sobre el producto son determinados por el poder de negociación relativo de los dueños de los diferentes factores. En cada caso, el poder despótico es tan pequeño que no parece alterar la naturaleza del puro mecanismo del mercado. Quizás bajo las condiciones de un capitalismo de libre competencia como el de la primera la mitad de siglo xix, la teoría neoclásica podría pretender, con cierta plausibilidad, ser una buena aproximación a la realidad en este aspecto.

Sin embargo, la evolución histórica de la economía nacional no muestra ninguna señal del debilitamiento del monopolio en la organización productiva, al contrario, la tendencia histórica ha sido hacia su progresivo fortalecimiento. Este poder despótico ha crecido con el tiempo, a medida que el monopolio del factor originario capital se ha ido concentrando en un número menor de individuos. La organización capitalista de la producción se ha vuelto de tal magnitud y complejidad que ha rebasado en mucho la esfera privada del individuo particular. A finales del siglo xix, el monopolio condicionó de tal manera la economía real que la teoría ya no pudo ignorarlo. La escuela neoclásica hizo entonces un esfuerzo para integrar de una manera apropiada el concepto de capital a la teoría del mercado puro. Sin embargo, cuando intentaron desarrollar una verdadera teoría del capital, los teóricos neoclásicos5 encontraron que era imposible medir el factor original capital de una manera consistente y congruente con el mecanismo del mercado, es decir, era imposible determinar su precio según los mismos principios que determinaban los otros precios. El capital, al igual que los otros factores originales, no tiene un precio endógenamente determinado por el mercado. La presencia del capital, como el poder despótico, es extraña a los axiomas mercantiles del intercambio y, por consiguiente, al puro mercado.

Si uno observa de cerca la actividad de cualquier empresa, notará que, después de algunos intercambios iniciales para comprar insumos y fuerza de trabajo, el proceso productivo procede bajo el mando absoluto de la administración y todos los intercambios interdepartamentales entre los diferentes miembros de la organización dejan de ser intercambios mercantiles para convertirse en transferencias unilaterales o binarias hasta que el producto deje la organización y, con su venta, entra de nuevo en la sucesión de intercambios mercantiles. Si bien es cierto que el mercado acota y determina el proceso productivo, no es menos cierto que no es el intercambio mercantil el que conecta sus distintas fases, sino relaciones despóticas de sumisión entre las personas, la mayoría de las cuales ve suspendida su soberanía individual durante todo el período en que participan en la producción. El proceso productivo en sí mismo no es una sucesión de intercambios mercantiles entre las personas que lo organizan, sino una jerarquía de sumisiones. Existe, pues, una amplia área económica que el mercado no abarca, en la cual la organización despótica de la administración reemplaza las faltantes relaciones de intercambio mercantil6. La teoría neoclásica no identifica específicamente la presencia de esta organización despótica, sino que la hace colapsar en la condición normal de un agente racional que maximiza su actividad, bajo la restricción impuesta por la escasez. Nosotros reconocimos previamente que esta simplificación extrema podía ser aceptada cuando prevalecían las pequeñas empresas individuales y los trabajadores eran una multitud dispersada. Pero cuando las grandes corporaciones dominan ampliamente y los trabajadores están organizados, entonces no es posible ignorar el poder despótico que las subjetividades sociales ejercen sobre el mercado. Sus reclamos sobre el producto no pueden reducirse a una simple determinación endógena basada en una presunta productividad marginal.

La teoría neoclásica insiste en mantener una determinación completamente endógena de las variables de la distribución como si fueran precios determinados por la escasez de los factores. Pero hace esto a un costo: al construir su modelo de Equilibrio General que incluye tanto al mercado de trabajo como al de capital, y asume que son factores de producción originales, incurre en inconsistencias lógicas. Durante los años 50 y 60, la controversia sobre el capital7 mostró que no era posible encontrar una medida para el capital y, por consiguiente, ninguna cosa como una "cantidad dada del factor original capital" podría determinarse independientemente de los precios. La escuela austríaca de economía a finales del siglo xix ya sabía de este resultado. Y en 1960 Sraffa mostró que no hay una relación funcional unívoca entre la productividad marginal de una cantidad dada de un factor y su remuneración. Por lo tanto, no es posible determinar de manera significativa eso que se denomina la productividad marginal del capital. En los años 30, Keynes mostró que la oferta de trabajo tampoco está determinada por la escasez (Del Bufalo, 1995). Por consiguiente, en lo que concierne a estas dos mercancías, no es posible derivar para su demanda y oferta curvas walrasianas de buen comportamiento a partir del principio marginalista. Esto significa que un conjunto único de precios de equilibrio no puede determinarse para una economía de mercado que incluya a ambos.

El mercado puro, siendo como es simplemente un sistema de intercambios de cantidades dadas sin el espesor productivo, puede ajustar todas las decisiones de los agentes racionales de una manera coherente y compatible. Esto significa que, una vez que las cantidades están disponibles, no importa realmente si los intercambios se llevan a cabo de una manera simultánea o sucesiva, como lo muestra el truco del subastador.

Sus precios de equilibrio, como son las proporciones de cantidades dadas, serán los mismos. El tiempo es no pertinente. Sin embargo, en un mercado articulado al proceso de producción capitalista, el tiempo es un elemento esencial en la determinación de los precios. En este caso, las decisiones son necesariamente secuenciales y los intercambios están separados por el período de producción. Las decisiones para empezar el proceso productivo dependen de intercambios que sólo se llevarán a cabo una vez que el proceso de la producción haya terminado. Por lo tanto, los agentes podrán tomar decisiones compatibles antes de comenzar el proceso de la producción, sólo si pueden prever correctamente esos intercambios futuros. De lo contrario, aunque los mercados contaran con curvas de oferta y demanda de buen comportamiento (lo que no es el caso, como dijimos antes), los agentes económicos, sobre todo los empresarios, deben conocer los precios futuros para poder organizar el proceso productivo correctamente.

La teoría neoclásica moderna ha intentado superar esta limitación fuerte del modelo del Equilibrio General, que excluye toda decisión ejecutiva, introduciendo el concepto de expectativas racionales que permiten a los agentes estimar los precios futuros en un contexto de incertidumbre. La teoría supone que agentes racionales toman las decisiones en un marco temporal y, aun cuando estos agentes a veces se equivocan en sus decisiones puntuales, las series de expectativas que los guían convergen hacia los valores de equilibrio de los mercados futuros. Por consiguiente, si bien es cierto que los agentes enfrentan un futuro incierto, sus decisiones intertemporales son compatibles y el mercado sigue siendo un mecanismo de asignación de recursos óptimo. Ahora este tipo de incertidumbre implica que el mercado genera valores futuros de equilibrio y que los agentes económicos hacen estimaciones riesgosas que, sin embargo, en promedio aciertan los valores correctos Pero en una economía de producción capitalista para el mercado, hay agentes que toman decisiones que son cruciales porque tienen tal influencia sobre todo el sistema que lo modifican de una manera irreversible. Esto significa que los valores esperados tanto de las series temporales como de las series espaciales no convergen hacia los valores de equilibrio. Estos últimos valores no existen.

Contrariamente a una economía de mercado puro, con agentes que son receptores pasivos de los precios y cuyas decisiones individuales no alteran de manera irreversible el sistema, una economía capitalista es un sistema no-ergódico en el cual la incertidumbre no es la misma cosa que el riesgo estadístico (Davidson, 1982-1983). La propiedad matemática de no-ergodicidad de las series estadísticas implica que las expectativas no convergen hacia los valores de equilibrio porque el sistema no tiene tales valores. Esto mina completamente la utilidad teórica del concepto de equilibrio. La economía de producción capitalista para el mercado no tiene un mecanismo que tienda hacia una situación de equilibrio. Sus parámetros son de hecho variables de las decisiones cruciales que fluyen continuamente, y, por consiguiente, la economía sufre modificaciones sistémicas continuas sin poder coordinar todas las decisiones hacia un único centro gravitatorio.

El mercado puro neoclásico no es más que una combinatoria de cantidades dadas y, por eso, es posible determinar un conjunto de proporciones a las cuales todas esas cantidades serán intercambiadas sin remanentes. Por su parte, el sistema de mercado capitalista es un ciclo que empieza con algunos gastos de inversión y termina con la venta de productos para obtener un beneficio. Las decisiones acerca de dónde y cuánto se harán todas las transacciones, que median el ciclo de la producción entero, están determinadas por la estructura tecnológica de producción y las decisiones subjetivas que, a su vez, están condicionadas por esos precios, pero no dependen funcionalmente de ellos. La economía de producción capitalista para el mercado es pues naturalmente cíclica, sujeta permanentemente a variaciones que dependen de las decisiones cruciales que afectan la tecnología utilizada (Schumpeter, 1978); y sujeta también a la relación entre las situaciones financieras, la inversión, los beneficios y los activos fijos que altera el excedente y su distribución. Cualquier alteración de estas decisiones y relaciones modifica el sistema de precios (Minsky, 1986). Una economía de este tipo está permanentemente sujeta a variaciones y pasa de un sistema de precio a otro no gravitando nunca alrededor de un conjunto específico de valores de equilibrio8.

Por lo tanto, hay una diferencia fundamental entre una economía de mercado puro y una economía capitalista que tradicionalmente no ha sido reconocida ni por los partidarios de la economía moderna ni por sus críticos, y es la siguiente: en una economía de mercado puro hay un mecanismo de determinación de los precios endógeno que es indiferente a si se usa cantidades de trabajo o cantidades físicas escasas para medirlos. Los agentes económicos son receptores pasivos de los precios y sus decisiones racionales están sujetas a los precios que el mercado les impone. Su "decisiones subjetivas" son en la realidad respuestas automáticas que omiten todas las consideraciones subjetivas, las cuales son, en efecto, exógenas al mecanismo de precios. Este mecanismo, que no es otra cosa que un proceso de determinación de proporciones entre cantidades prefijadas, obviamente no puede tener sino un solo conjunto de tales proporciones que entonces se denominan pomposamente precios de equilibrio. Además, habiendo reducido toda conducta subjetiva a un modelo fijo de respuestas automáticas, sólo es posible concebir cualquier alteración de precios como una consecuencia de un shock externo que desplace temporalmente el sistema de su posición de equilibrio; el cual, sin embargo, volverá a su posición inicial una vez que desaparezca el efecto del shock. En cambio, en una economía capitalista o monetaria de producción para el mercado, el mecanismo de la determinación de los precios no es completamente endógeno y depende de las decisiones subjetivas. Las relaciones de poder entre las subjetividades sociales determinan cómo ciertas cantidades serán intercambiadas. Ahora, esto no significa que a las decisiones de los agentes económicos les falten cierta consistencia y coherencia que permiten el funcionamiento del mercado.

Lo que significa es que el mercado no tiene ninguna tendencia inherente hacia el equilibrio porque el mecanismo que lo asegura es exógeno a las decisiones subjetivas. Por lo tanto, o se tiene equilibrio sin las decisiones subjetivas –un mercado de robots–, o se tienen subjetividades realmente sociales que cumplen una función, en cuyo caso el mercado tendrá cierto grado de consistencia y coherencia, dado por un conjunto de instituciones colaterales que lo ayudan a funcionar apropiadamente. Así, pues, para una economía capitalista el mecanismo del precio endógeno es o trivial –cero distribución– o mítico –personas que son simples robots (Sraffa, 1960).

Ahora bien, las instituciones no son otra cosa que prácticas sociales con una tenacidad mayor que otras prácticas sociales y por consiguiente, como todas las prácticas sociales, tejen las relaciones de poder entre los sujetos sociales que surgieron de ellas. El propio mercado es una institución basada en la práctica social de intercambios mercantiles. Así, la diferencia entre el mecanismo de precios de mercado y otras instituciones reguladoras reside tan sólo en la manera como se relacionan los sujetos involucrados. El mercado puro incluye la práctica de las respuestas automáticas de los sujetos, eliminando así su libertad subjetiva9. Las instituciones de apoyo al mercado establecen reglas políticas y jurídicas para las respuestas de los sujetos que se fundamentan ya sea en formas abstractas derivadas del acto de intercambio mercantil (Del Bufalo, 1991) y, debido a esto, son una extensión de la racionalidad del agente económico, ya sea en formas de naturaleza despótica en cuyo caso son un complemento a la racionalidad del agente económico. Todo el sistema institucional del mercado no es más que este peculiar entramado en el cual las prácticas sociales mercantiles que emergen del núcleo de intercambios mercantiles se funden con prácticas sociales despóticas. El arreglo institucional que, al darles consistencia a los intercambios mercantiles, permite la formación de un sistema económico ha sido, hasta ahora, el Estado nacional.

Es evidente pues que el único tipo de subjetividad compatible con un puro mecanismo de mercado es lo que la teoría neoclásica llama el agente racional, receptor pasivo de los precios el cual, respondiendo automáticamente a los precios de mercado, renuncia totalmente a su subjetividad. Si por el contrario no abandona su subjetividad, entonces este agente racional se convierte en un administrador de los precios distorsionando el mecanismo de mercado o controlándolo completamente. El agente económico, al someterse a las reglas del mercado, renuncia a su subjetividad, y de este modo puede relacionarse con otros agentes como individuos soberanos iguales. Pero si rehúsa someterse e impone su voluntad a otros agentes, entonces las relaciones entre todos ellos serán relaciones de personas vinculadas por reglas de sumisión despótica. Por todas estas razones, podemos concluir que el mercado real es un mercado mediado por relaciones de poder que alteran los principios del intercambio mercantil puro y, por lo tanto, que confieren al sistema una lógica muy diferente a la que rige el mercado de la competencia perfecta. Por consiguiente, cuando se pretende emplear el mercado neoclásico como un acercamiento pertinente del mercado real, es porque se ha escogido ignorar prácticamente todos los rasgos fundamentales de la economía real, poniendo en riesgo toda posibilidad de comprender cómo funciona en realidad. La economía como una lógica de la elección racional ha encontrado aplicaciones más fructíferas en otras disciplinas que en el campo en el cual fue desarrollada inicialmente.

Ciertamente, la compresión de la economía real era el propósito principal de las viejas generaciones de economistas neoclásicos, pero las presentes, asociadas a la estrategia neoliberal, tienen otro enfoque. En lugar del explicativo, la utopía neoliberal ofrece un modelo normativo de economía de mercado al cual debe adecuarse la realidad. La compensación por este esfuerzo será una sociedad de individuos soberanos, una sociedad de hombres libres e iguales, como se solía decir, sin sumisiones despóticas, es decir, sin ningún tipo de estructura orgánica vertical donde el poder fluye en una sola dirección: de arriba a abajo. Una sociedad sin Estado y probablemente sin organizaciones capitalistas. Una sociedad del mercado libre es una comunidad que incluye a todos en el proceso de toma decisiones, reemplazando todas las instituciones verticales despóticas con centros horizontales, mercantiles, de coordinación social. ¿Cómo puede pues alguien oponerse a esta sociedad del mercado libre prometida? La respuesta es que la sociedad del mercado libre, propuesta por la estrategia neoliberal, podría eventualmente librarnos de algunas relaciones despóticas, pero no de todas ellas. La propuesta neoliberal es una promesa trucada porque identifica el mercado puro del modelo normativo con el mercado capitalista real. Los neoliberales consideran a este último como igual al primero, salvo por unas cuantas rigideces menores. De ahí que para los neoliberales librar el mercado quiere decir simplemente librarlo de la injerencia del Estado para permitir que los mecanismos de mercado funcionen sin trabas que no sean sus rigideces naturales. Pero, como quiera que en realidad el mecanismo de mercado está condicionado por el poder monopólico de las grandes corporaciones que, aunque camuflado por la relación del mercado, es tan despótico como el Estado, lo que un mercado más libre significa en verdad es una reducción del poder del Estado en beneficio de un mayor poder corporativo. En esto reside la gran mistificación del neoliberalismo, su puro carácter ideológico. Por otro lado, desde el punto de vista de la estructura de poder, la globalización significa exactamente: un desplazamiento gradual de relación despótica de poder del viejo sistema de Estados nacionales hacia la red de espacios transnacionalizados que constituyen segmentos del nuevo poder despótico corporativo que cruza el sistema viejo.

Una teoría política de la economía

Así, la globalización es la transformación institucional del viejo sistema de Estados nacionales para dar cabida a una red de intercambios mercantiles mediatizados por el nuevo poder corporativo que viola el antiguo orden territorial y se convierte en principio ubicuo de organización tanto del proceso de producción de bienes y servicios, como de todos los procesos sociales. Esto no significa la desaparición formal del sistema de Estados nacionales, sino un cambio en su funcionalidad dentro de una estructura que permite el desarrollo de nuevos centros de toma de decisiones que no necesariamente coinciden con las instituciones tradicionales del Estado nacional liberal. El estudio de estos cambios impone nuevos desafíos a la teoría económica que debe volver a ser política. Ciertamente no en el sentido de la vieja economía política que intentó determinar las reglas endógenas del mecanismo del mercado, sus leyes naturales, con el propósito de fundamentar en ellas sus recomendaciones de política económica, sino en el sentido de una teoría política que identifica la naturaleza de las subjetividades en conflicto, así como de las instituciones que dichas subjetividades establecen para condicionar el funcionamiento de la economía.

Explicar el intercambio mercantil, condicionado por un conflicto distributivo entre subjetividades, no es lo mismo que explicar el intercambio de cantidades dadas con agentes económicos que tienen un papel completamente pasivo. Para tener una idea del problema, basta recordar el tratamiento macroeconómico tradicional de las estructuras del mercado que encontramos en los libros de texto. La teoría distingue cuatro estructuras básicas. Para tres de ellas: el mercado de la competencia perfecta, el mercado de competencia imperfecta y el monopolio puro, la teoría puede dar una explicación rigurosa de cómo se determinan los precios de equilibrio. En el primero, no interviene ningún tipo de subjetividad y en los otros dos está presente una subjetividad con capacidad para administrar los precios dentro de cierto rango establecido por el mercado; de todos modos, la determinación de un único precio de equilibrio es posible, aunque con una pérdida de eficacia en la asignación de los recursos y la satisfacción social. Sin embargo, para el cuarto tipo de estructura del mercado (el oligopolio), donde el conflicto entre las subjetividades domina completamente la determinación de los precios, no es posible lograr un único precio de equilibrio. Cada posible precio de "equilibrio" está condicionado por el poder recíproco de los oligopolistas y variará con este poder. No deja ser irónico el hecho de que, de las cuatro estructuras macroeconómicas clásicas del mercado, la única que tiene alguna relevancia para la comprensión de la economía global sea también la única que no tiene una determinación endógena de un único precio de equilibrio.

Los economistas neokeynesianos de los años 90, que consideran demasiado simplificador el supuesto neoclásico de mercados competitivos perfectos, prefieren elaborar modelos con mercados de competencia imperfecta. De esta manera logran ciertos efectos debidos a la discrecionalidad subjetiva10 que les permite explicar el ciclo económico. Aun así, para explicar el desempleo involuntario sin tener que renunciar al modelo de Equilibrio General como su base teórica, se ven obligados a introducir en sus modelos rigideces reales tales como las estrategias empresariales de sueldo de eficiencia, instancias en las cuales los trabadores ejercen un poder de monopolio, como en los modelos de la relación insider-outsider o son los consumidores los que ejercen un monopolio, como en los modelos basados en los mercados del consumidor y otras muchas formas de intervención subjetiva en el mercado. Aunque de una manera muy tímida, ésta es la primera vez, desde la época de la escuela keynesiana tradicional, que economistas pertenecientes a las corrientes principales toman en cuenta la subjetividad en sus modelos. Sin embargo, uno se pregunta por qué no escogen el mercado oligopólico como supuesto básico para sus análisis. La respuesta es que no es posible determinar un único conjunto de precios de equilibrio para un sistema de mercados oligopólicos (Del Bufalo, 2003).

Desde los años 30, cuando se desarrolló por primera vez la teoría macroeconómica, el modelo de Equilibrio General ha sido el centro de la explicación teórica de cómo funciona la economía de mercado. Es la única explicación exhaustiva de cómo opera el mercado hecha mediante análisis deductivo riguroso apegado a la norma científica y que demuestra que el mercado es un mecanismo de asignación óptima de los recursos. Otros economistas neoclásicos que no aceptan este modelo, como la escuela austríaca, simplemente asumen que el mercado funciona bien. Pero aquellos que piensan que tener fe es una loable virtud, pero que no es apropiada para el prosaico, aunque hábil, economista, no pueden renunciar al modelo de Equilibrio General. Así que los economistas pertenecientes al keynesianismo tradicional, al monetarismo, a la nueva escuela clásica, a la escuela del ciclo económico real y los nuevos keynesianos, se aferran apasionadamente a este modelo, algunos modificándolo, como los viejos keynesianos, y los más aceptándolo íntegramente. Sólo enfoques teóricos minoritarios como el de los poskeynesianos, los neorricardianos y otros lo han rechazado. Pero éstos son grupos minoritarios de economistas, oscuros y poco apreciados –como diría el Premio Nobel Coase. Esta aceptación casi universal del modelo de Equilibrio General ha preparado el camino para una aceptación general y fácil de la estrategia neoliberal. Desde finales de los años 80, los neoliberales ya no tuvieron necesidad de demostrar que el mercado, libre de la injerencia del Estado, es un mecanismo de asignación óptima de los recursos. Todo el mundo ya sabía eso, era parte del acervo cultural de economistas, políticos, intelectuales, etc. La tarea de los neoliberales se limitaba pues a indicar las regulaciones e interferencias estatales existentes y hacer de su eliminación el objetivo principal de cualquier política económica. Logrado este objetivo, el mercado se encargaría de todo lo demás. Nadie se molestó en preguntar a qué tipo de mercado se refería la estrategia neoliberal. ¡Vana pregunta! Todo el mundo sabe que el mercado es uno, y lo es desde tiempos inmemoriales y debe ser libre para hacer su trabajo. Como los monjes medievales, los economistas neoliberales gritan en coro: unum, bonum, verum. Pero el mercado no es uno, aun si se encuentra libre de la injerencia del Estado; y, peor aún, el mercado realmente histórico, el que ha existido hasta ahora y que existirá en el futuro cercano, no tiene nada que hacer con el mercado del modelo de Equilibrio General.

No obstante lo dicho, quizás sea posible todavía darle algún uso al modelo de Equilibrio General. Quizás sea posible seguir empleándolo como un modelo normativo para la reconstrucción de la teoría económica, pero de una manera opuesta a la de la estrategia neoliberal, es decir, no para intentar ajustar la realidad a las condiciones que el mercado puro exige para operar, sino para mostrar las alteraciones sustanciales que el poder despótico introduce en el mercado y cómo lo convierte en una cosa bastante diferente a ese mercado puro, descrito por el modelo de Equilibrio General. El mercado real no es esencialmente un mercado puro con algunas distorsiones, posiblemente serias, debido a la injerencia del Estado o incluso a las interferencias de los monopolios privados, como piensan comúnmente la mayoría de los economistas. El mercado capitalista real es simplemente otra cosa. Por lo tanto, el modelo de Equilibrio General no es una aproximación teórica simplificada a una realidad compleja. Emplear el modelo de esta manera equivale a desencaminar irremediablemente el análisis. En cambio, puede emplearse para establecer la diferencia radical que lo separa del mercado sujetado a la organización capitalista de la producción. El primer paso en esta dirección debe mostrar la confusión teórica que borra todas las diferencias entre el mercado puro y la economía monetaria de producción para el mercado. La economía real es una economía en la cual aquel que adelanta el dinero, para comprar fuerza de trabajo y medios de producción y organizarlos en un proceso productivo, es el único que toma las decisiones sobre cómo manejar el proceso y cómo disponer del producto o a quién deben confiarse tales decisiones. Una economía como ésta rompe con el principio de igualdad entre los individuos soberanos del intercambio mercantil. Nada podría estar más desencaminado que esos modelos que asumen un consumidor/productor representativo como un agente de decisión universal, cuando la verdad es que los agentes económicos son desiguales al momento de tomar sus decisiones porque, en ese preciso momento, están sujetos a sus recíprocas relaciones de poder y no solamente a la información del mercado. Son aquellos que toman decisiones cruciales los que determinan la tasa de crecimiento, el ciclo económico y la distribución del ingreso en un sistema de mercado de precios controlados. Esto significa que el funcionamiento del mercado dependerá de cómo funcionen las instituciones que apuntalan el mercado. La teoría económica ya no puede ser una pura teoría mecánica, sino debe convertirse en una teoría institucional11.

Sin embargo, si queremos apegarnos a la utopía liberal, tenemos entonces que recordar que en una sociedad de individuos soberanos, los agentes económicos deben mantener siempre la libertad de decidir y que una producción organizada por los principios genuinamente mercantiles debe preservar siempre el status de individuo soberano de cada uno de los participantes. Esto sólo es posible si los dueños de los factores de la producción originales retienen su capacidad de decisión antes, durante y después del proceso de la producción. En un proceso de la producción genuinamente no despótico, todos los participantes deben retener su condición de socios comerciales, en la misma línea de las actuales joint-ventures llevadas a cabo entre los dueños del capital. En una economía de este tipo, la producción sería organizada realmente por agentes económicos racionales con igual status para tomar decisiones sobre cómo y cuándo emplear su propio factor productivo particular. Siempre reteniendo de esta manera la propiedad de su factor y del producto resultante. En este caso, los reclamos distributivos se determinarían ex ante el proceso de producción y no ex post como en el sistema actual. Habría realmente, un "conflicto" en torno a cómo organizar la producción, en lugar de uno en torno a cómo distribuir el producto. Las relaciones de poder entre las subjetividades serían diferentes como diferente sería la lógica del sistema entero respecto de la que prevalece en la globalización actual presidida por el poder corporativo. En todo caso, la nueva teoría económica deberá ofrecer el apoyo necesario para formular políticas adecuadas que incorporen el conflicto político, tal como éste se refleja en las instituciones que hacen posible la coherencia y consistencia del mercado real.

REFERENCIAS

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ANEXOS y/o PIES DE PÁGINA

1 Esta población excluida se afianza en su localismo nacional y desde allí opone una resistencia, la más de las veces pasiva, a la globalización que la excluye y manifiesta su malestar mediante expresiones ideológicas que buscan reavivar sus tradiciones para enfrentarse al proceso modernizador de la globalización y, de esta manera, se mezcla un malestar nuevo frente a procesos nuevos con viejas reivindicaciones frente a los males tradicionales del capitalismo. De ahí el carácter neoarcaico de sus expresiones ideológicas.

2 A pesar de todos los esfuerzos hechos en los años 70, el modelo industrial de la sociedad de consumo no pudo implantarse en la Unión Soviética y China, debido a las restricciones que esos Estados nacionales impusieron. Los soviéticos, por ejemplo, sólo permitían la introducción de tecnología extranjera reteniendo el control de la propiedad. Pero el obstáculo más fuerte era que, por un lado, el Estado soviético carecía de las divisas necesarias para importar tecnología masivamente y, por el otro, los otros Estados imponían restricciones a la venta en el mercado internacional de productos hechos con su tecnología. Éste era simplemente otro aspecto de las políticas del antiredespliegue mencionada arriba. Por lo tanto, hubo que esperar hasta mediados de los 80 para que esta estrategia tuviese éxito en la China posmaoísta, éxito que todavía perdura. Esto sólo pudo ocurrir después que Estados Unidos abrió su mercado a las importaciones de China, a cambio de que el Gobierno chino permitiera el establecimiento de corporaciones transnacionales estadounidenses en China.

3 Contrariamente al supuesto clásico, la fuerza de trabajo es de hecho un bien producido. Antaño, podía omitirse del ciclo de la producción económica porque su proceso de producción era muy largo en relación con el proceso de producción de bienes y su valor muy bajo. En realidad, en esa época, la fuerza de trabajo provenía principalmente de la desintegración de un orden social distinto al que se incorporaba y, por lo tanto, era un bien libre. Sin embargo, hoy día la fuerza de trabajo es una mercancía muy valiosa y casi todas sus diferentes fases de producción han sido subsumidas en el proceso de la producción general. De hecho, la economía del siglo XXI parece tender hacia la producción de una sola mercancía múltiple: la fuerza de trabajo que, a su vez, genera una extensa red de servicios.

4 Este camuflaje tiene un costo para el economista neoclásico que cree que la intervención del Estado es necesaria para atenuar los "harmful effects of a profit maximizing agent". La razón para aceptar esta intervención es la creencia de que hay externalidades que no pueden manejarse con el mecanismo del precio; sin embargo, según Coase, tal creencia se basa en "a faulty concept of factor of production. This is usually thought of as a physical entity which the businessman acquires and uses (an acre of land, a ton of fertilizer) instead of as right to perform certain (physical) actions" (Coase, 1988, 155). Para este neoclásico, está claro que, en el mercado, de lo que se trata es de los derechos de actuación de cada sujeto y su efectiva aplicación sin ("which is the beauty of the price mechanism") chocar con los derechos de los individuos soberanos: "the distribution of rights is essential prelude to market transactions (…) the ultimate result (which maximizes the value of production) is independent of legal decision. This is the essence of the Coase's Theorem", que otro economista neoclásico, Stigler, define así: "under perfect competition, private and social costs will be equal. Since, with zero transaction costs (…) monopolies will be induced to act as competitors" (ibíd., 158).

5 Este es el drama de la teoría neoclásica que desde los tiempos de Bohm-Bawerk y Wicksell hasta Samuelson y Solow ha mostrado que no tiene una teoría del capital apropiada, lo cual no ha impedido a los neoclásicos seguir hablando de la "productividad marginal del capital".

6 Max Weber ya había señalado la naturaleza jerárquica de la empresa capitalista. En tiempos recientes, la escuela de los costos de retransacción ha justificado esta interrupción en la aplicación del intercambio de mercado, con base en los considerables costos que involucra guardar todas las relaciones humanas dentro de la empresa a través de los intercambios mercantiles. He aquí lo que Coase dijo en su artículo seminal de 1933: "For instance, in economic theory we find that the allocation of factors of production between different uses is determined by the price mechanism… Yet in the real world we find that there are many areas where this does not apply. If a workman moves from department Y to department X, he does not go because of a change in relative prices, but because he is ordered to do so. Those who object to economic planning on the grounds that the problem is solved by price movements can be answered by pointing out that there is planning within our economic system which is quite different from the individual planning mentioned above and which is akin to what is normally called economic planning. The example given above is typical of a large sphere in our modern economic system. Of course, this fact has not been ignored by economists. Marshall introduces organization as a fourth factor of production; J. B. Clark gives the coordinating function to the entrepreneur; Knight introduces managers who coordinate. As D. H. Robertson points out, we find 'islands of conscious power in this ocean of unconscious cooperation like lumps of butter coagulating in a pail of buttermilk'. But in view of the fact that it is usually argued that coordination will be done by the price mechanism, why is such organization necessary? Why are there these 'islands of conscious power'? Outside the firm, price movements direct production, which is coordinated through a series of exchange transactions on the market. Within a firm these market transactions are eliminated, and in place of the complicated market structure with exchange transactions is substituted the entrepreneur coordinator, who directs production" (Coase, 1988, 35). La respuesta de Coase es: "that the main reason why it is profitable to establish a firm would seem to be that there is a cost of using the price mechanism" (ibíd., 38). La ventaja principal de esto parecería ser: "A factor of production (or the owner hereof) does not have to make a series of contracts with the factors with whom he is co-operating within the firm as would a necessary, of course, if this cooperation were direct result of the working of the price mechanism" (ibíd., 39). La institución empresarial permite sustituir todos estos contratos por uno solo, en particular: "The contract is one whereby the factor, for certain remuneration (which may be fixed or fluctuating) agrees to obey the directions of an entrepreneur within certain limits. The essence of the contract is that it should only state the limits to the powers of the entrepreneur… Within these limits he can therefore direct the other factors of production" (ibíd., 39).

7 Se refiere a una famosa discusión de los años 60 entre economistas neoclásicos de Cambridge Massachussetts y economistas keynesianos y ricardianos de Cambridge Inglaterra.

8 La escuela neoclásica del ciclo real reconoce esto y critica los viejos modelos de crecimiento neoclásicos por su tajante distinción entre tendencia lineal de crecimiento en el largo plazo y las fluctuaciones cíclicas de corto plazo. La tendencia de largo plazo, afirman, es un artificio estadístico que conduce a malinterpretar cómo la economía procede en el tiempo.

9 La teoría neoclásica habla de supuestos racionales, pero lo que realmente supone es el automatismo de las respuestas.

10 En el lenguaje de la teoría esta discrecionalidad se denomina externalidad de la demanda.

11 No necesariamente en la línea de la moderna escuela institucionalita de Estados Unidos, que acepta la explicación neoclásica de cómo funciona el mercado y asume como modelo universal la teoría de la elección del agente racional. Por el contrario, la teoría que se quiere debe asumir como su postulado fundamental que todas las instituciones, incluyendo el mercado, son coagulaciones de relaciones poder entre subjetividades que no pueden ser anuladas.