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Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales
versión impresa ISSN 20030507
Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales v.12 n.3 Caracas dic. 2006
Utopía y ciencia en los clásicos de la teoría social
Diego Larrique P.
11 Sociólogo, mención Summa Cum Laude (UCV-2000). Profesor de la Escuela de Sociología de la UCV y Jefe del Departamento de Teoría Social de dicha Escuela. Sus investigaciones se han centrado sobre los clásicos de la teoría social y la sociología de la música. De sus publicaciones más recientes: "La pertinencia de los clásicos en las ciencias del espíritu: la formación del canon sociológico", revista Logoi, nº 7, UCAB, 2004 y "Las ciudades destruyen las costumbres: hacia una sonoridad caraqueña y otros comentarios", revista Tharsis, nº 16, UCV, 2005.diegolarrique@gmail.com
Resumen
El presente artículo busca discutir, a la luz de las nociones de utopía y ciencia, las implicaciones de la teoría de los llamados, no sin problemas, autores clásicos del pensamiento sociológico, a saber: Marx, Durkheim y Weber. Se busca rastrear el sentido que hacia el devenir de las sociedades contemporáneas otorgaron tales autores a través de algunas citas de sus principales obras, para, seguidamente, comprender cómo es el concepto moderno de ciencia y método que arropa las concepciones que sobre la sociedad se manejaron desde la teoría social clásica. Finalmente se hace una revisión mínima de algunas discusiones que han reconfigurado el sentido del devenir en las teorías contemporáneas.
Palabras clave: Utopía, ciencia, Marx, Durkheim, Weber, teoría social.
topia and Science in the Social Science Classics
Abstract
This article examines the major works of Marx, Durkheim and Weber, the classics of sociological thought, in order to capture the way in which they approach the notions of utopia and science. This involves recreating their respective visions of the possible future development of the societies they analyzed. It also raises the question of the relationship between their notions of science and the more contemporary concepts of method and science that nevertheless invoke one or another of the classical traditions. Finally, the author offers a brief review of some contemporary discussions that he considers relevant for a recasting of our vision of future social developments.
Key Words: Utopia, Science, Marx, Durkheim, Weber, Social Theory.
I
Como concepto la utopía está unida a la propia condición humana, es una condición sine qua non del hombre que piensa y sabe que piensa, del homo sapiens en tanto tal. Aquí seguimos el camino trazado por Ernst Bloch y comprendemos la esperanza como principio innato, como expresión radical de insatisfacción con la realidad y como propuesta de un futuro mejor. Sin embargo, hurgar en la historia para ubicar el inicio de la utopía como "pensamiento hacia adelante", no tiene mucho sentido ni es propósito de este trabajo; queremos significar más bien aquí el problema que nos ocupa en el sentido de revelar una sociología del devenir: Del cómo desde nuestra disciplina se ha afrontado el problema de una sociedad mejor, de un futuro diferente a la siempre necesitada realidad del momento, al topos.
Afrontamos un problema reciente que está unido a la historia de la sociología como disciplina y a la modernidad como ethos particular de la época. No es nuestro problema el devenir en tanto que mañana siempre presente e inexpugnable, en cambio, nos interesa la forma en la cual la sociología ha afrontado ese problema, o sería más adecuado preguntarse si es la sociología misma parte de la utopía de la modernidad, o si la teoría social de los autores hoy llamados clásicos tiene un sentido utópico. En definitiva: ¿En qué sentido podemos afirmar que el devenir ha sido un problema sociológico?
Es evidente que la utopía ha estado presente desde mucho antes que Saint Simon y Comte se embarcaran en la empresa de la "Física Social", que era el utópico sentido de la sociología temprana. Los textos utópicos, entendidos como "aquellos en los que puede leerse la descripción de formas de vida comunitaria consideradas como perfectas o, al menos, altamente valoradas" (Lens y Campos, 2000, 11), nos obligan a remontarnos a las narraciones fabulosas sobre la siempre antigua Edad de Oro, la Uranópolis de Alexarco, los viajes de Yambulo, el reino de Pérgamo en el siglo ii aC, etc.
Debemos, además, reconocer utopías espaciales relacionadas con viajes a lugares aún inexplorados y maravillosos (los relatos de los viajes de Marco Polo, de Colón y Vespucio son ejemplo de estas utopías) utopías escapistas, constructivistas, dinámicas, estáticas, etc. Nos enfrentamos a un concepto que ha acompañado al hombre como una suerte de "mentalidad" inherente a su ser, como una propuesta contraria a las condiciones de existencia del lugar en que se formulan y que además tiene y esto la caracteriza desde la mirada de Mannheim en iIdeología y utopía la posibilidad real de destruir su topos, esa realidad necesitada que se quiere acercar al proyecto ensoñado.
La utopía como término acuñado es sin embargo de más reciente data y suele ser ubicada a partir de la novela homónima de Tomás Moro en 1516. La noción de utopía deriva de dos palabras griegas: u (ou) que significa no y topos que significa lugar; las traducciones han sido varias, "país del nunca jamás", "no hay tal lugar", "lugar que no existe", etc. En La ciudad ausente, Rogelio Blanco Martínez explica el sentido que se ha dado con mayor frecuencia al término:
Algunos autores estiman, interpretando la etimología con la que Moro denominó su República, que éste pretendía expresar con el término utopía dos significados: "Sociedad que no puede localizarse en ninguna parte" y "lugar donde existe el bien", la felicidad; ubicadas en una localización irreal en el presente, en una isla feliz e inexistente, imposible hoy día pero posible de ser descubierta o construida. Por lo tanto al término se le añade otro sentido, no sólo el espacial, sino también el de tiempo; así las utopías pueden ser anticipaciones del presente continuo, es decir, del futuro, proyecciones que el hombre desarrolla (Blanco Martínez, 1999, 17-18).
No quisiéramos dedicar mucho más espacio al problema etimológico del término ni sus posibles interpretaciones aunque son obvias sus implicaciones, queremos más bien resaltar la importancia de la obra moreana en el sentido de constituirse como un clásico de la literatura adjetivada de utópica, es decir, ubicada en un lugar distinto al existente y con una descripción de la vida más o menos idealizada bajo el mandato del rey Utopo. Moro se constituye así en la manifestación clásica de la literatura utópica renacentista junto a Tommaso Campanella y su Ciudad del Sol (1623) y Francis Bacon con La Nueva Atlantis (1627). Este texto de Bacon será importante para el desarrollo de las llamadas utopías racionalistas, de las cuales veremos ejemplos luego en Fourier y en Saint Simon. Bacon imaginaba una nación ilustrada y regida por el mandato de hombres de ciencia. Paul Ricoeur, en sus conferencias sobre ideología y utopía, en 1975, decía de la utopía baconiana que "la idea consistía en reemplazar una democracia política por una democracia científica; el elemento carismático correspondería a los científicos en tanto que el Estado sería la burocracia que sustentaba a este cuerpo de científicos" (Ricoeur, 1997, 306).
De esta forma se construye alrededor de estos autores el término moderno de la utopía como referente con programas ideales de sociedades perfectas, pero inexistentes. Tal como veremos en este trabajo, la importancia de la obra de Moro y de los llamados más adelante "socialistas utópicos" es fundamental para comprender el desarrollo posterior de las teorías sociales en el siglo xix. En una publicación reciente y muy bien documentada, María Ribes ha dicho que el siglo xviii fue en Europa el siglo de las esperanzas y que el xix fue el de la construcción de sistemas. (Ribes, 2005, XXVIII).
Esta idea que argumenta la continuidad entre las tempranas utopías modernas y las del siglo xix ha sido trabajada además por Wallerstein, quien ha sabido notar que "la utopía marxista que prevaleció en la era de Marx era de hecho la Utopía de Moro, la cual ante todo era una crítica a la realidad capitalista en el nombre de una alternativa humana posible " (Wallerstein, 2004, 196). Sin embargo, y no obstante la continuidad entre estos proyectos, nos centramos en las características de esos sistemas construidos en las teorías clásicas del siglo xix y menos en los trabajos de Moro, Bacon, Campanella y los demás representantes de las llamadas utopías del renacimiento. Quizás por ese destino de los "socialistas utópicos" que han sido como tragados por Marx al decir de Ribes en la disputa entre sus propuestas teóricas. Pero tampoco es éste un trabajo sobre la utopía marxista, sino sobre el sentido de la idea de progreso como algo inevitable donde se ocultó la mentalidad común a los proyectos "utópicos" y "científicos" sobre la sociedad ideal, sobre ese lugar que no existe.
II
Esta breve introducción nos parecía necesaria, pues el asunto que nos interesa (el de si el devenir ha sido un problema de la sociología) presenta, según entendemos, una clara continuidad con el pensamiento utópico precientífico, luego tildado de ideológico y, desde esa crítica, desarrollado por la sociología en el contexto del pensamiento marxista. Diremos que el surgimiento de la sociología como disciplina, enmarcado en el contexto de las llamadas "dos Revoluciones" (Nisbet, 1996), supone, entre otras cosas, el nacimiento de un campo que, con lo social como objeto y en plena efervescencia de los procesos ligados al inicio de la Modernidad como proyecto político, social y económico de Occidente, tenía la misión de develar las leyes que explicaban la realidad social de la misma forma que las ciencias naturales lo hacían con su campo particular. Tanto Saint Simon como Comte y luego el Durkheim de finales del siglo xix estaban convencidos de que la sociología tenía tal misión. La fe en el progreso humano y en las posibilidades ilimitadas de la razón para comprender el mundo fue, si se nos permite simplificarlo de esta forma, el ánimo que impulsó el surgimiento de la sociología temprana; una sociología que ha sido llamada positivista en su creencia de que la única forma de acceder a la verdad era por medio del método de las ciencias naturales, y que la experimentación junto a la razón suponían "el" camino para descubrir las leyes de la realidad (Giner, 2001).
Dos de los ejemplos más claros de este pensamiento son Charles Fourier y Saint Simon, ambos cuestionados por la crítica de Engels en su Socialismo: Utópico y científico de 1880. El pensamiento utópico de Fourier que desarrolló sus principales escritos en los primeros treinta años del siglo xix se ajustaba sobre la crítica de los resultados de la vida industrial, abogaba por un retorno a las pasiones humanas y tenía una suerte de "poder dialéctico de inversión" que reconoció el propio Engels, aunque luego desestimó por no estar atado a las implicaciones materiales de las sociedades pensadas a futuro. Esta crítica de Fourier sobre la vida industrial llevaba a una "revolución de las pasiones" que la civilización ha reducido y reprimido. Aquí habría además, tal como ha dicho Ricoeur, una anticipación a la descripción freudiana del ello, pensamiento que luego sería retomado desde la Escuela de Frankfurt, básicamente desde los trabajos de Marcuse. Finalmente, Fourier escribió un polémico libro sobre las posibilidades del amor sexual regido por las pasiones recuperadas, llamado El nuevo mundo amoroso, que estuvo inédito hasta su muerte; no obstante su importancia se hace obvia para los socialistas "científicos", el propio Marx dedica las páginas finales de los Manuscritos a sus ideas.
Del mismo modo el pensamiento utópico de Saint Simon es fundamental. Su trabajo ha sido dividido en varias fases: Una primera expuesta en 1802 en su Carta de un habitante de Ginebra a sus contemporáneos, donde el poder se desplaza a los intelectuales y a los hombres de ciencia siguiendo la tradición de La Nueva Atlántida de Bacon que comentamos antes: Existiría una suerte de cuerpo sacerdotal laico que dirigiría los destinos de la sociedad. Sin embargo, y para no forzar el sentido racionalista de esta utopía temprana, Saint Simon otorga particular trascendencia a los industriales, contraponiendo la industria al dañino ocio, pero sin tener aún al trabajo como categoría básica de análisis como en las obras de Marx. Hay una suerte de "comunión" entre homo sapiens y homo faber, una esperanza tremenda en la ciencia y una convicción de la importancia de la industria para asegurar el bienestar colectivo y la administración del trabajo científico, tal era la esperanza en los logros de la ciencia que el propio Saint Simon se embarcó, por ejemplo, en un proyecto que ¡uniría por un canal a Madrid con el océano! Finalmente, en el Nuevo Cristianismo, Saint Simon comprende la necesidad de rescatar la imaginación y pasión (al estilo de Fourier) de la meta escatológica que la civilización había otorgado a la ciencia e industria y de administrar el problema de la salvación. Así, y luego de darse un tiro en la cabeza y perder un ojo después de la crítica recibida desde el sector industrial, Saint Simon afirma que la organización social estaría compuesta, definitivamente, de la siguiente manera:
Me dirigí primero a los industriosos. Los induje a que encabezaran los esfuerzos necesarios para establecer la organización social que el estado actual de la ilustración requiere. Nuevas meditaciones me probaron que el orden en que deben marchar las clases es: Los artistas primero (en tête), luego los científicos y los industriosos luego después de estas dos primeras clases (Saint Simon citado en Ricoeur, 1998, 311).
Es en este contexto de "nueva religiosidad" impuesta por el Iluminismo que debemos comprender el desarrollo de la sociología, al menos en su etapa fundacional. De esta forma nos interesa aquí la lectura en clave utópica de las teorías de los autores considerados no sin problemas clásicos, a saber: Marx, Durkheim y Weber; bajo el entendido de que quizás forzamos el término y nos encontramos, más bien, con esperanzas cifradas en el futuro, o con ideales que no necesariamente deben ser calificados de utopías, al menos no desde la definición que dimos al inicio de este trabajo. Diremos que las direcciones de tal lectura en clave utópica no nos llevan por los mismos caminos: Mientras en Marx creemos encontrar la más clara tendencia utópica aunque él mismo se riñera con tal caracterización de sus esfuerzos teóricos, Durkheim exige una lectura más matizada sobre el devenir aunque, sin embargo, creemos que sigue existiendo un cierto "sentido utópico" basado en un positivismo moderado pero que igual se convence de la importancia de la sociología como "la ciencia" que explique las leyes de lo social. Con Max Weber el camino a recorrer es exactamente el contrario: Ni la modernidad ni la ciencia tienen para el hombre moderno sentido alguno, su famosa tesis sobre el desencantamiento del mundo, la omnipresencia de la racionalidad y la idea de progreso impide cualquier escenario optimista para el futuro, la vida moderna es una carrera interminable, sólo el sentido estrictamente técnico es innegable.
Karl Mannheim, en Ideología y utopía, afirma que lo que distingue a la utopía de los demás pensamientos no es la ensoñación sobre un mundo mejor ubicado en un topos posterior. Fundamentalmente las utopías se definen por la capacidad que tenga dicho pensamiento, al ser llevado a la práctica, de romper con el orden de cosas existentes en una sociedad dada. Se ha criticado de esta definición su carácter de determinación ex-post, es decir, sólo mirando el pasado podemos decir, con Mannheim, qué pensamiento fue estrictamente utópico y cual considerado como ideológico. El trabajo de Mannheim es crucial dentro del pensamiento marxista, pues es el primero en romper la interpretación clásica de los trabajos utópicos como ideológicos simultáneamente. Mannheim reconocía diferencias entre la ideología y la utopía, con el único punto de encuentro referido a la distorsión que ambos conceptos suponían para la comprensión de la totalidad de la realidad; la ideología como falsa conciencia, como inversión de la imagen de la realidad utilizando la metáfora fotográfica de Marx en La ideología alemana y la utopía en tanto destructora del orden existente, suponen incongruencias con respecto a la mirada de la realidad como un todo.
El marxismo clásico redujo todas las utopías a ideologías, sin embargo desde Mannheim ha quedado claro que el propio marxismo sufría de tal erosión ideológica. Esta llamada "paradoja de Mannheim" ha sido planteada en los siguientes términos: "¿Cuál es la condición epistemológica del discurso sobre la ideología si todo discurso es ideológico?, ¿cómo puede este propio discurso escapar a su propia exposición, a su propia descripción?" (Ricoeur, 1998, 52). Nos enfrentamos aquí a la clásica dicotomía ilustrada entre ciencia e ideología, entre la verdad y el engaño. Es ideológico todo conocimiento precientífico, mientras que la ciencia representa el conocimiento real, la descripción libre de valores sobre la realidad y expone los engaños producto de las falsas formas de conciencia.
Entre los autores que reconocen el sentido ideológico y por lo tanto precientífico de los textos de Marx se encuentra Althusser, quien, debemos recordar, ha afirmado que la revolución teórica de Marx ha consistido fundamentalmente en "fundar sobre un nuevo elemento su pensamiento teórico liberado del antiguo elemento: El fin de la filosofía hegeliana y feuerbachiana" (Althusser, 1968, 37). Althusser nos avisa sobre los riesgos de la defensa de los textos de juventud de Marx y su posibilidad de continuidad con los trabajos del Marx maduro, una posibilidad que es lejana, porque aunque sabemos, dice Althusser, que el joven Marx llegará a ser Marx, sabemos también que sus trabajos de juventud están fundamentalmente atados a sus ilusiones. De hecho:
En este mundo nació Marx y empezó a pensar. La contingencia del comienzo de Marx es esa enorme capa aplastante de la cual supo liberarse. Tendemos demasiado fácilmente a creer, justo porque se liberó de ella, que la libertad la conquistó, al precio de esfuerzos prodigiosos y de encuentros decisivos, estaba ya inscrita en ese mundo y que todo el problema se limitaba a reflexionar. Tendemos demasiado fácilmente a aceptar como dinero contante y sonante la conciencia misma del joven Marx, sin observar que estaba, en su origen mismo, sometida a esa fantástica servidumbre y sus ilusiones (Althusser, 1968, 60-61).
No obstante el pensamiento que secciona a Marx en uno joven y otro maduro, en uno ideológico y otro científico, en uno no marxista y en otro que sí lo era, etc., y si aceptamos la definición de utopía de Mannheim a pesar de sus críticos, encontramos en el pensamiento marxista la más clara utopía. Sabemos desde las tesis sobre Feuerbach que no se trata de interpretar el mundo sino de transformarlo, que no se trata de ninguna otra cosa sino de superar la propiedad privada burguesa y las relaciones de producción que se han establecido bajo la lógica de la economía política clásica, que además ese camino está definido en la revolución comunista y que el resultado sería la liberación del reino de las necesidades, la armonía entre el hombre y la naturaleza y el fin de la explotación del hombre por el hombre. Aquí el pensamiento anclado en el futuro es evidente.
Los escritos de Marx, básicamente los escritos llamados de "juventud", encierran este sentido utópico. En los Manuscritos de 1844 en el contexto de la crítica a la economía política clásica ya se vislumbra la necesidad de pensar una sociedad diferente a la regida por la burguesía y las relaciones de producción establecidas por ella. El principal tema de los Manuscritos es el de la enajenación del hombre y la consecuente des-realización humana que operaba en la lógica de una división social del trabajo regida por la propiedad privada burguesa. Aquí fundamentalmente se expresa la contraposición de dos concepciones sobre el hombre: Mientras que la economía política clásica sólo observa al hombre en tanto que máquina, en tanto que animal, Marx rescata una concepción que recupera la totalidad humana, su naturaleza creativa y su capacidad para a través del trabajo como categoría rectora de sus potencialidades transformar la naturaleza y modificar las condiciones materiales de existencia de su entorno. Aunque aún preñado de las concepciones filosóficas de Feuerbach y con un cierto tono nostálgico por el regreso del hombre de su condición de extrañamiento, el tema de la alienación seguirá estando presente en buena parte de su obra de madurez.
En los Manuscritos encontramos el cumplimiento de las condiciones del pensamiento utópico desde la definición de Mannheim: Hay tanto la intención de destruir el estado actual de las relaciones de poder como la construcción de un discurso para y por una clase. La primera condición que permitiría el rompimiento del estado de des-realización humana que Marx ha criticado es la superación de la propiedad privada como enlace de las relaciones humanas con el trabajo y el capital. Sin embargo, la respuesta definitiva, la única alternativa que se perfila como u-topos frente a la realidad precaria descrita es el comunismo, comunismo que aparece en 1844 según Marx como superación positiva de la propiedad privada, como solución al problema de la inversión de la naturaleza humana que suponía la lógica de la economía política, como fin de la historia. Es éste uno de los más claros ejemplos de las utopías constructivistas, y Marx lo expresa claramente en el tercer manuscrito al decir que entiende:
El comunismo como superación positiva de la propiedad privada en cuanto autoextrañamiento del hombre y por ello como apropiación real de la esencia humana por y para el hombre; por ello como retorno del hombre para sí en cuanto hombre social, es decir, humano; retorno pleno, consciente y efectuado dentro de toda la riqueza de la evolución humana hasta el presente. Este comunismo es, como completo naturalismo = humanismo, como completo humanismo = naturalismo; es la verdadera solución del conflicto entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la solución definitiva del litigio entre existencia y esencia, entre objetivación y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo y género. Es el enigma resuelto de la historia y sabe que es la solución (Marx, 1992, 143).
Los Manuscritos, a pesar de estar preñados del materialismo antropológico de Feuerbach y de los conceptos de "esencia humana" y en general de lo que apenas un par de años más tarde Marx llamaría un "materialismo sensible"; a pesar de que, como ha dicho Althusser, presentan al "Marx más alejado de Marx", revelan a nuestro juicio buena parte de los problemas que Marx seguiría trabajando en sus años "maduros". No sólo la enajenación y sus implicaciones, sino la superación de la propiedad privada y la teoría del comunismo como promesa guiarán buena parte de la obra del Marx "maduro" que ha criticado a la filosofía como especulación y que se ha dedicado más al problema económico, al problema de la lógica del funcionamiento del sistema capitalista y sus bemoles.
La ideología alemana (1845/1846) es aún más clara en el sentido de contener un pensamiento hacia adelante. Es un texto considerado de ruptura con la filosofía contemplativa de Feuerbach así como con las visiones románticas acerca de la esencia del hombre. Ya no le interesará a Marx el "hombre" en general sino los "hombres históricos reales", pues superada la "concepción Feuerbachiana del mundo sensible" queda como camino correcto el partir del hombre que realmente actúa y que así determina su conciencia, no al contrario. En La ideología alemana se sientan las bases de la concepción materialista de la historia, se doblega el pensamiento contemplativo de la filosofía y el idealismo alemán y se explican las premisas de toda historia, la cual está siempre signada por las relaciones materiales, pudiendo prescindir de cualquier "absurdo político o religioso que mantenga, además, unidos a los hombres". En este texto Marx y Engels continúan la crítica a la división del trabajo y comprenden que la contradicción entre los intereses individuales y un sospechoso interés general que no es tal, que es ideología tiene como resultado la coacción en la división de las tareas y así la pérdida de libertad del hombre, una libertad que sólo se recuperaría en la sociedad comunista, en la cual, como ya vimos en los Manuscritos, el enigma de la historia ha sido resuelto. La apuesta en La ideología alemana, aunque ya desligados del peligro contemplativo de la filosofía e idealismo alemanes, sigue siendo la misma:
en la sociedad comunista en donde cada cual no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus posibilidades en la rama que mejor le parezca, la sociedad regula la producción general, con lo que hace posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda cazar por la mañana, pescar por la tarde y apacentar el ganado por la noche, y dedicarme a criticar después de comer, si así me place, sin estar obligado a ser exclusivamente pastor, cazador, pescador o crítico (Marx y Engels, s/f, 285).
Vemos mejor en La ideología alemana cómo se resuelve el enigma de la historia, cómo el hombre vuelve a su condición de totalidad creativa y cómo la alienación propia de la división del trabajo regida por la propiedad privada es desmantelada. La similitud del pensamiento de Marx en este punto con la utopía moreana del siglo xvi nos luce evidente; tanto Marx como Moro eran humanistas por excelencia, y, aunque Marx lucha contra las interpretaciones religiosas del mundo y Moro murió por ellas, es claro que el pensamiento marxista es hijo de la Ilustración y del Renacimiento, de la fe en la ciencia y la esperanza en el hombre, un hombre que también en la Utopía de Moro ha de reducir su jornada de trabajo hasta cubrir sus necesidades y, en sintonía con la anterior cita de Marx:
cada cual utiliza el tiempo a su albedrío, pero no lo malgasta en la holganza ni voluptuosidad, sino en alguna ocupación distinta de su oficio y escogida según sus gustos. La mayoría dedica estos intervalos al cultivo de las letras ( ) pasan una hora de entretenimiento en verano en los jardines y en invierno en las salas comunes donde comen; allí se ejercitan en la música o se recrean conversando (Moro, citado en Giner 2001, 195).
El Manifiesto del Partido Comunista supone la más elaborada de estas tendencias utópicas en el sentido de contener una propuesta política clara de acción destinada a terminar con el estado actual de las relaciones de producción, por decir lo menos. Así mismo, propuso en el Manifiesto llevar a cabo la revolución que permitirá la liberación de cada individuo, que es el movimiento real que supera el estado actual de cosas, no un ideal que haya que alcanzar y al cual debamos sujetar la realidad. Parafraseando a Marx, se trata de comprender que la realidad misma deviene en la promesa de la revolución, es el análisis de la realidad misma y de sus condiciones materiales de existencia la que transita hacia el nuevo "orden" necesario, y Marx revela ese orden, ese camino, pero de una forma que él creía científica, no con el romanticismo propio del idealismo alemán y los socialismos utópicos de Saint Simon, Fourier y otros.
La preocupación por la superación del reino de la necesidad y por la libertad del hombre moderno es ocupación de toda la obra de Marx. Esta preocupación se manifiesta no sólo en sus trabajos de juventud, sino que sus obras de madurez reflejan también este problema, y tal como lo refiere Alfred Schmidt en El concepto de naturaleza en Marx, si pudiera hablarse de una utopía marxista, debe no asociarse con leyendas quiliásticas o escatológicas, sino relacionarse con las posibilidades materiales de existencia de los hombres, con sus límites y finitud, "porque en lugar de presentar declaraciones metafísicas presenta un análisis sobrio de las condiciones en que es posible la libertad concreta" (Schmidt, 1976, 156). Y ese análisis sobrio, esa tendencia utópica, está presente incluso en El capital, del cual nos permitimos esta extensa cita en virtud de su importancia, no sólo para el devenir del hombre moderno sino, sobre todo, para fortalecer nuestra idea de la posibilidad de encontrar continuidad entre los escritos de juventud y los llamados escritos del Marx maduro:
En verdad, el reino de la libertad sólo comienza en el punto en que cesa el trabajo determinado por la necesidad y la finalidad exterior; reside, por consiguiente, según la naturaleza de la cosa, más allá de la esfera de la producción material propiamente dicha. Así como el salvaje debe luchar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para conservar su vida y reproducirse, también debe hacerlo el civilizado, y ello ocurre en todas las formas de sociedad y bajo todos los modos posibles de producción. A medida que el hombre se desarrolla se amplía este reino de la necesidad natural porque también se amplían sus propias necesidades, pero al mismo tiempo se expanden las fuerzas productivas que la satisfacen. La libertad en este terreno sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente su intercambio orgánico con la naturaleza, lo pongan bajo su control común, en lugar de ser dominados por él como por una potencia ciega; y que lo hagan con el mínimo empleo de energía y en las condiciones más dignas y adecuadas a su naturaleza humana. Pero este sigue siendo siempre un reino de la necesidad. Más allá de él comienza el desarrollo de las capacidades humanas que vale como fin en sí mismo, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer sobre la base de aquel reino de la necesidad. La reducción de la jornada de trabajo constituye su condición fundamental (Marx citado en Schmidt , 1976, 157-158).
Aquí además se plantea el problema de la suficiencia del dominio técnico de la naturaleza como condición para la felicidad y salvación humana, tema que luego desarrollaría Weber con un sentido desesperanzador. Tanto para Marx como para Engels, el tema central es el de la organización social del dominio sobre la naturaleza (Schmidt), mientras que para Weber no hay salida al proceso de racionalización, pero no nos adelantemos, digamos un par de ideas finales acerca de Marx. Hemos visto hasta ahora que, en el marco del pensamiento marxista, la oposición ciencia-ideología ha sido el centro de la crítica hacia los utópicos, clasificados como románticos, idealistas, ensoñados, ilusos etc. No obstante, la comprensión de la propia ciencia como sospechosa de ideología, al decir de Gadamer, nos abre nuevamente el camino hacia la utopía, un camino que con Marcuse nos lleva desde la ciencia a la utopía, y no al revés, como afirmaba Engels en 1880. Creemos que el problema de la libertad del hombre y su realización plena en tanto sujeto creativo y destinado a cambiar, y sobre todo superar al montarse en los hombros de las sociedades precedentes el estado actual de las cosas, es crucial dentro del pensamiento dirigido hacia delante, del pensamiento que conlleva, en la concepción materialista de la historia "un proceso dialéctico en el que una filosofía de la esperanza constituye el par subjetivo de las categorías objetivas de naturaleza y futuro" (Hartweg citado en Gimbernat, 1983, 18).
Por otra parte, la lectura de Durkheim, al menos en sus obras clave, nos parece revelar, aunque no de forma tan clara como en el caso de Marx, un sentido moderadamente esperanzado del devenir social. Si bien es cierto que las sociedades modernas donde la división del trabajo ha comenzado a moldear los lazos de solidaridad y trastocar la moral tal y como era entendida en las sociedades de solidaridad mecánica no están del todo desarrolladas ni son el "tipo ideal" construido en De la división del trabajo social, él mismo establece, por un método que dos años después haría explícito en Las reglas del método sociológico, cuáles son los principales problemas a tener en cuenta para superar el estado de anomia en el cual se encuentra la sociedad francesa del momento. De hecho, la sociología asegura vía su método la posibilidad de categorizar los hechos normales de los que no son todo lo que deberían ser, es decir, el sociólogo tiene la función de ayudar al saneamiento moral de la sociedad. Es la sociología en tanto ciencia la que permite tal control, tal vigilancia sobre el devenir; podríamos decir incluso, tal como han hecho Lepenies, Ramos Torre, Lukes y buena parte de los estudiosos de la obra de Durkheim, que la sociología durkheimiana era "la" ciencia de la III República Francesa, una república anticlerical, favorable al progreso y a la ciencia, respetuosa de la autonomía individual, de carácter nacional, y con la tarea fundamental de construir una moral sin Dios.
Hemos dicho que es moderada la esperanza de Durkheim con respecto al devenir, pues, según entendemos, hay que hacer una diferenciación clave entre los problemas que entrañan las sociedades modernas y sus abruptas consecuencias en la vida del hombre y la sociología como "la" ciencia encargada de explicar los hechos sociales, la realidad social. Una lectura detenida de De La división del trabajo social y su hipótesis del cambio social nos permite ver que Durkheim comprende bien que tanto la conciencia colectiva como los lazos de solidaridad mecánica que se producen en las sociedades que describe en la primera parte del libro no desaparecen en el cándido evolucionismo positivista con el que a veces se mal entiende la obra de este pensador. Creemos que tanto el affaire Dreyfuss como el reconocimiento de la necesidad de una educación laica propia de la III República y todos los debates que a nivel nacional tales problemas morales presentaban a Francia, eran necesarios de acuerdo con la visión de Durkheim, pues la participación de los intelectuales y hombres de ciencia en las instituciones y debates políticos de la nación era una de las condiciones fundamentales para terminar con el marasmo moral que Durkheim comprendía era la característica de la Francia que le toca vivir en los años justamente anteriores a la Primera Guerra Mundial. En todas estas problemáticas de la sociedad francesa de tiempos de Durkheim se debía participar, eran los grandes problemas morales a los que se enfrentaban las sociedades modernas, sociedades en transición; además así se promovía el mejor funcionamiento de la solidaridad orgánica, que era también su más clara visión del futuro, un futuro frente al cual sin embargo "Durkheim se mostraba (comprensiblemente) indeciso" (Lukes, 1984, 165).
Lukes ha dicho que De la división del trabajo social no llega a ninguna conclusión respecto a temas clave, básicamente en cuanto al papel de la conciencia colectiva en la solidaridad orgánica y las normas y reglas que rigen su funcionamiento, de forma que tomó una actitud mucho más activa frente a los dilemas morales de su época y:
pronto abandonó el optimismo evolucionista más bien ingenuo que le permitía creer que, a su debido tiempo, la solidaridad orgánica llegaría a autorregularse, que con el tiempo la división del trabajo "daría lugar a reglas que asegurarían la cooperación pacífica y regular de las funciones divididas". Pronto abandonó esta postura por otra que subrayaba la necesidad de introducir nuevas normas de conducta, sobre todo en la esfera industrial, en el contexto de las asociaciones profesionales y como parte de una amplia reconstrucción de la economía (Lukes, 1984, 166).
Esta interpretación de Lukes sobre las dificultades de la "cuestión del tiempo" como factor que explica el retraso de la transición de un tipo de solidaridad a otra, y la preocupación por la reconstrucción de la economía, es compartida por otros autores. Ramón Ramos Torres en un estudio reciente ha dicho, en el mismo sentido de Lukes, que "al abordar el problema del progreso, Durkheim entra de lleno en un peculiar análisis crítico del moderno sistema económico" y que, en definitiva, "la propuesta de Durkheim consiste en moralizar la economía y ordenar el progreso" (Ramos Torre, 1999, 66-67) Un orden que iría de la mano de las corporaciones como mediadores del individualismo egoísta y el interés colectivo vía la unión moral de la constitución de un grupo profesional.
Pero no es nuevo este problema en Durkheim, María Sol Pérez, en su trabajo Moral, normas y simbolización en la sociología de Emile Durkheim, refiere que ya antes de la publicación de De la división del trabajo social y en el contexto de la disputa con Wundt sobre el ideal de la moral como supeditación de los deseos individuales frente a los intereses colectivos Durkheim planteaba en términos nada esperanzadores el destino del hombre bajo los designios de las tesis colectivistas y la subsecuente negación de la dualidad que caracteriza al ser humano (egoísmo y altruismo):
Es así como la felicidad que se nos promete está llena de tristezas. ¿Qué es esa carrera persiguiendo, sin término, un ideal que no podremos alcanzar, sino un largo, doloroso y, en definitiva, impotente esfuerzo por huir de nosotros mismos, por perder de vista la realidad, para aturdirnos hasta dejar de sentir las miserias de nuestro pequeño destino? ( ) El sentimiento de lo ilimitado tiene sus grandezas, pero es doloroso y tiene algo de enfermizo. Tenemos necesidad de saber a dónde vamos o al menos a saber que vamos a alguna parte ( ) El fin hacia donde nosotros marchamos no es, pues, el infinito, por más lejano que parezca. Si hoy en día nuestro ideal parece menos próximo de lo que era en otro momento es porque reclama, para ser realizado, más esfuerzo y más tiempo; si lo vemos claramente es que es más complejo, pero no por ello es menos determinado; la falta es nuestra, no de la naturaleza de las cosas" (Durkheim citado en Pérez Schael, 2001, 65).
Es interesante la sintonía entre esta cita de Durkheim y la idea del desencantamiento del mundo en Weber, vía la racionalización y tecnificación de todas las esferas de la vida; claro que, tal como ha dicho Lepenies, "también Durkheim era un escéptico, pero no carecía de arrogancia cuando se trataba de la capacidad de rendimiento de su asignatura" (Lepenies, 1994, 55). De esta forma, aunque estaba indeciso sobre la certeza de la realización del cambio social expuesto en De la división del trabajo social, sí que no tenía dudas acerca de la función de la sociología en tanto que científica, del mismo modo que la biología, matemática y demás ciencias "duras". La necesidad de desarrollar la sociología en términos metodológicos y de campo de estudio era fundamental, y más aún en un contexto académico adverso por la herencia que el pensamiento de Comte había supuesto, una adversidad que el propio Durkheim reconocía cuando, al referirse a la joven sociología de sus predecesores, dijo que "la cosa en sí inspiraba en un gran número de personas una especie de inquietud y repulsa y había que convenir en que la culpa de esto era en parte de los mismos sociólogos" (Durkheim citado en Ramos Torres, 1999, 12). Así nos encontramos con un Durkheim que, instalado en la Sorbona desde apenas iniciado el siglo xx, tiene como tarea fundamental la consolidación dentro del ámbito académico francés de la sociología como disciplina científica, riñéndose a su vez con todas las demás disciplinas de las cuales decía nuestro autor la sociología se diferenciaba radicalmente.
Tal tarea de consolidación, que había comenzado antes con la publicación de Las reglas del método sociológico en 1895 y que había tenido frutos tan reconocidos como los de El suicidio dos años más tarde, haría que Durkheim tuviera que librar batallas contra buena parte de los intelectuales de su época, entre los cuales debemos destacar, al menos, los debates con Gabriel Tarde y con Charles Peguy. Defendiendo a los hechos sociales como campo exclusivo del interés sociológico, sus explicaciones individuales eran, por principio, falsas; así, el desarrollo de la "sociología individual" de Tarde, la publicación en 1890 de Les lois de l´imitation y la afirmación sobre el azar como elemento ligado al origen de la vida social (Pérez Schael, 2001) se convirtieron en competidores de la teoría durkheimiana según la cual la vida social no era azarosa ni dependía de las voluntades individuales, si se nos permite decirlo así. La crítica a Tarde estaba fundamentalmente apoyada en su falta de rigor científico y en su tendencia al desorden literario más que a la rigurosidad que caracteriza al conocimiento científico. De hecho, uno de los antecedentes de la novela utópica escrita desde el seno de la propia teoría sociológica lo encontramos en el propio Tarde, quien en 1879 había escrito un libro que sólo salió a la luz siete años después, el Fragmento de historia futura, publicación por la cual el propio Tarde pidió disculpas y calificó de "fantasía sociológica". Lo realmente importante de este antecedente en Tarde es que presenta cuál era el ánimo de la discusión central en la Sorbona sobre la necesidad de diferenciar la tarea científica de la literaria. No se podía ser sociólogo y literato a la vez, o al menos no pretender fundir en una obra campos que son de suyo diferentes. Tal era la disputa entre la nueva Sorbona de Durkheim: Universidad altamente especializada, preocupada por el problema del método y la objetividad; y por otro lado la vieja universidad diletante llena de genios y sabios encargados de producir "la tan arraigada inclinación francesa por las ideas generales y la retórica brillante " (Lepenies, 1994, 56).
Un sentido similar tuvo la disputa con Charles Peguy, quien criticaba la sociología de Durkheim y la llamaba sociodemagogia, alarmándose sobre cómo los sociólogos y siempre la referencia es a Durkheim como pensador cuasioficial de la Sorbona de esos años, al decir de los panfletos de Agathon prescindían de los métodos y explicaciones de las demás ciencias. Decía Peguy que "los sociólogos creían que solo se necesitaba ser sociólogo para comprender las sociedades de los hombres ( ) como si bastara ponerse un uniforme para ser valiente" (Peguy citado en Lepenies, 1994, 61). Peguy criticaba la pretensión de autosuficiencia de la joven disciplina, aseguraba que habían abandonado el bagaje de la formación literaria sin alcanzar la exactitud de las ciencias naturales, de forma que tal imitación y las analogías utilizadas por Durkheim desde la biología lucían aún más ridículas. Sin embargo, y más allá de las limitaciones que tuvo la sociología para asentarse en sus primeros años, es claro que la intención de Durkheim, a pesar de sus detractores en la Sorbona, estaba siendo llevada adelante, y la sociología lograba, no sin recelos y cierta distancia por parte de los defensores de la vieja universidad francesa, algún mérito académico. Sin embargo, este mérito quizás deba ser más relacionado con la ascensión de la figura académica de Durkheim a la cabeza del proyecto sociológico, que con un real fortalecimiento de las bases institucionales de la disciplina; nos parece relevante, por ejemplo, que en 1910 existieran en toda Francia sólo cuatro docentes de sociología, y mucho más significativo aún que en 1952 este número hubiera aumentado sólo a seis docentes (Karady citado en Ramos Torre, 1999, 28).
Es en el contexto antes descrito que nos parece que el sentido utópico que podría rastrearse en Durkheim descansa mucho más en la esperanza en la sociología en tanto conocimiento científico de los hechos sociales que en el destino de las sociedades modernas y el futuro esperado de la solidaridad orgánica vía la división social. Ya desde 1893 aceptaba que el papel de la ciencia era fundamental para superar el momento de transición y crisis moral que vivía la república francesa, comprendiendo además que ningún sentido tendría dedicarse a la ciencia si sus resultados no dijeran algo acerca de cómo actuar, pues "la ciencia puede ayudarnos a encontrar el sentido en el cual debemos orientar nuestra conducta, a determinar el ideal hacia el cual tendemos confusamente" (Durkheim, 1967, 34). Y luego, sólo dos años más tarde, en Las reglas del método sociológico afirma Durkheim que:
Nuestro principal objetivo es extender el racionalismo científico a la conducta humana, mostrando que considerada en el pasado puede ser reducida a relaciones de causa y efecto, relaciones que se pueden transformar luego en reglas de acción para el futuro por medio de una operación no menos racional que la anterior. Lo que ha sido llamado nuestro positivismo no es más que una consecuencia de ese racionalismo (Durkheim, 2000, 34).
Lamentablemente Durkheim muere sin ver la "sociedad racional, solidaria y abierta que anhelaba" y el inicio de la Primera Guerra Mundial lo sume, con la muerte de su hijo en el frente, en una melancolía que no abandonaría más (Giner, 2001, 258). El período de transición que recorrían las sociedades modernas, que se manifestaban en una creciente mediocridad moral tal como nos recuerda en las conclusiones de Las formas elementales de la vida religiosa, se resume en aquella idea del envejecimiento y muerte de antiguos dioses y la espera por el renacimiento de otros, pensamiento que, aunque no idéntico, nos recuerda al Weber de La ciencia como vocación, con la diferencia de que en Durkheim hay alguna salida, hay siempre un camino posible, aunque no puede darse por descontado:
esta situación de incertidumbre y confusa agitación no puede durar eternamente. Llegará un día en que nuestras sociedades volverán a conocer horas de efervescencia creadora en cuyo curso surgirán nuevos ideales, aparecerán nuevas formulaciones que servirán, durante algún tiempo de guía a la humanidad; y una vez vividas tales horas, los hombres sentirán espontáneamente la necesidad de revivirlas mentalmente de tiempo en tiempo, es decir de conservar su recuerdo por medio de fiestas que revitalicen periódicamente sus frutos (Durkheim, 1992, 398).
Sin embargo, y mientras ese momento de nueva efervescencia creadora surja, no hay nada, creía el Durkheim de Las formas elementales de la vida religiosa que anunciara el final del marasmo en el que se encontraba la sociedad moderna. La relativización del optimismo durkheimiano de finales del siglo xix es evidente al final de su vida, la distinción entre la fe del hombre religioso y la fe del hombre de ciencia en sus procedimientos para producir conocimientos era nula y el reconocimiento de la presencia de criterios de verdad que reposaban en la opinión popular, necesariamente, ubica la epistemología de Durkheim en una postura más cercana a la hermenéutica que al positivismo de sus escritos tempranos.
Finalmente, los escritos de Max Weber tienen un sentido claramente desesperanzador con respecto a la modernidad y al papel de la propia ciencia en la sociedad. Desde el final de la Ética protestante y el espíritu del capitalismo hasta la valiosa Ciencia como vocación rastreamos en Weber un profundo desencanto con respecto a la promesa de la ciencia como dios de la modernidad. El estuche ha quedado vacío de espíritu y sentido nos alertaba Weber, la ciencia no es sino la máxima representación de la racionalización del mundo y aparte del sentido técnico que esto pueda tener, el hombre no es más feliz ni sabe más acerca del mundo que lo rodea sino que, todo lo contrario, está signado por el sinsentido que su vida es en el marco de la línea de progreso trazada por la ciencia moderna. Este profundo pesimismo weberiano con respecto a la modernidad se hace patente además en sus escritos políticos, donde la crítica a la burocracia alemana heredera del "legado de Bismarck", racionalizada, robotizada, predecible en sus respuestas, uniformada (pero a la vez inevitable) caracteriza la acción estatal de la modernidad. Con Weber no hay salida posible, hay que trabajar en la ciencia únicamente por vocación, la salvación del hombre está en otra parte, los dioses de la antigüedad renacen y comienzan nuevamente a luchar por nosotros.
Desde la Ética protestante hasta sus escritos sobre religión y vocación para la ciencia, Weber constata cómo en Occidente el proceso de racionalización del mundo de la vida se ha venido acrecentando y ha desprovisto al hombre del elemento mágico que caracterizaba la relación de los hombres con los dioses. Una relación que, producto del proceso de secularización moderno, ha trucado en una relación mecánica y vacía de espíritu para usar la frase con la cual Weber caracterizaba al capitalismo moderno ligado a la lógica del ascetismo calvinista y en la cual es el progreso incesante el que mide el desarrollo de la vida del hombre moderno. Una vida que así, bajo este proceso de desencanto, no tiene, al igual que la muerte, mucho sentido. Julien Freund, en su famoso trabajo sobre Weber ha puesto las cosas en los siguientes términos:
En realidad, bajo la apariencia de un optimismo que no conoce límites, sólo es quizá un pesimismo que organiza la desesperación. ¿Es cierto que se trata de la palanca de la felicidad? Abrahán murió colmado por la vida porque disfrutó de todo lo que podía ofrecerle la existencia. No podía esperar más en esta tierra. El hombre racionalizado sabe que vive en lo provisional, en lo incierto; sufre porque la felicidad queda para el mañana o para el día siguiente, y se encuentra inmerso en un movimiento que no deja de maravillarle y decepcionarle con nuevas promesas. Por lo tanto, la racionalización tiene un carácter utopista: Permite creer que la felicidad es para los hijos, para los nietos y así sucesivamente. ¿Por qué el hombre de hoy no puede gozar esa felicidad? (Freund, 1973, 24-25).
La pregunta que se hace Freund es respondida terriblemente por Weber: El hombre moderno no puede, como Abrahán, mirar hacia atrás y reconocer el término de su pasaje por la tierra, quedamos sin ver la punta de la flecha del progreso, nuestra muerte, así entendida, no tiene sentido alguno. Nuestro mundo, desmitificado por la ciencia ya no encanta al hombre, se rompió el idilio. Este pensamiento se rastrea en Weber desde la publicación de la Ética protestante en 1904 y ha sido, creemos además, producto del propio clima de desazón que frente a la ciencia y sus logros se sentía en buena parte de la Europa de principios del siglo pasado. La desesperanza desde la Ética protestante está representada en la pérdida del carácter mágico-religioso del mundo occidental y un progresivo aliento racional que no haría sino, como ha dicho Freund, alejarnos de la felicidad. Sabemos además con Weber que no hay salida posible porque el proceso de racionalización no tiende a debilitarse sino que, muy por el contrario, es la mayor expresión de los tiempos modernos. Así el Estado moderno sólo podría funcionar bajo la lógica burocrática que Weber tanto criticó, la producción artística y musical estaría bajo la misma lógica racional y, de esta manera, la metáfora de la jaula de hierro es más un destino inevitable en Weber que una posibilidad entre otras. ¿Hay salidas? Veremos más adelante con la crítica de Gadamer a la tesis del desencantamiento del mundo que la utilización del propio Weber de la noción de origen religioso del carisma podría significar el reconocimiento de los límites mismos de la racionalidad instrumental, incluso una cierta nostalgia por un pasado comunitario que, él mismo reconoce, es sin embargo incompatible con el camino que ha tomado la vida moderna.
La ciencia sin embargo no resuelve el problema de la salvación, no construye el camino hacia Dios, no rescata en el hombre moderno sentido alguno para su vida, hay que desengañarse, el trabajo en la ciencia está destinado a ser superado en veinte, treinta o cincuenta años dice Weber en el famoso pasaje de La ciencia como vocación. De esta forma es sólo la vocación la que haría que se hiciera soportable el devenir del trabajo científico, no el problema de la salvación. Son sólo "niños grandes de los que pueblan las cátedras o las salas de redacción de los periódicos" quienes aún confían en que la ciencia devolvería sentido alguno al problema de hacia dónde dirigir nuestras vidas, de cuál es su sentido. En La ciencia como vocación Weber lo plantea de la siguiente forma:
han naufragado todas esas ilusiones que veían en la ciencia el camino "hacia el verdadero ser", "hacia el arte verdadero", "hacia la verdadera naturaleza", "hacia el verdadero Dios", "hacia la felicidad verdadera". ¿Cuál es el sentido que tiene hoy la ciencia como vocación? La respuesta más simple es la que Tolstoi ha dado con las siguientes palabras. "la ciencia carece de sentido puesto que no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos importan, las de qué debemos hacer y cómo debemos vivir" (Weber, 2001, 208-209).
Ya lo comentábamos algunas líneas más arriba, sólo queda elegir entre los añejos dioses que hoy, renacidos por la ineficacia de los sueños de la razón y el fracaso del monoteísmo moderno, al decir de Beriain, luchan por nosotros. La desesperanza en la ciencia, la pérdida de sentido del hombre moderno, la desmitificación del mundo y la omnipresencia de la ciencia frente a la función integradora del pensamiento mágico, no le deja otro camino a Weber que encontrar salidas en las más terribles circunstancias. La muerte del soldado que entrega la vida por la defensa y mejor destino de su patria tiene sentido; en el calor de los años de la Primera Guerra Mundial hay un tono eufórico en Weber, una euforia ligada al carisma y heroísmo propios de circunstancias dramáticas que, tuvo además tiempo de constatar, no pueden sostenerse en el tiempo.
III
Aunque la simplificación que hemos hecho de los textos citados es casi imperdonable, no tenemos espacio aquí sino para mostrar someramente el estado de nuestro trabajo, el cual se detiene luego de la explicación anterior en dos asuntos principales y relacionados: El primero de ellos es la constatación de que el sentido utópico que creemos rastrear tanto en Marx como en el Durkheim de finales del siglo xix y la distopía que evidenciamos en los textos de Weber, están centrados fundamentalmente sobre la misma plataforma: La ciencia moderna, la fe en la razón humana y la racionalización del mundo. De forma que la razón humana y su impulso Iluminista, del cual la sociología es heredera, son el lugar, son el ethos desde el cual la sociología asume el devenir, la angustia por un mañana mejor y la desesperanza por un presente necesitado y siempre parcial. No puede comprenderse una sociología del devenir sino desde el concepto moderno de razón y de ciencia, pilares fundamentales del período clásico de la disciplina y elementos explicativos de los caminos que ha tomado la teoría social frente al mañana como superación del orden actual de las cosas.
Queda entonces, y este es el problema que ocupa el sentido que damos a este trabajo, comprender cuáles son esas características de la utopía construida desde la modernidad por no decir que la modernidad misma es una utopía, qué ha supuesto la ciencia moderna y la razón instrumental frente a otras formas de conocer y cómo ha enfrentado la sociología contemporánea el "legado" de los clásicos frente a los retos y desafíos que presenta el devenir hoy, bajo el supuesto de la superación de las explicaciones clásicas.
El problema que estudiamos es el referido a la centralidad de la razón y ciencia modernas como única forma de conocer, el desplazamiento del pensamiento mítico por el logos y el establecimiento del concepto moderno del método científico, así como los criterios de veracidad del conocimiento que están amarrados a las posibilidades de comprobación empírica de lo dicho. Cualquier tipo de conocimiento que escape a estas premisas es, en el mejor de los casos, producto de un pasado místico, de un espíritu arcaico que no ha comprendido el proceder racional del positivismo y su tarea (por excelencia claro) de develar las leyes del mundo humano tal como se ha hecho con el mundo natural. No es casual que Durkheim afirmara que el camino para hacer que la conciencia del hombre moderno no fuese refractaria al cambio era la ciencia, la ciencia de la moral, la sociología.
De los problemas enunciados arriba, el paso del mito al logos moderno es el segundo asunto que nos ocupa. Esta tesis, defendida no sólo por los científicos naturales desde el siglo xvii hasta nuestros días, sino por los científicos sociales también, supone el primer gran problema de las utopías modernas; es decir, no hay posibilidad de comprender el mundo sin la presencia mítica en tanto portadora de saberes ancestrales y con una importante función sociológica de integración. No obstante, la ciencia moderna ha comprendido que el mito como forma de conocimiento no es sino una suerte de fantasía no vinculante con la realidad, al decir de Gadamer; una abstracción general de las condiciones materiales de existencia de las sociedades y productor de un conocimiento para nada cercano a la comprensión empírica de la realidad. De forma que la razón principal utopía moderna y crítica del antiguo régimen se muestra ahora a través del trabajo científico como liberadora del mundo mágico y mítico (si tal diferenciación cabe), como devenir de la modernidad y del hombre, como el nuevo Dios de la modernidad, es decir, la razón se mitifica a sí misma al no comprender sus límites ni pensarse sólo como un canon de experiencia limitado entre otros posibles.
La razón moderna y la ciencia se han convertido de este modo en conceptos "míticamente antimíticos" y en negación de sus propósitos originales, de acuerdo con lo dicho por Javier Seoane, quien además ha observado que:
Así, la razón ilustrada, que había prometido en su autojustificación la emancipación de la humanidad, culmina con la dominación del hombre mismo. En otros términos, la razón ilustrada, crítica en sus comienzos, deviene instrumental y conservadora en su última etapa en la misma medida en que expande los dominios de la administración social. El pasaje de una etapa a la otra está marcado por el establecimiento definitivo de la burguesía como clase dominante, y por la correspondiente positivización de la razón, sobre todo a través de las filosofías positivas decimonónicas (Seoane, 2002, 112-113).
La crítica a la razón instrumental y la ciencia como negación del mito y otras formas de conocimiento proviene, entre otras, de la primera generación de la Escuela de Frankfurt, principalmente de los trabajos de Adorno y Horkheimer, quienes retomaron las tesis weberianas sobre el desencantamiento y progresiva racionalización del mundo; aunque debemos admitir que también nos interesan los trabajos de Marcuse, básicamente por la propuesta de una razón sensual frente a la razón instrumental propia de la ciencia moderna. Además, como veremos más adelante en El final de la utopía, Marcuse reflexiona sobre el necesario paso de la ciencia a la utopía y no lo contrario como defendía tanto Marx como Engels, quienes por cierto, como hemos explicado antes, no se consideraban para nada utópicos consideración que podría ser, ella misma, ideológica. La crítica al positivismo científico y a la ciencia tiene su máxima expresión en La dialéctica del iluminismo, texto en el cual se expone cómo el mito sigue presente en la era moderna y cómo, además, la ciencia no ha sido exitosa en erradicar tales explicaciones míticas, es decir, se reubica la importancia de la utopía moderna a la luz de la ciencia y la razón que la impulsan. La dialéctica del iluminismo muestra asimismo cómo las bases míticas de toda cultura no pueden ser impulsadas sino desde otras similares, que para la modernidad estarían representadas en la propia fe mítica en la ciencia y los conceptos modernos de método y verificación del conocimiento.
Nos encontramos hasta aquí con los límites del Iluminismo, de la razón instrumental y de, en segundo grado, buena parte de las utopías presentadas por la sociología clásica en la más pura tradición ilustrada. Nos atrevemos a hablar de los límites de la utopía construida por la teoría sociológica sólo en el sentido de la evaluación de la razón instrumental como ideología, y no como única forma de conocer la realidad ni interpretarla. Asimismo los trabajos de Marx y Durkheim, principalmente, están acoplados sobre la lógica del racionalismo científico, y en este sentido no resisten del todo la crítica de La dialéctica del iluminismo. El caso de Weber es diferente porque es desde esa razón que construye su tesis sobre el desencantamiento, tesis que por cierto ha sido discutida con acierto por Gadamer.
Sin embargo, la crítica hecha por Adorno y Horkheimer no es la única realizada desde la tradición de pensamiento de la Escuela de Frankfurt, nos interesa sobremanera la solución que a este problema encuentra Marcuse en la denuncia sobre la necesidad de una racionalidad diferente a la instrumental propia del Iluminismo y eje de la modernidad. Encontramos en el Marcuse de El final de la utopía una respuesta al problema de la represión de la razón instrumental, así como el reconocimiento de la existencia de condiciones materiales de existencia en la sociedad como para llevar a cabo la utopía que, basada en una nueva antropología, favorezca las necesidades de libertad y goce frente a la represión que supone la lógica del sistema capitalista.
Nos interesa la propuesta de Marcuse sobre la razón sensual frente a la razón instrumental en el sentido de que no es una oposición final que habría sido el juego mismo de la razón antimítica sino una conceptuación a realizar de una razón que supera los límites estrechos con que la ha definido la tradición de pensamiento ilustrado. Esta lógica se desarrolla para así superar las privaciones y restricciones que sugiere la racionalidad instrumental radicalizada desde el siglo xviii. Dicha razón sensual enfrenta la figura de Odiseo con la de Narciso y Orfeo. Odiseo, como representante de la inteligencia instrumental, se hace atar al mástil del barco para no ceder ante el canto de las Sirenas en La Odisea: La tensión entre la instrumentalización y el goce de los sentidos es cumbre. Odiseo escucha el canto de las Sirenas pero no puede desamarrarse del mástil por más que llame a sus remeros a quienes, no casualmente, ha hecho tapar los oídos, una tensión entre razón y sentidos que finalmente se inclina hacia la represión de éstos en favor de aquélla. Como máximo representante de la inteligencia moderna, Odiseo logra salvarse del canto del mismo modo como la razón instrumental se salva del mito y cree superarlo, de la misma forma como el pensamiento positivista del siglo xix se hizo fuerte en torno a los conceptos modernos de ciencia y método. Hoy sabemos que podemos por ese camino "convertir el mundo en un infierno, y como ustedes saben estamos en buen camino para lograrlo" (Marcuse, 1969, 7).
Pero también podemos transformar al mundo en todo lo contrario. Marcuse supone la creación de una nueva razón sensual en la que se supere el reino de las privaciones y se refunde la posibilidad de una nueva antropología que, reñida con el concepto de utopía en tanto que imposibilidad de realización, suponga nuevas necesidades humanas, o en otros términos
un modo de existencia: La génesis y el desarrollo de necesidades vitales de libertad. De una libertad que no se funde en la escasez y en la necesidad de trabajo alienado, ni encuentre en una y en otro sus límites. La necesidad del desarrollo de necesidades humanas cualitativamente nuevas, o sea, la dimensión biológica, necesidades en un sentido muy estrictamente biológico. Pues en este sentido la necesidad de libertad como necesidad vital no existe, o ha dejado ya de existir, en una gran parte al menos de la homogeneizada población de los países desarrollados del capitalismo (Marcuse, 1969, 11-12).
Encontramos en Marcuse la posibilidad de superación de la razón instrumental como ente reproductor de las necesidades represivas que hacen que, en última instancia, las utopías siempre sean negación de un orden que parece establecido desde siempre, que reniega de la vitalidad humana pero que, afortunadamente, parece ser más un hecho histórico de la modernidad que el devenir inexpugnable de la realidad misma. Sin embargo, y mientras tanto, la situación parece repetirse ad infinitud pues:
Cuando no existe la necesidad vital de que se suprima el trabajo, cuando, por el contrario, existe la necesidad de continuación del trabajo hasta cuando éste deja de ser socialmente necesario; cuando no hay necesidad de gozar, de ser feliz con la conciencia tranquila, sino la necesidad de tener que ganarlo y merecerlo todo en una vida que es todo lo miserable que se puede imaginar: Cuando esas necesidades vitales no existen o, existiendo, son apagadas por las necesidades represivas, entonces lo único que se puede esperar de las nuevas posibilidades técnicas es efectivamente que se conviertan en posibilidades de la represión (Marcuse, 1969, 14).
La utopía en el pensamiento de Marcuse acaba, pues, para él, el desarrollo técnico de la sociedad industrial avanzada posee las condiciones para instaurar la sociedad perfecta (Blanco Martínez, 1999). Sólo sería necesario ahora superar la dicotomía entre mito y logos, entre razón sensual e instrumental que es el propio juego de la Ilustración para crear la nueva antropología que haría que no se reprodujera como hasta ahora la represión, sino que fuera el goce y la realización los que señorearan por los dominios racionales y razonables del hombre moderno.
Hasta aquí hemos tratado de evaluar la utopía construida desde la sociología en el marco más amplio de la modernidad y la razón instrumental como forma exclusiva de conocer el mundo humano y natural. Podríamos comprender hasta ahora el porqué tanto Marx como Engels rechazaron siempre que sus trabajos fuesen utópicos y defendieron la construcción de una ciencia que explique en términos concretos el devenir de la realidad.
La razón instrumental y el concepto moderno de ciencia empírica no son sino la explicación última del desarrollo de la humanidad, la utopía era considerada como una suerte de fantasía no vinculante con la realidad, pensamiento romántico e ideas voluntariosas y fantásticas basadas en formas de pensamiento que nada tenían de verdaderas, es decir, de comprobables. La utopía venía de la ciencia, mientras que el camino correcto para Engels era el contrario, había que ir de la utopía a la ciencia.
Podemos afirmar que el paso del pensamiento mítico al científico en el sentido que lo comprendió Weber, y que le hizo desarrollar su famosa tesis acerca del desencantamiento del mundo, es también parte de la propia utopía de la modernidad y de la razón ilustrada. Claro que Weber la percibía no como un hecho histórico sino como un devenir absoluto del Occidente racionalizado que venía explicando desde la propia Ética protestante. Este proceso de intelectualización creciente y omniabarcante, en el cual se convierte la vida para Weber, tiene en Hans-Georg Gadamer un buen interlocutor. Para el filósofo alemán el paso del mito al logos no es posible, no existe pensamiento racional que pueda acabar con la lógica mítica ni con su función integradora primigenia. Afirma Gadamer que la tesis sobre la racionalización absoluta del mundo de la vida tiene, incluso en los escritos del propio Weber, límites. Gadamer se refiere principalmente a los postulados acerca del equilibrio que debe existir entre la burocracia racional-legal como única forma de administración estatal en la modernidad y la presencia del carisma como condición necesaria para la elección popular de cargos públicos.
De esta forma, para Gadamer, la bipolaridad entre mito y razón es de suyo un tema ilustrado propio del pensamiento moderno. Nos permitimos la siguiente cita en virtud de su claridad:
No es que la razón haya desencantado al mito y que a continuación haya ocupado su lugar. La razón que relega al mito al ámbito no vinculante de la imaginación lúdica se ve expulsada demasiado pronto de su posición de mando. La Ilustración radical del siglo xviii resulta ser un episodio. Así pues, en tanto que el movimiento de la Ilustración se expresa a sí mismo en el esquema del "mito al logos", también este esquema está menesteroso de una revisión. El paso del mito al logos, el desencantamiento de la realidad, sería la dirección única de la historia sólo si la razón desencantada fuese dueña de sí misma y se realizara en absoluta posesión de sí. Pero lo que vemos es la dependencia efectiva de la razón del poder económico, social, estatal. La idea de una razón absoluta es una ilusión. La razón sólo es en cuanto que es real e histórica. A nuestro pensamiento le cuesta reconocer esto (Gadamer, 1997, 20).
Gadamer anda en busca de una razón que se comprenda a sí misma y a sus límites, que no se levante como explicación única y mucho menos que comprenda la eliminación del pensamiento mítico, base de toda cultura humana. De esta forma encontramos que tanto la utopía como la distopía construida por la teoría sociológica clásica se basan en la misma concepción de la razón: En Marx y cierto Durkheim para tener la confianza científica necesaria para el develamiento de las leyes de lo social y del curso racional de la realidad y por lo tanto negar cualquier pensamiento utópico no científico, y en Weber como desencantamiento progresivo y omniabarcante de la vida del hombre moderno (no hay aquí posibilidad de utopía alguna).
IV
De manera que, finalmente, podemos afirmar que las utopías construidas desde la teoría sociológica clásica y la forma como la disciplina ha afrontado el problema del devenir, como mañana inexpugnable, han estado fuertemente influidas por la tradición moderna Ilustrada de pensamiento basada en la razón instrumental como única forma "verdadera" de conocimiento. Como dijo Goya, los sueños de la razón también producen monstruos, así que tanto las ensoñaciones utópicas del pensamiento clásico de la sociología, como las angustias por un futuro reñido con la libertad y sensualidad románticas del hombre deben ser comprendidas como el fruto de un momento de radicalización de la racionalidad instrumental, que produce tanto sueños con respecto al progreso y perfectibilidad del hombre como espantos y negaciones hacia los mismos conceptos, tal como ha dicho Xiomara Martínez hace algún tiempo (Martínez, 2001, 77-78).
Al inicio de este trabajo nos preguntamos sobre el carácter utópico de la sociología en el marco de la modernidad. Creemos, con Rodríguez Ibáñez, que la sociología es producto de la modernidad y recoge buena parte de sus postulados, al menos en su etapa de definición disciplinaria, en los tiempos en que luchaba por ganarse terreno entre las demás ciencias sociales. Por otra parte, creemos que en los clásicos hay un claro sentido hacia el porvenir; bien sea como un futuro mejor vía la inclinación nomotética de la ciencia o como la desesperanza del desencantamiento del mundo y la racionalización creciente que caracteriza a Occidente. No hemos llegado al nivel en que podamos decir que la sociología es por excelencia una disciplina utópica o lo contrario si es que finalmente esto tiene algún sentido, sin embargo sí creemos que el devenir en tanto transformación constante del mañana ha sido un problema sociológico abordado desde la teoría social clásica y desde buena parte de sus representantes contemporáneos.
En El legado de la sociología, la promesa de la ciencia social, Wallerstein, por ejemplo, retoma este problema del sentido de la teoría social para el devenir de la sociología y ha hablado del "reencantamiento del mundo", es decir, de la necesidad de superación de los principales temas trabajados por los clásicos así como la necesidad de asumir los desafíos de una realidad que exige un tratamiento diferente para problemas que tampoco son los mismos de hace ya casi un siglo. Hoy en día la ciencia moderna comienza a pensarse a sí misma no sólo en términos metodológicos, sino principalmente en su carácter de sospechosa ideología como cree Gadamer. Claro que, así las cosas, la formulación de utopías es más una necesidad constante, un radical humano, que verdades inmutables. ¿Se construyen utopías hoy desde la ciencia moderna, o acaso se tiene la fuerza para hacerlo?, siguen siendo preguntas pertinentes hoy. El trabajo de Wallerstein es un buen ejemplo de cómo barajar las cartas y así construir un nuevo sentido con respecto a la ciencia y el funcionamiento de las sociedades contemporáneas, un problema por cierto no muy diferente al que ocupaba a los teóricos clásicos.
El concepto con el cual Wallerstein ha enfrentado este barajar de cartas frente a la decepción weberiana y a las ingenuas utopías de sociedades ideales es el de utopística. Ha explicado Wallerstein que se trata de una "evaluación sobria, racional y realista de los sistemas sociales humanos y sus limitaciones así como de los ámbitos abiertos a la creatividad humana. No el rostro de un futuro perfecto (e inevitable), sino el de un futuro alternativo, realmente mejor y plausible (pero incierto) desde el punto de vista histórico" (Wallerstein, 2003, 3-4). Podemos estar de acuerdo o no con la utopística como una categoría efectivamente útil en el análisis de esas posibilidades y limitaciones que suponen las sociedades humanas, pero quizás no sea eso lo más importante; lo que sí es cierto es que estamos en presencia de un nuevo impulso, quizás menos ingenuo y más claro en los límites de la actividad científica, pero al fin y al cabo un nuevo empujón, que afirma lo innato del principio esperanza de Bloch. Un impulso que quizás no se distancia de las ofertas de las utopías moreana o marxista y que se resume en nuevas fórmulas "otro mundo es posible", "nuestro norte es el sur" y en ideas que han sido motor de viejas luchas y que no dejan, sin embargo, de hablar fuerte incluso a quienes quieren distanciarse ya de una vez por todas del rostro de un futuro perfecto al estilo de las utopías del renacimiento.
El propio Wallerstein, quien con la utopística perfila la posibilidad de un análisis sobrio de las oportunidades y limitaciones de las sociedades contemporáneas, va asomando su propia mentalidad utópica con planes y referencias generales al futuro que nos suenan conocidas y nos recuerdan la lógica de una utopía siempre a un paso más allá del horizonte. Ha dicho Wallerstein por ejemplo que: " no recomiendo ninguna forma de pasividad; recomiendo utilizar la inteligencia activa y la energía de la organización activa que es al mismo tiempo reflexiva y moral en la lucha de clases de la mayoría contra la minoría, de los explotados contra los explotadores, de los que se priva del plusvalor que crean contra aquellos que se lo apropian y viven de él" (Wallerstein, 2004, 186).
En todo caso, y más allá de los cuestionamientos que podamos hacer hoy sobre la historia de la ciencia del siglo xviii, xix y buena parte del xx, las esperanzas o distopías no se decretan sólo con teorías. Estas esperanzas se van construyendo y afianzando en la medida en que son compartidas por cada vez más personas y que otorgan sentido a la vida del hombre, no en vano las nuevas formas de religiosidad siguen hoy entusiasmándonos y dotándonos de un sentido de comunidad y pertenencia a veces más efectivo que algunas ideas-motor propias de la modernidad ilustrada como la ciencia, la democracia, el progreso, etc. Lo que sí es cierto es que, tal como ha dicho Ernst Bloch, "la esencia no es la preteridad: Por el contrario, la esencia del mundo está en el frente" (Bloch, 1980, tomo I, 4).
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Notas
1. En este sentido Bloch ha dicho en su Principio Esperanza que desde siempre se le ha inculcado al hombre que no debe salirse de sus posibilidades, y así lo ha aprendido; pero ni sus sueños ni sus deseos se doblegan. Todos los hombres, puede decirse, están prendidos en el futuro, superan la vida que les ha tocado vivir. Y, en tanto en cuanto se sienten insatisfechos, valoran una vida mejor, aunque la imagen que de ésta se hagan sea trivial y egoísta, y tienen lo inadecuado por una barrera, no por una costumbre. En este sentido, el wishful thinking más particular y más ignorante es preferible al paso de la oca inconsciente, porque aquél puede ser informado: es susceptible de conciencia revolucionaria, puede subirse al carro de la historia sin tener que dejar atrás lo que hay de certero en sus sueños (Bloch, 1980, 490).
2. Devenir comprendido como transformación, evolución y cambio, es decir, el devenir es utopía en sí mismo, es un no lugar moreano, un eterno horizonte
3. Modelo a escala reducida del universo como ciudad común de dioses y hombres, con una lengua única y con una idea primigenia de ciudadanía en la cual todos los habitantes de la ciudad tenían las mismas obligaciones y derechos.
4. Yambulo dio a conocer la vida de los habitantes de la isla del sol, quienes cantan himnos y alabanzas en honor de los dioses, en particular en honor del sol, que da su nombre a las islas y sus habitantes; estos adoran como divinidades al que lo abraza todo, al sol, así como a los objetos celestes (Lens y Campos, 2000, 18).
5. La confusión con el origen etimológico se hace aún mayor pues ou- topos es homófono de eu topos (país feliz), luego el propio Moro la llamó udetopía que se traduce en griego como país del nunca jamás.
6. Hacemos esta afirmación aunque reconocemos que el Durkheim de Las formas elementales de la vida religiosa, de 1912, gira notablemente su concepción sobre el conocimiento, la pertinencia de la ciencia y la importancia del pensamiento religioso. De esta forma estamos obligados a distinguir un Durkheim muy heredero del positivismo francés hacia finales del siglo xix y otro mucho menos esperanzado con respecto a la empresa científica.
7. Esta cuestión de la dicotomía ideología-ciencia ha sido tratada en abundancia, el texto Sociología del conocimiento compilado a finales de los 70 por Jean Duvignaud tiene varios artículos destinados a este tema, en particular toda su primera parte titulada ¿Todo pensamiento es ideológico?. Aquí se debaten los núcleos sobre los que se apoya el pensamiento así como la posibilidad de un pensamiento que no sea ideológico, una temática, por lo demás, capciosa.
8. La definición dada por Salvador Giner representa bien a los textos de Marx: son también, esencialmente, críticas inmisericordes del mundo real y exposiciones sistemáticas de cómo los hombres deberían organizarse para vivir mejor, tanto en lo que respecta a su bienestar material como a la calidad moral de su vida (Giner, 2002, 190).
9. Aquí los pensamientos de Marx y de Durkheim parecen no distar demasiado entre sí, recordemos que en De la división social del trabajo (1893) Durkheim explicaba cómo junto con las insuficiencias de las funciones, las grandes crisis industriales y la coacción en la división de las tareas eran formas anormales de la división, que no producían una solidaridad perfecta sino también dispersión.
10. Recordemos que Tomás Moro muere decapitado en 1535 luego de haber estado a favor de las medidas tomadas por Enrique VIII contra la autoridad papal del momento.
11. Esto en función de la comprensión del papel independiente frente a las creencias y sentimientos colectivos en la vida social (Lukes, 1984,166).
12. Salvador Giner por su parte ha dicho que el desorden moral es uno de los peligros característicos de la modernidad. Los mismos factores que introducen competitividad, emulación constante, innovación y fluidez en la búsqueda de un lugar o posición social a través de la especialización, generan precariedad, individuos anómicos, descentrados y desclasados. La preocupación moral de Durkheim consiste, a pesar de su positivismo, en encontrar la estructura social y los objetivos societarios que pongan orden en nuestras vidas y las orienten más allá de las confusiones y contradicciones que consigo acarrea la modernidad (Giner, 2001, 245).
13. La falta también es nuestra además pues es seguro que los estados de cosas sociales no se nos irán de las manos, son tan disciplinables como los demás (Durkheim a Bougle, 21 de noviembre de 1902, citado en Lepenies, ob. cit.).
14. Un pensamiento estrafalario al decir de Wolf Lepenies, quien sin embargo no toma cómica o burlonamente el trabajo de Comte, más bien dice conmoverse frente a la higiene cerebral de Comte, al cómo pesaba sus alimentos en una balanza de cobre, o cómo realizaba sistemáticamente ejercicios respiratorios luego de cada conferencia, etc. En una carta a Stuart Mill, por ejemplo, y relatando días de quebranto y cama, Comte afirmaba que se había entregado a la meditación horizontal; ninguna de estas actitudes ayudó a la fama de la sociología temprana entre la comunidad científica del momento.
15. Ciertamente la sociología se colocaba entre las ciencias naturales, la historia y la psicología, aunque también se separaba radicalmente de ellas al proponer una síntesis entre conciencia y naturaleza, entre razón y experiencia, entre determinación y singularidad. Durkheim pretendía haber conquistado, con ello, el espacio para una nueva ciencia. Este singular objeto de conocimiento la moral requería procedimientos específicos para llevar a cabo sus investigaciones (Pérez Schael, 2001, 66).
16. En esta novela-ficción de Tarde el sol pierde su fuerza y un gran hombre, Milcíades, dirige un plan para que la humanidad entera busque calor hacia el centro de la tierra. Es tal la talla de la respuesta de los hombres frente a la extinción del sol, que Tarde exclama ¡Ah, bendigamos una vez más nuestro dichoso desastre! (Tarde, 2002, 57).
17. Citas como la siguiente bastarían para revisitar toda la lógica que une a Durkheim con un utopismo ingenuo: los conceptos no logran únicamente su autoridad por su valor objetivo. Para que se crea en ellos no basta con que sean verdaderos. Si no se armonizan con las otras creencias, con las otras opiniones, en una palabra, con el conjunto de representaciones colectivas, serán negados; los espíritus se cerrarán a ellos; por consiguiente, será como si no existieran. Si en la actualidad basta con que lleven la impronta de ciencia para que encuentren una especie de crédito privilegiado, es porque tenemos fe en la ciencia. Pero esta fe no difiere esencialmente de la fe religiosa. El valor que atribuimos a la ciencia depende, en suma, de la idea que colectivamente construimos sobre su naturaleza y su valor en la vida; es tanto como decir que expresa un estado de opinión. Y es que en efecto todo en la vida social, incluida la misma ciencia, se basa en la opinión (Durkheim, 1992, 407).
18. Josexto Beriaín ha trabajado este problema siguiendo a Weber y ha dicho que: el paso del monoteísmo religioso de origen judeocristiano al politeísmo cultural no representa una mera vuelta al politeísmo griego sin más, sino que expresa más bien la metamorfosis operada en la sociedad moderna y en sus propias estructuras de conciencia, donde ya no existe una instancia central, sea político-religiosa (medioevo), económica (comienzos del capitalismo) o cultural, o un tipo de racionalidad por encima de otros, que proporcione la integración que precisan las sociedades modernas (Beriaín, 2000, 18).
19. No es sólo Weber quien responde de esta forma frente al proceso de intelectualización moderno, antes Nietszche ya había lanzado sus baterías en este mismo sentido, también Kafka en sus novelas y el propio Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida, autores entre los cuales se podrían establecer claras afinidades electivas, como ha hecho para el caso de Kafka y Weber, y luego con Goethe el español José González García en La máquina burocrática.
20. Supuesto siempre relativo y propio del actual momento de la investigación. Qué ha pasado con las utopías contruidas por Marx es historia conocida. La pretensión durkheimiana acerca de la importancia de la sociología como disciplina ha sido relativizada por él mismo y por la historia. Nos sigue pareciendo más útil a nuestros propósitos la explicación weberiana, aunque, como veremos, el desencantamiento del mundo parece ser más un hecho histórico que un devenir inexpugnable, no podría ser de otra manera si la utopía es definida como un radical antropológico, como una condición inherente al ser humano.
21. La mayoría de los estudiosos, de los filósofos de la ciencia y, no en menor medida, los historiadores de la ciencia, tratan la concepción pre-científica del mundo, la concepción antropocéntrica que veía al mundo como una sociedad de seres antropomorfos llenos de presagios, señales y otros mensajes para los hombres, simplemente como una concepción equivocada, como una teoría falsa de la que no es necesario preocuparse o, como mucho, que debe estudiarse únicamente para descubrir anticipos y rasgos precursores de la concepción correcta (Elías, 2002, 141).
22. En definitiva se trata de una razón que marcha a costa del sometimiento de sí y la humanidad, y, en ese sentido, es una razón cuya racionalidad es en sí misma irracional, sobre todo en la medida en que los éxitos de su desarrollo, especialmente los referidos al dominio técnico de la naturaleza, abren la oportunidad, negada por su misma lógica incansable, de la liberación de la lucha por la existencia (Seoane, 2002, 117).
23. Efectivamente, en los artículos que Weber escribió para el periódico Frankfurter Zeitung en noviembre de 1918 sobre la forma de Estado, y en otros artículos y discursos posteriores, al proponer un presidente de la República elegido directamente por el pueblo y dotado por unos poderes que lo convertían en la figura política clave del sistema, estaba acentuando los caracteres carismáticos y plebiscitarios en detrimento del Parlamento. La propuesta de Weber pretendía dar al presidente de la República una llave de la política alemana, con un poder que le permitiera acudir directamente a una consulta popular por encima de las decisiones del Parlamento. La figura del presidente se correspondía así con la de un líder carismático, un estadista plebiscitario, legitimado por su elección directa por el pueblo y con posibilidad de situarse por encima del propio Parlamento (Abellán en Weber, 1991, 48).