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Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 20030507

Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales v.12 n.3 Caracas dic. 2006

 

Mujeres díscolas y maridos sumisos:La subversión del orden establecido.Conflictos maritales en Venezuela 1700-1821

Eva Moreno Bravo1

1Egresada de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela en las carreras de filosofía e historia. Actualmente, se desempeña como investigadora en el Archivo Histórico de la Asamblea Nacional.emorenob0202@hotmail.com

Resumen

En la sociedad venezolana de los siglos xviii y xix la supremacía del género masculino se manifestaba en todos los ámbitos, lo cual era legitimado por las leyes y normas impuestas desde la Iglesia y el Estado, centros de poder que se encargaban de preservar el orden establecido vigilando y controlando la conducta de hombres y mujeres. Esto lo encontramos reflejado en el discurso de los documentos sobre conflictos maritales de la época, los cuales hemos analizado con el fin de determinar el rol de cada género dentro del matrimonio, así como los rasgos que definían a cada uno de ellos según los parámetros de la mentalidad dominante

Palabras clave: Género, matrimonio, conflictos maritales, siglo xviii, Venezuela.

Loose Women and Submissive Husbands: Marital Conflicts and the Undermining of the Established Order in Venezuela, 1700-1821

Abstract

During the 18th and 19th centuries, masculine supremacy was manifest in all aspects of Venezuelan social life. It was sanctioned by the laws and norms established by the Church and the State, centers of power charged with the preservation of the established order and the vigilance and control of the everyday behavior of men and women. This situation is clearly reflected in the discourse which emerges from the documents over marital conflicts, which the author examines with a view to establishing the respective gender roles within marriage and, in particular, how these were reflected in the dominant ideology.

Key Words: Gender, Marriage, Marital Conflicts, 18th Century, Venezuela.

El tema que aquí desarrollamos se ubica cronológicamente en la Venezuela del siglo xviii y primeras dos décadas del xix y es el producto de una investigación realizada a partir de expedientes referentes a conflictos maritales que reposan en el Archivo Arquidiocesano de Caracas, específicamente en la Sección Matrimoniales. Estos expedientes son de una riqueza extraordinaria, pues ofrecen muchos datos que permiten desentrañar la mentalidad de la época, expresada a través de un lenguaje vivo que a veces posee un tono apasionado y otras veces dramático que atrapa irremediablemente a quien se meta a hurgar entre esos folios amarillentos.

Nuestro objetivo es mostrar cómo en el discurso que se plasma en estos documentos es posible identificar los roles que correspondían a cada género. Roles que, a su vez, estaban relacionados con el sistema de valores dominantes impuestos desde la Iglesia y el Estado, los cuales se mantenían vigilantes con el fin de preservar el orden establecido, en una sociedad donde la figura masculina tenía absoluta preponderancia. Para ello comenzaremos definiendo los fundamentos ideológicos del comportamiento y los valores de la sociedad venezolana durante el período estudiado en lo que respecta a la familia y el matrimonio, para lo cual es necesario explicar, en primer lugar, el origen y la caracterización de esos valores.

Toda sociedad se rige por leyes y normas que tienen su origen en una manera particular de concebir el mundo que, a la vez, tiene sus raíces en valores, costumbres, reglas de vida y códigos antiguos que han dejado su huella en sucesivas generaciones, moldeando el conjunto de sentimientos, creencias y representaciones sociales que forman parte de la mentalidad dominante. Por ello, para entender a un colectivo en un contexto histórico determinado, se hace necesario ahondar en esas raíces y encontrar en ellas el sentido que tiene para esa sociedad el orden establecido. En la Venezuela colonial, la Iglesia y el Estado ejercían un control social en todos los ámbitos de la vida cotidiana, a través de leyes y preceptos morales, cuyo objetivo era regular el comportamiento público y privado de acuerdo con un determinado sistema de valores, buscando con ello preservar el orden establecido. La familia y el matrimonio eran los principales focos de atención de ese control, pues son instituciones que conforman núcleos de relaciones sociales imprescindibles para la preservación y reproducción del sistema de valores que cohesionan a la sociedad. Por ello, es importante el estudio de la normativa y la legislación impuestas desde los centros de poder con el fin de regular ambas instituciones, ya que normas y leyes reflejan los valores, creencias y representaciones sociales que dominan en una época y en una sociedad específica. En el caso de la sociedad venezolana del siglo xviii y principios del xix, es necesario remitirse a la España de la Edad Media para encontrar la base ideológica sobre la cual se asentaba el conjunto de códigos jurídicos y principios morales que regían a las colonias americanas.

En la España medieval, las leyes habían sido creadas en armonía con la estructura estamentaria imperante en el Antiguo Régimen sobre la cual se basaba el equilibrio social y político del Estado, caracterizado por lo que Carlos Loyseau, en 1610, llamó los tres órdenes que, organizados jerárquicamente, respondían a los designios de Dios. Esta tripartición, dividida entre los que oran, los que luchan y los que trabajan, era una estructura que tenía como características la desigualdad y la existencia de un grupo que gobierna y otro que obedece, lo cual se verá reflejada en todos los aspectos de la sociedad, incluyendo las relaciones familiares.

Este orden no entraba en contradicción con los postulados de la Iglesia católica, sino que, por el contrario, armonizaba con el sistema de valores y creencias que ella imponía a la sociedad. De hecho, la estructura estamentaria no sólo era una concepción jerárquica de la sociedad que dimanaba de Dios, sino que constituía un reflejo del orden celestial.

... existe [en la sociedad del Antiguo Régimen] una relación de homología entre el cielo y la tierra. La ordenación de la sociedad humana refleja necesariamente la de una sociedad más perfecta; aquélla reproduce imperfectamente las jerarquías, las desigualdades que mantienen ordenada la sociedad de los ángeles.

La influencia del cristianismo se refleja en los valores patriarcales que constituyen un elemento muy importante en la ideología de la sociedad del Antiguo Régimen, en donde el género masculino tiene absoluta preponderancia, lo cual se refleja en todos los aspectos de la sociedad, representando la autoridad y el gobierno tanto en el plano del Estado, como en el doméstico. Así, el orden social dominante se ve representado también en el ámbito familiar en donde la mujer, los hijos y los sirvientes deben guardar obediencia y respeto al señor de la casa, de la misma manera que los cristianos obedecen y respetan a Dios.

Ese orden jerárquico fue trasplantado a América en el siglo xvi. Los pueblos que comienzan a gestarse reciben como herencia de la cultura hispánica sus leyes, costumbres y los valores patriarcales que imperaban en la sociedad estamental del Antiguo Régimen, los cuales se ven reflejados en la legislación y la normativa impuestas desde la Iglesia y el Estado. Y aunque en la práctica hubo matices por las circunstancias que imponía la nueva realidad americana, no obstante, en lo referente al sistema de valores y creencias, se aprecia la misma visión que imperaba en la sociedad estamental española.

Ahora bien ¿cuál era el espacio que ocupaba la mujer dentro de esa sociedad? Como ya dijimos, la estructura jerárquica propia del Antiguo Régimen, en donde unos mandan y otros obedecen, se reflejaba en todos los aspectos de la sociedad, incluso en lo que formaba parte del ámbito de lo privado, de lo doméstico, es decir, las relaciones familiares, de pareja, entre padres e hijos, amo y sirvientes, etc. Y, en esa sociedad estamentaria, el género masculino tenía absoluta preponderancia. Cuando se habla de los tres órdenes –los que oran, los que luchan y los que trabajan–, allí no está incluido el género femenino. De hecho, la familia era considerada como una monarquía de derecho divino, en donde la figura masculina del cabeza de familia tenía dominio sobre su mujer, sus hijos y servidumbre, tal como quedó establecido por San Pablo en la Epístola a los efesios. Que la autoridad del marido sobre su mujer estuviera basada en el derecho divino implicaba que el desconocimiento de dicha autoridad por parte de ellas era visto como un pecado, pues se estaba revelando en contra de lo mandado por Dios y la Iglesia.

Esa subordinación de la mujer tiene un origen bíblico, pues fue la imprudencia y desobediencia de Eva las que ocasionaron la pérdida del Paraíso y el castigo de Dios no se hizo esperar: Necesitarás de tu marido y él te dominará, dice el Génesis. Por ello, la Iglesia considera a la mujer un ser que debe ser guiado y controlado como si fuera un niño, ideas que son transmitidas a los fieles cristianos y que pasan a formar parte del sistema de valores dominantes en la sociedad. Veamos cómo justifica Eusebio Pérez el dominio que debe ejercer sobre su mujer, Josefa Tovar, a quien acusa de querer vivir a su libre albedrío: "... ello es sierto Sr que la muger ha de tener sugeciones por derecho divino, pues por la libertad que tubo la primera en el paraizo, trastornó en un instante todo el orden y bondad de la naturaleza...".

En este sentido, la figura masculina cumple una función de vigilancia y de control en la vida de una mujer. Ellas en la niñez deben estar bajo la potestad del padre, luego, cuando se casan, esa subordinación y obediencia deben dirigirla hacia el marido. Esto lo tenía muy claro don Juan de Weyderman, quien al denunciar a su cónyuge por desacatar sus órdenes argumenta:

... debía saber esta muger el dominio y superioridad que tienen los maridos para que al eco de su voz callase. Debía reflexionar que esta es la pena que decreto el Altísimo por el pecado de aquella primera muger: La sujeción al marido, la obediencia a el, el obsequio y rendimiento como que es su cabesa... (AAC, Matrimoniales, 120M, 1794, 33 vto. ).

A causa del pecado de Eva también quedaban al descubierto los defectos del género femenino. Las mujeres por naturaleza son: Frívolas y se dejan impresionar por las novedades; la ligereza, la obstinación y el capricho son propios de su sexo. Es necesario sujetarlas porque si no se vuelven díscolas, no en vano en los documentos la identificación de la mujer con la serpiente es algo recurrente: "... solamente porque no se le permiten otras distracciones, que no combienen a su honor ni al mío, cascabelea y se inquieta", se queja el marido de doña Ana María López Infante. Son débiles, pero su debilidad radica en su poco seso, en su incapacidad para razonar que las lleva a asemejarse a los niños, siendo su modo de pensar sin tino, sin prudencia y sin cordura.

Debido a los rasgos que caracterizan al género femenino, el marido tiene que hacer sentir su autoridad no sólo con amonestaciones y consejos, sino por medio de la violencia física de ser necesario, pero sin que esa violencia llegue a tanto que ponga en peligro la vida de la mujer, lo que traería más graves consecuencias. Por eso, el maltrato hacia la mujer, en general, era visto como una conducta normal que, además, estaba legitimada por el derecho canónico. Allí se establecía que: "La muger está bajo la potestad del marido, mas no viceversa. El marido puede dirigirla, corregirla y mandarla" (Diccionario de Derecho Canónico, 809). Esto conllevaba a que los hombres justificaran el castigo argumentando que ellas mostraban conductas que se salían de lo establecido y que ellos, como maridos, debían corregirlas con palabras suaves y amorosas, pero, si esto no daba resultados y la mujer persistía en transgredir las normas, pues se veían obligados a castigarlas físicamente, como un padre hace con sus hijos.

Resultaba frecuente, entonces, que frente a las acusaciones de malos tratos ellos argumentaran o justificaran su proceder afirmando que las mujeres sólo querían vivir una vida disipada y sin la debida sujeción al marido. Ese es el argumento de Félix Landaeta, que ante las acusaciones de sevicia de su esposa sostenía que ella lo que pretendía era liberarse.

... del yugo del matrimonio para entregarse con libertad a las diversiones, a las amigas y el pasatiempo, echando galas impropias y no correspondientes a una pobre muger de un jornalero (...) su ánimo ha sido tener algún pretexto para estar fuera de mi; echando camisones, saliendo sola a la calle de día y de noche y bailando balces, como la he visto en el barrio de San Lázaro, en casa de una nombrada Juana... (AAC, Matrimoniales, 157M, 1804, 51-51 vto ).

La educación que recibía la mujer estaba orientada a formarla para desenvolverse dentro de esa sociedad patriarcal. Así, vemos cómo algunos maridos se quejaban de la falta de educación de sus consortes, entendiendo esto como que su comportamiento no encajaba dentro de los valores dominantes, como es el caso de don Josef Lorenzo Villanueba, quien al no poder controlar a su mujer solicita ayuda de las autoridades eclesiásticas para poner a su esposa "a la fax de una persona de conocida literatura que la eduque, corrija y doctrine y que la imponga a vivir como Christiana en el santo temor de Dios [pero además] la imponga en los estilos hurbanos y políticos (...) para que de este modo aquiete lo díscolo de su genio..." (AAC, Matrimoniales, 105M, 1788, 37 vto.-38). Es decir, que se le eduque para que aprenda lo que deber ser el comportamiento de una mujer dentro y fuera del hogar.

Es necesario acotar que esa idea de lo que debía ser el comportamiento de una mujer no era rechazado por ellas, sino que por el contrario las mujeres trataban de demostrar que sus comportamientos encajaban dentro de ese modelo. Doña María Josefa Álvarez, por ejemplo, se quejaba de los injustos castigos que le daba su marido, manifestando que su conducta se adaptaba a los patrones establecidos por la sociedad. Así, habla de su "genio, honestidad, conducta y trato suave y obediente..." (AAC, Matrimoniales, 131M, 1797, 42) y de llevar una vida "al paso que mártir y expuesta, recogida, inocente y virtuosa..." (AAC, Matrimoniales, 131M, 1797, 43 vto.).

Si a las féminas se las asociaba con ciertas características como la vanidad y la frivolidad, a ellos también se les definía con un rasgo muy específico. En el discurso que encontramos en los documentos podemos percibir que, cuando las mujeres tratan de evidenciar los defectos del marido, generalmente, lo hacen enfatizando una característica que es, o que debe ser, propia del género masculino, como lo es la autoridad. Este rasgo masculino, cuando se exagera, se convierte en mal carácter, genio violento o crueldad: "... el genio de mi marido es sumamente duro, áspero e intolerable" , se lamenta doña Merced Suárez. Nunca vamos a encontrar a una esposa quejándose de que su marido sea frívolo o que tenga poco seso, porque ésas son características propias del género femenino. Recordemos que éstos son documentos redactados por hombres –los abogados– para ser leídos por hombres –las autoridades civiles y eclesiásticas–, por ello, aunque la intención sea poner en evidencia la irresponsabilidad de un marido, el discurso nunca va a tener ese tono, sino que igualmente va estar encaminado a resaltar una característica que la sociedad reconoce como inherente a la personalidad del varón a quien, a su vez, le están vedadas la sumisión y la docilidad, rasgos propios del género femenino.

En esas representaciones sociales, tal vez podamos encontrar la explicación de por qué la denuncia por malos tratos es hecha mayoritariamente por mujeres. De 126 expedientes revisados encontramos un solo caso en el que el demandante es un hombre: Manuel de Estrada justifica su negativa a hacer vida maridable con Francisca Bermudo "por el grave riesgo de la vida que espero de su depravada intención (...) por las muchas amenasas que ella ha echado contra mi, pues me mandava a paliar y a otros [a que] me diesen un balaso y buscando benenos..." (AAC, Matrimoniales, 13M, 1729). Además, relata cómo en una ocasión su mujer "... se mancomunó con unos yndios y yndias y con garrotes, yendo yo enfermo, me maltrataron..." (AAC, Matrimoniales, 13M, 1729). Esta conducta, proveniente de una mujer, no se distancia mucho de las manifestadas por los hombres que castigaban a sus esposas. Cabría preguntarse ¿cuántos maridos como éste fueron víctimas de la sevicia femenina y no se atrevieron a denunciarlo públicamente, por tener que asumir ante la sociedad el rol que ella le había impuesto? Responder a esta pregunta sería caer en el terreno de la especulación, precisamente, por no contar con datos suficientes que permitan llegar a una conclusión.

Pero la educación de la mujer no sólo tenia como objetivo prepararla para que se desenvolviera en esa sociedad, sino que estaba encaminada a capacitarla para dirigir un hogar y, sobre todo, para servir de guía y ejemplo a los hijos. Veamos los argumentos de don Lorenzo Villanueva, un marido preocupado porque su mujer no está preparada para asumir la tarea de educar a la hija de ambos: "... ella no la puede industriar a que aprehenda la Doctrina Cristiana porque no la save, ni la puede enseñar ningunas virtudes porque carece de ellas, ni tampoco la puede enseñar a resar, leer, coser u otros oficios de esta naturaleza porque todo lo ignora..." (AAC, Matrimoniales, 105M, 1788, 37 vto.-38).

Como ya dijimos, las leyes civiles también estaban en concordancia con lo que eran los valores dominantes de la época, puesto que quienes las crean están igualmente bajo la influencia de esos valores. Por eso, en la España del Antiguo Régimen y luego en las colonias americanas, la ley estará en armonía con esa estructura estamental, en donde el poder y la autoridad se concentraban en la figura masculina. Así, la ley le prohibía a la mujer casada realizar cualquier trámite legal sin el consentimiento de su marido. Asimismo, el marido tenía derecho a administrar todos los bienes de su esposa, motivo por el cual se suscitaban no pocos conflictos maritales, cuando la mujer se encontraba con un cónyuge que derrochaba los bienes que ella había llevado al matrimonio. Las constantes infidelidades y las repetidas ofensas de obra y de palabra eran motivos suficientes para que Belén Báez demandara a su marido. Sin embargo, consideraba que el derroche que éste hacía de sus bienes "... por estar entregado al vicio del juego..." (AAC, Matrimoniales, 245M, 1825). también era una buena razón para solicitar el divorcio. Por eso, Belén lo acusa de haberse

... olvidado de contribuirme los alimentos y toda subsistencia al que es obligado como marido, no obstante que también aporté a mi matrimonio bienes dotales, los que administra y los que muy lejos de procurar su aumento los está disipando y acabará con todo si no se le contiene ya... (AAC, Matrimoniales, 245M, 1825).

Dentro de esa sociedad patriarcal, el marido no sólo tenía derechos, también tenía deberes para con su esposa. Entre los fines del matrimonio, estaba el sostenimiento físico y espiritual de la mujer Un buen marido debía proporcionarle alimento, vestuario y todos los bienes materiales necesarios para sustentar la vida. Igualmente, debía servir de guía moral para evitar que cayera en la perdición. La mujer de Juan Domingo Henríquez lo acusa de incumplir con las obligaciones que prescribe el contrato matrimonial y él trata de justificar su comportamiento ante el vicario diciendo: "Yo atiendo las obligaciones de mi casa así en el sustento espiritual como el corporal (...) mi muger goso, ha gosado y gosa de todos sus gustos, presentándose ante los demás con la decensia arreglado a lo que poseemos..." (AAC, s/t, Matrimoniales, 102M, 1787, 16).

Aunque las leyes, los tratados de los canonistas y las reflexiones de los pensadores humanistas de la época dejaban bien claro que el marido debía proporcionarle a la mujer todos los bienes materiales necesarios para sustentar la vida, es frecuente encontrar en los documentos la muy femenina expresión yo me mantengo con el trabajo de mis manos. Decimos femenina, porque siempre son ellas las que se valen de esta frase para manifestar que el cónyuge no cumple con la obligación de mantenerlas. Pero más interesantes todavía son los reiterados ejemplos sobre la inversión de los roles. Es decir, el marido que es mantenido con el trabajo femenino, pero que además se ha visto beneficiado por una mujer que ha velado para que no le falta nada y que, incluso, ha dado la cara por él a la hora de asumir responsabilidades. Actitudes que, indudablemente, a la luz de los valores de esa sociedad patriarcal son o deberían ser propias del género masculino. Sin embargo, son numerosos los casos en que se produce esa inversión en los roles. La morena libre Isabel Pérez no sólo hace énfasis en el hecho de ser ella quien sustenta el hogar, sino que explica cómo ha tenido obligaciones y cuidados con su marido que van más allá de las responsabilidades que debería asumir de acuerdo con su sexo:

Este perverso hombre (...) jamás me ha contribuido lo más mínimo para alimentos ni aún ayudándome a ganarlos, por el contrario, soy yo quien lo sostengo de un todo con lo que adquiero con mi industria y travajo personal (...) habiendo aportado yo al matrimonio esclavos, prendas y dinero todo se ha consumido en pagar por él varias deudas (...) y esto después de haberlo libertado de esclavitud....

Esa percepción del cambio en los roles deja muy claro que la mujer no siempre fue un ser pasivo como lo ha hecho ver la historiografía tradicional. Pero no se trata sólo de que hayan sido rebeldes en lugar de sumisas, sino que tenían otra actitud en medio de una sociedad patriarcal que intentaba –sin mucho éxito– mantenerlas relegadas en un cálido, aunque oscuro, rincón del hogar. Ante esa sociedad, ellas se mostraban capaces no sólo de asumir la responsabilidad de mantener a una familia, sino de resolverle problemas al marido que iban más allá de lo doméstico. El caso de don Antonio Peraza y doña Antonia Landín es un buen ejemplo de ello. Ella afirma:

... mi marido (...) ha sido y es un hombre pobre, destituido de toda proporción de fortuna (...) quando yo lo elegí por marido, me fue preciso vestirlo de un todo y mantenerlo como lo he mantenido en todo el tiempo de nuestro matrimonio, con toda desencia y proporcionándole, además, todos los medios posibles, el ser conocido de las gentes y los modos de adquirir algo.

En otras palabras, doña Antonia no sólo mantenía a su marido, sino que lo convirtió en un hombre decente y respetable ante la sociedad. ¿Es ésta la compañera de la que habla el Evangelio? No, ciertamente. La compañera que refieren las escrituras es la que, por castigo divino, debe depender del hombre para su subsistencia física, lo que implica vivir en un estado de subordinación. Por el contrario, el hecho de que ellas trabajaran les daba cierta independencia y hasta parecían regodearse relatando no sólo cómo mantenían a sus maridos, sino lo inútil que, en ese sentido, les parecía su compañía. Una de esas mujeres era Avelina Oribio, quien dice de su pareja: "... es un vago, aunque de oficio zapatero" y agrega de manera autosuficiente: "... yo jamás he nesesitado de su trabajo para mi subsistencia, debiendo ésta puramente a mi personal trabajo...".

Tanto las mujeres que se mantenían con su trabajo personal como aquellas que habían llevado al matrimonio una excelente dote mostraban una conducta más independiente, que indudablemente repercutía en el orden y la jerarquía que debía existir dentro de la familia.

En esa sociedad venezolana dominada por los valores patriarcales, las mujeres díscolas y los maridos sumisos no tenían cabida, porque ello significaba la subversión del orden establecido. Por eso, tanto la Iglesia como el Estado trataban de imponer sus normas para que cada cual ocupara su lugar, asumiendo las responsabilidades que les correspondía según su género. Para concluir, vamos a presentar dos ejemplos que ilustran muy bien esa imposición por parte de las autoridades. Así vemos cómo doña María Josefa de la Rosa, una mujer acusada por su marido de tener una conducta irregular y de negarse a vivir con él, es obligada "baxo la pena de excomunión mayor [y con] el rigor que haya lugar [a que] se reúna con su lexitimo marido (...) y cumpla con las obligaciones de su matrimonio...". O el caso de Juan Domingo Henríquez y Nicolasa Álvarez donde el fiscal eclesiástico niega la petición de divorcio solicitada por la mujer, amonestando a ambos cónyuges a "que vivan en paz (...) obedeciendo y respetando la muger al marido como su cabeza y cuidando el hombre los bienes que el Señor les ha dado..." (AAC, s/t, Matrimoniales, 102M, 1787, 178 vto.). Es decir, que el mandato de la autoridad eclesiástica en los dos casos mencionados es que cada cual asuma su lugar y cumpla con el rol que le corresponde, para así preservar el orden establecido. Sin embargo, a pesar del control que sobre la familia y el matrimonio ejercían los centros de poder, vemos que la realidad plasmada en los documentos distaba bastante de ser el modelo que desde la Iglesia y el Estado se trataba de imponer a la sociedad.

Los datos encontrados nos han permitido desmontar el mito creado por la historiografía tradicional de esa mujer sumisa y dependiente del marido que, supuestamente, representaba el prototipo de las de su género durante los siglos xviii y xix. Porque, efectivamente, ése era el modelo femenino más representativo de la época, no obstante, se ajusta mejor a las mujeres de la elite y aquellas que, sin ser del mantuanaje, pertenecían a familias con ciertas posibilidades económicas, pero que nada tiene que ver con la vida de las mujeres de los estratos inferiores, que representan la mayoría en los expedientes revisados.

Si bien es verdad que las mujeres de todos los niveles estuvieron relegadas y que, incluso, compartían la idea de que debían estar subordinadas al varón en todos los aspectos, no obstante, las circunstancias de un matrimonio desgraciado, con un marido irresponsable las llevaba a enfrentarse a situaciones para las que, algunas, no habían sido educadas ni preparadas, porque su educación –dicen los manuales– debía estar orientada a los oficios mujeriles, que incluían, además de las tradicionales labores domésticas, otras actividades como bordar, coser y rezar el rosario. Sin embargo, las encontramos no sólo desempeñando diferentes oficios, sino también asumiendo obligaciones con su pareja que van más allá de lo que les correspondía, según su sexo.

Frente a esta subversión del orden establecido, ni las leyes ni las autoridades podían hacer nada. Por más que intentaran restablecer ese orden con un fallo como el que ya citamos, ésa era una realidad inocultable, que algunos maridos, con su conducta irresponsable, ayudaban a mantener.

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32. Rodríguez, José Ángel (1992): "Vicios dieciochescos" en Memoria del Quinto Congreso Venezolano de Historia, 26 octubre 1º noviembre 1986, Caracas, Ediciones de la Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, t. III, pp. 197-253.        [ Links ]

33. Rodríguez, José Ángel (1998): Babilonia de pecados... Norma y transgresión en Venezuela, siglo xviii, Caracas, Alfadil Ediciones, 219 pp.         [ Links ]

Nota

1. Loyseau desarrolló su teoría acerca del orden social en la obra titulada Tratado de los Órdenes y Simples Dignidades, publicada en 1610. Sobre este tema es muy importante el estudio que hace Georges Duby en su libro Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo.

2. Georges Duby, ob. cit., p. 10.

3. Archivo Arquidiocesano de Caracas, s/t, Sección Matrimoniales, 88M 1780 (en adelante, AAC, la sección, carpeta, año y folio).

4. “Separación que pretende doña Ana María López Infante de su marido don Pedro Landín, vecinos del puerto de La Guaira”, AAC, Matrimoniales, 110M, 1790, 24 vto.

5. “Año de 1820. Demanda de divorcio intentada por doña Merced Suárez contra su legítimo marido don Alejandro Blanco”, AAC, Matrimoniales, 229M, 1820, 1 vto.

6. “Información de costumbres y vida. Sobre matrimonio. Manuel de Estrada. 1729”.

7. “Año de 1825. La señora Belén Báez con su consorte, el señor Juan Bautista Sánchez, sobre divorcio”, AAC, Matrimoniales, 245M, 1825.

8. Esto tiene que ver con lo que algunos autores han denominado el “amor conyugal”, el cual se diferencia del amor pasional, porque está vinculado con los deberes que los cónyuges tienen entre sí. Luis Pellicer lo define así: “... amor conyugal, el amor que, entre marido y mujer, incluye la protección, el cuidado, la vigilancia, la manutención y, también, la búsqueda de la armonía familiar”. “El amor y el interés. Matrimonio y familia en Venezuela en el siglo xviii”, en Dora Dávila (coord.) Historia, género y familia en iberoamérica (siglos xvi al xx), p. 135.

9. “Promovidos por Isabel Pérez contra Remigio Gonzáles, su marido, sobre divorcio”, AAC, Matrimoniales, 171M, 1807, 1-1 vto.

10. “Divorcio promovido por doña Antonia Landín contra su legítimo marido don Antonio Peraza”, AAC, Matrimoniales, 157M, 1804.

11. “Año 1814. La ciudadana Avelina Oribio contra su marido ciudadano Mauricio Muñoz”, AAC, Matrimoniales, 204M, 1814.

12. Don Miguel Matías Alvarenga, sobre reunirse con su legítima mujer doña María Josefa de la Rosa, AAC, Matrimoniales, 133M, 1798, 10.