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Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 20030507

Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales v.12 n.3 Caracas dic. 2006

 

La sensualidad sugerida:La experiencia de viajeros por Venezuela en el siglo XIX

Antonio de Abreu Xavier1

1Diplomado en Francés (Univ. de Burdeos III) y en Alemán (WUS, en la Univ. de Hamburgo). Licenciado en Historia en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Premio "Mérito Académico-UCV" por dos años consecutivos. Profesor de Historia Contemporánea de América y Venezuela en la Escuela de Comunicación Social-UCV, Doctorado en Historia-UCV. Su línea de investigación se enmarca dentro de la historia social y de las ideas; en lo específico, se aboca al estudio de las relaciones culturales recíprocas entre Europa y América, los movimientos migratorios a América en los siglos xix y xx así como del papel de la prensa como vehículo ideológico. Ponente en varios congresos y jornadas de investigación en Historia. Publicaciones: autor: Carl Richard: una epopeya sin gloria; coautor en compilación: Alemanes en las regiones equinocciales e Historia, género y familia en Iberoamérica. Artículos: todos publicados en revistas arbitradas e indexadas. Colaborador con el Boletín de la Academia Nacional de la Historia, revista Ensayos Históricos del Instituto de Estudios Hispanoamericanos-UCV, revista Montalban del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Católica Andrés Bello, revista Akademos del Centro de Estudios de Postgrado-UCV, revista Tierra Firme y es además articulista de opinión en el semanario Correio de Caracas/Venezuela.aindax@yahoo.com

Resumen

Desde la perspectiva de la otredad, los testimonios de viajeros aportan infinidad de visiones sobre las sociedades descritas. Uno de estos puntos de vista, la sensualidad que los visitantes aprecian en los locales, es el tema de esta ponencia. Varios viajeros del siglo xix describen las impresiones visuales dejadas por la figura del venezolano y de la venezolana de manera tal que podemos imaginar las escenas que producía el instinto del género. Con la intención de resaltar la natural atracción entre los sexos, son descritos cuerpos y músculos, movimientos y gestos, vestimentas y accesorios, olores y colores. Entre los testimonios citados se aprecia una fuerte tendencia a la unanimidad de opiniones: en torno a los atributos corporales: la belleza de la población criolla inspira sugestivas descripciones.

Palabras clave: Otredad, testimonios de viajeros, Venezuela, sensualidad, siglo xix.

A Suggestion of Sensuality. The Testimony of Foreign Travelers in 19th-Century Venezuela

Abstract

From the perspective of Otherness, the testimony of travelers offers an infinite variety of viewpoints about the societies they visit. This article is concerned to explore one of the themes that constantly appears in foreign travelers’ accounts of their visits to Venezuela: the sensuality of the local population. The different accounts almost unanimously highlight the natural way in which the mutual attraction of the sexes is expressed. At the same time, there are repeated testimonies of the physical beauty of the local population and suggestive descriptions of physical attributes, movements and gestures, the way of dressing and the ornaments used, together with references to perfumes and colors.

Key Words: Otherness, Travelers’ Tales, Sensuality, 19th Century, Venezuela.

En Venezuela, el análisis histórico de los testimonios de viajeros ha dado origen a excelentes publicaciones, pues, debido a la diversa cantidad de temas que ellos abordan, estos relatos tienen un carácter enciclopédico e ilustrativo de gran valía. Estos testimonios narrativos han colaborado a rebatir la óptica de un siglo xix con un alto grado de belicosidad convulsiva y han pasado a engrosar el número de fuentes que permiten una mejor apreciación de esa centuria. Siempre enmarcado dentro de los lineamientos de la historia social, el presente análisis de la visión que tienen los viajeros, descubiertos en su doble pretensión de ser objeto y sujeto históricos, devela, por una parte, sus actuaciones en el medio que describen como una muestra de lo extraño a ellos y, por otra parte, la maraña de pasiones humanas de las que, aunque observadores pretendidamente imparciales, no pueden escapar. Es intención aquí abordar esta segunda parte y, más específicamente, profundizar en algunas de las representaciones más íntimas que los viajeros han plasmado en sus discursos.

Muchos de los testimonios legados por nuestros visitantes contienen atractivos pasajes que hacen alarde de la belleza física de los habitantes de estas tierras extrañas para ellos. Este derroche muy bien podría acompañar cierta fama que la visión contemporánea atribuye a los nacionales. Y es que varios viajeros del siglo xix describen las impresiones visuales dejadas por la figura del venezolano y venezolana de manera tal que podemos imaginar las escenas que despertaban el instinto del género. Entre los testimonios hay una fuerte tendencia a la unanimidad de opiniones en torno a los atributos corporales –la belleza de la población criolla despierta sugestivas opiniones en los viajeros, mientras que en lo que respecta a la personalidad el dictamen se inclina hacia lo negativo. Predominan, en todo caso, los testimonios escritos por hombres y menos los dejados por mujeres, por lo que se puede encontrar mayor cantidad de material sobre la visión masculina de ambos géneros que el enfoque femenino.

Los puertos: Cálidas impresiones al llegar

Después de una larga travesía transoceánica en los medios de que se disponían en el siglo xix para la comunicación, lo que más deseaba un viajero era llegar pronto a tierra firme. Es lógico pensar que cualquier viajante deseara alejarse de las incomodidades del barco, la monotonía del azul omnipresente y de algunas de las reiteradas siluetas del resto del equipo y pasajeros, tan pronto poner un pie en el puerto de destino. Hacia allá navega, sin duda, el pensamiento: Hacia el día del arribo. En los cómputos de la cuenta regresiva, la imaginación va formando expectativas acordes con las razones que motivaron la empresa del viajero. Están aquellos que piensan en la economía o en la política, otros en la ciencia; pero todos dedican pensamientos a la geografía, las costumbres y, muy particularmente, se preocupan por las futuras relaciones que tendrán con las gentes del lugar. Por ello, para el cansado viajero, ávido de nuevas imágenes visuales, los puertos dan una primera impresión que llega a se imborrable. Esta impresión se impregnaba también con la curiosidad respectiva a la gente y de quien ha pasado largo tiempo solo en el mar.

Algunos viajeros dejaron testimonio de la experiencia vivida a su llegada a Venezuela. En medio de las precarias instalaciones, las incomodidades del desembarco y la insalubridad que podría reinar en los alrededores de los puertos venezolanos, la mirada de muchos pudo captar escenas que descubrían no sólo el fenotipo local sino también la sensualidad y la picardía que iban unidas a él. John Hawkshaw, un inglés que permaneció en el país entre 1832 y 1834, contratado para trabajar en las minas de Aroa, es uno de los viajeros que dan cuenta de la extremadamente difícil tarea de carga y descarga que en La Guaira era desempeñada por los marineros y caleteros del lugar. Hawkshaw, aunque preocupado por el peligro de las maniobras de desembarco, y aun posterior a éstas, se fijó en estos hombres, quienes generalmente exhiben gran fuerza muscular, y de quienes, dice, por estar siempre casi desnudos, haber frecuentemente admirado las bellas proporciones de sus brazos y hombros cuando se dedican a impulsar sus botes (Hawkshaw, 1975, 31).

Este inglés subió a Caracas dos días después de su llegada. Y este viaje entre La Guaria y la capital, a su entender, estaba calculado para dejar una impresión imborrable en cualquier persona. En su subida volvió a echar un ojo hacia el puerto, desde donde había podido enfocar por vez primera la escenografía sudamericana y las maneras sudamericanas. Su pensamiento se perdió en el recuerdo de los cocheros de esclavina y rodilleras y sus pasajeros, que al desembarcar aquí, con sus rostros brillando bajo los sombreros de alas anchas, saltaban a través de la marejada, quizás a hombros de algún negro alto y desnudo, hasta que sus pies tocan la tierra. Gran sorpresa se refleja en el texto de Hawkshaw cuando se percata de que esta imagen se repite ya en la montaña y lejos del puerto. "En su camino es ocasionalmente pasado por caleteros musculosos y bien conformados, casi enteramente desnudos, que ascienden la carretera de montaña con una carga (...) y cuyos cuerpos desnudos brillan al sol con el sudor que sale de cada poro" (Hawkshaw, 1975, 34). La reiteración del desnudo es del autor.

Otro viajero cuya entrada es por otro puerto venezolano hace descripciones similares. Carl Richard fue un teniente coronel alemán que en 1822 publicó su experiencia vivida en años anteriores en tiempos de la guerra de independencia. Entró por caño Macareo tras haber superado, primero, un desvío en la navegación que lo dejó en una áspera playa; segundo, el cautiverio al que fue sometido por corsarios españoles al ser abordada la nave que lo llevaba a Angostura, y finalmente el naufragio de su transporte en el tercer intento. Estas circunstancias le obligaron a insistir por otros medios como fue lograr una canoa y una tripulación de indios que se sustituía en cada parada. Esta forma de navegar le permitió al alemán asociar la belleza natural del trópico con sus habitantes. El texto de Richard es de un romanticismo muy marcado. Su relación pasa por extasiarse en la descripción de aves, sonidos y olores, de meandros bellamente formados y los soberbios grupos de árboles que excitan la admiración del viajero y, en medio de ese paisaje exuberante, de la población indígena que habitaba estos parajes. Cuando fue recibido en Sacupana reseñó la presencia femenina de la que apenas sobresalió la hospitalaria criada del lugar, pero se explayó en el aspecto de los hombres:

Jóvenes y viejos eran fuertes y corpulentos, hombres de estatura mediana y bien afortunada fisonomía, en la que se manifestaba una dulce bondad como rasgo de su carácter (...) Uno de los remeros tenía miembros verdaderamente tan hercúleos que sólo en Dios podía imaginarme un cuerpo tan perfecto.

La impresión de que a la belleza del cuerpo se correspondía la decoración del mismo y cierto sometimiento carismático quedó plasmado en la mente del alemán cuando iba navegando rumbo a Angostura. El remero de cuerpo hercúleo "se distinguía de los demás por un tocado en la cabeza (...) y su cuerpo iba completamente desnudo. Él le hablaba mucho a los demás, quienes parecían estarle sometidos y le oían con voluntad algo risueña" (Carl, 2001, 204-205).

Por cierto, en el puerto de Angostura pero en 1868, otro viajero quedó impactado por la sensualidad de las lavanderas que golpeaban la ropa contra las piedras o tomaban agua en la cercanía del desembarcadero. Friedrich Gerstäcker relata su arribo en un día hermosísimo, al puerto donde uno pronto olvida todo lo demás por la visión sumamente interesante y característica que ofrece la orilla. Para Gerstäcker, éste era el lugar más animado de toda la ciudad y donde uno, fascinado, no tenía ojos para lo demás, porque allí, se han reunido las lavanderas de Ciudad Bolívar y hacen su oficio. La recomendación del viajero es contundente: Tiene uno mismo que haber visto lavanderas en Venezuela para poderse hacer de ellas una idea correcta. Para el viajero, y tal como lo manifiesta, fue un auténtico placer, vista la descripción que hace cuando asocia la feminidad a lo pintoresco:

Estos seres útiles se han hecho una vestimenta sumamente práctica que más que hermosa podría llamarse pintoresca, pero de ninguna manera femenina. Se ven forzadas a estar constantemente con piernas y brazos en el agua, pero a la vez no quisieran mojarse los vestidos y por eso han inventado algo que no las obliga a mostrarse sin ropa (...) recogen sus faldas de tal manera que se ven como pantalones de baño abombados y con frecuencia muy cortos, los brazos enteramente desnudos y no llevan ninguna pañoleta... (Gerstäcker, 1968, 132-133).

Sin embargo, el relato del conjunto de lavanderas palidece ante la descripción del descenso de otra beldad, quien, a decir de Gerstäcker, sí se la hubiera querido mostrar a nuestras damas de allá. Y, como el viajero no se cansaba de contemplarla, pudo detallarla en todo su esplendor:

En cuanto a la raza debía ser casi enteramente india con, quizás, un poco de sangre negra. Era una joven mujer muy bella que tendría quizás unos veinte años, de figura llena y exuberante, con cabellera larga, rizada, negrísima y ojos igualmente oscuros, a la que el color broncíneo de la piel sentaba de maravillas. Iba (...) descalza y llevaba un vestido de algodón estampado en rojo y blanco que había sido lavado ya muchas veces –¡Pero la cola del vestido! Cuando bajaba con ella por la empinada ribera, por lo menos tres varas de tela de algodón le barrían detrás e incluso abajo, sobre la playa llana, arrastraba no menos de dos. Pero aquí la molestaba para andar y (...) la recogió de modo que los tobillos color de bronce quedaron enteramente al descubierto. Pasó con andares de reina; estaba consciente de haber empleado la mayor cantidad de tela posible en su falda, circunstancia que debía asegurarle plena consideración en derredor (...) La bella empero fue hacia una de las canoas atracadas allí (...) y regresó a la ciudad y subiendo cuesta arriba, se veía como si tuviera doce varas de estatura (Gerstäcker, 1968, 143-144).

Gerstäcker parece tener buen ojo para detallar las colas de las damas. Antes de emprender su viaje a Ciudad Bolívar ya había puntualizado el mismo ornamento en las caraqueñas. En efecto, el viajero llegó a Caracas en plena Semana Santa y se impactó ante el hecho de que ya era "costumbre en Caracas, que las señoras estrenen todos los días un vestido; en ello se despliegan las máximas galas posibles, se exhiben los mayores esplendores en días en que el verdadero cristiano sólo debería estar lleno de profunda tristeza. ¡Y cómo se pintan estas bellísimas criaturas, qué colas tan espantosamente largas arrastran por el polvo!" (Gerstäcker, 1968, 27).

Las ciudades y las gentes de contacto

Esto era apenas una parte del cálido recibimiento ofrecido en los puertos de entrada al país. Pero, una vez acomodados en los pueblos y ciudades venezolanos, los viajeros rescatan en sus testimonios el acriollamiento de la sociedad venezolana que, caracterizada por esa mezcla de patriciado y burguesía, como diría José Luis Romero, va delineando aún más su particularismo. Así, al irse adaptando al ritmo de vida de los nativos, los viajeros se percataban de otras actitudes, de aspectos muy particulares del ser criollo, como por ejemplo el contacto y el roce sociales.

Precisamente en Ciudad Bolívar, H.C. Franzius (2002) percibió diferentes instancias sociales según el tipo de clase y del contacto que se buscara. Así, aparte de las dos familias que exigían algo más de respeto por parte de la representación social, se estilaban tres categorías de bailes. Al Baile de primera, acudían las damas que no estaban casadas pero que tenían niños, digamos las hetairas, o mujeres públicas. Estos eran los bailes a los que los solteros, como Franzius, preferían acudir, por ser mucho más ameno y las relaciones podían calificarse de mucho más íntimas. En los Bailes de segunda la gente era de color excepto los extranjeros. En los Bailes de terceros los marineros bailaban joropo, el anisado fluía en abundancia y algunas veces corría sangre.

Sin embargo, los ojos del viajero se recogieron con celebraciones de puro carácter religioso, como las efectuadas por los indios saliva, y retozaron en las fiestas patronales de corte popular y libertino. Este es el carácter que él descubre en la Fiesta de la Candelaria en la población de Orocué, pues un cambio sustancial parecía operarse en estos tiempos, mudanza que Franzius asocia a las altas temperaturas de la época. Para esta fiesta los campesinos "llegan en grupos y las bandas musicales de los colombianos (...) traen sus guitarras. Para el viajero, no era extraño a la sazón que las humildes mujeres y muchachas llaneras se enamoraran de ellos. En esa época fueron desplazados los viejos amantes, ya que ningún corazón de mujer podía resistir la voz fascinante de un tenor cuando, en las noches calientes de verano y bajo la mágica luz de la luna, entonaba ardorosas melodías de amor. En aquellos días y noches toda la sociedad negra o morena vivía una orgía interminable de bailes y placeres (...) Pocas criollitas románticas se resistían a la invitación al baile, en lugar de soportar la fastidiosa conversación de sus esposos" (Franzius, 2002, 51 y 55).

Por esta misma actitud Robert Semple tomó sus medidas en 1812. Este viajero, al igual que los que le siguieron, también reparó en las diferencias de costumbres que existían entre las ciudades y las inmensas llanuras existentes después de pasar la cordillera de la Costa y sus ramales hacia el interior.

Por lo general, las mujeres de Caracas son graciosas, espirituales y simpáticas. A sus encantos naturales saben unir el atractivo de sus vestidos y de su andar donoso. Son, generalmente, bondadosas y afables en sus maneras, y cualquier falla que un inglés pueda observar frecuentemente en su conducta doméstica, no es otra cosa que las costumbres heredadas de la vieja España.

En las aldeas y en las pequeñas ciudades escasamente esparcidas en los llanos, en cambio, prevalecía "una gran relajación de la moral (...) una gran corrupción, a la cual se junta un clima que induce a la indolencia, a la voluptuosidad y a la total ausencia de todos los métodos refinados para pasar el tiempo. La mayor delicia tanto para los hombres como para las mujeres es mecerse en sus hamacas y fumar tabaco" (Semple, 1974, 31 y 58).

Esta tendencia de los viajeros a vincular la sensualidad de los criollos con unas costumbres disolutas puede alcanzar diversos grados según el mayor o menor tono moralista o prejuiciado del narrador. Sin embargo, algunas visiones son más equilibradas como las realizadas por H. Poudenx y F. Mayer quienes hacen una distinción entre conducta pública y conducta privada en relación con los caraqueños. Para estos observadores, si bien "el juego, la ociosidad y el libertinaje se muestran bajo los colores más repulsivos, [tales] defectos quedan atenuados por una gran dosis de afabilidad y gentileza (...) su vivacidad contrasta de modo bastante curioso con sus mojigangas religiosas y con su amor por la etiqueta (...) y aunque amen el lujo y la ostentación en los festejos públicos, en su vida privada demuestran una extrema parsimonia" (Poudenx y Mayer, 1974, 110).

Las hembras de la familia

La visión de los viajeros va más allá de detallar la sensualidad que ostentan las criollas. Algunos llegan a buscar las razones para tales exposiciones públicas en la educación que ellas reciben, o al menos las que los viajeros logran percibir. Es Hawkshaw quien hace un informe de las actividades de las mujeres según el nivel social. En las casas más humildes, "las hembras de la familia pasan considerable parte del día, acurrucadas en el piso, aparentemente sin hacer nada o preparando casabe. En las casas de la parte más rica de la comunidad (...) la principal diversión de las mujeres es tocar el arpa española, o la guitarra, pues sus mentes no han sido cultivadas" (Hawkshaw, 1975, 122).

Tras estas citas se descubre una actitud indolente por parte de las mujeres y su educación pero el mismo viajero explica que esto se debe a la falta de actividades intelectuales en la misma sociedad que entusiasme al bello sexo. Es cierto lo del arpa, y algunas tocan el piano, y como los pinzones reales, a quienes se alimenta y se les enseña a cantar, se les considera suficientemente logradas para el tipo de jaulas que ocupan. Pero además de la interpretación musical, el viajero ha omitido una gracia: Bailan y bailan con donaire, y aclara todos los venezolanos bailan, pero éstas son cosas externas, a decir del narrador, un pulimento superficial que puede hacer brillar la pasta como si fuera oro. El hecho de disponer de tiempo libre daba oportunidad para perfeccionar las artes femeninas como la forma de caminar. Hawkshaw observó que en la criolla "su andar es gracioso, incluso en las clases más bajas y en su opinión, las mujeres caminan mucho mejor que las inglesas, pero esto proviene de que tienen menos afanes, nunca tienen prisa, y éste es un país de poco ajetreo". Y, en una generalización que alcanza a los dos sexos, agrega que "nunca se ven personas apresuradas, andando como si en ello les fuera la vida (...) Su porte, por tanto, es el que pueden adquirir personas que caminan por caminar, no con el propósito de llegar a algún sitio a una hora precisa" (Hawkshaw, 1975, 145-146).

Y es que el tiempo libre daba para más. En su Relación de un viaje a Venezuela, Nueva Granada y Ecuador, el consejero Lisboa habla de los puntos del cuerpo a los que las caraqueñas dedicaban mayor esmero: El instinto del bello sexo se esmera allí, como en otras partes de nuestro continente, en realzar los ojos brillantes, las finas cinturas y los diminutos pies. Pero el consejero da buena cuenta del temor de las criollas al paso del tiempo y a la degradación de sus encantos y en una reunión donde muchas conocidas lucían toilettes elegantes y algunas diamantes, no pudo menos que exclamar: "¡Cuántas jóvenes que había dejado en la infancia rondaban por los salones! ¡Cuánta gentil señorita transformada en respetable madre de familia!" (Lisboa, 1954, 87 y 89). Este lamento tenía que ver con el mismo comportamiento descrito por Hawkshaw: El problema de ocupar el tiempo y el puesto que se le daba a la mujer como adorno amaestrado del sexo masculino. Pero, en este sentido, la mujer casada parecía proseguir su vida con el mismo poco afán de las solteras. Así lo decía también Jean Baptiste Boussingault en 1823 al afirmar que la monotonía de la vida de las damas no cesaba ni con el matrimonio.

Este mismo viajero se explayó al recordar con gratitud las atenciones dispensadas por una viuda de cuyo nombre no se acordaba. Sin embargo, sí rememoraba la forma como fumaban dos jóvenes encantadoras ante la presencia de sus visitantes masculinos. Estas señoritas pasaban sus días afuera, bajo un vestíbulo, sentadas en sillones de espaldar muy inclinado, o a la manera de las orientales, sobre un diván, en las habitaciones donde casi no entraba la luz. Este ambiente fascinaba al viajero pero, como su principal ocupación era fumar, se perdía algo del encanto que debería privar en esa atmósfera seductora. Boussingault, aunque practicó perseverantemente para igualar a las jóvenes en el arte de fumar y escupir, exclamó: "¡Jamás logré impulsar mi saliva en una trayectoria tan perfecta!" (Boussingault, 1985, 211).

La conducta del criollo respecto a la mujer pudo, en primer momento, chocar a este viajero hasta que entendió ciertas libertades que los hombres se tomaban con las mujeres y que éstas permitían. Un ejemplo de esto lo da cuando participa en una cena organizada por José Antonio Páez. Allí la asistencia de los dos sexos era numerosa y las damas presentes engalanaron y colaboraron con el disfrute de la comida que a la final fue tan alegre como singular. Ante la numerosa presencia no había sillas para todos los invitados y erradamente Boussingault pensó que las damas comerían primero. La decisión tomada lo aturdió momentáneamente: Se decidió que cada caballero sentaría una mujer sobre sus rodillas y ellas, como marca de favor, debían designar su asiento.

El viajero fue ocupado por una mulata de edad razonable y por consiguiente bien acolchada abajo para que los huesos no hirieran el asiento, es decir, herir a nuestro narrador. Pero el trópico y la difícil posición para comer le dificultaron un tanto el desarrollo normal de la cena, pues pronto hizo un tanto de calor, teniendo en cuenta que la temperatura era de 29° y que además, para la estabilidad de la pareja, la silla, es decir Boussingault, debía rodear la dama con sus brazos. Pero todo fue una sola carcajada de una punta de la mesa hasta la otra y todo salió bien. Este resultado se le atribuye a las maniobras ejecutadas por el bello sexo, que, no importa su color, es siempre ingenioso: Los brazos del viajero no necesitaron retirarse de su sitio ya que la mulata le daba de comer colocando en su boca los pedazos más delicados. Sin duda Boussingault estaría fascinado con el banquete, que por lo demás indica había sido homérico (Boussingault, 1985, 212 y 215).

Esta gracia de las criollas para hacer feliz a los hombres las llevaba hasta las grandes alturas del poder incluso la libertad de las damas que venían a tratar asuntos con Páez cuando ya estaba envestido como presidente de la República. Esta observación es hecha por el oficial inglés Alexander Alexander ya en 1822, pues le asombraba el manejo con que las visitas no se dejaban contradecir, sino que lo increpaban furiosamente y continuaban así hasta que ganaban la discusión. El efecto del encanto femenino sobre los hombres criollos era inigualable a los ojos del inglés, pues concluyó advirtiendo que las mujeres en Caracas "y en todo el país ejercen gran influencia sobre los hombres y les temen menos que en ninguna otra parte" (Alexander, 1978, 124).

Un muchacho muy buen mozo

Es menester señalar que esta visión de los viajeros sobre el sexo femenino también se abre, como se ha podido apreciar, al universo masculino. La impresión que ha dejado el cuerpo del criollo en el ojo del recién llegado a los puertos venezolanos es de una masculinidad, fuerza y proporción de gran atractivo. Algunos viajeros también notaron que a la hora de seducir muchachas a estas cualidades físicas se unía la de la posición social como máxima garantía de éxito. Franzius, quien se jactaba de pertenecer a un grupo de oficiales muy populares, ya que se trataba de caballeros muy apuestos, evoca en sus memorias la fallida visita del Príncipe de Braganza en momentos cuando comenzaban a celebrarse los carnavales de 1890 en Ciudad Bolívar. En vista de la cancelación de la visita, Franzius y sus amigos reemplazaron la figura real con un joven alemán venido de las minas. Este buen mozo joven conquistó los corazones instantáneamente figurando por todas partes como príncipe. Las muchachas, a decir del cómplice observador, gritaban la presencia del príncipe y las damas, atraídas por esta farsa, llenaban la casa (Franzius, 2002, 31).

Esta preocupación que el criollo dispensaba a la apariencia queda evidenciada en el testimonio de otros viajeros, quienes además describen los accesorios que acentúan la virilidad del nativo. Richard ya lo había expuesto en 1822 cuando decía que ellos gustan demostrar resplandecientes boatos en ricos vestidos, pronunciar palabras regodeantes y emplear largos títulos. El mismo viajero manifiesta haber encontrado a "los hombres más atractivos que a las mujeres, cuyas delicadas figuras no soportan bien los ardientes rayos del sol como es capaz de hacerlo la musculosa complexión de los hombres" (Richard, 2001, 210). Y, en cuanto a un prototipo criollo, Richard hace la generalización a partir de la imagen que se hace del llanero y en particular de Páez: "No es alto pero de buena complexión, a menudo demuestra tener un vigoroso y salvaje físico, aparenta unos 35 años, es bastante agradable, su rostro se expresa con elocuencia y tiene en común con todos los criollos los abundantes y exagerados cumplidos" (Richard, 2001, 222).

Además, de una fascinación por los trajes y los uniformes en particular, lo vincula a su montura. El testimonio de Richard evidencia que el caballo es un símbolo de notoria masculinidad para el criollo pues éste sólo cabalga sobre machos y es motivo de burlas montar sobre una yegua. La vestimenta masculina asociada a los accesorios que el nativo colocaba a su caballo connotan un sentido sexual pues morenos, mulatos, mestizos, algunos con cabello castaño, otros con enormes barbas, etc., vestían uniformes caros y vistosos, con grandes penachos de plumas (...) gustaban lucirse especialmente en las paradas de las tardes con todas sus monturas, y en ese momento, los arneses de sus caballos, abundantemente decorados con ornamentos plateados, resaltaban no menos que la vanidad de su jinete (Richard, 2001, 260).

Esta ostentación también fue descrita por Hawkshaw. Mientras las mujeres se regodeaban y mostraban con grandes peinetas de carey, largos velos negros, pequeños zapatos de satén y medias que revelan mucha labor, los hombres prestaban su atención a los arreos de sus caballos, llenando sus sillas y bridas de cuantos tachones de plata les quepan. Para este viajero esta pretensión de lucir espuelas de plata y bridas ricamente adornadas no era más que una moda de terribles consecuencias, pues, hasta las más bajas clases gastaban cuanto tenían para obtenerlas y no era raro ver una espuela de plata colocada en un pie descalzo. Pero a decir de Hawkshaw no cabía duda sobre el atractivo del criollo: Su porte y su andar son más elegantes y naturales que sus propios paisanos (Hawkshaw, 1975, 146-147).

En cuanto a trajes, para el consejero Lisboa lo máximo del dictamen de la moda se hallaba en Caracas. Los hombres al igual que las mujeres se detenían en conversas sobre las vestimenta ajena.

En la capital, el traje de los elegantes no difiere de los de París y Londres; los jóvenes caraqueños son pintureros y caprichosos para vestir, y el tamaño de la cintura de un chaleco o el corte del borde de una casaca son cosas que se observan y se discuten (Lisboa, 1954, 86).

Además del garbo en el vestuario y la cabalgadura, había otra fuerte característica que marcaba la liviandad masculina: El don de la palabra. Era tan cierta la tendencia a la elocuencia de los militares criollos que Richard llegó incluso a mofarse de ciertos discursos que terminaban en inconveniente mamarrachada. El paroxismo discursivo era evidente en muchos otros generales y coroneles, quienes con brazos desprendidos e importantes aires, entre mucho carraspear y escarbar, se colocan ante su secretario a pronunciar disparates en sonoras palabras discursivas, para finalmente, después de mucho mutis y posturas absortas por la habitación, cuando ya tienen llenos dos o tres folios, proveer la depeche. Según Richard, se tiene que ver y observar a estos hombres para formarse una verdadera idea de la risible importancia con la que ellos se presentan a sí mismos (...) la placentera autosatisfacción se dibuja en sus rostros (...) y en cierto modo, con ojos iluminados por el triunfo, luego contemplan a quienes están a su alrededor.

Pero el viajero alemán observó además el riesgo de sus posturas, exigencias y comentarios, siempre tan afectados, rimbombantes y faltos de espontaneidad, que no sólo se hacen incomprensibles, sino que dan motivo para una falsa interpretación (Richard, 2001, 277).

Falsas interpretaciones

Los viajeros por territorio venezolano no dejaron de conducirse mediante los códigos externos de la sensualidad criolla. El comportamiento femenino que respondía a la canícula tropical, la fiesta y la presencia de los tenorios extraños fue observado y aprovechado por Alexander Alexander. Así lo hizo en una pequeña población llanera no lejos de Sabanilla, cuando la guerra de Independencia hacía estragos sobre el componente masculino de la población. En efecto, al detenerse en una aldea para pasar la noche el pequeño pelotón al que pertenecía, el inglés relata:

Los habitantes, en su mayor proporción mujeres jóvenes, se juntaron en torno nuestro (...) haciendo muchas preguntas. Cuando les dijeron que el médico y yo éramos ingleses, su atención se dirigió exclusivamente a nosotros; nos vimos abrumados por sus atenciones, discutían sobre quién debía entretenernos por la noche; nos fuimos con una fuerte mujer ya de edad, quien caminó con nosotros triunfante para insatisfacción de muchas otras (Alexander, 1978, 81).

No deja de resultar interesante el cierre de la cita. Sin embargo, en el testimonio de este viajero muchos son los pasajes que hacen mención a situaciones parecidas que brindan incluso una visión, unas veces ambigua, presta a falsas interpretaciones como diría ya Richard, y otras claramente descriptiva de momentos de intemperancia. Entre las primeras se puede captar incluso la complicidad del criollo ante actitudes masculinas extranjeras y otras muy propias que resultan de una vulgar borrachera. Una de estas muestras es la dada por el general Páez cuando Alexander se hallaba de paso por el cuartel del militar llanero en El Cojoral a donde llegó en compañía de otro inglés oficial de rifles. Invitados por Páez a la hora de la comida, los dos oficiales se sentían desconcertados y avergonzados, pues el acto de compartir frente a una carne en vara era aun un acto poco frecuente para ellos; más, sin embargo, según el testimonio, los dos ingleses no podían evitar sonreír cuando se miraban. Alexander describe con sus palabras el momento:

… me mantuve cerca del General, a su izquierda, y mi compañero junto a mí. Yo me sentía incómodo y avergonzado al servirme yo y servirle a mi compañero que hacía que yo le cortara la carne, Páez y los otros oficiales observaron nuestra sonrisa involuntaria. Vi que no estaba complacido, aunque para entonces ya conocía bastante bien el temperamento inglés (Alexander, 1978, 41).

Este conocimiento del temperamento inglés por parte de Páez lo asociamos al contacto que tenía el general criollo con la oficialidad de la Legión Británica, por lo que el pasaje podría resultar poco significativo como discurso velado de la camaradería masculina. No obstante, Alexander remite otras situaciones similares. Es el caso de un encuentro en Valencia en el lugar donde se encontraba alojado y donde halló a un muchacho muy buen mozo y a su hermana; según cuenta el inglés, los dos se entusiasmaron mucho con él, pero era el joven quien lo importunaba para que se quedara en el país y quien, tratando de convencerlo con argumentos mayores, le aconsejaba que consiguiera una hacienda, ya que sería mucho mejor que regresar a la Gran Bretaña, y como complemento a su felicidad tropical le ofreció a su hermana, una linda muchacha, como esposa. Alexander le agradeció la oferta al valenciano y se disculpó, pues, no podía pensar en quedarse, tal como él mismo lo expresó con sus propias palabras: El recuerdo de mi madre me perseguía (Alexander, 1978, 130).

Luego de este episodio, dejó Valencia rumbo a Caracas, pero después de pasar La Victoria ya se hacía noche. Entonces se detuvo ante una hermosa casa blanca que pertenecía al comisionado. El relato de lo acontecido en esta casa comienza con una atractiva reflexión: Aquí pasé la noche más extraña de mi vida. La pequeña y regordeta figura de la persona que le abrió la puerta le brindó el alojamiento que había pedido rudamente ante cualquier eventual negativa pues le asistía el derecho de su condición militar. Al pasar al interior de la casa, vio que esta persona llevaba afeitada la parte superior de la cabeza, observación que lo hizo sentirse avergonzado por la rudeza inicial. Pero esta sensación duró poco, pues el anfitrión saltó y danzó ante él de tal forma que llevó a Alexander a dudar de la cordura del padre, en realidad no sabía qué pensar. En el recinto encontró también a un francés. Un coronel, hombre agradable y sin prejuicios.

El padre, tras traer una botella de ron, urgía a los oficiales a beber y en su raro estilo, sacudiendo la botella ante los visitantes, bailaba, cantaba y gritaba como una bacante. Bacante, de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, es el sustantivo que designa a una mujer que celebraba las fiestas bacanales, una mujer de conducta descocada, ebria y lúbrica. Cuando se sirvió la abundante cena, el padre dio otra muestra de cordialidad: Lleno de grasa por agarrar los alimentos con las manos, una y otra vez agarraba al pobre francés por el cuello y lo besaba. Pronto estaba tan lleno de grasa como el padre. Alexander admiraba la paciencia del francés, y cuidadosamente mantenía la mesa de por medio, no fuera que el cura loco decidiera atacarlo de la misma manera, lo cual, según señala, no habría podido soportar. Pero tras la cena, siguió el ron hasta que todos estaban borrachos y cayeron rendidos en el lecho. Alexander despertó como a las cuatro de la mañana y fue suerte, pues el francés estaba a punto de expirar porque le tenía el talón en el cuello y lo tenía aprisionado contra el muro. Tanto el francés como el padre despertaron por corto tiempo, pero Alexander decidió desayunar y continuar su viaje a Caracas. El episodio lo cierra el inglés con un comentario muy elocuente: Esta era la primera escena de intemperancia que había visto, y lamento decir que fue representada por un cura (Alexander, 1978, 132-133). La borrachera debió haber sido suprema.

Bibliografía

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Nota

1. Véase, a modo de ejemplo, la compilación hecha por el doctor José Ángel Rodríguez sobre Alemanes en las regiones equinocciales (Caracas, Alfadil, FHE-UCV, Fundación Alexander Von Humboldt, 1999) en donde, tras la huella de Humboldt, son analizadas las obras de diferentes viajeros y temas.

2. Ya bien lo dice Elías Pino Iturrieta en el “Estudio preliminar” a los textos de diez Viajeros extranjeros en la Venezuela del siglo xix, Caracas, Fundación Bigott, 1992.

3. Véanse los apartes dedicados a las ciudades criollas y patricias en Romero, 1976.