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Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 20030507

Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales v.14 n.2 Caracas ago. 2008

 

Ética cooperativista y hermenéutica de la vida cotidiana. Fundamentos teóricos para la reflexión y el análisis

Yara Altez

Antropóloga, docente a dedicación exclusiva e investigadora de la Escuela de Antropología de la Universidad Central de Venezuela (U.C.V.), M. Sc. en Planificación del Desarrollo Urbano Regional (CENDES), actualmente, candidata a Doctora en Ciencias Sociales con el proyecto: “La teoría antropológica del siglo xx. Una mirada hermenéutica”. Directora del Proyecto: Antropología de la Parroquia Caruao, auspiciado por el CDCH de la UCV., que investiga sobre las comunidades afrodescendientes de la Parroquia Caruao del Estado Vargas, en donde ha logrado desarrollar un trabajo de extensión universitaria, incorporando estudiantes de antropología así como a vecinos y miembros organizados de las poblaciones del lugar. yaltez@cantv.net

Resumen

En el presente texto se intenta construir una reflexión sobre la situación de las asociaciones cooperativistas que en contextos como Venezuela, al parecer, no estarían cumpliendo a cabalidad con los principios éticos del cooperativismo. Esto tendría graves consecuencias tanto para las políticas públicas en la materia, como para el desenvolvimiento de los miembros asociados y sus fines. Desde la antropología simbólica se puede comprender el carácter de ese comportamiento contrario al ideal de una economía socialista, sin sorpresas ni arrepentimientos políticos, y más bien de cara a la complejidad de nuestro tejido sociocultural.

Palabras clave: cooperativismo, hermenéutica, política cotidiana, Venezuela.

Abstract

Cooperative Ethics and Hermeneutics of Everyday Life: Theoretical Bases for Reflection and Analysis The present text reflects on the situation of cooperative associations which apparently, in contexts like Venezuela, are not following properly the ethical principals of cooperativism. This could have serious consequences for the public policies in the matter as well as for the development of the associate members and their purposes. Without surprises or political regrets, from the symbolic anthropology, facing the complexity of our social-cultural imaginary, it is possible to understand the nature of this behaviour, opposed to the socialist economy ideal.

Keyword: Cooperativism, Hermeneutics, Everyday Politics, Venezuela

Retos contemporáneos de la identidad cooperativa

Ciertamente, al observar que un grupo de personas se une de forma voluntaria para satisfacer sus necesidades socioeconómicas más básicas, orientándose por principios democráticos que respetan el sentido de la propiedad colectiva, es posible decir que se está ante una asociación cooperativa. Así lo hicieron veintiocho tejedores de Rochdale, en Inglaterra, en 1844, al invertir todos sus ahorros en alquilar un local que serviría como espacio para asambleas y como almacén de la primera cooperativa de la historia. Hoy en día, el movimiento cooperativista se extiende por el mundo entero promoviendo el modelo de empresa solidaria y de economía social, por lo cual las cooperativas suelen definirse como:

… organizaciones que, sobre la base del esfuerzo propio y la ayuda mutua, proveen de trabajo a sus asociados en forma equitativa buscando su elevación tanto económica como cultural, asistencial, social y profesional” (Camilletti, Herrera, Rodríguez, Marti, Soria, Torreli y Silveira, 2005,37).

En clara diferencia con las empresas capitalistas, las cooperativas se orientan, además, por un conjunto de valores específicos, expuestos y defendidos por instancias como la Superintendencia Nacional de Cooperativas, en Venezuela: ayuda mutua, esfuerzo propio, responsabilidad, democracia, igualdad, equidad, solidaridad, honestidad, transparencia, responsabilidad social y compromiso por los demás. Estos son los valores expuestos en el artículo 3 de la Ley Especial de Asociaciones Cooperativas de la República Bolivariana de Venezuela, en donde el impulso dado por el Estado a estas asociaciones ha sido uno de los más importantes de América Latina en los últimos años. El conjunto de los valores expuestos fomentan un clima de trabajo destinado a trastocar los principios capitalistas del beneficio individual y los fines de lucro, e intentan promover el sentido positivo de la apropiación colectiva de lo producido. Puede apreciarse aquí la calidad humanística del cooperativismo, como la idea de economía social que le subyace, en donde se proyecta la propiedad colectiva de los medios de producción, mientras la organicidad de la asociación se funde en la democracia participativa y protagónica. Por lo tanto, se puede decir que la constitución del cooperativismo se fundamenta históricamente como respuesta laboral y social alternativa a las formas de producción capitalista:

La pertinencia social e histórica del cooperativismo se encuentra indisolublemente ligada al devenir del capitalismo, no por imitación a las empresas individualistas capitalistas, sino porque la naturaleza del trabajo en relaciones cooperativas y solidarias, incide de modo directo y contrario a la esencia misma del trabajo en relaciones capitalistas. Así, el capitalismo no sólo creó la forma de apropiarse de la riqueza socialmente ganada, también creó los sujetos sociales y sus organizaciones que compensarían las inequidades individualistas y posesivas de las empresas no cooperativas (Huaylupo, 2004, 11-12).

En consecuencia, toda asociación cooperativa representa un modelo de organicidad que la diferencia sustantivamente de otras formas de asociación y que además imprime un perfil identitario común a todas las cooperativas, delineado fundamentalmente por los llamados principios cooperativos: asociación abierta y voluntaria; gestión democrática de los asociados; participación económica igualitaria de los asociados; autonomía e independencia; educación, entrenamiento e información; cooperación entre cooperativas; compromiso con la comunidad. La identidad cooperativa –entonces– puede evaluarse en función del cumplimiento de estos principios. En el caso particular de la Ley de Asociaciones Cooperativas de la República Bolivariana de Venezuela, el artículo 4 que los contiene también agrega la existencia de otros principios y criterios, aquellos propiamente comunitarios, de extracción cultural e histórica. Citando literalmente, el final del artículo 4 dice así:

Las cooperativas se guían también por los principios y criterios de las experiencias y los procesos comunitarios solidarios que son parte de nuestra cultura y recogen la tradición solidaria ancestral que ha conformado nuestro pueblo.

Una afirmación como ésta da lugar a aceptar como un hecho que la solidaridad es un valor fundamental en nuestra sociedad y, por cierto, muy fuertemente arraigado y sostenido dada su condición ancestral. Ciertamente las cooperativas no son ajenas al contexto comunitario en el que se crean, y responden así y de alguna manera a cierta idiosincrasia local. Por ello, más allá de una relativa igualdad formal y estructural, cada sociedad ha moldeado las peculiaridades de sus cooperativas, lo cual las hace depender en mucho del ambiente en donde se desarrollen (Huaylupo, 2004). Más aún el mismo Huaylupo afirma que la existencia y la reproducción en el tiempo de una cooperativa no es tanto una capacidad propia de la misma, sino más bien de la colectividad social. Así, al parecer, la vida y vigencia de una asociación cooperativista estarían dependiendo del marco social en el que se encuentre y del transcurrir cultural del cual se sustenta. Seguramente, como lo dice el artículo 4 arriba citado, la presencia de una “tradición solidaria ancestral” constituye un factor fundamental para el pleno desarrollo de las asociaciones cooperativas pues además, es uno de los valores que todas deben sostener.

Sin embargo, en estos tiempos de globalización, los valores cooperativistas se enfrentan al reto de sobrevivir en espacios sociales absolutamente tomados y liderados por la modernidad neoliberal y sus propios valores y significados. Y aunque desde siempre el espíritu cooperativista surge en territorios hegemónicamente capitalistas, el desafío del presente global puede resultar terrorífico. De hecho, parte de la discusión contemporánea sobre la identidad cooperativa se preocupa por definir cuáles son las estrategias de estas asociaciones para insertarse en el mercado global (Lins e Pires, 2005). Y ciertamente parece dilemático el tener que evaluar cuál modelo de gestión cooperativa debe ser desarrollado: o el que adoptan las empresas capitalistas, o un modelo configurado según la propia identidad de la asociación (Camilletti, Guidaini, Herrera, Rodríguez, Marti, Soria, Torrelli, Silveira, 2005). Los mismos autores, basados en experiencias de Argentina, Uruguay y Chile, cuentan cómo el gran desafío de hoy es resolver la gestión cooperativa de manera que la toma de las dediciones signifique eficiencia para operar y a su vez no entrar en contradicción con el principio de participación y democracia. Quiere decir en efecto que el contexto verdaderamente influye sobre las cooperativas, y que no siempre resulta una influencia positiva y reforzadora de la identidad de estas asociaciones. Más bien pareciera estar creando nuevas identidades y redefiniciones de su gestión:

As drásticas mudanças observadas no mundo do trabalho, nos rumos do “welfare state”, na formação dos blocos econômicos, e nas demandas econômico-produtivas revelam, em última instância, as novas formas de inclusão e exclusão produtiva na arena global, redefinindo, no movimento cooperativo, os seus limites e estabelecendo novas correlações de força entre os diversos agentes. 

De tal contexto, duas vertentes de análise se destacam nas discussões atuais sobre cooperativismo: Uma que recai na criação de uma nova ética societária pautada em novas solidariedades e sociabilidades para responder à crise do welfare state, e uma outra que enfatiza questões como competitividade, capitalização e novos estilos de governança requeridos pela globalização da economia (Lins e Pires, 2005, 161). 

Sin embargo la literatura consultada así como las leyes sobre cooperativas –al menos en América Latina– no ponen en duda la fortaleza de los valores cooperativos. Tampoco se demuestra inseguridad ante los llamados principios, pues, incluso, su cumplimiento está siendo especialmente considerado para evaluar la realización del compromiso social que adquiere toda cooperativa al constituirse. En la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de La Plata, en Argentina, se ha construido un Modelo de Balance Social Cooperativo Integral (Montes, 2004) con la expresa finalidad de examinar cuantitativa y cualitativamente el ejercicio de la responsabilidad social de las cooperativas. Es decir, que a pesar del gran reto representado por la actual globalización y algunas tentaciones de cambio que ello pudiera suponer, la identidad del cooperativismo se mantiene al menos en el papel. Como dice Huaylupo (2004), se aceptan formalmente valores y principios más no necesariamente ello implica poder cumplirlos. Tamaña paradoja también se pone de manifiesto en el texto de las brasileñas Maria Luisa Lins y Silvia Pires (2005), cuando nos hablan de las dos vertientes de análisis sobre cooperativismo en la actualidad la que proyecta una nueva ética societaria apoyada en solidaridades y sociabilidad; mientras existe otra que contempla la competitividad, la captación y nuevas formas de gobernabilidad según los requerimientos de la globalización.

Estamos así frente a dos dimensiones claramente opuestas a las cuales debe atenderse en función de garantizar la vigencia de lo que se sigue llamando identidad cooperativa. Buena parte del esfuerzo puede concentrarse en la comprensión de esas influencias externas y foráneas al espíritu cooperativista, considerando tal vez variables no tan complejas y amplias como globalización, y pasar así al estudio de cómo los valores de la vida cotidiana (que por supuesto– también entraña su propia complejidad) inciden en la gestión cooperativista. Decíamos que, desde el punto de vista humanístico, el listado de estos valores demuestra insuperables cualidades. Podría indicarse también que la puesta en práctica de los mismos supone el desarrollo de virtudes y así, cierto conocimiento ético y moral que designa un deber ser. Desde cierto punto de vista filosófico, entonces:

Los valores no caducan jamás, no caen en desuso como las leyes, ni hay modo de derogarlos. Por más que toda la humanidad se obstinara por siglos y siglos en no practicar virtud alguna, no por eso dejarían las virtudes de tener ese deber ser, ese alzarse a la conciencia con el ¡deber!

Por estos motivos se habla de valores en sí, de valores que valen aunque nadie los practique, y aunque se practiquen los contrarios (García Bacca, 1959, 87).

Luego de esta cita podría surgir una pregunta: ¿entonces los valores del cooperativismo también están presentes en la vida cotidiana? O por el contrario, podría preguntarse si es posible sostener dos éticas, una en la cooperativa y otra en el espacio domestico vivencial. Si así fuera, ¿estamos hablando de dos “formas del deber ser”? ¿Es acaso esto posible? Seguramente García Bacca diría que no, mientras nosotros hoy lo ponemos bajo sospecha, pues ciertamente la misma paradoja que aparece a lo interno de las asociaciones cooperativistas debatiéndose entre una gestión empresarial capitalista y otra de economía social y solidaria, podría también presentarse a lo externo de las mismas, justamente en el espacio de mundo de vida de los asociados. Ambas situaciones estarían así relacionadas si consideráramos que la “duda” capitalista se reproduce también en el espacio de vida doméstico, aunque sin llegar necesariamente a comprenderlo. Hablaríamos así de dos “formas de ser”, lo cual no es lo mismo que dos “formas del deber ser”. En consecuencia, en este ensayo, al designar valores no estamos contemplando la anticipación de una única moral ni de una sola ética a modo de orientación del existir. De allí la idea más plástica de “formas de ser” en lugar de un utópico “deber ser”, gracias a lo cual seguramente podremos comprender mejor esta tendencia actual hacia la gestión capitalista, presente en muchas asociaciones cooperativas.

Si el deber ser queda lejos de la realidad cooperativista de hoy, es muy probable que también lo esté en la vida cotidiana de los asociados, y que sea precisamente allí, en este otro espacio, donde estaría reluciendo con más claridad otra moral (ni buena, ni mala) tal vez en mayor sintonía con aquellos valores que en las asociaciones promueven la tentación del funcionamiento empresarial. En el caso de Costa Rica, se ha observado esta fuerte tendencia a lo interno de las cooperativas como un problema que trasciende a las mismas y atañe más a la sociedad en su conjunto (Huaylupo, 2004). Esto queda claro cuando Huaylupo nos explica cómo las cooperativas minimizan su responsabilidad social, desarticulándose del medio en donde surgieron, lo cual, a su vez genera en las comunidades una gran falta de interés por el cooperativismo. Frente a situaciones como ésta (muchos ejemplos en América Latina), necesariamente deberían ser evaluados los mecanismos de gestión en las asociaciones, pero siempre en función de un marco teórico que permita comprender la formación moral y ética de los cooperativistas (antes de serlo) no necesariamente en correspondencia con el deber ser que pautan los valores cooperativistas. Por ello hablamos de las “formas de ser” contemplando una dimensión quizás más real, advertida en lo cotidiano y re-producida a lo interno de las organizaciones. Esto nos conduciría a razonar la realidad de la asociación cooperativa desde los valores de la vida cotidiana, para llegar al estudio de casos concretos. Estamos así privilegiando teórica y metodológicamente la vida cotidiana como dimensión semiótica que signa las distintas formas de ser que podemos adoptar en el transcurso de nuestras vidas.

En consecuencia, se advierte que la vida cotidiana no supone neutralidad valorativa alguna, pues ciertamente ya optamos más arriba por especular que de seguro los mismos valores y apreciaciones positivas profesadas hacia el espíritu empresarial estarían presentes en el espacio doméstico de los asociados. De otra forma sería poco justificable examinar lo que podría definirse como tendencia hacia un comportamiento anti-cooperativista. En conclusión, vida cotidiana y doméstica, en tanto dimensión semiótica, significa también valores y hasta diferentes éticas de sentido común, las cuales no son un fardo que se puede descargar a mitad de camino. Su presencia es inobjetable y a la vez plástica, es decir amoldable a muchas situaciones.

Dimensión semiótica de la vida cotidiana

Señalar la cotidianidad en su dimensión semiótica es efectuar una mirada más allá de lo directamente observable del día a día, para adentrarse en lo profundamente significativo e intangible de la vivencia:

El mundo de la vida no sólo se da por establecido como realidad por los miembros ordinarios de la sociedad en el comportamiento subjetivamente significativo de sus vidas. Es un mundo que se origina en sus pensamientos y acciones, y que está sustentado como real por éstos (Berger y Luckmann, 1976,37).

En efecto, en continuidad con el contenido de lo citado, puede expresarse también que en lo doméstico/cotidiano se produce y re-produce un conocer, o un saber, que como tal no es cuantificable, ni mediable, o estadísticamente procesable, sino sólo capaz de ser evaluado con la actitud de un hermeneuta. Y cuando hablamos de hermenéutica nos referimos a la comprensión, y no a cualquiera, sino a la comprensión del sentido (en Weber: del sentido de la acción social), dicho de otra forma: comprensión de significados, residiendo allí su vinculación con el concepto de interpretación. La comprensión del sentido de la vida cotidiana que se propone aquí, no busca verdades buenas o malas, o doctrinarias, ni metafísicamente fundamentadas, pues la mirada sociológica, histórica y antropológica se desliga de toda forma de dogmatismo como por ejemplo el de la jurisprudencia, la lógica y la ética que pretenden pre-escribir formas de acción siempre argumentando qué es lo “justo” y lo “válido” (Weber: 1969). La dimensión semiótica de la vida cotidiana anuncia entonces no sólo un abordaje hermenéutico, sino también una conceptuación estrechamente vinculada con la definición más contemporánea de cultura, la desarrollada por el recientemente fallecido Clifford Geertz:

El concepto de cultura que propugno y cuya identidad procuran demostrar los ensayos que siguen es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones (Geertz, 1996, 20).

Según esta notable definición, cultura entonces no es reductible a la producción folklórica y material, ni a las danzas, ni siquiera a los rituales, ni tampoco a la culinaria, ni a la estética, sino inteligible respecto a lo que todo esto y mucho más re-presenta* o bien significa. A la cultura entonces se le aborda por medio del diálogo más que por observación. Y, siguiendo con el autor, él lo puede aclarar mucho mejor:

…todo el quid de un enfoque semiótico de la cultura es ayudarnos a lograr acceso al mundo conceptual en el cual viven nuestros sujetos, de suerte que podamos, en el sentido amplio del término, conversar con ellos (Geertz, 1996, 35).

En efecto, dialogar. No hay otra forma de aproximarnos a una cultura, y por lo regular es un acercamiento de tú a tú, a los llamados “informantes”, con quienes nos reunimos preferiblemente en el espacio de su propia vida cotidiana. Esto ya revela, entonces, la importancia del mismo como reservorio de esa trama de significados llamada cultura. En la vida cotidiana se re-crea la cultura, mientras su presencia intangible, semiótica, se pasea por todos los escenarios de la vida. No obstante, el más diáfano pareciera ser el cotidiano.

En ese sentido, la formación moral y ética de base se reproduciría en el de-venir de la vivencia cotidiana, y, siendo así, la llamada identidad cooperativista encontraría buena parte de su fundamento en esa formación básica de los asociados. En vista de ello, podría pensarse que la fortaleza de los valores forjados en lo cotidiano –en algunos casos– pudiera erigirse como posible competencia a los principios éticos de las cooperativas. Es decir, la cultura en supuesta riña con ciertos ideales en apariencia humanísticos y universales, generando un debate para los mismos asociados quienes, entonces, sí estarían preguntándose por el “deber ser”. Sin embargo, también puede obviarse tal debate y prevalecer el sentido moral y ético de una vivencia cotidiana signada por los valores propios de la modernidad neoliberal aparejando consecuencias inusitadas para el espíritu cooperativista como: el autoritarismo, el lucro, la explotación y la corrupción. La interpretación de estas posibles irregularidades en el espíritu cooperativista debería elaborarse desde un marco teórico que permitiera comprender la amplitud y fortaleza de los valores re-producidos en la vida cotidiana, los cuales a su vez emergen de una lógica de sentido que sólo puede llamarse cultura, y que en los actuales tiempos –muy a pesar del multiculturalismo– se llama modernidad y ha llegado a través de diferentes medios a todos los confines de la Tierra:

La modernidad reinauguró la feria universal de la Razón. La euforia racional que se instala en el mundo a partir del siglo xviii se va a traducir de mil maneras en todos los espacios de la vida socio-cultural. La razón devino Historia con un curso ineluctable que iría anunciando las buenas nuevas del desarrollo. La razón se transmutó en Progreso asegurado por el incesante desarrollo de las formas productivas en la forma de una tecno-ciencia universal, impoluta y buena por definición. La razón se transustanció en Sujetos portadores de optimistas Proyectos repletos de esperanza y humanismo. La razón devino lógica implacable de la centralidad (etnocentrismo, eurocentrismo, antropocentrismo, tecnocentrísmo, logocentrísmo). Es ese el contexto civlizacional que se ha entronizado en estos últimos tres siglos. Ese vasto episteme se hizo de hecho universal en la medida en que la expansión brutal del capitalismo se hizo también sistema-mundo (Lanz, 1998, 141).

Esta definición de modernidad en tanto “contexto civilizacional”, cuyas ideas fundamentales de razón, historia, sujeto, esperanza y humanismo, no han caducado totalmente*, siguen vigentes en el desarrollo de la vida cotidiana de aquellas comunidades donde, paradójicamente, la revolución industrial apenas se ha esbozado (Estefanía, 2002) y en donde sus miembros se encuentran sumergidos en la profundidad de la carencia y el desamparo. En otras palabras, en aquellos lugares menos tocados por las galas materiales de la modernidad (es decir modernidad en tanto modernización), el sentido general del pensar es absolutamente moderno y, además, apegado –por cierto en muchos casos– a los valores de una ética profundamente capitalista. Por lo tanto, entender la modernidad como cultura permitiría aproximarse al mundo simbólico de aquellos asociados cooperativistas seducidos por la gestión empresarial y la economía del mercado.

Todo pensamiento individual está siempre determinado socialmente y en ese sentido la vida cotidiana puede llegar a ser una de las más importantes influencias. La realidad de la vida cotidiana es el espacio para la construcción de lo que llamamos sentido común (Berger y Luckmann, 1976), el cual, en ciencias sociales y en humanidades, se viene concibiendo como conocimiento, como un saber construido intersubjetivamente y mediado por el lenguaje. Siguiendo la tradición weberiana, la sociología comprensiva, encarnada hoy en los métodos cualitativos de investigación, se reconoce fundamentalmente por estudios que reivindican el sentido común como una verdad que necesariamente debe aceptarse, apreciarse y comprenderse como un resultado de la vida cotidiana, lugar de inter-acción con los “otros”, signado precisamente por ese conocimiento, con base en el cual se organiza nuestra vida social. En torno a ello convergen antropólogos, sociólogos cualitativos y psicólogos sociales, manteniendo como norte epistémico que la re-presentación del mundo no obedece a criterios científicos, que la intuición es válida como forma de conocimiento y que, por supuesto, la ciencia no lo explica todo. Siendo de esa manera, esta perspectiva reñida con el positivismo debería –por lo tanto– imperar en el mundo simbólico de la vida cotidiana. Si fuera completamente así, estaríamos entonces frente a un orden semiótico crítico de la epistemología logocentrada. Pero siendo lo contrario, la vida cotidiana permanecería como vulgar re-producción del logocentrismo, aunque éste le sea indiferente. No obstante resulta válido fruncir el seño y sospechar de esta última posibilidad cuando se define cultura como la dimensión semiótica de la vida. Sin embargo, si aceptamos que ya la modernidad se ha configurado como una dimensión tal, habría que buscar más elementos para la reflexión pues el debate así lo requeriría.

Buena parte de los mecanismos de re-producción del orden semiótico de la cultura se concentra en las llamadas representaciones sociales. La propia complejidad de esta categoría conceptual torna especialmente difícil su definición, si no queremos tentarnos con el coqueteo de la psicología social que en ella se impone. Sin embargo sólo es posible aproximarse a esta área de estudios para llegar a dimensionar buena parte de su significado. No obstante existen interesantes esfuerzos teoréticos para complementar con contenidos socioculturales la definición de representaciones sociales, de forma y manera tal que podamos acceder a un concepto de las mismas más próximo a los requerimientos de este artículo. En primer lugar la comprensión de que las representaciones se generan en el seno de la vivencia cotidiana y que de por sí constituyen un saber denominado sentido común, execrado de los estudios positivistas pero a la vez rescatado por al perspectiva fenomenológica de la antropología cultural y la sociología cualitativa. Seguidamente dar cuenta de cómo las representaciones sociales están en sintonía con el lugar social ocupado por los individuos, lo cual nos dice mucho sobre la naturaleza de las diferencias semióticas entre las mismas. Además, reconocer su carácter simbólico y de entidad del pensamiento, y que por lo tanto no es fijo ni inmutable, pues responde más al concepto de proceso o de re-construcción permanente, permitiendo comprender las dinámicas de las re-presentaciones como productos socioculturales que a la vez intervienen en la misma realidad que las ha gestado:

La representación social constituye en parte el objeto que representa. No es el reflejo interior, es decir, situado en la cabeza de los sujetos, de una realidad exterior, sino que es un valor constitutivo de la propia realidad, el objeto y su representación social no son entidades que mantienen entre sí el tipo de independencia propia de los ‘objetos naturales’, o mejor de los objetos puramente físicos y de sus representaciones mentales. Una piedra es, ontológicamente, independiente de la representación que nos hagamos de ella, pero un objeto social no es ontológicamente independiente de la representación que le concierne. La representación social es un proceso de construcción de la realidad… (Ibáñez García, 1988, 36).

Efectivamente, entonces, las representaciones sociales encarnan la fortaleza de la vivencia cotidiana, lo cual no puede despreciarse si de comprender dimensiones valorativas y posturas éticas se trata, como el caso de las tentaciones de algunos cooperativistas que intentan asumir el modelo de gestión empresarial en sus asociaciones. Siendo así, las medidas de política que puedan aplicarse a estos casos deben, además, ser muy bien estructuradas en relación con la profundidad simbólica de las representaciones sociales de la vida cotidiana, pues de ello queda dependiendo buena parte de su éxito. El esfuerzo político a ser efectuado entonces, necesariamente, debería contemplar la dialéctica oculta en esa profundidad simbólica que funciona como una suerte de traba en medio de procesos sociales de cambio:

 Se torna así perfectamente claro por qué es tan difícil que cuestionemos, nosotros mismos nuestra forma de ver la realidad. En efecto, si nuestra forma de ver la realidad construye en parte esa realidad, tenemos a nuestro alcance una serie de elementos que validan, sin lugar a dudas nuestra forma de verla (Ibáñez García, 1988, 37).

No obstante, también es importante señalar que en términos políticos la identidad de los grupos o movimientos sociales se fundamenta en compartir representaciones sociales que llegan a ser comunes no sólo debido a que los miembros del grupo habrían de proceder del mismo nivel socioeconómico, sino también por unificarse en función del mismo sistema de valores y creencias hecho transparente en las representaciones sociales grupalmente compartidas. Ésa sería una forma de dimensionar los valores cooperativistas. Lastimosamente, en los casos donde éstos se hacen presentes “en el papel” mas no en la actuación de los asociados, es necesario revisar qué sentido adquieren dichos valores en el desenvolvimiento del mundo cotidiano de los miembros de una asociación, y si ciertamente constituyen parte de sus representaciones sociales de vida. Más aún, si en efecto la ética cooperativa no encuentra sustento en el quehacer vivencial de los asociados –como decíamos antes– no se estaría incumpliendo con un deber ser, sino por el contrario se es, se estaría siendo. Una visión tal daría paso a un debate político que, al incorporar variables simbólico-culturales, se aproximaría más a la realidad país, dejando en claro la condición de algunos fracasos en la toma de decisiones, mientras se estaría enriqueciendo el nuevo mapa de acciones.

Distintas éticas y un mismo mundo social de la vida cotidiana

Generalmente, los asociados cooperativistas en Venezuela, pertenecen a sectores sociales empobrecidos que tienen una larga historia en la invención de estrategias de supervivencia, adjetivadas generalmente con cierto desprecio por representar otras formas de hacer economía. Así, por ejemplo, se habla de sector informal, organizaciones económicas de base, economía popular, economía ilegal, entre otros. Todos términos que indican algún tipo de negatividad y descalificación por su alejamiento del modo de producción dominante, y por ser expresiones de heterogéneas formas de vivir y pensar (Barrantes; 1977). Sin embargo, cuando se trata de sacar provecho a la potencialidad de los sectores empobrecidos, las mismas voces que les definen como marginales e ilegales pueden llegar a decir lo contrario. En ese sentido, la siguiente cita ilustra cómo es posible configurar una representación positiva de la ética económica de los sectores populares; lo cual, sorprendentemente, habría de tener mayor afinidad con el neoliberalismo que con la pobreza:

… el sector informal que siempre se ha esforzado por sobrevivir, que se ha habituado a echar mano a cualquier recurso convirtiéndolo en un elemento de sobrevivencia y que sabe administrar la escasez, podría ser el sector poblacional con más recursos psicológicos para la economía de mercado. Por otro lado, este sector que ha vivido más en libertad de intercambio ha tenido una protección menor por parte del Estado, trabajando sin Seguro Social, sin posibilidad de obtener préstamos bancarios, sin calificación escolarizada y sin prestaciones sociales. Este sector puede ofrecer además de mercancía y habilidad comercial, capacidad de empatía en el medo de la competencia (Portillo, 1999, 93-94).

Ciertamente, es un discurso medianamente atractivo, y, aunque no disfruta de la sensualidad de otros que definen a la pobreza en claves posmodernas, es indudable su eficacia si de convencimientos éticos se trata. Los valores económicos del sector informal y de la vivencia cotidiana de quienes lo desa-rrollan, estarían apuntando hacia una nueva ética, “escondida” por cierto, que para sorpresa es ¡un re-fuerzo del espíritu empresarial! Seguramente se podrán encontrar similitudes entre la anterior cita y aquellas consideraciones sobre los retos actuales de los asociados cooperativistas, enfrentados a la necesidad de asumir modelos de gestión que combinen democracia y eficiencia de empresa (Camilletti, Guidini, Herrera, Rodríguez, Martí, Soria, Torreli y Silveira; 2005). En otras palabras, se puede hacer carrera de gerencia en la economía informal o como miembros de una cooperativa en tiempos de globalización. Y ello nos habla también de valores y principios pero que no son los mismos observados por otros investigadores en los mismos escenarios, como por ejemplo:

Destacar la perspectiva solidara amplia del cooperativismo, que rescate los valores y compromisos con los trabajadores y por una sociedad más justa y solidaria (…) no es un esfuerzo necesario ni reiterado, pues el presente globalizado requiere mayores y renovados compromisos con los trabajadores y los pueblos, ante el crecimiento de la exclusión y ante la liquidación de la función pública por parte del Estado (Huaylupo, 2004, 2).

 Si algunos son “gerentes” y otros “luchadores por una sociedad más justa”, ¿nos encontramos frente a un escenario donde se representan al mismo tiempo dos obras teatrales distintas? No necesariamente. Según nuevos aportes para seguir re-definiendo el concepto de cultura (Smilde, 2001) no se trata de actores diferentes sino del manejo diferenciado que éstos puedan hacer de los valores, dependiendo del contexto en que se encuentren. Esta es una visión más dinámica de la realidad sociocultural que seguramente puede aportar mayores elementos para comprender los factores que explican las debilidades y las fortalezas de las organizaciones cooperativas en el contexto de América Latina. En efecto, se trata de opciones opuestas, éticamente contraproducentes pero ciertamente reales y observables en un buen número de cooperativas. De esa manera estaría operando el conocimiento del sentido común, como un espectro de opciones de acción. Sin embargo, no nos confundamos con ello, pues nuestra sospecha recae sobre la posibilidad de articulación de estas dos éticas distintas, desde un horizonte de sentido (Gadamer, 1997) lo suficientemente amplio para configurar valores en oposición sin que ello represente conflicto. Al respecto, David Smilde (2001) da un ejemplo bien elocuente, cuando describe el comportamiento transgresor y violento de los caraqueños transitando por las calles de la ciudad, mientras que esas mismas personas evidencian una conducta ejemplar al bajar las escaleras del metro hasta convertirse generalmente en usuarios extraordinariamente ordenados y respetuosos.

 Es posible entonces sintetizar una reflexión, y de modo general decir: la estructura del mundo simbólico llamado vida cotidiana podría estar permitiendo la convivencia de valores opuestos sin que ello se convierta necesariamente en conflicto para los actores sociales. De ello se desprenderían otras frases complementarias como:

  • Las re-presentaciones sociales de los valores y principios cooperativistas pierden fuerza semiótica fuera de la asociación, hasta invisivilizarse en el espacio de la vivencia cotidiana, pudiendo ser retomados una vez que se retorna a la instancia asociativa.

  • Las re-presentaciones sociales de los valores y principios cooperativistas pueden ser concebidos como ajenos al mundo social de la vida y no practicarse sino convenientemente en el espacio asociativo, según las circunstancias políticas y económicas que allí se susciten.

  • Las re-presentaciones sociales de los valores y principios cooperativistas se convierten en el perfil identitario de la agrupación, dependiendo del o de los interlocutores.

Ahora, bien, el primer enunciado arriba escrito, debería retocarse con el concepto de modernidad, pues, si bien es cierto que nuestra modernidad es inconclusa, a medias, o ilusoria, ciertamente es sólo ella y sus conceptos y valores fundamentales los que hacen posible esta plasticidad un tanto inusitada en el significado del término cooperativismo. Como se ha dicho antes, aunque poco disfrutamos de la modernización, el mundo simbólico de la vida cotidiana estaría signado por la modernidad. Podría continuarse y decir: la semiótica de la modernidad ha impregnado nuestro mundo social de la vida, operando a su vez, como capacidad estructural que permite la convivencia pacífica de éticas opuestas. Sin embargo, este sería sólo el comienzo de muchos replanteos que, además y a propósito de la constante documentación y bibliografía que surge sobre el tema, debería nutrirse también con el testimonio de los propios cooperativistas y de la observación en el terreno de sus actividades.

La ética cooperativista en el marco de la vida cotidiana

En este artículo se viene intentando reflexionar sobre ciertas actuaciones anticooperativistas detectadas en algunas asociaciones latinoamericanas, no en términos de su posible sanción o fiscalización, si no más bien en términos hermenéuticos, con la finalidad de comprender, entonces, cómo influye el sentido o la significación de la vida cotidiana en la posible desvirtuación de la identidad de una asociación cooperativa.

 Según algunos estudios recientes (Huaylupo, 2004; Camilletti, Guidini, Herrera, Rodríguez, Martí, Soria, Torrelli, Silveira, 2005; Montes, 2004; Lins y Pires, 2005) los valores cooperativistas podrían estar en franco proceso de transformación debido a los requerimientos de la globalización y de la internacionalización de los mercados. Esto puede interpretarse como una seria amenaza a la ética cooperativista, y por ende a la identidad de las asociaciones, pero a la vez puede interpretarse como la posibilidad de pautar –de hecho– una nueva ética. En esta discusión podrían surgir también otras variables de importancia, como lo relacionado con la gestión cooperativa propiamente dicha, más en términos de un problema de gerencia, así como igualmente se estarían elaborando modelos de evaluación de calidad y eficiencia, lo cual significaría que la discusión sobre prácticas anticooperativistas como la corrupción, por ejemplo, habrían dejado de ser prioritarias en este nuevo escenario.

Sin embargo, igualmente se ve con preocupación el desarrollo de valores más propiamente capitalistas o empresariales en las asociaciones cooperativistas, las cuales, además (y como ocurre en Venezuela), en su mayoría serían auspiciadas por el Estado. Ciertamente, muchas preguntas pueden surgir en torno de ello, y tal vez, una primaria respuesta se aproximaría en esta reflexión, al señalarse que contradicciones aparecidas en los valores cooperativistas, podrían tener alguna relación con los valores que a su vez, han formado a los cooperativistas como individuos. Ahora bien, ningún tipo de ética y moral están disociadas del contexto cultural del cual han surgido, por lo que su comprensión debe atender en primera instancia a la dinámica de esa trama semiótica llamada cultura puesto que es dentro de ese simbolismo que se configuran toda ética y moral. En este sentido ninguna experiencia ética es objetiva, así como ninguna normativa ética y moral lo son, por lo cual no existen enunciados éticos y morales que sean verdaderos o que sean falsos (Von Kutschera, 1989). Este es el tipo de afirmaciones que permiten aproximarse a la realidad de los valores más como la oportunidad del podría ser, que como el discurso del deber ser.

El objetivismo ético queda así puesto bajo la luz de la sospecha, lo cual nos impide aceptar sin vacilar que el listado de los valores y principios cooperativistas constituyen enunciados axiológicos. Su relatividad, no obstante, no significa falsedad de ninguna manera, sino sujeción histórica y cultural:

Las investigaciones históricas y etnológicas muestran que las ideas morales dependen, en un grado muy alto, de la cultura. Y esto ocurre no sólo en el caso de principios morales abstractos, de los supuestos teóricos superiores que, después de todo, también son muy variables en la física, sino incluso en el de los juicios morales sencillos sobre el valor de acciones individuales a los que en física corresponderían enunciados de observación elementales. Para convencernos de la relatividad de las representaciones morales no necesitamos referirnos al pasado remoto o a culturas extrañas; en nuestra sociedad pluralista, en la que conviven diversos códigos morales, nos vemos confrontados continuamente con esta relatividad (Von Kutschera, 1989, 203).

Con este sentido de relatividad, entonces, debería abordarse el estudio de la identidad cooperativista, pues a pesar de existir un conjunto confirmado por escrito –y hasta en forma de ley– de valores y principios, no necesariamente conducen, durante la experiencia, a situaciones obligantes e independientes de lo que moralmente sustente a un individuo. Es decir, por un lado tenemos una ética que se escribe sobre el papel, y por otro una moral que se inscribe en la vida. Y así tenemos una primera distinción conceptual entre ética y moral. Sin embargo, la moral de la vida cotidiana también constituye un discurso ético. Esta es la ruta de la reflexión contemporánea de M. Maffesoli, quien considera que la ética es más bien la moral de la experiencia cotidiana, que transcurre en el “vivir juntos” y vivir a la vez sin detentar el poder, razón por la cual se crea una suerte de código de costumbres y experiencias netamente vivenciales caracterizadas por algo que se vendría calificando, de una manera particular, como inmoralismo ético (Alzuru, 2005). En este sentido, la ética en tanto filosofía, y también en cuanto normativa, pierde autoridad frente al estado del ethos vivencial. No obstante, mientras Maffesoli ilustra este “inmoralismo” con la figura del dios griego Dionisio (Alzuru, 2005), a los fines del presente estudio la imagen de este supuesto inmoralismo es más bien la del autoritarismo, la corruptela y el lucro en los que incurren los cooperativistas de países como Venezuela.

Claro, resultaría en apariencia un tanto fuera de lugar calificar tan posmodernamente a las posibles debilidades y contradicciones que pudieran presentarse en el espíritu cooperativista durante los tiempos que corren. Parecen así no ser especialmente apropiados los términos de ética inmoral o dionisismo posmoderno (Alzuru, 2005). Sin embargo, visto el escenario cooperativista venezolano –por ejemplo– como un lugar más de “Macondo” (Brunner, 1994) (entendamos: América Latina) debemos deshacernos de los antiguos parámetros de comprensión sobre lo que serían nuestras propias realidades, y pensar que los hechos de corrupción a lo interno de las cooperativas traslucen una muestra más de cómo realizamos nuestra especial lectura de la modernidad y, en este caso, de sus principios morales. Se trata así de una reelaboración semiótica que puede, incluso, hasta burlarse de esos mismos principios en el hecho cotidiano. Esa es una posible explicación ante algo tan paradójico como revitalizar el cooperativismo y a la vez hibridizarlo, en la práctica, con la corruptela local y las ansias de lucro. Es decir –posmodernamente– esta suerte de ética inmoral se ancla en una realidad cultural aún no aceptada plenamente por nosotros mismos… los que nos hemos formado en las filas de la academia y la razón kantiana, pero que nacimos y vivimos en esta parte del mundo… América Latina.

En América Latina, “la modernidad des-centrada” designa una modernidad que renuncia a ser ‘la parodia de una plenitud’, según escribió Julio Ramos (1989), y que se niega a ser la imitación degradada de la modernidad europea. Tal modernidad se hace reconocible a partir de la diferencia de una heterogeneidad que la modernidad hegemónica no puede expulsar de sí misma ni disolver, y cuya existencia remite a las particularidades de un “más allᔠde los autodescentramientos de los discursos centrados”( Martín-Barbero, 2000, 51).

Ese descentramiento sería, justamente, un no acatamiento ético, en el caso de las cooperativas, a los principios y valores que sustentan tradicional e históricamente a estas asociaciones. Por lo cual, al decir “descentramiento” no estaríamos hablando tampoco de “resistencia” o algo similar. Seguramente nombramos un fenómeno tan propio que no encuentra respuestas ni en la derecha ni en la izquierda, y pienso que la construcción de un socialismo del siglo xxi debe considerarlo, aceptarlo y procesarlo, para no sucumbir como letra muerta entre papeles olvidados. Pues se trata de descentramientos hermenéuticos que no pueden evaluarse como errores, o incapacidades, o simplemente como traiciones. Se trata de otras formas de comprensión, como los saberes locales, el recuerdo familiar, la pobreza, la telenovela e internet. Y es que esa “otra forma” de comprensión tampoco es nueva, sino aquello calificado ayer y hoy como exótico ante los ojos del “otro”, como folclórico por “nosotros” cuando nos parece gracioso, o definido por “nosotros” también como un problema cuando tanta cultura opuesta a lo dis-puesto aparece irremediablemente.

Estamos, entonces, hablando de experiencias éticas en contrapunto con los preceptos tradicionales de progreso y trabajo acuñados en la modernidad, tanto por el pensamiento conservador y derechista como configurados también por el pensamiento de vanguardia revolucionaria e izquierdista. Ambas posturas sancionan la práctica de la corrupción, por ejemplo, tan observada hoy entre los cooperativistas venezolanos, por lo cual su comprensión debe representar, más bien, un esfuerzo por salir de la cosmovisión centrada en una “moral racional”, inculcada ya entre nosotros desde hace tiempo, justamente con el iluminismo de los héroes latinoamericanos del siglo xviii, como Bolívar, cuando anunció: “moral y luces son nuestras primeras necesidades”.

El trabajo y el progreso, imperativos categóricos de la modernidad, son valores que se han saturado y empiezan a ser sustituidos por otros, no necesariamente nuevos, muchas veces arcaicos, pero que forman igualmente parte de nuestras estructuras antropológicas, de nuestro inconsciente colectivo o, en cualquier caso, de nuestro espíritu del tiempo. Algunos de estos valores que reaparecen son el ocio, el juego, el consumo, la errancia, la fiesta, lo erótico, el hedonismo, antes reprimidos y estigmatizados por el productivismo moderno ( Alzuru, 2005, 49).

Podríamos añadir a esta “lista” de Alzuru, también la corrupción, el lucro y la explotación, así como el autoritarismo, señales igualmente de un dionisismo experimentado a lo interno de la gestión cooperativista en países como Venezuela, que estaría devolviendo nuestra atención hacia lo cotidiano, ahora (y con base en los autores citados) con un mayor entendimiento sobre el asunto, ya en los términos de una trama de sentido (enseñanza de Geertz) a la cual por imposición legal y jurídica (ley de cooperativas, por ejemplo) no se le dictamina un deber ser, pues la cultura acontece por encima de ello, transcurriendo en el devenir contingente de lo cotidiano, irrumpiendo, además, contra toda forma de evaluación, lo cual significa que no hay culturas buenas o malas (el gran descubrimiento de la antropología), y que de la misma manera, no es posible ponderar las experiencias éticas. Mientras tanto, y siguiendo la argumentación de Maffesoli, la moral sí es impuesta desde las instituciones ostentadoras del poder en la sociedad occidental: la iglesia, el Estado, fundamentalmente. En ese sentido, los principios morales son razonados, o, dicho de otra manera, elaborados por la razón, centrada y ordenadora de la vida misma. Por ello, E. Gómez (2000) asegura que todos los principios morales pertenecen a la lógica y no necesariamente a la ética. Y, siendo así, entonces no se trata del deber ser en tanto “buenas” formas universales de la actuación social e individual, sino del deber ser en específico de la “cultura grecolatina y judeocristiana, que se fue haciendo anglosajona y mercantil” (Gómez, 2000, 100). No obstante, el descentramiento de la razón habría de manifestarse de muchas maneras, siendo una de ellas el prescindir de esta moral según la conveniencia de la ocasión. Algo parecido estaría ocurriendo, entonces, con el comportamiento de las asociaciones que se vuelcan contra los valores y principios de la ética cooperativista.

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 * Y lo escribimos así con la intención de aclarar que una concreción material es otra presentación, y no la original, pues la original es una convención lingüística.

* A pesar de que Lanz considere todo lo contrario y nos sitúe por consiguiente en tiempos posmodernos.