SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.11 número27Perspectiva narrativa y género en malena de cinco mundos de Ana Teresa TorresSusurros femeninos. apuntes sobre histeria y compromiso amoroso índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Revista Venezolana de Estudios de la Mujer

versión impresa ISSN 1316-3701

Revista Venezolana de Estudios de la Mujer v.11 n.27 Caracas jul. 2006

 

ENTRE NOVELA Y SICALIPSIS1: DESEO, CUERPO Y SUBJETIVACIÓN DE LA MUJER INTELECTUAL EN DELTA EN LA SOLEDAD

Mariana Libertad Suárez

Universidad Simón Bolívar CIPOST – Universidad Central de Venezuela

marianalibertad@gmail.com

RESUMEN

En el seno mismo del regionalismo –encargado de ubicar de manera terminante a la mujer en el mundo de las emociones; al individuo masculino, heterosexual y mestizo, en el de las razones; y a la masa invasora y barbárica en el de las pasiones– emergieron algunas escrituras menores donde los nuevos sujetos femeninos se autoexaminaban, problematizaban y autodesignaban –por medio de la más variada gama de estrategias– hasta desestabilizar los moldes subjetivos que se les pretendían imponer desde el canon. Uno de los ejemplos más claros de este fenómeno lo constituye el libro de cuentos de Lourdes Morales titulado Delta en la Soledad (1946), donde –por medio de la ficcionalización del proceso de escritura y de la figura de la mujer intelectual de la primera mitad del siglo XX– la autora se pronuncia acerca de una serie de tópicos prohibidos dentro de la alta cultura –como la sexualidad, el incesto, las violaciones y la sexualización del cuerpo femenino– al tiempo que dejaba clara su postura ética, estética y política frente a los mismos.

Palabras Clave: literatura de mujeres, regionalismo, sujeto femenino.

1 La elección de la preposición “entre” para nombrar el discurso de Lourdes Morales –empleando los dos términos con los que ella misma definió la escritura de uno de sus personajes– podría admitir, cuando menos, dos lecturas. La primera, quizás la más evidente, tiene que ver con la posición subjetiva asumida por la narradora en tanto autor(idad). Morales, como intelectual hembra y haciendo uso de la semenjanza, usurpa el lugar del héroe letrado, enunciador y mesiánico de la intelectualidad orgánica del Regionalismo. Tras su ser-como-otro, esta escritora inicia un proceso de subjetivación de la otredad. En otras palabras, se posiciona entre los espacios de civilización y barbarie para contaminarlos por medio de su escritura, y así romper con la bipolaridad.

 ABSTRACT

In the proper core of regionalism –which is responsible in framing definitively woman in the world of emotions; the masculine, heterosexual and half-breed person, in the world of reason; and the invasive and barbaric mass into the passions– some minor writing appeared where the feminine subjects were able to scan, to question and to design themselves –through the more varied sorts of strategies– up to unbalance the subjective casts wherein women were being intended to be imposed to from the pattern. One of the most remarkable examples on this phenomenon is Lourdes Morales’ short stories book, named Delta en la soledad (1946), in which –through the fictionalisation of writing process and the figure of intellectual woman of first half of 20th century– the author offers her position about a variety of prohibited themes within the high culture –like sexuality, incest, rapes, and sexualization of feminine body– while she expressed her ethical, aesthetical and political position on such phenomena.

Key words: Women literature, Regionalism, Feminine subject.

Al mismo tiempo, se podría entender que el carácter fundador que define al género novelesco en el campo cultural venezolano de la primera mitad del siglo XX y las prácticas sicalípticas discursivizadas por Lourdes Morales no están terminantemente separadas, es decir, que ambos discursos (al igual que cualquier otro elemento organizado en el nuevo mapa nacional) tienen puntos de conexión entre sí, con lo cual, la segmentación social y subjetiva propuesta por el canon, resultaría artificiosa e inestable. En otras palabras, con estos cuentos, Lourdes Morales estaría tejiendo más que un punto de tensión, un espacio para el diálogo entre los márgenes y el centro. 

Y como soy voluntariosa, libre y rebelde no soy una mujer ¿verdad? Pues que no te quede la menor duda: soy muy femenina, pero también muy altiva. Y muy dueña de mí misma. Ya lo sabes. Y ahora, querido amigo mío, anda a contar el último chisme; anda a comentar con todos esos hombres (¡tan hombres!) de mis pecados y mis rebeldías, de mis novelas sicalípticas, de mis experiencias viciosas.

(Lourdes Morales, “Delta en la Soledad”)

Si nos propusiéramos rastrear algunos residuos de los textos fundacionales del siglo XIX venezolano, dentro de la escritura regionalista consagrada en los años treinta y cuarenta, uno de los primeros elementos visibles sería, sin lugar a dudas, el conflicto de representación contenido en el cruce de los elementos orden y cuerpo. Pues, al igual que había ocurrido entre 1840 y 1890, al momento de diseñar un proyecto nacional, los intelectuales orgánicos de la Venezuela post-gomecista se encontraron con la dificultad de construir un héroe –viril, heterosexual, mestizo y letrado– que, al tiempo de procurar progreso y desarrollo para su entorno, silenciara cualquier expresión relacionada con el cuerpo, el sexo y el deseo.

Este sujeto modélico en torno a quien se construían tanto las ficciones desarrollistas como el proyecto de nación edificado en las mismas –ante la amenaza que suponía el acelerado proceso migratorio del campo a la ciudad, el progresivo acceso de la mujer al espacio público y la masificación de la información como consecuencia del estallido mediático anunciado desde hacía varias décadas– debió ser diferenciado por sus creadores de cualquier subjetividad alternativa que atentara contra su integridad y su dominio.

Así pues, se convirtió en una tendencia frecuente dentro del Regionalismo, la reescritura de una serie de modelos conductuales decimonónicos que si bien no habían desaparecido completamente del imaginario nacional en los primeros años del siglo XX, ya habían perdido algún protagonismo. Un ejemplo por demás interesante lo constituye la reescritura de la dicotomía espacio público/espacio privado que había sido asociada casi de manera automática con la polaridad hombre/ mujer. Ciertamente, el Regionalismo se adueñó de esta estructura pero al (re)presentarla intentó reubicar algunos elementos, como el lugar de la racionalidad, la sexualización o la fortaleza física.

Estas modificaciones se debieron, principalmente, a que el nuevo héroe nacional debía fundar la nación en paz. Es decir, que no requería ni de la fortaleza de los guerreros de independencia, ni de la virilidad reproductora que controlaba los brotes de violencia. Al contrario, este individuo modélico tendría entre sus tareas su propia domesticación, fenómeno que, por cierto, lograría –hacia el final de los procesos de fundación recreados– diferenciarlo de las masas anónimas, barbáricas y sobresexualizadas provenientes del campo y contentivas de la mayor amenaza de caos reconocida en esos años.

A pesar de este proceso de diferenciación de la otredad barbárica, traía consigo el riesgo de acercar a este nuevo héroe nacional a la figura modélica de la mujer. Estaba claro que si ya la destreza principal para dirigir la nación no era la fuerza física, sino elementos tan abstractos como la sensibilidad y la inteligencia, o tan adquiribles como la educación formal, cualquier sujeto femenino podía sentirse con la capacidad de sustituir al héroe nacional, bien fuera al momento de dictaminar las directrices de su propio discurso o, lo que resultaba aún más peligroso, en el ejercicio público del poder.

Por eso mismo, la domesticación del héroe nacional se vio acompañada de una serie de elementos “sexuadores” de la escritura. De hecho, en la primera mitad del siglo XX, en Venezuela, comenzaron a proliferar discursos normatizadores de la expresión literaria que pretendían no sólo establecer diferencias entre la escritura del sujeto modélico de la nación y el pronunciamiento femenino, sino además, presentarlas como “naturales”. Es decir, para los años treinta y cuarenta, nacieron una serie de discursos críticos que buscaban delimitar el territorio simbólico de estos individuos masculinos o femeninos –domésticos, incorpóreos, asexuados y letrados– peligrosamente cercanos entre sí y, por tanto, fácilmente equiparables dentro de ese imaginario cultural en transición.

Ocurrió entonces que en el seno mismo del Regionalismo –encargado de ubicar de manera terminante a la mujer en el mundo de las emociones; al individuo masculino, heterosexual y mestizo, en el de las razones; y a la masa invasora y barbárica en el de las pasiones– emergieron algunas escrituras menores (Deleuze, 1978) donde los nuevos sujetos femeninos se autoexaminaban, problematizaban y autodesignaban –por medio de la más variada gama de estrategias– hasta desestabilizar los moldes subjetivos que se les pretendían imponer desde el canon.

A lo que se suma que estas pequeñas transgresiones, acusadas dentro de las obras de las narradoras venezolanas de los años treinta y cuarenta, poco a poco se tornaron en elementos legitimadores de estas escrituras. Pues si bien es cierto que el desconocimiento femenino ante la repartición genérico/sexual de las pasiones no alcanzó a abrirles a las narraciones de estas mujeres venezolanas un espacio en el canon, ni en la historiografía de la literatura nacional, sí supuso una toma de atención particular de parte de la crítica y les otorgó a las autoras la posibilidad de ocupar un espacio –aunque fuera raro– en el campo cultural venezolano.

Uno de los ejemplos más claros de este fenómeno lo constituye el libro de cuentos de Lourdes Morales titulado Delta en la Soledad (1946), donde –por medio de la ficcionalización del proceso de escritura y de la figura de la mujer intelectual de la primera mitad del siglo XX– la autora se pronuncia acerca de una serie de tópicos prohibidos dentro de la alta cultura –como la sexualidad, el incesto, las violaciones y la sexualización del cuerpo femenino– al tiempo que dejaba clara su postura ética, estética y política frente a los mismos.

Cada uno de lo nueve cuentos que componen el volumen lleva consigo la representación de un sujeto femenino conflictuado, evidentemente en tránsito e inmerso en una búsqueda identitaria. El principal rasgo común de estos nueve personajes es, precisamente, la dificultad para reconciliar su cuerpo –no en condición de máquina reproductora, como les hubiera correspondido, sino como una seña de identidad cargada de deseo y de posibilidades de expresión– con la necesidad de elaborar un discurso coherente, cohesionado y respetable dentro del espacio público.

A esto se suma el cuestionamiento abierto de Lourdes Morales hacia la tendencia utópica de las ficciones regionalistas, propuesta que se desacraliza en Delta en la soledad (1946) a medida que crecen las fricciones entre cuerpo y subjetividad. En este libro de cuentos, ciertamente, hay una búsqueda incansable de parte de los personajes, una búsqueda que –además– se reproduce de manera desordenada en una y otra historia, y que –contrariamente a lo que sucede con los discursos desarrollistas– modifica su objeto constantemente. A pesar de ello, la “realización” de las protagonistas ocurre sólo parcialmente, llega y se va con rapidez o, sencillamente, nunca aparece dado que las modificaciones sociales donde se producen estos sujetos recreados por la autora, son tan inestables como la identidad misma de los personajes.

Ahora bien, aunque no se presenten finales promisorios en estos relatos, la tendencia fatalista de la autora se diluye en el perspectivismo2 subyacente en los cuentos, pues los textos que componen la colección –en muchas oportunidades– parecieran ser variaciones de una misma historia que si bien nunca llegan a resolverse del todo, tampoco se repiten de manera idéntica. Al contrario, hay pequeños matices que definen las reiteraciones del tema de la mujer escritora, del incesto, del abandono masculino y hasta del cortejo. Diferencias minúsculas que rompen el ciclo y dejan ver esa idea de cambio social, cultural y subjetivo que bien pudiera ser entendida como el soporte utópico del discurso de esta autora.

No por casualidad, el primer y último cuento del libro –titulados “Sensual” y “Delta en la soledad”, respectivamente– giran en torno a personajes casi idénticos: mujeres escritoras, con una imposibilidad absoluta para conseguir pares en la sociedad, cuestionadas por la expresión de sus deseos y conflictuadas por la tenencia de un cuerpo. En ninguno de los dos casos, las escritoras logran destensar la oposición cuerpo/subjetividad; no obstante, el conflicto imagen/discurso que determina las acciones del cuento parece más llevadero y menos determinante cuando se escribe por segunda vez.

2 Gilles Deleuze, en su texto El Pliegue, propone que: Las pequeñas percepciones son tanto el paso de una percepción a otra, como las componentes de cada percepción. Constituyen el estado animal o animado por excelencia: la inquietud (…)Pero el nivel microscópico ya no distingue las pequeñas percepciones y las pequeñas inclinaciones: aguijones de inquietud que causan la inestabilidad de toda percepción (Deleuze, 1989:113) Es decir, sugiere que bajo la representación, subyacen elementos capaces de desestabilizar o detonar el objeto representado y que los mismos se constituyen a partir de los detalles percibidos desde otro posicionamiento subjetivo (o, en palabras del propio teórico, “desde otro punto de vista”). Con ello, se cargarían de sentido no sólo el acto de escritura de Lourdes Morales –que, por el sólo hecho de leer bajo otro código a la mujer intelectual, ya contendría pequeñas percepciones dismórficas frente al discurso canónico– sino además, las relaciones entre sus dos historias “Delta en la soledad” y “Sensual”, que –una vez más– desplazan el punto percepción hasta producir un nuevo sentido.

Por ejemplo, “Sensual” –el primero de los dos relatos– comienza con una escena copiada casi al calco de la literatura melodramática del siglo XIX, pues –tras un comentario accidental que, en un gesto cargado de ironía, en esta oportunidad, se atribuye a una “rubia” y no a un hombre seductor– Delia Rosa se mira en el espejo y reconoce su rostro por primera vez:

En el toilette, mirándose las mejillas enrojecidas y los ojos brillantes, se preguntó hasta cuándo la perseguiría esa aureola de su temperamento. Los labios carnosos, de curvas abiertas, reidores, le dieron respuesta. Eran ellos, tersos y bonitos, los que la delataban antes de conocerla. Viendo su boca, los hombres la lisonjeaban en la calle con procacidad (Morales, 1946:11).

Sin duda, tras una primera lectura, el encubrimiento de la referencia a los labios vaginales bajo una supuesta descripción del rostro bien pudieran entenderse como un gesto de aceptación de la censura y de los límites establecidos para la escritura de mujer en esos años; sin embargo, el carácter lúdico del discurso, anclado en las referencias a pasajes convencionales de la literatura escrita sesenta años antes por/para mujeres, y la carga irónica que se desprende del proceso de perlaboración llevado a cabo en esta renovación, va a hacer de la protagonista de la historia un ser conciente de su corporalidad y –por ello– capaz de erigirse como sujeto dentro de la sociedad naciente.

Es decir, esta breve descripción pudiera parecer convencional –sobre todo, si se tiene en cuenta que no refiere, al menos en términos literales, al cuerpo sino al rostro de la escritora– a pesar de ello, constituye también la primera alusión al conflicto femenino –fundamentado en la pugna cuerpo/subjetividad– que se reescribirá en todos los cuentos del libro. Asimismo, la contemplación de sí, supone para esta mujer –dispuesta a nombrarse y a nombrar el mundo– un reconocimiento imaginario de ella misma como sujeto de la seducción y del deseo.

Por ello, no es de extrañar que más adelante, a la posesión de los labios –y, por extensión, de un cuerpo– sexualmente atractivo –capaz de despertar “malas pasiones” en hombres y mujeres, y de “enfermar espíritus”, según afirma la voz narrativa– se sume un “cuerpo  imperial” donde sobrevive un cerebro que “no podía conquistarse con arrebatos grotescos” (13). Es decir, el carácter barbárico de Delia Rosa –que la lleva a invadir el espacio de las masas provenientes del campo y a sexualizar su cuerpo; al tiempo que le permite apropiarse del mundo de las letras, masculino por definición, y publicar libros– desata una serie de acontecimientos caóticos que ni ella misma –en tanto individuo racional– logra controlar.

A pesar de ello, dentro del cuento, este personaje monstruoso –que, inclusive, llega a alcanzar algunos tintes góticos- encuentra un par dentro de la sociedad. Descrito como un “muchacho serio, retraído que parecía fastidiarse del ambiente frívolo que privaba” (13), se presenta en la historia el personaje masculino sin nombre que servirá de pareja a Delia Rosa. Pero, curiosamente, esta mujer “toda sensualidad, toda fuego lascivo” (12) desde el preciso momento en que establece una relación de pareja, adquiere otra tonalidad para la voz narrativa.

Según lo expresado en el cuento hasta entonces, no hubiera sido extraño hallar en el segundo apartado la narración, los encuentros sexuales de la pareja o bien la expresión pura y simple del deseo de la protagonista; sin embargo, el discurso se centra –a partir de entonces– en “el renovado amor”, “el tono cálido de sus besos” y “la música apagada de sus palabras de amor” (14), de hecho, sólo aparecen en boca del hombre –al momento de acabar con la relación– las imágenes sensuales y sexuales que fueron asociadas al personaje femenino en el primer apartado:

– Me voy, Delia Rosa –dijo, bajito, él– No aguanto más esta vida, esta angustia...

– No puedo más. Están contra mí, tus poemas, tu cuerpo que es lúbrico hasta en el altar, tu fama erótica... Todos te desean... Por encima de mi propio cuerpo, hay quienes te poseen con la mirada. Y no puedo más. Quisiera... (Morales, 1946: 14-15).

Sin duda, el traslado que ha sufrido la protagonista –que pasó de ser una hembra sensual a ser una señora que amaba– aporta nuevas connotaciones al discurso de su par quien –ante la presencia del cuerpo femenino– no sólo se atemoriza, como lo expresa Delia Rosa en mitad del rompimiento, sino que además, se animaliza sin poder evitarlo. Es decir, desde el segundo apartado de “Sensual”, la escisión entre el cuerpo y el sujeto jurídico inscrita en el personaje de Delia Rosa se acentúa y da pie a la escena final que consiste en la lapidación de los afectos.

Aunque se trate de otra historia de amor protagonizada por una escritora –sexualizada y rebelde– ocurre algo muy diferente en el cuento “Delta en la soledad”. Aquí, la protagonista –llamada Isabel Teresa– no sólo reconoce su cuerpo, sino que además lo disfruta y disfruta las consecuencias de saberse sujeto del deseo. La historia comienza con una discusión entre este personaje femenino y el editor de su novela. El hombre, preocupado por su amiga, le dice:

–Vamos a ver si después que publiques esta novela aquietas un poco ese espíritu vagabundo que te hace buscar siempre sensaciones desconocidas. Convéncete, las mujeres, en Venezuela, cuando escriben, deben hacerlo en femenino; y tú, Isabel Teresa, escribes a lo hombre. No en balde te critican tanto! Y después de todo, francamente, yo creo que tienen razón. Últimamente has escrito cosas muy feas. Entronizando el amor libre, atreviéndote hasta con los amores incestuosos... Figúrate que me han llegado a decir que tú vives primero las historias y luego las cuentas (Morales, 1946: 99)

Probablemente el mayor gesto de ironía contenido en este fragmento no esté sólo en el diálogo que se establece entre “Delta en la soledad” y la historia contada en “Sensual”, sino en la relación directa que parecen guardar las afirmaciones de este personaje masculino –nuevamente anónimo– y el libro de cuentos escrito por Lourdes Morales; pues, en ambos casos, se habla de incesto, de deseo, de amor libre y se desata un gran escándalo con ello3.

3 En su texto “La autobiografía como desfiguración” (1991), Paul de Man asegura que “[la autobiografía] no se presta fácilmente a definiciones teóricas pues cada ejemplo específico parece ser una excepción a la norma, y además, las obras mismas parecen solaparse con géneros vecinos o incluso incompatibles”(113), asimismo señala que la autobiografía no es en sí un género, sino una posibilidad de lectura de cualquier texto. Es decir, cualquier sujeto estaría en capacidad de enunciarse desde un proceso escritura que –en tanto producto lingüístico– supone un intento de creación y no de designación del mundo. Con ello, el autor estaría afirmando que el sujeto autobiográfico no es el referente de la escritura autobiográfica, sino su producto.

A esto se suma que la figura de Isabel Teresa, contrariamente a lo que ocurre en “Sensual”, muy pocas veces es dicha por la voz narrativa, al contrario, este personaje se encarga de construirse a sí mismo y de su boca salen todos los términos –como “voluntariosa”, “rebelde”, “calenturienta” o “viciosa”– que lo alejan del espacio afectivo tradicionalmente asignado a las mujeres, y lo inscriben en el lugar de las pasiones donde –antagónicamente a lo que se establece dentro de las escrituras canónicas de la época– logra adquirir cierta individualidad.

La paradoja central del cuento se inicia cuando –una vez másla mujer intelectual intenta conseguir un par en la sociedad. En este caso, el personaje masculino –al igual que ocurría con la mujer en el cuento “Sensual”– representa para Isabel Teresa un dicotomía irreconciliable, pues si bien ella pacta con el discurso escrito por él e, inclusive, llega a considerar sus cartas una suerte de compañía, lo describe físicamente como un elemento poco deseable y, en consecuencia, poco atractivo:

pasaba en un carro, veloz, a su lado, el último grito de la moda intelectual: Un tipo ambiguo, de grandes ojos adormilados y bigote fino, que escribía lindos poemas y ganaba sueldos fabulosos. A ella le asqueaba el poeta, por sus modales untuosos, afectados, y su eterna pose de buenmozo. Los amigos decían que el hombre era de ley, pero a ella se le hacía duro creer en la varonilidad de quien vivía pendiente de la raya del pantalón y la crema para el cutis, o la gomina para el cabello (Morales, 1946: 103)

Surgen entonces varios elementos contradictorios pero, igualmente, llenos de significado dentro de esta historia pues, por una parte, se afirma que Isabel Teresa había sostenido varias relaciones “sáficas” –bien fuera “en la vida real o en su imaginación calenturienta”(100)– al mismo tiempo que el personaje asegura sentir “asco” frente al afeminamiento del poeta. Asimismo, la protagonista propone que su escritura –tan excesiva y erótica, como la del poeta– la ayuda a vender más libros y que muchas veces ha empleado el recurso del escándalo como estrategia publicitaria, mientras que acusa al “intelectual de moda” de fraudulento por las discrepancias que existen entre su imagen física y su escritura.

A partir de aquí no sería difícil entender la narrativa de Lourdes Morales como un proceso de autodesignación y de reconocimiento subjetivo. La posibilidad de leer estos cuentos como guiños autobiográficos permitiría entender la afirmación de sí como sujeto contenida en este y otra serie de intentos de autolegitimación llevados a cabo por la autora a lo largo de su vida.

Finalmente, Isabel Teresa asume que no puede hallar un par dentro de la sociedad porque, en el momento histórico donde se encontraba, resultaba imposible –inclusive para ella misma– reconocer en el otro, simultáneamente, un sujeto del discurso y un objeto del deseo y, por ello, era casi obligatoria la elección entre la subjetividad y el cuerpo:

Para equilibrar mi espíritu cuando la humanidad me molestaba, yo tenía sus cartas, el recuerdo de ese hombre que me las escribía, superior a todos los que estaban al alcance de mi mano, y eran sus cartas como un delta en mi soledad espiritual. Un pedacito de tierra salvándose en medio de las corrientes. Y ahora, lo odio, lo desprecio. No vuelva a escribirme jamás porque si lo hace, le escupiré el rostro.

Abrió la portezuela del carro y saltó a la acera, con furia, ciega de pena, de desilusión, queriendo desaparecer del mundo, olvidada de todo y sola, con la angustia de su fracaso (Morales, 1946: 105).

Es decir, al menos en este pasaje y desde una lectura lineal del texto, la lucha que lleva a cabo el personaje de la escritora consigo misma y con la sociedad desemboca en una rendición, en el reforzamiento de ese estereotipo que le impedía hacer de sí un sujeto único e idéntico a sí mismo.

Desde esta perspectiva, el pliegue del personaje de Delia Rosa en Isabel Teresa no pareciera –al menos a simple vista– del todo esperanzador, pues si bien hay algunas variaciones en la historia, el desenlace que muestra a las dos mujeres solas frente al vacío –sobre todo en “Delta en la soledad”– adquiere un tono terminante. A pesar de ello, el posicionamiento de la voz narrativa rompe la objetivización a la que deberían quedar expuestas estas mujeres deseantes, pues, el hecho de que en los cuentos se presente el discurso, el pensamiento, los deseos y la expresión de estos personajes femeninos aunque –como ya se mencionó anteriormente– no sean valorados y, en ocasiones, ni siquiera leídos por la sociedad, las convierte –irremediablemente– en individuos.

Ahora bien, tomando como anclaje el logro de la individualidad de parte de los personajes y centrando la atención en la construcción/ representación del deseo y del cuerpo, la pugna y la ambigüedad de las protagonistas ante la construcción de su subjetividad podrían ir encaminadas a una resolución o, al menos, a una diversificación que rompiera la dicotomía. Pues si se tiene en cuenta que el deseo presenta la virtud de producir su objeto –dado que las necesidades nacen a partir de la construcción y la enunciación del deseo, y no al revés– resultaría obvio que el cuerpo de estas mujeres, con toda su capacidad disonante y todo su contenido simbólico, se erigiría como la potencia productora del discurso y, por tanto, del conocimiento (Deleuze, 1985).

Entonces, la bipolaridad cuerpo/subjetividad contenida dentro de estas dos historias –con esas pequeñas variaciones que permiten su inscripción en un espacio utópico– harían de las subjetividades femeninas aquí representadas sujetos del saber, pues en su confrontación con la sociedad, en su expresión del deseo –bien sea el deseo sexual, el deseo de escritura o la combinación de ambos que desemboca en una irremediable soledad– tanto Delia Rosa como Isabel Teresa estarían en capacidad de adquirir un nuevo conocimiento y, sobre todo, cierta capacidad de producir significados que –una vez más– las legitimaría en su condición de posibles individuos y, por extensión, de posibles ciudadanas.

En un primer momento, ambas mujeres actúan como si su cuerpo fuese un ente independiente e imposible de gobernar por la razón: “Delia Rosa ardía en su propio fuego, sin cauce para aquel desbordamiento de pasiones que le subía a los ojos, y se volcaba en versos vibrantes en sus libros” (12) “Isabel o María Rosa, me gustas. Sensual, viciosa, caprichosa, voluble o tierna. Me gustas toda tú, con tus protagonistas que son como cien veces tú, cien mujeres distintas, desdobladas en una sola Isabel Teresa” (103). Si bien la protagonista del primer cuento lucha –sin ningún éxito– contra la voluntad de su cuerpo, mientras que la protagonista de “Delta en la soledad” defiende su derecho a desear y a ser deseada, en ambos casos, el cuerpo se resiste frente a cualquier intento de imposición proveniente de la conciencia.

Con ello, el enfrentamiento entre la civilización y la barbarie que pareciera estar reescrita dentro de estos cuentos se desfigura una vez más, puesto que los cuerpos de estas mujeres, aunque parecieran estar inscritos dentro del espacio barbárico que –al menos en apariencia– demandaban su domesticación o, inclusive, su supresión para la subsistencia de un nuevo Estado democrático, se mostraron como elementos que no sólo llevaban consigo información, memoria y deseos, sino que, además, eran capaces de expresarlos y utilizarlos. En otras palabras, estos cuerpos constituyen en sí un elemento susceptible de ser subjetivado.

Quizás el primero de los cuentos resulte más elocuente al respecto, pues Delia Rosa hace intentos abiertos por someter su cuerpo a la racionalidad, hasta que el mismo le responde en los momentos de reflexión, el cuerpo pasa entonces de ser el instrumento por medio del cual la escritora lograba interpelar a sus lectores/admiradores, a ser la causa de sus acciones que, no por casualidad, acaban con el “despedazamiento” de su escritura. Adquiere entonces el personaje femenino un conocimiento de sí, de sus deseos y de sus sentimientos que la tornan un sujeto otro del saber.

En el caso de “Delta en la soledad” aunque es descrito de manera mucho menos violenta, el procedimiento resulta más abierto. El saber, la información y el conocimiento que adquiere Isabel Teresa en sus relaciones de pareja –descritas dentro de la historia con la más variada gama de adjetivos– vienen dados por su cuerpo. Cualquier gesto de racionalidad proveniente del personaje se forma a partir de las pasiones y de las diferentes formas de contacto que enuncia, por ello, no es de extrañar que su discurso –elemento que, al menos en teoría, la elevaría a la condición de individuo– se produzca sustentado en estos encuentros. La pasión determina la escritura y eso le otorga cierta legitimidad entre los lectores y críticos que la reciben.

Entonces, el tono “excesivo” descrito por el editor de Isabel Teresa al comienzo del cuento pasa a ser responsabilidad del cuerpo y no de la razón, el conocimiento que se transmite por medio de la escritura de este personaje femenino sólo se produce porque la memoria de su cuerpo lo reactiva:

Pues mira, te voy a confesar algo a tí (sic), que eres mi mejor amigo, según unos, y mi amante, según otros.

 Es verdad. Los que piensan eso, no están del todo desacertados porque si no las he vivido en la vida real, muchas de esas historias, en mi imaginación calenturienta (como dices tú), sí las he vivido. Y ahí tienes material para una larga noche de tertulia. A ver tú que eres tan buen escritor, cómo les presentas a los otros, ésa, mi confesión. Porque yo quiero que vayas a contárselo; para eso te lo he dicho. Me gusta que me crean perversa, y sáfica y tortuosa. Así se venden mejor mis libros que eso es lo que más me interesa después de todo (Morales, 1946: 100)

Quizás por eso mismo, la conciencia –tanto del editor como de mucho de los lectores– entiende este discurso como subversivo; no obstante, la omisión que se producía hacia estas escrituras dentro de la narrativa canónica se convierte en imposible, dado que la expresividad del cuerpo no sólo recuerda, sino que se apropia del deseo del Otro.

Se estaría hablando entonces de cuerpos expresivos, conocedores y deseantes que –lejos de estar animalizados, como solía ocurrir con las representaciones mediáticas de las mujeres en los años treinta y cuarenta, en Venezuela– hacen de sí subjetividades en emergencia, que desde su constitución responden –entre otras cosas– a la idea de ciudadanía. Cuerpos que –desde le mismo momento en que se expresan contra, frente o ante el discurso literario y social de Isabel Teresa y Delia Rosa– inscriben en el mismo individuo dos miradas, la mirada de sí o autoecritura, y la mirada del Otro.

Ambos cuerpos hablan entonces como sujetos desplazados que se reconocen a sí mismos marginales y que contienen en su estructura tanto la pérdida o, mejor dicho, la renuncia a esos significantes que la identificaban como elemento constitutivo de la nación democrática, como el proceso de apropiación o adquisición de nuevas anclas identitarias. De ahí que las escenas finales de los dos cuentos expresen la ruptura de los manuscritos, el despedazamiento de los libros o, sencillamente, el sepelio de cualquier resto de razón, discurso lógico o ejercicio de poder simbólico que podía haberse conferido a este sujeto. Así pues, la sexualidad negada al sujeto femenino en el plan de democratización nacional, proporciona nuevos lugares de edificación para estos sujetos y permite no sólo la expresión de un deseo que –en teoría– debía estar reñido con el saber sino, además, la ruptura de los límites subjetivos que se habían tratado de delinear desde la literatura canónica.

De aquí que no sea extraño encontrar dentro de este discurso un proceso de búsqueda de pares dentro de la sociedad que si bien es equiparable, desde muchos puntos de vista, al que debían realizar los sujetos femeninos prediseñados en el proceso de democratización, está fundamentado en otras formas de expresión y en otros rasgos de identificación. Dado que el cuerpo femenino –dentro de estas ficciones– estaba encargado de producir su objeto de deseo, el sujeto modélico del Regionalismo –que, como se señaló anteriormente, había perdido cualquier atributo físico o sexual– resultaba un par insuficiente.

De ahí que, en estos cuentos no sólo se deconstruya el héroe fundador de la nación, sino que además, se produzcan subjetividades alternativas, llamadas a servir de par en la sociedad a estas nuevas mujeres intelectuales, portadoras de un cuerpo y sujetos del saber. Entre las subjetividades sociales exploradas por Lourdes Morales como posibles objetos del deseo, se prefiguran varones en situación de dominación, parientes cercanos a las mujeres –que bien pudieran estar antes o después en la jerarquía familiar– o, inclusive, otras mujeres que se encontraban en el mismo proceso de búsqueda.

Durante esta trasformación del objeto del deseo –que resulta, eventualmente, tan dolorosa para las mujeres representadas por Lourdes Morales, como la disputa entre el cuerpo y la subjetividad en la representación de las intelectuales– se asoman nuevamente las aristas del deseo femenino, la expresión y, por tanto, las posibilidades de realización subjetiva de estos personajes; no obstante, ya no se trata de escritoras –sujetos productores de significados, por definición– que hayan tomado para sí espacios tradicionalmente masculinos desde donde ejercer el poder, sino de arquetipos que en el mapa nacional recién delineado habían sido reducidos a una función corporal, con lo cual, no habían adquirido ni siquiera la categoría de persona.

En los cuentos “Extraña consulta” y “Marucha”, Lourdes Morales construye dos personajes estereotípicos que, desde el comienzo, parecen cumplir a cabalidad con las normas estructurales de los personajes femeninos del siglo XIX. “Extraña consulta” es protagonizada por una madre que decide someterse a una revisión médica porque había estado durmiendo muy mal y –quizás por eso mismo– había comenzado a sentir náuseas, mareos y malestar general. Su hijo, un estudiante de medicina, le había suministrado un medicamento para que se sintiera mejor; sin embargo, la receta del representante masculino de la familia –avalado, además, por la Academia– sólo había provocado un estado de cansancio crónico y un sueño pesado y angustiante.

Tras examinarla, el médico le dice que tiene varias semanas de embarazo. La mujer –quien había recalcado muchas veces a lo largo de su visita que no había tenido contacto sexual con ningún hombre desde la muerte de su esposo, cuatro años atrás– comienza a recordar las miradas de su hijo frente a sus hombros descubiertos y sus caricias cuando la saludaba en las noches. El cuento acaba con la “maldición” de la mujer hacia ese hijo que lleva en el vientre y hacia el que había parido casi dos décadas atrás.

Claramente, en este cuento están contenidos varios elementos que pretenden desestructurar al sujeto rector de la democratización venezolana, al tiempo que se cuestionan otras nociones fundamentales de ese proceso. Por ejemplo, uno de los primeros elementos que salta a la vista es que “el médico” –es decir, el representante del conocimiento, sujeto del saber llamado a organizar a la sociedad y acabar con la barbarie– pierde su carácter monolítico. Sin duda, se trata de un sujeto letrado pero, al mismo tiempo, coexiste en esa subjetividad un individuo que siente, reconoce y expresa sus deseos sexuales.

La paradoja mayor se encuentra en que si bien a lo largo de todos los cuentos que aparecen en Delta en la soledad, Lourdes Morales ha expresado su descontento con la estructura social contenida en el Regionalismo, el incesto –al menos en esta primera historia– propuesto aquí como una actividad llamada a acabar con la culpa y con la condena del deseo, es evaluado desde una perspectiva muy tradicional. El hijo -quien no sólo realiza su deseo, sino que además, con ello niega los principios básicos del capitalismo y deshace la noción de familia- es definido como “el más tortuoso de los criminales” (76).

Obviamente, tanto la voz narrativa como el protagonista parecieran apostar por un orden social que les ha negado la realización subjetiva; no obstante, Lourdes Morales al plegar la historia en el cuento “Marucha”, pone en tela de juicio –una vez más– el orden social imperante. En el segundo relato donde se (re)presenta el incesto, la mujer pasa de ser la víctima del deseo reprimido de su hijo a ser el sujeto deseante que –como cualquier señorita decimonónica– se deslumbra con la llegada de un militar –quien accidentalmente es hermano de su madre y, de alguna manera, debía ser entendido como un sustituto paterno para ella– que ha luchado en la guerra de voluntario. La ruptura se da cuando Marucha decide seducir al objeto de su deseo, para luego sostener una o varias relaciones sexuales con él y emplear su supuesta fragilidad para obligarlo a regresar a su cama.

Sin duda, el perspectivismo que se produce al tratar de leer la solución al planteamiento contenido en “Extraña consulta”, dentro de la historia “Marucha” produce muchos significados. Por una parte, el espacio de la prohibición y la censura si bien se inscribe en el discurso del hombre, en el plano de las acciones desaparece por completo. El tío prejuzga y hasta presenta sus disculpas por la relación que establece con Marucha; sin embargo, no la evita y la culpa que debía contener toda prohibición del incesto aunque no desaparece –pues los otros miembros cuasi-arquetípicos de la sociedad democrática lo siguen “maldiciendo”– pierde toda capacidad de acción.

Entonces, la familia como ente represor del deseo se desdibuja y el lenguaje y la memoria del cuerpo, una vez más dentro de la narrativa de Lourdes Morales, imponen su saber. La identidad y la subjetividad de la mujer que en el caso de “Extraña consulta” había quedado reducida a una mera función –ella era una madre y, en extremo caso, cuando permanecía inconsciente y carente de lenguaje podía llegar a ser un objeto construido para el goce– se reescribe en Marucha quien no sólo se hace partícipe del incesto, sino que además, lo propone como un elemento claro de su identidad. Cuando Eduardo, el tío, dice que se arrepiente del encuentro sexual, la joven responde: ”Si fuera malo, si fuera un crimen, Dios no habría puesto en mi corazón este amor. Si fué (sic) El mismo quien me hizo quererte” (94).

De más está decir que este sujeto incestuoso, deseante y seductor, rompe con cualquier jerarquía establecida desde los alegatos del poder. Curiosamente, en estos cuentos se genera un discurso que intenta (re)presentar la seducción, pero –sin duda– en la mayoría de las ocasiones el lenguaje resulta insuficiente. A pesar de ello, se pone en evidencia que en el espacio alternativo construido por Lourdes Morales, las distancias entre sí Mismo y lo Otro no tiene cabida (Baudrillard, 1994) y, por tanto, las identidades personales, de género y nacionales comienzan a construir su redefinición.

En otras palabras, por medio de esta escritura plegada y desplegada a lo largo de Delta en la soledad –de manera más que obvia– se replantea no sólo el espacio predefinido para la mujer dentro del mapa social propuesto por la intelectualidad orgánica de la democratización, sino que –además– se revalúa el lugar de la mujer intelectual como espacio de enunciación. Desde ahí, desde esa posición ambigua que pudiera entenderse como un lugar de poder pero que siempre contiene discursos desde (o a propósito) de los lineamientos del Otro, emerge –por una parte– un individuo que afirma constantemente encontrarse en el lugar que ha decidido ocupar y que entiende como propio, al mismo tiempo que la autora hace de ese espacio la posibilidad de producir discursos, deseos y expresividad o, lo que es lo mismo, la posibilidad de afirmarse en tanto alternativa subjetiva.

Bibliografía:

a. Ficción:

1. Morales Lourdes (1946) Delta en la soledad, Caracas, Ediciones Grupo Orión.        [ Links ]

b. Teoría y crítica:

2. Baudrillard, Jean, (1994) De la seducción, Buenos Aires, Red Editorial Iberoamericana.        [ Links ]

3. De Man, Paul (1991) “La autobiografía como desfiguración”, Suplementos Anthropos nº 29, Barcelona, Editorial Anthropos, 113-118.        [ Links ]

4. Del Búfalo, Enzo (1995) Individuo, mercado y utopía, Caracas, Monteávila Editores.        [ Links ]

5. Deleuze, Gilles (1989) El pliegue. Barcelona, Paidós Ibérica S.A.        [ Links ]

6. Deleuze, Gilles. y Guattari, Felix (1978) Kafka por una literatura menor, México D.F. Ediciones Era.        [ Links ]

7. Deleuze, Gilles. y Guattari, Felix (1985) El anti-edipo. Capitalismo y esquizofrenia. Barcelona. Ediciones Paidos.        [ Links ]

8. Zizek, Slajov (1996) La política de la diferencia sexual, Valencia, Cuadernos        [ Links ]

9. De Man, Paul (1991) “La autobiografía como desfiguración”, Suplementos Anthropos nº 29, Barcelona, Editorial Anthropos, 113-118.        [ Links ]

10. Del Búfalo, Enzo (1995) Individuo, mercado y utopía, Caracas, Monteávila Editores.        [ Links ]

11. Deleuze, Gilles (1989) El pliegue. Barcelona, Paidós Ibérica S.A.        [ Links ]

12. Deleuze, Gilles. y Guattari, Felix (1978) Kafka por una literatura menor, México D.F. Ediciones Era.        [ Links ]

13. Deleuze, Gilles. y Guattari, Felix (1985) El anti-edipo. Capitalismo y esquizofrenia. Barcelona. Ediciones Paidos.        [ Links ]14. Zizek, Slajov (1996) La política de la diferencia sexual, Valencia, Cuadernos Eutopía-Ediciones Episteme.         [ Links ]