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Educere
versión impresa ISSN 1316-4910
La Revista Venezolana de Educación (Educere) v.9 n.29 Meridad jun. 2005
Apuntes sobre nuestro libro emblema.
EDUCERE, en homenaje al libro de los libros de habla hispana
Rafael Arráiz Lucca
Escritor
El Quijote sepulta certezas y da paso a la incertidumbre: con su visión “espejista” del mundo (pone de cabeza las imágenes, reflejándolas como en un espejo de agua), la novela de Cervantes funda la modernidad literaria. Rafael Arráiz Lucca así nos lo hace saber en el prólogo del libro Don Quijote de la Mancha/El Quijote hispanoamericano, una hermosa edición ilustrada por reconocidos artistas latinoamericanos y publicada por Estampa Ediciones, el centro de Estudios Cervantinos y la Fundación Provincial. Uno de los momentos más importantes del mundo occidental tuvo lugar en los últimos años del siglo XVI y los primeros del XVII. La coincidencia no puede ser mayor: mientras en Inglaterra William Shakespeare daba a conocer Hamlet {1601), Otelo (1604) y Macbeth {1606), el manco de Lepanto, también conocido como Miguel de Cervantes Saavedra, entre Sevilla y, presumiblemente, Valladolid, Madrid, Toledo y Esquivias escribe una obra intitulada El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, que es dada a imprenta en 1604 y editada al año siguiente. ¿Qué ocurría en la sangre oculta del tejido de la humanidad que hizo contemporáneas las obras de ambos autores? Jamás podremos saberlo, pero lo cierto es que el período de la historia que conocemos como el mundo moderno, comienza con sus obras.
Como casi siempre ocurre, ninguno de los datos de sus biografías permitía ni tan siquiera sospechar que aquel par de señores harían lo que hicieron. En el caso de Cervantes: ni de su vida militar, ni de su adoración por Italia, ni de su prolongada prisión en Argel, ni de su matrimonio con Catalina de Salazar y Palacios, ni siquiera de sus incursiones teatrales podía suponerse que escribiría una de las obras capitales de la humanidad. Él tampoco supo que estaba siendo escogido por los dioses para la escritura de aquel prodigio inexplicable.
Dos miradas sobre la verdad
En verdad, como bien lo afirma Borges, la maravilla de El Quijote no reside en el posible esplendor de su escritura. Esta adolece de cantidad de imperfecciones, pero no por ello deja de ser una de las escrituras más eficaces que escritor alguno haya alcanzado. Estando lejos de la perfección literaria ¿cómo es que alcanza cuotas de lucidez tan indudables? Quizás la clave estuvo en la conciencia prevenida de su autor, que se esmeraba en huir de los vapores de la retórica, buscando un territorio a salvo de la escritura vana. En cualquier caso, no parece procedente afirmar que los logros máximos de El Quijote sean los de la corrección estilística.
Cuando el mismo Borges afirma: “Es el último libro de caballerías y la primera novela psicológica de las letras occidentales”, sin duda, está poniendo el dedo en la llaga, pero se queda corto. Reducir la obra a ser precursora de la novela psicológica es decir la verdad, pero sólo una parte de la verdad. Absoluta razón tiene el argentino al ver en la novela el sepulcro de la novela de caballerías. Lo que ocurre, volvemos al principio, es que El Quijote está cumpliendo una tarea simbólica múltiple; por una parte, sepulta las certezas del mundo que, de paso, destruye de un plumazo; por otra parte, instaura el signo fundamental de la modernidad: la incertidumbre y, a partir de allí, la realidad ya no se sabe dónde empieza y dónde termina. El Quijote, como vemos, lleva en hombros un cadáver hasta el camposanto en la mañana, y en la tarde asiste a la fiesta del nacimiento del futuro.
En el momento en que Alonso Quijano deja de ser Alonso Quijano y se aventura con su escudero por las planicies de La Mancha, la realidad comienza a ser escrutada desde dos miradas: la del ingenioso hidalgo, que sólo encuentra a su paso la comprobación de sus quimeras, y la de Sancho, que viendo lo que ve es recriminado por su caballero. A partir de este momento, el lector asiste a una de las historias más hilarantes que se haya escrito jamás, fruto de la chispa que produce el choque entre la chatura de las cosas y el ojo estrambótico de quien las quiere distintas. La incertidumbre moderna comienza entonces a sembrar sus árboles: el humor va haciendo de las suyas sobre la base de una institución demoledora: la parodia. Si Sancho ve molinos, Don Quijote ve dragones. Si Sancho ve una mujer al borde del precipicio de la pobreza, Don Quijote ve a una princesa. La realidad deja de ser una sola: la fuerza de la incertidumbre se abre camino, a su lado va la razón crítica sembrando el mundo moderno, dudando; refunfuñando, desconfiando, dejando de lado la unidad, blandiendo el martillo de lo fragmentario.
En las aguas de la razón y la intuición
Pero aquel desarreglo, aquel desorden maravilloso, sólo será posible por obra de la locura.
Curiosamente, Quijano ha perdido el juicio de tanto leer novelas de caballerías. pero el simple y leal de Sancho, sin haber perdido el juicio (¿será por no haber leído nunca?), se deja llevar por la certeza absurda de las faenas de Don Quijote. Se dan la mano la crasa ignorancia y la flor de la imaginación. Así es como echa a andar el dueto más divertido y profundo que se conozca. A medida que cabalgan sus andaduras, el mito que van dejando sus huellas se hace hondo. En el alma de los dos respira algo así como las dos caras de una misma moneda: el hombre llano que dice lo que ve, el hombre tocado por la imaginación que dice ver lo que no existe. Allí vamos todos. Por ello la pareja encarna un símbolo. De la reunión de caracteres tan dispares surge una suma indeleble: el género humano, siempre entre las aguas de la razón y las de la intuición. Pero cuidado, tampoco Sancho encarna la razón sin más, y Don Quijote la locura, simplemente. A ratos Sancho es quijotesco, y Don Quijote sanchesco, porque tampoco nadie es solamente un arquetipo, ya sabemos que en nosotros convive una multitud secreta y prueba de ello es el mundo interior del que está hecho aquel hombre estremecido por el fuego de su imaginación, a partir de él, la realidad ha dejado de ser la noticia evidente, la realidad ha pasado a ser lo que Don Quijote quiere que sea, y de la confrontación entre su fe de carbonero y los pelmazos que las cosas le dan en las narices, surge la llama de la gracia, de la mano con la tragedia, de la mano con la ternura.
En aquella pareja desaliñada, donde uno tiene conciencia de su pobreza material, y el otro está convencido de ser un caballero andante, en aquella pareja, vamos todos.
En su devastadora fuerza humorística, en su desacralización, en su lacerante y hermosa parodia, allí vamos todos a caballo flaco o en mula quejosa. Pero también estamos en la burla sangrienta de los ociosos que les nace la sorna hacia Don Quijote, y no les brota la comprensión ni la misericordia. y también estamos todos en el episodio en el que Sancho gobierna su ínsula, como cualquier político demagogo de nuestros tiempos, y se deja llevar por las mieles del poder, cometiendo todos los desafueros posibles. Estamos todos en uno de los descubrimientos capitales de la novela: el mundo que sale a explorar el caballero es distintísimo al universo interior de Don Quijote. En aquella circunstancia brilla uno de los dilemas fundamentales del hombre: lo exterior y lo interior, el sueño y la realidad, la imaginación y las cosas crudas. En aquella aventura que emprende el dueto, como vengo insistiendo, vamos todos: entre la cordura y la locura. Después de todo, uno de los trámites más complejos que enfrenta el hombre es el de la relación con el mundo exterior. Pero aún más compleja es la negociación permanente que el individuo entabla consigo mismo. Estas batallas interiores esplenden en El Quijote, de allí que la obra sea un campo ambivalente: la circunstancia externa, y cómo aquella noticia es trabajada interiormente. También admite este otro ángulo de visión: el trabajo interior de Don Quijote, fruto del universo personalísimo que le han tallado las novelas de caballería, se proyecta con tal fuerza sobre el mundo real, que éste comienza a ofrecer una perfecta correspondencia con las ideas que Don Quijote se ha hecho de las cosas, aunque no observen ninguna verdadera relación. Así, se produce un acontecimiento prácticamente divino, obra del Dios interior que nos gobierna, como lo es la adecuación de los datos reales a la naturaleza de nuestros sueños.
La mancha es el mundo
Volvemos al principio: si las obras de William Shakespeare recogen el latido del pueblo inglés, y su particular manera de estar sobre la Tierra, las aventuras por La Mancha del dueto de Cervantes resumen, como ninguna otra obra lo ha hecho, el carácter, la impronta de España. Para nosotros, los americanos, frutos de la prolongada criba del mestizaje, la raíz ibérica es fundamental. Pero de la herencia hispana la principal será la nuez común de nuestra comunidad histórica: el lenguaje. Lo que nos une, lo que nos compacta más allá de nuestra natural vocación para la disidencia, es el lenguaje común, y allí El Quijote tiene, valga el giro, la palabra. Es el libro emblema de los hijos de aquella península que se han desparramado por el mundo, todos emulando la aventura de Don Quijote y Sancho. Queremos que la vida de afuera sea idéntica a la temperatura de nuestros sueños, por eso cabalgamos y nos enfrentamos con el rostro de nuestros propios fantasmas, de nuestros propios demonios. Pero quizás siga siendo insuficiente afirmar que el poder de El Quijote reside en sus fuerzas simbólicas, incluso podría seguir siendo insuficiente afirmar que su permanencia emana de su vocación mítica. Pero, a qué más puede aspirar una obra de arte, más allá de convertirse en patrimonio colectivo y sobrevivir con creces la existencia del autor. La gloria del manco de Lepanto late en haber pasado a un segundo plano, en haberle dado vida, como un dios, a unos personajes que encarnan los dilemas pivotales del género humano. Como Alonso Quijano, que confundía un mundo con otro, Don Quijote y Sancho son tan verosímiles que ya nadie puede afirmar que no existieron. Es más, son tanto o más comprobables, hasta físicamente, que el resto de los mortales y la razón es simple: son inmortales, aquella condición que el viejo Borges temía padecer a medida que avanzaba en su vejez. Renacen en cada lector a lo largo de los casi cuatrocientos años de ediciones. De hecho, don Miguel de Unamuno, en su obra Vida de Don Quijote y Sancho, afirma, hablándole al Caballero de la Triste Figura: “No puede contar tu vida, ni puede explicarla ni comentarla, señor mío, Don Quijote, sino quien esté tocado de tu misma locura de no morir”. Unamuno fue víctima de uno de los embrujos de El Quijote: no pudo sustraerse a su inagotabilidad. Se detuvo innumerables veces en la aventura quijotesca y sanchesca, y cada vez que lo hacía, sentía que se quedaba corto, que los episodios eran como las muñecas rusas: una contiene a otra y a otra y a otra, y así hasta más allá de lo previsible. En verdad, La Mancha es el mundo, y los personajes que entran y salen en el teatro cervantino, son la humanidad entera. Por ello es que El Quijote es un libro de vida, que puede y debe leerse varias veces a lo largo de nuestro propio viaje. Cada vez que lo abordemos será distinto: es un espejo donde nos miramos el rostro. En él, estamos todos.
El Nacional, Caracas. 24 de enero de 1999, B p. 7












