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Educere

versión impresa ISSN 1316-4910

Educere v.10 n.32 Meridad mar. 2006

 

El Nihilismo en la escuela contemporánea

Deyse Ruiz y Lizabeth Pachano

Universidad de Los Andes Mérida - Venezuela y

Resumen

Siguiendo a Nietzsche, se puede argumentar que frente a la educación y la escuela se pueden asumir tres actitudes que corresponden a la clasificación de los tipos de nihilismo descritos por este autor. Por una parte, cabe continuar negando la crisis de la educación y la escuela en la modernidad; es más, declararse defensor de los “viejos principios y valores escolares”, sin reconocer tal actitud (nihilismo implícito). Por otra parte, es posible asumir una actitud de reconocimiento de la crisis, pero renunciando a la búsqueda de cualquier alternativa (nihilismo explícito pasivo). Finalmente, la tercera opción, la del nihilista explícito activo que se manifiesta en la voluntad de poder para transformar los “viejos principios y valores escolares” por unos “nuevos” a fuerza de construir nuevas interpretaciones para la educación y la escuela.

Palabras clave: nihilismo, modernidad/postmodernidad, educación, escuela

Nihilism in contemporary schooling

Abstract

Following Nietzsche’s ideas, it can be stated that when facing education and schooling three attitudes corresponding to classifying author-described nihilism types can be assumed. On one hand, denying education and schooling’s crisis in modern times is acceptable, what is more, defending “old schooling principles and values” without recognizing such attitude (implicit nihilism). On the other hand, it is possible to assume a crisis-recognition attitude, but forsaking looking for an alternative (passive implicit nihilism). Finally, the third choice, the active explicit nihilist one showed when being able to transform the “old schooling principles and values” for “new ones” by building new interpretations for education and schooling.

Key words: nihilism, modern times/post modern times, education, schooling

Fecha de recepción: 08-02-05  Fecha de aceptación: 10-03-05

Fundamentándonos en el concepto de nihilismo propuesto por Nietzsche (2002) intentaremos dar una mirada a nuestra escuela y a algunas propuestas educativas que la pretenden mejorar. En esta tarea trazaremos la siguiente ruta, en primer lugar intentaremos interpretar el concepto de “nihilismo” de este pensador, incorporando también otras visiones. Posteriormente, nos encaminamos a dar unas pinceladas descriptivas al debate modernidad/ postmodernidad, en el que se pueden insertar algunos síntomas de nuestra escuela contemporánea, entre ellos, el nihilismo pasivo y, por último, en una actitud de asumir un nihilismo reafirmador y transvalorador de Nietzsche, argumentaremos la posibilidad de repensar nuestra escuela.

El nihilismo en Nietzsche

Si asumimos el nihilismo, tal como lo concibe Friedrich Nietzsche en sus obras El nihilismo: escritos póstumos y La gaya ciencia, diremos que el mismo se encuentra presente en su pensamiento bajo las formas de pesimismo, decadencia, degeneración vital, muerte de Dios o voluntad de nada. “Es algo profundo y polivalente que requiere se hable de nihilismos en plural y con diversos adjetivos, en vez de nihilismo en singular” (Introducción, p. 12). Según Deleuze se puede hablar de nihilismo incompleto, pasivo, activo, negativo, reactivo. En atención a estas consideraciones el nihilismo tiene dos maneras de ser interpretado: implícito y explícito. El implícito corresponde a una actitud que surge de “la nada como voluntad”, significa pues “valor de la nada tomado por la vida” (Deleuze, 1971, p. 208). Es asumido por aquella persona que niega serlo, no se reconoce como tal, incluso se considera su adversario, cree reaccionar contra el nihilismo al reivindicar los viejos valores sin darse cuenta, de que con ello provoca el bloqueo de cualquier alternativa o salida.

El nihilismo explícito se manifiesta mediante una actitud que niega, sin embargo, se tiene conciencia de sí y se reconoce como tal. Éste a su vez puede ser dividido en pasivo y activo. El explícito pasivo implica no aceptar ya absolutamente nada, no tomar nada, no reaccionar ya en lo absoluto. Esto es llamado “pesimismo de la debilidad”, nacido de la desvalorización de la vida, culmina en la desvalorización absoluta, en la muerte y en la nada, niega el valor de la vida hasta el martirio. Un nihilista pasivo es “el hombre que, del mundo tal como es, juzga que no debería ser y que, del mundo tal como debería ser, juzga que no existe” (Nietzsche, 2002, p. 14). Sin embargo, no busca alternativas o salidas, refleja la conciencia del vacío, es la angustia y desencanto del hombre ante un mundo incomprensible y sin sentido. Es un estado intermedio y provisional, en tanto necesario para que surja el nihilismo explícito activo.

El nihilismo explícito activo es una realidad abierta ya al presente, no queda como esperanza, es transvalorador y reafirmador, es el que Nietzsche expresa en su Zaratustra. En él aparece como expresión de voluntad de poder, el “superhombre”, el redentor, el del gran amor y del gran desprecio, el hombre creador, el vencedor de la nada. En él la voluntad de poder se pone al servicio de la vida, del ahora y aquí, para proyectarse creativamente sobre el vacío, pero a la vez apertura a base de construir nuevos valores, nuevas fábulas, nuevas interpretaciones, incluso nuevas máscaras, que mantengan el juego de equilibrio entre Apolo (la luz, el orden racional, cultura) y Dionisio (la naturaleza humana con sus pasiones, irracionalismos, delirios, caos), del mundo griego presocrático. En concreto, el nihilista activo quiere llegar a lo diverso en un dionisíaco decir-sí al mundo tal como es sin objeción, excepción ni selección. Ahora veamos cómo puede el concepto de nihilismo ayudarnos a comprender y explicar lo educativo y lo escolar en la Modernidad.

La escuela en el debate modernidad/ postmodernidad

Nuestra escuela como institución se encuentra en crisis, por tanto, se haya inscrita en el contexto de la crisis social. En consecuencia, es imperativo desplazar una mirada hacia ciertos aspectos en el debate contemporáneo sobre la educación, en el que es común preguntarse: ¿están en crisis los principios educativos? Esta interrogante aparece en muchos discursos académicos y políticos, lo cual denota que existen múltiples interpretaciones. Algunos la ubican en el debate entre modernidad y postmodernidad, así, argumentan que la crisis de los fundamentos de la educación está ligada a la crisis de la modernidad (Perdomo, 2000). Pero, ¿qué se entiende por modernidad y por postmodernidad?

La modernidad es entendida como un proyecto político, social y económico fuertemente enraizado en los fundamentos éticos de la ilustración de herencia kantiana, que tiene su máxima expresión política en los principios básicos que acompañaron a la revolución francesa: Igualdad, fraternidad y libertad, en el umbral del siglo XVIII (Foucault, 2001). A partir de la modernidad, el hombre desplaza a Dios para producir una razón, que lo coloca en el centro de la sociedad, ello se constata en el surgimiento de las ciencias humanas. Por ello se habla de la secularización en el orden social, político. Así, con la modernidad el hombre desarrolla una concepción del mundo centrada en la razón, el progreso y la ciencia.

Posiblemente esa fe en la razón, en el progreso y en la ciencia son síntomas y signos de la historia del nihilismo descritas por Nietzsche, cuando afirma: “lo que relato es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que viene, lo que ya no puede venir de otra manera: el advenimiento del nihilismo. Tal historia ya puede ser relatada…” (contraportada, 2002).

Esa historia da cuenta que el modelo económico dominante surgido en esa modernidad, al que se le llama capitalismo, logra separar la familia y el trabajo mediante la concentración de la producción en fábricas; en ese modelo se rinde culto a la producción en masa, impulsado por una ciencia que intenta someter a la naturaleza y comprometer la salud del planeta, afianzándose en ideas-fuerza, tales como: la fe en el progreso, la universalidad de los valores, la veneración a las teorías y reflexiones totalizadoras generadas en el campo de las ciencias.

En contraste con el vocablo modernidad, algunos autores recurren a la palabra “Postmodernidad” como una condición posterior a la modernidad para anunciar la crisis del proyecto de la modernidad. Pero no sabemos si eso que se llama “postmodernidad” es todavía una idea, ni tampoco está claro si es un pronóstico o una realidad en la cual estaríamos inmersos. Lo que parece un poco más preciso es la existencia de literatura relacionada con el tema, dentro de la cual destacan autores como Lyotard, quien hace cuestionamientos a la senda tomada por la modernidad en el siglo pasado, mediante planteamientos arriesgados en cuanto a su fracaso o crisis. En su libro La condición postmoderna (1989), puso en el centro del debate el estado de la cultura después de las transformaciones que han afectado a las reglas de juego de la ciencia, de la literatura y de las artes. El saber cambia de estatuto al mismo tiempo que las sociedades entran en la edad llamada postindustrial y las culturas en la edad llamada postmoderna. Esas transformaciones posiblemente comenzaron a mediados del siglo pasado, marcadas por la reconstrucción de la Europa de postguerra, presentando síntomas desiguales en los países, por tanto, existe una discronía general que impide una visión de conjunto.

Esa condición postmoderna anuncia que la ciencia está en conflicto, pues las teorías explicativas generales y universales generadas en el ámbito de lo científico, de lo religioso, de lo moral y en la emancipación, con las cuales se explicó la sociedad y sus manifestaciones, resultan impotentes para explicar lo paradójico de esas transformaciones, en este sentido, se anuncia la caída del pragmatismo filosófico, el positivismo lógico y el modelo socialista.

El saber científico es una clase de discurso que se apoya en el lenguaje, se encuentra afectado por la investigación y la transmisión de esos conocimientos. En la transformación de los conocimientos, la naturaleza del saber no queda intacta, el saber es producido para ser vendido, en consecuencia, esa mercantilización afecta los poderes públicos en cuanto a su control y difusión. Por tanto, se constata que el saber científico parece más subordinado a los poderes de las naciones más industrializadas, en esta forma, saber y poder son caras de una misma cuestión (Lyotard, 1989).

No obstante, ese saber busca legitimarse mediante juegos de lenguaje originados en su mismo interior, por lo que no puede legitimar a los demás juegos de lenguaje, como por ejemplo, el saber narrativo, el relato. Pero también, el saber postmoderno no es sólo instrumento de los poderes, él hace más útil nuestra percepción por las diferencias.

Las sociedades, en lugar de interrogarse por el futuro se preguntan sobre las condiciones de representación de su espacio y su tiempo (no hay fe en el futuro). La sacralidad, rasgo característico de la modernidad queda suspendida, pues todo se vuelve lícito, “todo vale” (todo es discutible). El pluralismo de los valores de la modernidad puede convertirse en anarquía de valores, la ética con sus principios universales queda en interrogación por la existencia de éticas plurales y diversas.

La pérdida de fe en el progreso significa que las sociedades han perdido su destino, por tanto, el devenir no tiene finalidad (nihilismo). La capacidad innovadora de la sociedad se ha extendido y acelerado a tal punto que rutiniza el progreso y lo vacía de contenido. Los conceptos de espacio y tiempo han sido cambiados radicalmente por el mundo de la tecnología de la información. El tiempo se acelera y desvaloriza rápidamente cualquier adquisición, en tanto lo “nuevo” se consagra como un valor en sí mismo.

La ciencia por venir parte menos de una antropología newtoniana y más de una pragmática de las partículas lingüísticas. Existen muchos “juegos de lenguaje” diferentes, lo cual se traduce en una interpretación heterogénea. Se constata un rechazo a la filosofía occidental y una obsesión con los fragmentos y fracturas, se revela un compromiso con las minorías en relación con el sexo, la política y el lenguaje. En este sentido, se hace mención a los “juegos de lenguaje”, lo cual implica que en el seno de segmentos sociales o formas de vida habrá una contratación provisional para el sexo, la familiaridad, el trabajo y otros asuntos, pero en todo caso, el consenso será provisional. No hay totalidades ni universalidades.

Por otra parte, se está cuestionando a las instituciones que rigen el lazo social, pues también ellas exigen ser legitimadas o relegitimadas en aras de una justicia social prometida. En esta forma, el pensamiento postmoderno está acompañado por una interrogación permanente en cuanto a los valores.

La Modernidad, nacida en el desencanto con el mundo medieval, devino en una postmodernidad que podría asumirse como un “desencanto con el desencanto”. Por consiguiente, el discurso de la postmodernidad existe porque antes existió un discurso de la modernidad y, por ello, la crisis de la modernidad es la crisis de los fundamentos de su educación y de sus postulados éticos (Perdomo, 2000).

En esta forma, los principios educativos, igualdad, libertad, democratización, equidad, la formación integral de la personalidad, nacidos en la modernidad, son cuestionados y sometidos a interrogación. Toda referencia a la educación del sujeto quedó impregnada de las orientaciones tecnocráticas y científicas de la modernidad. Esos referentes han acompañado a nuestra escuela contemporánea, de la cual pensamos que la mayoría carece de modernización en cuanto a materialidad y aplicación de tecnologías para resolver sus problemas, pero que en el fondo permanecen atadas a los principios educativos de la modernidad.

Con base en estas consideraciones, la modernidad hizo de la escuela un espacio indispensable, su función, en teoría, no es excluir sino fijar al sujeto a un mecanismo de transmisión del saber (Foucault, 1992). Igualmente, le confirió las funciones de formación, capacitación y sociabilidad, en esta forma surge la escuela para el futuro, escuela para el progreso, la escuela para la igualdad, para desarrollar la personalidad.

Esa escuela pensada para desarrollar la personalidad integral, devino en una escuela que pretende o pretendió desarrollar la inteligencia, las capacidades instrumentales del sujeto con la finalidad de adaptarlo al modelo económico y social de la modernidad. En esta forma, la acción educativa se centró en el desarrollo y cultivo de la razón (Zambrano, 2002). Sólo se accede al mundo de lo inteligible a través de la razón, fuera de ella nada puede ser despejado con suficiente habilidad.

La escuela contemporánea se edificó con una arquitectura de control y vigilancia (Foucault, 1992), sobre la base de un conjunto de conocimientos científicos traducidos en asignaturas a los cuales rinde pleitesía, olvidando que el saber científico no es todo el saber, pues el saber del niño procede de su historia y su contexto, así, la escuela menosprecia los lenguajes del niño mediante juegos de lenguaje y discursos cargados de poder.

La escuela de la igualdad, homogeneiza y controla, pues parte de la idea de sistema, en que la norma y lo normal operan como expresión estadística, no obstante, ella en su misma lógica es capaz de señalar las diferencias, pero las trata como desviaciones no para asumirlas sino para excluirlas de manera silenciosa y ordenada. Esa exclusión es justificada desplazando culpabilidades con el concurso discursivo de un “psicologicismo” y un “pedagogicismo” que encuentra su suelo fértil en el desarrollo de una práctica pedagógica instrumental.

Por otra parte, la escuela para la vida, el progreso y el futuro, parece alejarse para muchos niños y adolescentes. La escuela para el futuro y el progreso se ha desvanecido para una familia que debe resolver sus situaciones más inmediatas, peor aún, para algunas familias de clase media quienes ven a sus hijos graduarse sin la seguridad de acceder a un trabajo digno.

La escuela contemporánea desarrolló enunciados “claros y lineales”, un gusto por los aprendizajes rápidos. La planificación ocupó y ocupa un lugar reverencial, en tanto constituye una mejor forma de hacer orientar la práctica pedagógica, además, constituye un requisito administrativo, desde el que se ejerce el control y el poder administrativo. Aquí, la obsesión por la eficacia de la que nos habla Foucault en Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión (1976), representa una tendencia que intenta analizar los procesos pedagógicos desde una concepción administrativa, es decir, desde un lugar privilegiado, en donde todo actuar tiene valor, en tanto es útil a la productividad. Carrizales (1991), presume que esta racionalidad se filtró al campo educativo a través de la teoría curricular de los años cuarenta del siglo pasado con el trabajo de Ralph Tyler y todas las investigaciones desarrolladas en el seno de las teorías conductistas, las cuales pretendieron mirar la educación y la escuela desde los conceptos administrativos del mundo industrial.

Esos enunciados claros de la modernidad, también se manifiestan en el ámbito de lo educativo y de lo escolar cuando se enfatiza en que los objetivos de la enseñanza y del aprendizaje deben enunciarse en forma “clara y precisa” y, además, deben promover en los alumnos conductas observables. En consecuencia, esa claridad desplaza todo encuentro intersubjetivo en el espacio escolar. Esta claridad en los enunciados es una respuesta a la obsesión de la certeza, que se traduce en tranquilidad, seguridad en todo el espacio escolar, en que se pretende programar y controlar las interacciones humanas.

Toda esa tecnología de lo escolar condujo a ocultar los espacios para los encuentros, la imaginación, los sueños, las miradas y las sonrisas, la duda, los errores, la interpretación y curiosidad en aras de unos aprendizajes que rendían y rinden culto a la ciencia y a los conocimientos científicos. Por ello, se revalorizó la razón convertida en razón instrumental traducida en habilidades intelectuales para ejercitar la memoria. La escuela revalorizó la velocidad como respuesta a la angustia del progreso escolar, así debió responder a la idea progreso, a la cuantificación impuesta por la modernidad.

Mientras tanto, el concepto de formación docente que domina nuestros espacios académicos también está guiado por el desarrollo de la razón instrumental, dirigido a organizar la capacidad cognitiva que la limita a los instrumentos que le permiten actuar y desenvolverse en el vacío. Así, los maestros son formados para actuar estratégicamente pero no saben pensarse en el mundo. De esta manera, el principio seguido en el proceso de formación es la capacidad instrumental, ni siquiera la capacidad emotiva o espiritual, como tampoco su razón antropológica y, menos, la reflexión ética (Zambrano, 2002).

En el ejercicio de su profesión, la mayoría de los maestros se mueven entre la indiferencia y la velocidad, esto se manifiesta, en la mayoría de los casos, como desinterés en el por-venir de la formación, la renuncia a los discursos complejos, el rechazo a la reflexión crítica, la subordinación del pensamiento a las lógicas del poder, la ingenuidad en el consumo de saberes (andamos en un festival de modas pedagógicas), la hipervaloración de la teoría y la práctica, ambas subordinadas a los valores de una formación instrumental. No obstante, localizar la indiferencia parece no ser tan fácil, pues ella viste diferentes trajes, los cuales se tejen en una red de complejas simulaciones y disimulaciones legitimadas en los discursos del poder pedagógico. La indiferencia implica asumir las racionalidades burocráticas, así persiste una preocupación por administrar el programa en tiempos limitados. Ante la resistencia de sus estudiantes, el docente amenazará con “el examen y la calificación”, quizás justificándose en la exigencia institucional. En algunos casos será “suave” para no causar tensión o evitar protestas y, en otras ocasiones, será “duro”, pretendiendo con ello ejercer mayor control. Se ejerce la docencia como experiencia sin reflexión, pues la velocidad es tal que el maestro no está en condiciones de hacer de su profesión un espacio para el goce y el disfrute.

Dentro de ciertas prácticas pedagógicas, se perciben evidencias que denuncian a nuestra escuela como nihilista en el sentido de que genera valores contrarios a los que proclama o defiende: “lo que es no es como debe ser, y lo que debe ser no existe” (Perdomo, en comunicación personal, 15 de octubre, 2004). Desde el aula escolar se pregona la solidaridad, en tanto se prepara al niño para actuar en un mundo donde lo que sobresale son aquellos valores egoístas y compasivos. Se prepara para que el futuro ciudadano actúe en función del “para sí mismo” antes que en función del “para el otro”, se mencionan los valores democráticos sólo para inventariarlos, pues la vida en el aula está dominada por ejercicios de autoritarismo. Se pregona la participación y el respeto a la opinión sólo a condición de no contradecir la voz del maestro. Por ello, nuestra escuela es nihilista en tanto niega la vida, el cuerpo del niño, la alegría de vivir y, sobre todo, los principios sobre los cuales se erigió.

El nihilismo transvalorador y reafirmador para la escuela

Sobre estos asuntos se debate y se manifiesta una preocupación en torno a ciertas ideas, entre ellas: los principios de la educación pueden y deben ser discutibles a condición de colocarlos en marcos discursivos de consenso, asumido éste como un estado del debate y no como un fin. Ese consenso deberá ser local y provisional, sujeto a una rescisión eventual, orientado hacia la multiplicidad y pluralidad de argumentos y referido a enunciados limitados en el espacio-tiempo.

Bajo estas consideraciones, en el espectro de la escuela francesa liderada por Meirieu y Develay, más próximo a nuestro contexto, por el colombiano Zambrano y, en nuestro país, representado por el grupo La Psicología Social de la Educación de la Universidad Central de Venezuela, se debate en cuanto a la recuperación de la pedagogía y la psicología educativa, asignándole el carácter de una reflexión ética de la educación y lo escolar, construyendo una configuración teórica que les permitan escapar de los tornillos teóricos que las han sujetado. En esa recuperación, la pedagogía surge como la “armazón de un intento” que busca apartarse de la formalidad científica a riesgo de ser considerada como “poco seria” o “literatura sin forma” (Zambrano, 2002).

En esa armazón surge la discusión sobre la Pedagogía, la Formación Docente, la Pedagogía Diferenciada y la Didáctica, todas ellas apoyadas en una red conceptual en la que aparecen debates en torno a las definiciones de: diferenciación, alteridad, aprendizaje, educabilidad.

Al proponer el concepto de alteridad se pretende rescatar las diferencias, se promueve un discurso que intenta comprender al “otro” y lo otro, no obstante, ante ese discurso de la diferencia debemos estar atentos a dos peligros: su trivialización, es decir, la pérdida de su distancia crítica y su utilización indebida (Universitas Humanísticas, 2002, editorial). En razón de ello, se nos invita a repensar el espacio escolar como un espacio aleatorio, de encuentros para mirar y mirarse en una perpetua pregunta por el “otro”, por ese “otro” que también forma parte de un “uno” y un “nosotros” (Zambrano, 2002).

En función de estos conceptos, se postula un modelo pedagógico llamado “Pedagogía diferenciada”. Mediante este modelo se aborda la diferenciación, en tanto, se recupera la celebre frase “que los sujetos no aprenden de la misma manera”; este postulado está fuertemente entramado en la firme promesa de rescatar la didáctica de la racionalidad instrumental en que fue colocada, para hacerla preguntar por el “otro“, el “otro”, como sujeto educable y como sujeto que educa y que está movido para preguntarse por el lugar que ocupa el “otro” en la construcción de un “nosotros”. Por consiguiente la diferenciación pedagógica, no consiste en producir unos análisis anticipados sobre las necesidades del niño o adolescente, para aplicarle luego unos métodos, unos objetivos diferentes o actividades remediales. Se preocupa por una regulación ética surgida en el espacio escolar, con tiempos y espacios limitados, en torno a los saberes, los métodos y a los objetivos a la luz de lo que cada uno puede saber sobre sí mismo y del otro, pero también explorando nuevas posibilidades.

En este discurrir, el espacio escolar es aleatorio, se intenta reconocer la acción pedagógica en sus paradojas, esto es: cómo entramar los saberes universales y los saberes particulares, unificar y diferenciar, y por esta vía se pretende encarar el individualismo, en procura de la individualidad. En cuanto a la Formación Docente, ésta debe ser acompañada por una exigencia ética y práctico-reflexiva, antes que por una formación para lo instrumental, por ello es entendida como finalidad, búsqueda de experiencias (Zambrano, 2002).

Sin embargo, en nuestra búsqueda nos acompaña el signo de la sospecha porque se está de acuerdo en que los conocimientos y los saberes están determinados por su propia naturaleza, esto es, tienen una historia y unas formas de circulación propias de las dinámicas denunciadas en la cuestión del par saber-poder. En consecuencia, la fuga de paradigmas y saberes a otros contextos geográficos origina apropiaciones, en las que la episteme es dejada de lado para dar paso a una apropiación ciega. No obstante, el efecto bondadoso reside en que ello puede transformarse en interrogaciones, cuestionamientos y dudas que puedan recrear nuestras reflexiones y la invitación a debatir en nuestros espacios (escuela, universidad, partidos políticos, comunidad).

Bajo estas premisas surge una actitud de nihilismo activo reafirmador al estilo nietzscheano y nos interrogamos: ¿será posible recuperar el proyecto de la Modernidad para la Educación y la escuela, en cuanto a los principios que la sustentan? Asumiendo que esta interrogante puede ser ubicada en un nivel de abstracción complejo y ambicioso, nos haremos otra de menor pretensión, pero igualmente legítima: ¿es posible repensar nuestra escuela? Creo que nos asaltan los espíritus que nos obligan a pensar en ello y nos resistimos a renunciar. Algunos preceptos de los descritos aquí pueden recrearse a la luz de otras miradas, de otros encuentros y así seguir el camino en perpetua búsqueda para quienes hemos intentado entender el compromiso con el “otro”.

En este sentido, algunos conceptos y categorías podrán revisarse, en especial la de formación y capacitación expuesta por Maturana y Nisis (2001), además de las ideas de las señaladas por Zambrano (2002) y, Meirieu y Develay (2003). Dentro de ellas, se reflexiona en cuanto al ¿para qué? ¿para quién? ¿con qué derecho pretendemos intervenir?, y ¿qué entenderemos por formación y capacitación humana? Dentro de estas proposiciones utópicas se resalta la importancia de la formación humana del maestro y del niño, niña o joven, como actores implicados en el quehacer educativo.

En este sentido, se plantea una distinción entre la formación humana y la capacitación. La primera tiene que ver con el desarrollo del niño o niña como persona capaz de ser cocreadora de un espacio humano de convivencia social. Este espacio está relacionado con el autorrespeto y el respeto por el otro. La tarea de la formación humana es el fundamento de todo proceso educativo. “La capacitación tiene que ver con la adquisición de habilidades y capacidades de acción en el mundo en que se vive…” (Maturana y Nisis, 2001, p. 15), por lo que ésta se entiende como un instrumento o camino para realizar la tarea de formación humana. Se parte de que somos capaces de aprender cualquier quehacer, porque nuestra identidad no se ubica en el que hacer sino en su “ser humano”.

La propuesta de Maturana y Nisis (2001), parte de quince principios para abordar la formación y capacitación humana; entre ellos se destaca que la educación escolar, como espacio de convivencia, debe permitir el crecimiento del niño como ser humano que se respeta a sí mismo y a los otros. Esto requiere que el maestro genere espacios de aceptación del niño como un ser legítimo en su totalidad y no como un tránsito para la vida adulta. En consecuencia, el maestro debe mirar más allá de los resultados del proceso educacional.

La formación del maestro o su actualización debe consistir en construir espacios de convivencia semejantes a los que éste ha de construir para sus alumnos, resaltando la reflexión sobre su propia forma de relacionarse. El maestro puede contribuir a la capacitación de sus alumnos si vive su tarea educacional desde su hacer y desde su libertad para reflexionar y respetarse a sí mismo. Así, todo proceso educacional debe partir aceptando la legitimidad del ser del educando, aunque se le oriente a cambiar su hacer.

Repensar la escuela desde ella misma y su relación con la comunidad, debería ser el reto: una escuela para los encuentros, en donde lo “uno” y lo “otro” sean objeto de discusión. En torno a estas ideas, algunos maestros reconocen la necesidad de cambiar algunas estructuras escolares para dar cabida a las diferencias y a otras formas de autoridad sobre lo escolar y sobre la relación maestroalumno. En esta osadía, en este atreverse, surge la inquietud por pensar en una escuela más liberadora en cuanto a procesos de “desescolarización”, pensar en otras formas de concebir el “progreso escolar” desplazando la idea de linealidad afianzada en el tránsito por grados, y desplazar la idea de métodos pedagógicos recuperativos, por una que pueda tener como centro las diferencias individuales, además, configurar a la escuela desde una perspectiva de “desencentralización relativa”, entendiendo la peligrosidad de anarquizar los planes de estudio. Consideramos que en este atreverse, la ética nos conduce a asumir los riesgos y las responsabilidades, porque ese “otro”, como sujeto educable, bien lo vale.

Ahora bien, esa “nueva escuela” tendrá que llegar y será en sí misma “ambigua” y, por ello puede sumir al maestro en la desesperación en vez de elevarle al goce más intenso. La cuestión estriba en el grado de fortaleza o de debilidad de las voluntades que tienen acceso a ella. Si la escuela se vuelve alegre es porque hay maestros y niños capaces de cantar ese nuevo saber y danzar al son de esa música nueva. La alegría de este arte escolar no es sino la propia de una naturaleza fuerte, ávida de dominar. Esa escuela será un arte que sólo podrán cultivar unos pocos, pues todo lo noble, fuerte, excelente y elevado es por definición raro y escaso (Nietzsche, 1995).

A manera de reflexiones finales

Desde luego, reflexionar en torno a la escuela desde el pensamiento nietzscheano nos conduce a pensar en una “escuela para la auténtica cultura” y, por ende, a preguntarnos en relación a sujeto de la educación. Si bien, la escuela moderna ha usado como bandera “democratización de la educación” y bajo ella se acogió a una arquitectura escolar de la educación para la “masa” y que en palabras de Nietzsche, diríamos en -“la escuela para el rebaño”-. Esa escuela se construyó tomando como referencia la concepción del sujeto promocionado por la sociedad moderna. En ella, se pregunta si todos los hombres son “organizables”, porque lo que se quiere son piezas de un engranaje, esto, es unidades para el sistema (Desiato, 2005). Aquí el sujeto es pensado en términos de homogeneidad, uniformidad eigualdad, en tanto, se parte de que la sociedad sería una totalidad orgánica bien regulada y para lograrlo tiene que imponer normas colectivas. Entonces, la idea de sociedad se materializa mediante la expresión de exigencias colectivas para las cuales la atribución individual de valor carece de significado. Estos conceptos se han practicado en la escuela para hacer ver y sentir “que todos somos iguales” y que por tanto, todos deberíamos responder de igual manera en términos de procesos de aprendizaje, en fin, es una escuela para adaptarse a las condiciones de vida. Esas condiciones de vida, en la modernidad están signadas por una concepción de bienestar asumido en términos de mayor capacidad para producir y consumir.

Por el contrario, en el pensamiento postmoderno aquella mágica relación individuo-sociedad, fuertemente fundada en el discurso de la modernidad, se ha distanciado. Esa distancia abrió los caminos para el escepticismo en torno al reconocimiento de intereses comunes y de identidades políticas, se aprecia una tendencia a reconocer lo “diferente”, lo “otro”, un retorno a la subjetivad, un renovado interés por lo “local” y lo “micro”, lo “diverso”. Hoy, aunque siempre lo ha sido, la sociedad es más plural y diversa. Sin embargo, con la aparición de estos discursos sobre la diferencia que pregonan la comprensión del otro y lo otro, se levantan los solipsismos postmodernos, los nacionalismos más radicales y las exigencias individuales más irracionales.

Toda esa sintomatología ya había sido objeto de análisis por parte de Nietzsche. En su obra “Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas” (2000), reconoce una antitesis entre “instituciones para la cultura auténtica” e “instituciones para las necesidades de la vida”, esta última se afianza en una “cultura” que es sierva y consejera intelectual de las necesidades de la vida, de la ganancia y de la miseria, por tanto, la educación sería simplemente una indicación de los caminos que se pueden recorrer para salvarse y defenderse en la lucha por la existencia. Por consiguiente, puede hacer la promesa de formar empleados, comerciantes, agricultores o médicos.

Pero, ¿puede el sujeto superar estos designios de la escuela y la cultura moderna? En Nietzsche, encontramos algunas pistas, para él la escuela como institución de auténtica cultura no puede tener como finalidad exclusiva la superación de las necesidades de la vida. Ella ha de ser una institución para la “educación aristocrática, basada en la selección sabia de los genios” (Nietzsche, 2000. p. 113). Para lograrlo, el sujeto deberá encarar su misión más alta, la de liberar al hombre moderno de la maldición de la modernidad, mediante su lucha por la existencia, además, tendrá que “…ver en qué medida valora el hombre su existencia subjetiva frente a los demás, en qué medida consume sus fuerzas para esa lucha individual de la vida” (p. 114).

Esa vida, que para Nietzsche no es una adaptación de las condiciones internas a las externas, sino voluntad de poder que desde dentro siempre de nuevo se somete e introduce en lo exterior. En razón de ello, afirma que su filosofía está dirigida a la jerarquía, no a una moral individualista o colectivista. Situándose al margen de ambosmovimientos: la moral individualista y la moral colectivista, pues ambas ignoran la jerarquía y quieren otorgar a cada uno, a otro o a todos la misma libertad; sus pensamientos se colocarán alrededor del grado de poder que el uno y el otro debe ejercer sobre otros o sobre todos. Además, se tendrá que tomar en cuenta en qué medida un sacrificio de la libertad, ofrece una base para producir una especie más elevada que el hombre. Aquí, tiene sentido la idea de que cada uno debe tener por más alta la acción que atiende al otro, que la que atiende a sí mismo, y que ese otro debe hacer lo propio. Sólo pueden llamarse buenas acciones aquellas en las que cada uno no atiende a sí mismo sino al bien del otro, en sentido de lo comunitario a partir de la convicción de que el individuo, en general, “vale poco”, mientras que “vale mucho” junto a todos los demás, presuponiendo que forma una comunidad.

Bibliografía

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