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Educere

versión impresa ISSN 1316-4910

Educere v.12 n.40 Meridad mar. 2008

 

Siete realidades capitales de la autonomía universitaria.

Seven capital realities of university autonomy.

Antonio José Monagas *

Universidad de Los Andes. Escuela de Ingeniería Edo. Mérida - Venezuela

* Profesor titular, docente–investigador de las Facultades de Ciencias Económicas y Sociales y de Ciencias Jurídicas y Políticas, Postgraduado en Planificación del Desarrollo (UCV), Ciencias Políticas (ULA), Gerencia Pública (IVEPLAN–IESA), Ciencias Sociales (UCV). Columnista de El Universal, Frontera, Diario de los Andes, La Nación y Noticiero Digital.

1. Prolegómenos

La tipología de sistemas políticos caracteriza comportamientos, condiciones y razones que expresan el sentido de disposiciones, estructuras e ideologías propias del hombre cuando se halla en funciones de gobierno. Justamente, a partir de tales caracterizaciones pueden evaluarse actitudes de diferentes causas. Entre otras, aquellas que comprometen valores relacionados con las libertades políticas tornándose en factores de riesgo para la estabilidad funcional de instituciones y sociedades.

Desde luego, son múltiples los problemas que derivan de situaciones en las cuales se ven constreñidas importantes variables de incidencia social, cultural y organizacional por causa de la tergiversación de objetivos y propósitos inicialmente expuestos en términos de solidarias y congruentes consideraciones. Sin embargo, muchas suelen ser las dislocaciones y disociaciones que vulneran las relaciones de poder toda vez que esas mismas instituciones se consiguen apocadas por la ofuscación que les genera el temor infundado ante una incertidumbre mal definida. Precisamente, por la contundente ausencia de un proyecto de esclarecida cardinalidad. Y es el caso, exactamente, de la universidad venezolana, e indiscutiblemente de la universidad autónoma donde, al lado de una capacidad crítica y afanada por la necesidad de asentir su voluntad de intervención en los complejos procesos decisionales, se han entronizado actitudes displicentes cuyas consecuencias han vulgarizado y atrofiado la comprensión del hecho educacional universitario y sus acciones colaterales. Sobre todo, si éste se entiende a partir del concepto de autonomía que se ha presupuesto con base en la intención expuesta en el artículo 9 de la actual Ley de Universidades.

Sin embargo, sus razones pueden explicarse no sólo desde la perspectiva permitida por la sociología de la educación, sino también por la sociología política. Más, por tratarse de problemas que afectan al conjunto de la institución universitaria y no a partes de ese mismo universo que, por su condición de entidades interactuantes en el contexto de una realidad autonómica, muchas veces se comportan equivocadamente como compartimentos estancos o aislados. Cuestión ésta que además propende a estimular la posibilidad de tomar decisiones que en poco o nada reconocen el sentido colectivo de la institución lo cual pareciera concebirse en razón de una antiuniversidad o universidad conducida sobre antivalores que magnifican la ofuscación, la mezquindad, la desconfianza, la demagogia, el oportunismo y la improvisación.

Indiscutiblemente, no resulta extraño ni fortuito dar cuenta que esa misma Universidad, apegada a las disquisiciones alentadas en un absurdo ensimismamiento incitado por la conjunción de estos antivalores, se debate en el ámbito de una sociedad burguesa que busca afianzarse en la significación que dimana del valor magnificado o desviado de mercado. Aunque de un mercado, que por sus mismas contradicciones políticas, económicas, culturales y sociales, pretende suplir el valor de la creatividad individual y de la intelectualidad por otros asociados a condiciones que buscan restarle posibilidades o la solapada negación de libertades fundamentales. De esta manera, el individuo entra “(…) en conflicto profundo con las normas y los valores constituidos: lo cual no le permite realizarse a sí mismo, no puede apropiarse de lo que le corresponde” (Marcuse; 1990; p. 148).

Particularmente esa es la universidad por cuyas limitaciones de organización y de concepción, de administración y gobierno, o de adecuación de sus estructuras de dirección y de coordinación que confronta, no termina de calzar ni con las exigencias propias de su entorno, ni mucho menos con las demandas que se suscriben tanto en la crisis de objetivos y orientaciones que agobian la visión obtusa de un mundo desarraigado, como también en la crisis de concepciones teóricas sobre las cuales se depararon los postulados de una economía y de una política que hoy luce discordante con los principios básicos desde cuya base epistémica se ha venido reestructurando la sociedad en los albores del siglo XXI.

Hoy cuando la dinámica de estos nuevos tiempos, de estas nuevas realidades, obliga a las fuerzas de la sociedad a readecuar sus propósitos en aras de reconvertir sus capacidades, la universidad autónoma no puede reducirse a meros convencionalismos que, paradójicamente, son aprovechados por quienes mejor saben usurpar los espacios académicos en beneficio propio.

La universidad no debe ser usufructuada por nadie. Contrariamente a dichos dogmas, la universidad ha de ser una institución que dé cabida a todos aquellos con actitudes, aptitudes y vocación para así saber convivir y compartir espacios que sólo tienen sentido en el marco de una autonomía universitaria que bien se corresponda con las libertades político–académico–institucionales que se requieren para llevar adelante propósitos de planificación, de organización, de administración, de coordinación, de control y de evaluación en todo lo que concierne a sus necesidades docentes, de investigación, de extensión y de gerencia universitaria.

Sin embargo, ante el afán que se da por causa de elucubraciones que intentan debatir el concepto de autonomía universitaria en medio de condiciones de incertidumbre o de exagerado optimismo, pudiera resultar conveniente disertar sobre las posibilidades que tal problema anima para lo cual pudiera igualmente lucir interesante su revisión en el plano de distintas realidades. Las mismas, al diferenciarse con base en problemas que de alguna forma tienen un denodado carácter de contundencia y determinación, pueden ser útiles en cuanto a que estructurarían un dominio de consideraciones con la fuerza para sustentar hipótesis con cierta validez por las cuales puedan ilustrarse la crudeza de las situaciones que comprometen la autonomía universitaria toda vez que la misma podría estimarse desde su ocaso o de sus albores. Todo, dependiendo del enfoque bajo el cual se aprecie cada situación en lo particular.

2. Primera realidad: ¿displicencia en el gobierno universitario?

Múltiples son los problemas que asedian la funcionalidad de instituciones trazadas a instancia de consideraciones conceptuales. Consideraciones estas que, a su vez, comprometen valores de libertad, solidaridad, convivencia, ordenamiento institucional y responsabilidad social. Desde los más simples hasta aquellos que animan objeciones y contrariedades a procesos creativos y criterios asumidos desde la perspectiva de una disciplina o visión pragmática ante una situación particular. Instituciones que no terminan de precisar objetivos de importancia trascendental debido al ingente problema que significa la carencia de propuestas de largo alcance o la falta de adecuación de sus recursos como consecuencia de la ofuscación que mantiene la dirigencia ante la incidencia de los asfixiantes factores de la micropolítica. Es decir, de la política ocasional o coyuntural.

Justamente, en medio de las agobiantes confrontaciones que se dan en medio de tan contundentes circunstancias, luce difícil el propósito siempre declarado de desentrañar la fatal divergencia entre gobierno y planificación. Pero igualmente, muchas de las promesas expuestas como elementos básicos de un “plan de acción” articulado con base en acuerdos de “imposible” realización o apuntalados en la sintaxis de una demagógica y vergonzosa retórica como por lo general sucede.

Ciertamente ha podido comprobarse que buena parte de las razones que explican estas desavenencias, se encuentran en la realidad de una cultura política dominada por el vulgarizado inmediatismo y el exagerado pragmatismo. Es así que la atención del gobernante se vuelca hacia problemas intermedios del sistema político abandonando de esta manera los agudos problemas terminales del sistema social. Y la universidad, como institución afectada por sistemas de dirección desubicados de las más exigentes contingencias y exactas racionalidades, no está exenta de encontrarse sumida en fútiles dinámicas de extenuada presencia. Tales como se han caracterizado arriba.

Cuando la universidad busca justificar procesos de política institucional expresados mediante la necesaria transposición de su dirigencia, sigue comportamientos estimulados por la libertad eleccionaria reivindicada por el vigor democrático que caracteriza la vida académica. Sin embargo, en medio de tan debatido ambiente, se encubren problemas que sólo se comprenden por su esencia profundamente política. Y es lo que lleva a manifestar la controversial situación que se da en una universidad “sin Gobierno”. Pero “sin Gobierno” no por el hecho de prescindir de personas que cuenten con la disposición para asumir la mínima responsabilidad para decidir cursos de acción en momentos de máxima conflagración. “Sin Gobierno”, específicamente, por la razón de animar confabulaciones que magnifican las confusiones en el paroxismo de una universidad sin proyecto. De una universidad desconcertada ante las exigencias de los nuevos tiempos. Nuevos realidades entendidas no necesariamente por la incidencia de nuevos conflictos, nuevas confrontaciones, nuevas demandas. Particularmente, porque los mismos problemas han continuado exacerbando y desgastando aún más las incipientes capacidades de gobierno que esforzadamente resisten la avalancha de continuas demandas que plantean las nuevas realidades sociales, económicas, tecnológicas, científicas, humanísticas y políticas.

No obstante, la universidad, sigue empeñada –por su ofuscada y equivocada estrategia para enfrentar los contratiempos arrastrados por la incertidumbre mal definida– en mantenerse al margen de tan denodadas reclamaciones. Es decir, de “espalda” a las controversias sobre las cuales se está reconceptualizando y reactivando el mundo actual y todas sus implicaciones.

Y es que resulta gravemente contradictorio que en los predios universitarios, todavía persistan facciones que si bien pueden ganar elecciones, luego demuestran una desmedida incapacidad para gobernar con la eficacia que requiere la conducción de tan singular comunidad de intereses. Porque hablar de capacidad de gobierno, en medio de la universidad, suele semejarse a esquemas decisionales que apuestan a la rutina inmovilizante. O a mantener bajo control la magnitud de los problemas. Por eso, resulta de legítimo menester evitar que la universidad siga siendo asediada tanto desde adentro como desde afuera. Es decir, “desde las propias limitaciones que se le han interpuesto a quienes en ella tienen una verdadera e irrevocable actitud de transformación y de combate por el futuro” (Blanco; 1991; pp. 1-14)

3. Segunda realidad: ¿exigua concepción? (La anti-universidad)

Entre los años 50 y 70, el pensamiento sobre la educación superior en Latinoamérica estuvo profundamente apegado a interesantes tesis que destacaban el carácter popular del proceso educacional asociado a las universidades. Entonces, se señalaban a éstas como “puntas de lanza” en la batalla que pretendía librarse contra la dependencia y sus acicalados mecanismos de intervención en los procesos sociales, económicos y culturales, fundamentalmente. En términos de tan condicionadas realidades, se asentía que “…la Universidad debía convertirse en factor desarrollante y así tomar puesto de vanguardia en la gran lucha contra la dependencia, la insuficiencia, la pobreza la deformación y el desperdicio”. (Maza Zavala; 1973; pp. 18-19).

En Venezuela, la Constitución de 1961 en aras de “…lograr la participación equitativa de todos en el disfrute de la riqueza, según los principios de justicia social […] de mantener la igualdad social y jurídica, sin discriminaciones de raza, sexo, credo o condición social”, aducía entre sus preceptos el derecho a la educación como una forma de garantizar “…el pleno desarrollo de la personalidad, la formación de ciudadanos aptos para la vida y para el ejercicio de la democracia, el fomento de la cultura y el desarrollo del espíritu de solidaridad humana” (Del artículo 80). Asimismo, la Constitución aprobada en diciembre de 1999 reconoce a la educación como “un derecho humano y un deber social fundamental” De hecho, la considera “gratuita” cuando es impartida por las instituciones del Estado “hasta el pregrado universitario” (Del artículo 103). Sin embargo, el problema que refiere la situación de “anti-universidad” trasciende las consideraciones precedentes.

Hablar de la “anti-universidad” significa aludir a ese cuadro de descomposición organizacional, administrativa y académica, que al subordinar esos principios que comprometen valores de pertenencia e identidad, subvierten importantes procesos institucionales por cuyos efectos se perturban propósitos específicamente universitarios relacionados con ciertas posibilidades reales para enfrentar los nuevos retos de la industrialización a la vista de la globalización de la economía y de la comunicación.

Y por supuesto, la autonomía universitaria es igualmente abatida por los golpes que le propina no sólo el insidioso tratamiento por parte del gobierno, indistintamente de la bandera político-ideológica que revista su proyecto de gestión pública. También por la desidia de miembros de la comunidad universitaria cuando no consideran debidamente su importancia mediante actitudes que exalten y exhorten el sentido institucional asociado a su praxis. Pero entonces, ¿cómo revertir una cultura académica que, por no atender los avatares de tan dinámicas y recurrentes circunstancias, se subsume en diatribas que sólo las explica, en algunos casos, el sometimiento al poder y, en otros, el tráfico de influencias?

Esa “anti-universidad” irrespetuosa del sentimiento autonómico, revela profundas escisiones. Particularmente, la que deriva de la brecha entre la universidad del conocimiento y la universidad de la mezquindad, la universidad del saber y la universidad del poder. En términos de tan paradójica situación, esa “anti-universidad” pone al descubierto la ausencia de un proyecto institucional por el cual pueda reorientar sus capacidades en función de las limitaciones y potencialidades endógenas, así como también de las amenazas y oportunidades exógenas.

Precisamente, la falta de un proyecto de universidad que ilumine el camino a recorrer, aun cuando “entre golpes y traspiés”, es en verdad la más elemental razón que tristemente “justifica” los reveses determinados por decisiones duales, alevosas, ensañadas y equivocadas que sólo apuntan a mantener una visión de universidad solazada en una realidad desdibujada por el acometimiento de las actuales exigencias sociales y económicas, organizacionales y políticas, científicas y tecnológicas, ideológicas y culturales.

En medio de esa “anti-universidad”, además de desdibujarse toda intención de apuntalar la autonomía universitaria como blasón de las fuerzas que inspiran coherencia institucional y convicción por el resguardo de las libertades académicas, no hay espacio para afianzar la vocación de institución pertinente, perseverante y consistente en sus propósitos académicos, disciplinada en su proceder, aunque irreverente para acuciar la búsqueda del conocimiento, como bien debe ser el fundamento de una universidad comprometida con la formación de una civilización que se precie del respeto al hombre en tanto su opinión estructure los cimientos de la verdad, la libertad y la justicia social. Pues en ello descansa la estructura de la cual se asienta la autonomía universitaria, sus relaciones, imbricaciones e implicaciones.

4. Tercera realidad: ¿sumisión en el devenir de la universidad?

A la universidad venezolana le ha resultado un verdadero problema acometer los cambios que, con el tiempo, han demandado los avatares propios del procurado desarrollo económico y social. Desde luego, habrá que admitir la incidencia de múltiples dificultades de distinta índole por cuyos efectos la universidad se ha visto inhibida, impedida o dificultada para adaptar su funcionalidad a las nuevas situaciones derivadas de las realidades más próximas a su entorno.

No cabe duda de que la institución universitaria, con base en la concepción de autonomía, sabrá adecuarse a las necesidades y acabará liderando la transformación social que el país reclama. No obstante, los reveses paradójicamente siguen limitando su desempeño. Particularmente en estos últimos años, la universidad se ha mantenido aislada de la sociedad a la cual se debe. Los embates internos la han ensimismado al extremo de constreñir su visión de los problemas nacionales. Bien expresaba D. F. Maza Zavala que “la adaptación rutinaria a lo que transcurre, a lo que se impone como realidad concreta, inhabilita a la universidad para desempeñar su función creadora y transformadora, su labor excelsa de proyectista del suceder” (Aut. cit.; 1979; p. 188).

Esto ha sucedido, justamente, porque su reticencia para enfrentar las exigencias que se le plantean, puede explicarse “…como una conducta regresiva de quienes tienen, como responsables a distintos niveles de la gestión académica y administrativa, la posibilidad y la oportunidad de promover el progreso universitario” (Ibídem; p. 189). Sin olvidar que hay excepciones, por supuesto, el problema de una universidad que se comporta erradamente sumisa, sigue mellando la condición de academia, de institución motriz y matriz del saber y del conocimiento.

Precisamente, cuando más la universidad debe salirle al paso a las recrudecidas interrogantes que deambulan en medio de las recurrentes confrontaciones que se suscitan por la confusión y pérdida de objetivos de desarrollo nacional, asume entonces una actitud displicente y subordinada que, en nada, se corresponde con una universidad que debe, puede y tiene que ser “memoria del pasado y atalaya del futuro, vanguardia, a todas las instancias, de la solidaridad intelectual y moral” (Laporte; 1998; p. 12)

No es pues digno de esa universidad dinámica, capaz de renovarse, de solazarse con las nuevas variables determinadas por las realidades y las necesidades, que continúe callada, silente, en cómoda actitud de conformidad, frente al bochorno de decisiones del Ejecutivo Nacional tomadas al margen del esfuerzo de formar “…los equipos profesionales y técnicos que necesita la Nación para su desarrollo y progreso” (Del Artículo 3º, Ley de Universidades). De hecho, la inconsulta determinación gubernamental, a los fines de incorporar algunos cientos especialistas antillanos, entre metodólogos, profesores de educación física, recreación y cultura física, entrenadores y preparadores físicos, a labores para las cuales la universidad venezolana viene preparando profesionales a través de programas, cátedras y carreras con crédito académico propio de encomiarse y emularse, no fue cuestionado en su oportunidad por las respectivas instancias universitarias.

Y aunque la idea de este acuerdo pueda no contemplar “sustituir a los profesores venezolanos en sus puestos de trabajo, sino generar apoyo técnico y asesoría profesional”, como lo manifestara un connotado representante del Gobierno Nacional, queda en entredicho la misión de la universidad venezolana por cuanto a ella corresponde colaborar en la orientación conceptual y práctica de la vida del país. Sobre todo, cuando en un tiempo la consigna del Gobierno fue: “Venezuela en movimiento con Cuba para todo el tiempo”. Ello resultaría peor aún, si la universidad sigue haciendo mutis toda vez que el Alto Gobierno busque imponer sus criterios de manera inconsulta; o sea, a desdén de la opinión que pudiera emitir el Consejo Nacional de Universidades como instancia con facultades normativas sustentada por la Ley de Universidades para favorecer u oponerse a alguna propuesta gubernamental que pueda trastocar la concepción de “libertad de iniciativa” a la cual las universidades tienen pleno derecho de accionar.

5. Cuarta realidad: la autonomía incomprendida (desde el poder)

En principio, debe entenderse que las implicaciones del poder son múltiples y además complejas. Su multiplicidad radica no sólo en las interpretaciones que, ante circunstancias, condiciones y percepciones, puedan tenerse, sino también en las racionalidades que comprometen su realidad. Su complejidad se halla determinada por sus innumerables efectos, indistintamente del orden que sigan y de las distorsiones que contraigan su praxis. Su comprensión ha originado vehementes debates. Desde el remoto esplendor griego hasta el convulsionado presente, ha sido objeto de incontables consideraciones. Su profusión teórica y su pluralidad pragmática, han llevado a expresar, por ejemplo, que “pocos conceptos tan polifónicos como el de poder ” (Estefanía; 2000; p. 21).

Hoy, cualquier diccionario dedica un espacio a la palabra poder, por cuanto puede decirse que todo el hacer del hombre está basado en una relación de poder. De hecho, “no existe prácticamente relación social en la cual no esté presente, de alguna manera, la influencia voluntaria de un individuo o de un grupo sobre la conducta de otro individuo o grupo” (Bobbio et al.; 1983, p. 1198). Sin embargo, el problema surge cuando en el medio de esa convivencia aparece solapada alguna intención capaz de encubrir situaciones de desigualdad que descompensan el frágil equilibrio social a partir del cual se deparan importantes valores del hombre. Si ese es el caso, el significado de poder va entonces a remitir a otra lectura que comprometerá racionalidades políticas, éticas y culturales.

¿Pero por qué aludir al poder en la universidad? Porque cualquier disquisición política que enfoque sus realidades, pasa por el tamiz del poder. Básicamente, por cuanto su condición de “comunidad de intereses espirituales”, dispuesta a “buscar la verdad”, entre las dificultades que sus procesos involucran, acicatea respuestas que si bien por un momento pueden considerarse de legítima acción, por otro pueden alentar ideas capaces de desafiar objetivos esencialmente académicos. Justamente, acá el poder se convierte en un perverso recurso para manipular decisiones de gobierno y por tanto, forzar razones para ajustarlas al patrón normativo dominante y justificar su condición de instrumento de gobierno. Estas realidades refieren el problema del asedio que se incita desde adentro de la propia Universidad.

El hecho de establecer normativa y taxativamente que “las universidades son autónomas”, sólo ha constituido una mera referencia para favorecer situaciones muchas veces paradójicas que han debilitado o fortalecido ejecutorias académicas. En cualquiera de ellas, han tendido a transgredirse normas como resultado de posiciones enfrentadas entre actores para lo cual el poder se ha tornado en un imprescindible “arma de doble filo”. El “filo” hacia adentro les ha permitido a éstos reivindicar cualquier causa, por endeble que fuera, pero que les valiera oportunidades para entronizarse en la burocracia universitaria. Asimismo, un “filo” hacia afuera para atacar al opositor aun cuando reconocieran que el plan del contrario fuera superior en método y contenido.

Otra de las expresiones del poder en la Universidad, deriva de la repulsiva práctica de desvirtuar funciones o tergiversar objetivos ya instituidos con el propósito de convenir nuevos procedimientos los cuales casi siempre resultan incomprendidos e ineficaces. Sólo para demostrar una intención la cual si bien puede lucir ruidosa, por su parafernalia instrumental, apenas se reduce a un oneroso gasto fútil por improductiva. Es ahí cuando luce posible hablar del “ruidoso silencio de la Universidad”.

El juego del poder, ofusca decisiones y tergiversa valores razón por lo cual se convierte en mecanismo fácil para sacar ventajas de las circunstancias. Y desde las posturas universitarias, estas realidades no son de ningún modo distintas. Habrá de reformarse la manera de cómo se ejerce el poder en la universidad, pues de lo contrario podría verse exangüe o desalentada la significación de la autonomía universitaria incitando lo que ha venido ocurriendo a propósito de las determinaciones tomadas a nivel del Ejecutivo Nacional cuando, por ejemplo, el Ministerio del Poder Popular para las Finanzas, a través de la Oficina Nacional de Presupuesto ordena implementar una nueva técnica para elaborar el Proyecto y la Ley Anual de Presupuesto. La misma, diseñada como mecanismo de intervención administrativa para “asignar y distribuir los recursos públicos mediante proyectos”, pretende “…tratar a la Universidad como un Ministerio más al servicio del Ejecutivo Nacional olvidando que las universidades autónomas son entes corporativos descentralizados que se rigen por una normativa especial establecida en la Ley de Universidades” (Tomado del documento “Adiós Autonomía”; 2005, snp)

Además, desde el enfoque de la autonomía universitaria por lo que dicho tratamiento significa, es de observar que medidas de esta índole “…no pueden menos que producir un severo impacto el carácter sumiso con el que ha sido atacada en nuestra Universidad la presentación de esta nueva estrategia de gobierno para secuestrar el último rescoldo de apertura que nos quedaba a los académicos” (Ídem)

6. Quinta realidad: la transición política

Hay que concienciar que cuando se discute la transformación de las sociedades, hay que hacer referencia al papel de las universidades. Sobre todo, ante los desafíos que tiene el país en momentos a partir de los cuales habrán de vivirse agudas modificaciones en la médula de las estructuras política, económica y social, fundamentalmente. De hecho, nunca la universidad venezolana se había visto más aludida que ahora no sólo por los problemas que se entronizaron en el marco de su funcionalidad académica a consecuencia de insistir en teorizar sobre teorías cual obstinada práctica de generación de conocimientos. También, por causa de la complejidad de los procesos sociales creativos toda vez que su descripción, muchas veces, violenta la rigurosidad del método por la reducción al absurdo del cual es objeto el sentido de su análisis.

Ejemplos deben sobrar. No obstante, el caso que representa la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez, cuando declara su apego al “proyecto revolucionario bolivariano” mediante comunicados publicados en la gran prensa a lo largo del año 2001, reflejó el colmo de la adulancia y la encarnación de la petulancia. Situación ésta que si bien continuaron evidenciándola otras universidades como la Rómulo Gallegos, la Ezequiel Zamora, la Francisco de Miranda, y por supuesto las de reciente incursión al mercado de la educación superior como la Bolivariana, la UNEFA y la del Sur del Lago, pone al descubierto la confusión de valores de quienes, entre los resquicios de una singular cultura política, cayeron en la trampa de la propuesta hueca que siempre arengó el Gobierno central. Tanto que, en los comunicados emitidos a nombre de las autoridades y cuadros directivos de esa universidad, en aras de la “…política de cambio que adelanta el proyecto revolucionario bolivariano…” (En El Universal, 7 marzo 2001, pp. 5 –2), se pretendía “…apoyo irrestricto al proyecto y los principios filosóficos que lo orientan…”. (En El Nacional, 27 noviembre 2001, p. D–4). Más, porque el momento histórico es de tanta trascendencia que “…por sí sólo genera la discusión de ideas para la transformación universitaria” (Ídem)

Esta deplorable situación, vale como referencia válida para que se restituya el papel de la universidad ante la realidad política que en lo sucesivo deberá ajustar las capacidades del país a los planteamientos expuestos a través del proceso de restablecimiento del sistema democrático un tanto extraviado entre los desmanes del militarismo, del populacherismo y del fanfarronismo.

SI bien puede decirse que –en el contexto de la consabida transición política que vive el país– comenzaron a reducirse las posibilidades de acorralar la universidad desde afuera (léase OPSU, Ministerio del Poder Popular para la Educación Superior, Ministerio del Poder Popular para las Finanzas, particularmente), igualmente deberá reconocerse que el asedio seguirá persistiendo desde adentro, desde los mismos rincones donde se han escondido quienes mantienen una actitud de solapado rechazo a todo universitario que se declare a favor del cambio institucional y del enfrentamiento con la incertidumbre mal definida. Sin embargo, habrá que aceptar que ante la fuerza de estas nuevas realidades políticas, no sólo continuará viéndose la insidia de detractores (de viejo y nuevo cuño), sino que además se contará con nuevas argumentos para encarar las amenazas que, indudablemente, seguirán dándose a consecuencia de deformados sentimientos, tergiversados propósitos y mal interpretadas respuestas.

En el curso de la presente transición política, tal como el mismo Gobierno Nacional lo ha definido, la universidad venezolana debería tener una importante cuota de participación en el proceso real de elaboración y toma de decisiones que habría de orientar la acción de los gobernantes. Ello, por dos razones básicas: la primera, obedece al principio de colaboración que compromete la función académica en términos del apoyo al progreso y desarrollo nacional. La segunda, refiere la consolidación de un Estado democrático de derecho a partir del cual le corresponde a la universidad venezolana asentir los procesos educacionales que garantizan las posibilidades de inducir el conocimiento a través de la docencia y la investigación científica, humanística y tecnológica. De esta forma, ante la transición política en ciernes, la universidad tendrá que ver realzada su misión académica y sus compromisos con el futuro.

Sin embargo, vale considerar que en medio de estas realidades, indistintamente de la ideología que sostiene un proyecto de gobierno, se encubren actitudes y disposiciones que lejos de asegurar procesos políticos que se tracen el propósito de reducir la brecha entre la capacidad para gobernar sistemas sociales y su dificultad para conducirlos hacia objetivos adoptados democráticamente, se ha marginado el papel de las universidades frente a su elevada misión de coadyuvar con la “…orientación de la vida del país en el esclarecimiento de los problemas nacionales” (Artículo 2º, Ley de Universidades).

En el discurso político de quienes se han arrogado la difícil gestión de enderezar los entuertos de la Nación desde la pretendida ”revolución”, verbigracia, la universidad no luce entre los llamados “factores de la sociedad democrática” lo cual si bien no se entiende con base en la concepción integradora y crítica de universidad, pudiera admitirse si acaso se reconoce en el fondo de todo esto la ofuscación que prevalece como resultante de la desesperación por salir de la situación de crisis que tiene exasperado y consternado al país. No obstante, habría que preguntarse si acaso tan ignominiosa omisión es la resultante de haberse entendido un sistema de sociedad que a juicio de Jurgens Habermas, la universidad no cierra filas en él. Es decir, una sociedad que en tanto oprimida y extenuada, ha debilitado su capacidad de reconocer nuevas posibilidades “…de resolver problemas que le son requeridos para su conservación” (Aut. cit.; 1998, p. 21). Y en consecuencia, cualquier idea que desde la universidad se aliente, sería desatendida por el efecto sórdido de una estructura social ahogada por la obsolescencia de sus criterios de funcionamiento.

Pero al mismo tiempo, cabría preguntarse si ello ha ocurrido en una universidad que ha cobijado a sus propios depredadores y detractores. En otras palabras, se trataría de interrogarse ¿por qué la universidad venezolana sigue distanciada de la vanguardia de la reflexión y de la lucha por la democracia, la libertad y la justicia en el país? Mientras la universidad continúe sumida en problemas intermedios relacionados con el reivindicativismo o el mero academicismo, por encima de problemas terminales del sistema político-educativo, incluso por parte de sus sectores más pugnaces, podría condenarse a naufragar en medio de las exigencias del siglo XXI. Sólo la ignorancia y la incultura justificarían no sólo la barbarie político-social, sino además la ausencia de la universidad del debate desde el cual se determina y reafirma el desarrollo económico político y social de Venezuela. Aun en tiempos de transición política.

7. Sexta realidad: autonomía universitaria, más que un concepto

Mucho se ha escrito sobre la universidad en términos de sus razones, de su devenir e importancia. Desde el mismo momento en que surgen las primeras instituciones universitarias, tanto en Bolonia como en París, en los albores del siglo XII, comienza a cultivarse un sentido de fidelidad con la universidad, pues, en medio de los intereses que desde su funcionalidad se movilizaban como centro de referencia político-institucional, siempre incitó la atención de la sociedad. Aunque también, por parte de quienes –históricamente– han detentado el poder en cualquiera de sus expresiones o manifestaciones.

En la actualidad, la universidad, en tanto que soporte estructural de procesos académicos que comprometen la creación, organización y disposición de conocimientos, es cauce de acciones y reacciones asociadas al hecho social, cultural, administrativo, político, económico y ético que caracteriza su entorno. Por su efecto, la universidad se comporta de manera sensible frente a todo cambio o transformación, modificación o alteración que pueda sucederse a su alrededor.

Esto, indiscutiblemente, hace ver a la universidad como una organización cuya suspicacia la lleva a actuar de manera inmediata por cuanto su gente no está exenta de las contingencias públicas que tienen plena incidencia ante cualquier grupo o sector de la población. Su gente, aun cuando constituye “…una comunidad de intereses espirituales…”, en virtud de los ideales que conviven y los sentimientos que comparten, es igualmente objeto de las mismas represiones o atropellos que padece cualquier ciudadano indistintamente de la capacidad intelectual que posea o de la actividad económica que ejerza.

La universidad, realmente, es más que lo que pudiera significar el sentido que le depara el hecho de converger sus fuerzas en torno a la misión que la ley le infunde cuando determina que a ella le corresponde “…colaborar en la orientación de la vida del país mediante su contribución doctrinaria en el esclarecimiento de los problemas nacionales” (Del artículo 2º, Ley de Universidades). Pero por lo que ello representa, en la perspectiva de un espacio axiológico, deontológico y ontológico, las realidades actuales son demostrativas de consideraciones divergentes puesto que no todos los miembros de una comunidad universitaria, comprenden lo que en esencia exalta y exhorta la misión de la universidad, sus funciones, valores y principios.

Desde luego, existen suficientes razones que explican y hasta justifican estas inconveniencias. Pudiera señalarse, entre otras, la falta de una cultura política debidamente entendida que envuelva al concepto de universidad para de esa forma asentir las cualidades que, como institución, destaca la presencia e injerencia que la universidad es capaz de evidenciar. O como diría el profesor universitario José Miguel Monagas “de poner al vuelo las ideas y con ellas construir un nuevo cielo desde el cual iluminar nuevos horizontes”.

Precisamente, ante el vacío que una exigua consciencia genera en la actitud de algunos miembros de la comunidad universitaria, se acucian detracciones de quienes se han aventurado a denigrar contra la universidad mediante ejecutorias ingratas y desleales que, en ningún momento, pudieran corresponderse con lo que la universidad les ha brindado como individuos que –supuestamente– han empeñado su palabra de honrar y enaltecer la grandeza institucional que irradia la universidad toda vez que sustenta sus funciones y actuaciones en la concepción de autonomía. No es justo pues que por causa de la insidia y la mezquindad de algunos, la universidad pueda ver menguada su imagen y debilitada su tarea de respaldar la transformación de la sociedad venezolana a través de una docencia conciliada con la investigación y en consonancia con la extensión. De esta manera, dejaría de estarse apostando a los mejores cambios tanto a lo interno como a lo externo pues, ineludible e indiscutiblemente, debe reconocerse que la autonomía es para la universidad como la espiritualidad al hombre.

8. Séptima realidad: ¿el ocaso de la autonomía universitaria?

No hay duda de que los tiempos que se aproximan se tornarán cada vez más difíciles. Las venideras realidades habrán de estar más saturadas de nuevos y enrarecidos componentes que determinarán la evidente complejidad de los hechos que caracterizan las situaciones en medio de las contingencias propias de la vida de toda institución u organización. Desde luego, para la universidad lo será aún más debido a las razones que justifican su funcionalidad. Particularmente para la universidad autónoma por cuanto la condición que compromete la significación e implicación de “autonomía”, envuelve una serie de necesidades, así como un considerable número de exigencias, cuyas respuestas sólo se hallan en las estructuras sintáxtica-dialéctica y semántica-hermenéutica del aludido término.

Ante lo que pudiera venir en el campo de acción de la política gubernamental, esta situación adquiere una connotación de extremo cuidado. Sobre todo, luego de haberse anunciado –por parte del Alto Gobierno– cambios contundentes en la funcionalidad de la República lo cual, independientemente de las complicaciones teórico-conceptuales y teórico-metodológicas que ello generaría, así como de otros engorros de naturaleza enteramente pragmáticas u operacionales, pareciera una burda expresión del estado de obstinación que vive el propio Ejecutivo Nacional toda vez que no atina a demostrar ni a convencer –con base en sólidos argumentos– el carácter social y democrático de la denominada “revolución bolivariana”. Más, cuando le ha dado por aludir al supuesto “socialismo del siglo XXI” sin haber fundamentado sus principios, criterios de acción y modos de operación.

El desquicio demostrado mediante la conjura oficialista de crear una nueva misión: “Alma Mater”, corrobora el sentido equivocado que tiene el Alto Gobierno sobre una educación superior la cual, lejos de considerarse como factor de desarrollo con responsabilidades de vanguardia en la lucha contra la dependencia, la insuficiencia, la deformación y el desperdicio, ha sido entendida como “punta de lanza” de la gestión política del Gobierno en aras de ser aprovechada como mecanismo de manipulación ideológica y de desarticulación de las estructuras capaces de cuestionar los desmanes de toda índole que han sido provocados por la concepción obsoleta de país que, bajo el nombre de “proceso revolucionario” se ha pretendido llevar adelante sin la menor pena. Aunque sí con el mayor descaro.

Al dirigir los esfuerzos y recursos al “reino de la utopía”, el actual Gobierno ha declarado la obtusa determinación de crear más de cincuenta instituciones de educación superior, entre universidades, institutos politécnicos e institutos tecnológicos, con la perversa intención de desmoronar un subsistema de educación superior liderado por las universidades que “supuestamente” gozan de autonomía plena. Precisamente, para abrirle camino a los objetivos de obstaculizar la democratización del sistema político nacional para lo cual buscaría menguar los niveles de calidad y de excelencia logrados en lo intrínseco de estas universidades.

De esta manera, el Ejecutivo Nacional sólo estaría demostrando la alucinación que el país tiene ante la necesidad de avanzar en medio de las contingencias propias del desarrollo económico y social al cual está llamada Latinoamérica. De hecho, el gobierno persigue una educación superior bajo la cual se pretenda una formación que se rija por el principio de “saber hacer las cosas”. Cuando para el conocimiento científico, tecnológico y humanístico, el problema educacional radica en el principio de “descubrir y aplicar nuevos modos de hacer las cosas” lo cual se convierte en una ventaja competitiva y comparativa que bien puede alcanzarse desde la plataforma que se ha construido en la línea de tierra de la “autonomía universitaria”. Así, podría entonces pensarse en la universidad autónoma como forjadora de la consciencia social a partir de la cual habría de garantizarse el desarrollo nacional. Lo contrario, sería sólo someter la autonomía al escarnio para así incitar su ocaso o peor aún, llevarla al patíbulo.

9. Epílogo

Los tiempos han cambiado. No se puede seguir ignorando las realidades. Sobre todo, cuando éstas devienen en procesos políticos, económicos y sociales, aparte de aquellas que inciden en las ciencias, las tecnologías y las humanidades, que involucran la funcionalidad de la universidad. Es cuando la complejidad alcanza su paroxismo, fase ésta a partir de la cual la institución comienza a estremecerse en virtud de las distintas emergencias que acosan tanto su estructura formal, como su cultura institucional y organizacional y su perspectiva del mundo que la rodea. No hay manera alguna de resistirse a los cambios que, ineludiblemente, deben afrontarse. Cualquier menosprecio a lo que todo ello puede significar para el devenir universitario, habrá de redundar en graves contracciones no sólo para la universidad, sino fundamentalmente para el país. Particularmente, si ello se realiza con base en el concepto de autonomía universitaria.

No obstante, cualquier vía de análisis pensada o elaborada en términos de estructurar mecanismos que permitan equilibrar el impacto de los cambios por venir, de ser debidamente razonada y concienciada, tendrá la fuerza suficiente para conciliar en lo posible recursos con oportunidades y capacidades con demandas, por cuyas relaciones se pueda garantizar la mayor adecuación entre la funcionalidad de la universidad y las necesidades clamadas por la sociedad.

Todo estas consideraciones si bien dejan ver la intención de reconvertir la estructura funcional académica, en aras de incitar su desempeño como institución a la que “…corresponde colaborar en la orientación de la vida del país mediante su contribución doctrinaria en el esclarecimiento de los problemas nacionales” (Artículo 2º, Ley de Universidades), igualmente revelan la complejidad propia de la institución universitaria en virtud de los desafíos y compromisos que debe encarar a los fines de incitar su renovación, si es que así lo decide la fuerza de su convicción y voluntad. O sencillamente deberá resignarse a seguir acumulando problemas cuyas consecuencias revocarían buena parte del desarrollo logrado con base en el esfuerzo de quienes han entendido los susodichos desmanes y avatares.

Esta situación obliga a superar la incertidumbre en la que la institución se ha visto atrapada por causa de una cuestionada insuficiencia de criterios por los cuales, quienes gobiernan o conducen sus procesos institucionales, equivocaron sus decisiones provocando así un descarrilamiento de propósitos que, en principio, contemplaron la idea de construir una universidad que se distinguiera por su capacidad de tomar parte decidida en la reestructuración de una nueva sociedad. Sin embargo, no fue así. De hecho, muchos de los problemas que atascan la funcionalidad universitaria se explican no sólo en la pérdida de propósitos declarados a instancia de intereses político-partidistas o de coyunturas electorales. También, porque su repercusión ha sido estimulada por carecer de mecanismos formales de aproximación al estudio de situaciones difusas o de situaciones integrales desde donde se manejen posibilidades reales de determinar razones y actuaciones que corrijan los desafueros infringidos lo cual luce como un absurdo realmente potenciado.

No hay razón posible que justifique el carácter paradójico que lleva a sumir la praxis universitaria. Contradicciones por doquier. Desde las confusiones que son provocadas desde ambientes académicos preparados para “viajar” tras la búsqueda de la verdad, hasta el desfase que se incita en la deformada estructura sobre la cual se pretende aludir la relación entre la demanda de soluciones y la oferta académica. Precisamente, como resultado del exiguo conocimiento de aquellos valores que le inspiran razón y dirección a conceptos tan fundamentales como la autonomía universitaria o la libertad académica. Si no es porque, como conceptos, son disociados de su contexto, es porque entonces son manipulados con base en acepciones infundadas. De no invertirse esta tendencia, la universidad podría desfallecer y sus vacíos ser allanados por reticencias y meras especulaciones. Por lo tanto, no hay otro camino que no sea la construcción de una nueva universidad cuyo horizonte sea la excelencia, pero también su suelo y sus raíces.

La fuerza de la autonomía universitaria inspirará nuevas ilusiones desde las cuales la universidad venezolana sabrá consolidarse y arraigarse de manera definitiva en la consciencia de cada ciudadano crítico, creativo y perseverante. Porque al fortalecerse con pie firme en la autonomía, la universidad será como el “árbol del conocimiento” de Pablo Neruda cuando expresaba que la universidad es “para compartir sus frutos y convivir al regazo de su sombra dadora de dignidad, espiritualidad y solidaridad”.

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