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Salus

versão impressa ISSN 1316-7138

Salus vol.15 no.2 Valencia ago. 2011

 

EDITORIAL

¿Qué es el relativismo?

Como suele ocurrir con muchas actitudes culturales consolidadas, ésta tiene un origen filosófico, a partir del cual, por decirlo así, se ha inculturado, configurándose como un modelo de pensar y de vivir muy extendido entre nosotros, casi como un reflejo social condicionado. Mucha gente se reconoce en ella quizá sin proponérselo explícitamente, y sin haber leído autores relativistas, por ósmosis sociocultural.

El asunto es complejo, pero en sus rasgos fundamentales podemos percibir su dimensión y alcance si prestamos atención a la tesis que sería su expresión más prototípica: Todo es relativo. Con esto lo que se quiere decir es que no existe la verdad. Semejante aserción suele hacerse sin caer en la cuenta de lo que ya señaló el gran filósofo alemán del siglo XX Edmundo Husserl: en efecto, quien dice que no existe la verdad, lo que quiere decir es que es verdad que no existe la verdad. Es imposible pensar algo sin pensarlo como verdadero. Y tampoco es posible expresar un pensamiento sin pretenderlo como verdadero, a no ser que se intente engañar. Pero aún en este caso, a quien tal cosa intenta le interesa distinguir la mentira que expresa de la verdad que oculta.

Aristóteles ya dijo, con un sentido común soberano, que las únicas que pueden ser relativistas coherentemente son las plantas, que ni piensan, ni hablan: están calladas. Cualquier forma de pensar, igualmente lo es de asumir un compromiso intelectual con algo que se estima verdadero, al menos más verdadero que su contrario. Y no distinguir una cosa de su contraria, o pretender que dos proposiciones contrarias son igualmente verdaderas, sólo puede hacerse a costa de la lógica. El primer principio fundamental de la lógica –el que los filósofos denominan principio de nocontradicción– postula que es imposible que dos proposiciones contrarias sean simultáneamente verdaderas en el mismo sentido. Y esto es lo que pretende el relativismo tomado en serio.

Esto es lo que a menudo ocurre, por ejemplo, con la idea de progreso. Más de uno entre quienes esto lean recordará que en nuestro país, hace años, un partido político que accedió por primera vez al gobierno, llegó con el lema “por el cambio”, que verdaderamente hizo fortuna en un momento en el que sin duda había mucha gente que esperaba otros aires en política. Es razonable y humana la esperanza en un futuro mejor, pero si no se hace explícito qué es lo que cambia y, sobre todo, respecto de qué, cambiar por cambiar no significa mucho. Es lo mismo que pasa con la idea de progreso. Si alguien dice que es “progresista”, pero no explica por qué es un progreso lo que propone como tal y, en consecuencia, respecto de qué eso que propone resulta ser un efectivo progreso, entonces está haciendo un uso completamente demagógico de la palabra progreso: no está diciendo nada significativo. No son pocos quienes, sin pararse a pensar, sencillamente se quedan con la etiqueta del progreso, la evolución –que igualmente resultó ser una etiqueta muy presentable hace algo más de un siglo–, el cambio, etc. Sustituir los argumentos por etiquetas excusa a muchos de pensar, pero conduce a un estado lamentable de desnutrición intelectual.

Da la impresión de que algo parecido ocurre con el relativismo. Si se dice que todo es relativo pero no a qué es relativo todo, y si tal todo significa eso, todo, entonces habrá que concluir que también es relativo que todo sea relativo. Mas esto sólo puede tener un sentido completo desde otra afirmación, lógicamente anterior, según la cual es relativo que sea relativo que todo es relativo… a no se sabe qué. Estamos, así, en un processus in infinitum hacia algo que realmente no es ningún término de referencia –por definición, si es infinito, no lo hay– y, por tanto, estamos diciendo una frase que nunca termina de ser dicha (y que, en cuanto tal, nunca termina por significar nada).

El concepto de democracia parece estar unido con el relativismo, que se presenta como la verdadera garantía de la libertad. Por lo tanto no puede admitir, para que sea un relativismo democrático, los valores trascendentales no caben, una democracia vacía necesita hombres sin convicciones, seres ágiles, ligeros, liberados de todo valor moral y sin ningún escrúpulo. [...] El demócrata no debe creer en nada. Debe ser desconfiado, incrédulo, indiferente, desinteresado y frío. Es necesario creer firmemente en la necesidad de no creer en nada. He ahí el superficial imperativo democrático . En la democracia vacía no tienen cabida los valores absolutos o trascendentales, las convicciones firmes y los principios indomables. El único valor incuestionable es el bienestar. Renuncia a comprometerse con la dignidad del hombre y los derechos humanos. La más alta garantía democrática es la frivolidad. Hay que renunciar a los principios, vivir superficialmente ya que tomarse algo en serio significaría creer en ello, y la creencia es intolerancia potencial, es decir, antidemocrática.

El paradigma ético de la democracia vacía sanciona la fluctuación como base de la vida. Esa actitud desconoce el significado genuino de la perspectiva ética, sin la que el discurso moral se convierte en retórica insustancial. Cuando se cree exclusivamente en el éxito, el dinero, la fama, el poder o el goce, los principios morales tienden a separarse del principio que los fundamenta. Dejan de ser valores absolutos y se convierten en estrategias de acción acomodadas a las circunstancias.

Suele decirse irónicamente que la democracia es el sistema menos malo de gobierno, ésta puede y debe llegar a ser la mejor forma de gobierno, en el que de algún modo participen todos los ciudadanos, fundados en unas cuantas verdades que no son relativas, sino absolutas; de lo contrario no cabría hablar de "demo-cracia". Los valores absolutos que necesariamente han de reconocerse como fundamento pueden reducirse a los siguientes:1) la dignidad inviolable de la persona humana como tal –en singular y en cualquier situación en que se encuentre; 2) el valor de la libertad, inherente a la persona humana como tal; 3) la existencia de la verdad; 4) la capacidad de conocer la verdad; 5) la limitación de la persona singular en el conocimiento de la verdad; la persona puede conocer la verdad, aunque parcialmente; 6) la capacidad de comunicar la verdad conocida y compartirla; 7) la posibilidad y necesidad de dialogar sobre la verdad práctica: el bien común a realizar; 8) la posibilidad de gobernar arbitrando medios que no ofendan a quienes, sin compartir nuestras ideas, compartan los supuestos anteriores y sus consecuencias fundamentales (Derechos humanos firmados por muchos países en la ONU).

Estas pocas verdades o valores son asequibles a todos; son valores absolutos y suficientes para fundar un régimen democrático en el que cabemos todos. Otra cosa es que lo que nos quieran vender unos cuantos sea una democracia aparente, demagógica, en la que cabe un solo partido con una ideología determinada y excluyente; lo cual equivale a fanatismo (tipo de mesianismo en el que todo vale). Sin valores absolutos, no hay siquiera valor para defender la democracia. El utilitarismo es la alternativa: utiliza a la persona, la cosifica, la sacrifica en aras del dios Estado.

Creemos firmemente que uno de los problemas de fondo del mundo contemporáneo es el relativismo moral, donde el mundo se está dividido en dos campos: los que creen que todo es relativo y los que creen que no todo es relativo, sino que existen unos principios morales objetivos, universales y absolutos. En la práctica, las personas que se suscriben a una u otra clasificación lo hacen por motivos principalmente políticos, más que éticos. Y lo político, no toca el fondo del problema, que es de índole moral, ya que la crisis actual es de valores y los valores deben ser el fundamento de todo actuar humano.

El relativista confunde el deber de respetar a la persona que opina y su derecho a opinar con el deber de respetar toda opinión. Todos tenemos el deber de respetar a los demás y también su derecho a opinar. Pero no tenemos por qué respetar todas las opiniones o, dicho de un modo más adecuado y respetuoso, no tenemos por qué aceptar todas las opiniones, por el simple hecho de que no todas las opiniones son válidas. Incluso, tenemos el deber, de refutar las opiniones falsas y dañinas.

Marisol García de Yegüez

Dpto. Clínico Integral del Sur Escuela de Medicina Valencia Facultad de Ciencias de la Salud mgarcia2@uc.edu.ve