INTRODUCCIÓN
Luego de un convulsionado periodo de crisis política en el Ecuador y en medio del contexto geopolítico internacional de la Guerra Fría que, en Latinoamérica, se manifestó en la contención de la influencia del comunismo y la estrategia interamericana para evitar que el ejemplo de la Revolución Cubana (1959) se expandiera por los demás países de la región. En Ecuador, se llevó a cabo el derrocamiento del presidente Carlos Julio Arosemena Monroy, dando lugar a restablecimiento de una Junta Militar de Gobierno. Entre las políticas destacadas de esta Junta se encuentran la adopción de una nueva doctrina de seguridad del Estado plasmada en la Ley de Seguridad Nacional, así como la promulgación de la Ley de Reforma Agraria y Colonización. Dicha ley se diseñó a la medida de lo propuesto por la cooperación interamericana y la Alianza para el Progreso y tendió a transformar la tenencia de la tierra y modernizar las relaciones sociales de creación en el agro, con miras a impulsar el desarrollo nacional y contener las demandas de transformación más profunda impulsadas desde hace algunos años por los sectores campesinos, indígenas y sindicalistas.
El presente ensayo se propone analizar la reforma agraria implementada por las dictaduras militares desde 1963 hasta el “retorno a la democracia”, así como identificar cómo contribuyó a transformar las relaciones Estado-sociedad civil y las transformaciones concretas que supuso en la posesión de la tierra, así como en la modernización de las relaciones sociales de producción en el campo. Se propone como pregunta de investigación principal: ¿Qué impacto tuvo la reforma agraria en las transformaciones del Estado ecuatoriano desde la década de 1960? Se propone también tres preguntas de investigación subsidiarias: ¿En qué contexto se produce el establecimiento de la dictadura militar de los años 1963-1967 y la emisión de la Ley de Reforma Agraria y Colonización de 1964? ¿Cuáles fueron las particularidades de la reforma agraria en Ecuador a partir de 1960? ¿Cómo contribuyó la ley de reforma agraria en las comunidades indígenas?
METODOLOGÍA
El presente estudio se fundamenta en la metodología de investigación cualitativa, con un enfoque centrado en la dimensión histórica, explorando el comportamiento de los gobiernos militares en Ecuador durante las décadas del siglo XX. La elección de los textos claves, particularmente aquellos relacionados con la Junta Militar de 1964 y la Reforma Agraria, fue esencial para comprender la amplitud del tema desde el inicio de la investigación.
Las lecturas que más enriquecieron mi comprensión del tema incluyen las obras de Ibarra (2016), Abad (2016), Bretón (2008) y Moncada (2010). Estos autores proporcionaron perspectivas valiosas que contribuyeron significativamente al marco conceptual del estudio.
El proceso de revisión de archivos se llevó a cabo en las prestigiosas bibliotecas de Ecuador, como: Flacso-Ecuador; la Universidad Andina Simón Bolívar; La Casa de la Cultura Ecuatoriana y la Curia de Riobamba. Estos espacios no solo facilitaron el acceso a recursos documentales, sino que también propiciaron el diálogo, el análisis y la discusión, permitiéndome finalizar la investigación con una satisfacción integral respecto a los objetivos planteados.
RESULTADOS
Junta Militar 1963-1966, y la Ley de Reforma Agraria
El establecimiento de la Junta Militar en 1963 y la posterior promulgación de la Ley de Reforma Agraria y Colonización (1964) se producen en medio de un agitado contexto marcado por dinámicas internacionales y domésticas.
En el plano internacional, un elemento a destacar era la oposición entre los Estados Unidos y la Unión Soviética en la denominada Guerra Fría y que significó que los Estados Unidos buscara contener la influencia y el avance del comunismo en América Latina (considerada como su esfera de influencia directa) mediante un conjunto de políticas y programas. La necesidad de evitar el avance del comunismo en la región era compartida por las élites nacionales de los países latinoamericanos, más aún luego de la victoria de la Revolución Cubana en 1959.
Como señala Hernán Ibarra (2016), las élites locales experimentaban temor ante la propagación de modelos comunistas de transformación política, particularmente preocupadas por las movilizaciones campesinas que ejercían presión para lograr cambios significativos en la propiedad de la tierra. En este sentido, “[…] las reformas agrarias surgían como una manera de neutralizar las amenazas de movilizaciones campesinas” (Ibarra 2016, 21).
Simultáneamente, desde una perspectiva desarrollista, se argumentaba la imperiosa necesidad de reconfigurar la estructura de la tenencia de la tierra para fomentar la superación de obstáculos que limitaban el adelanto rural y el progreso económico en las naciones latinoamericanas. Estos obstáculos incluían la marcada concentración de tierras heredada de la época colonial y la persistencia de modalidades laborales precapitalistas.
En este sentido, desde corporaciones de las Naciones Unidas, entre ellas la Comisión Económica para América Latina (CEPAL)1, la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO), se venía planteando desde los años 1950 la necesidad de la reforma agraria para lograr el progreso financiero de los países de la región. El cambio agrario, señala Ibarra, “era concebido como parte de una modernización que permitiría fortalecer la producción agrícola junto a la difusión de paquetes tecnológicos”, siguiendo la línea de la “revolución verde”, dicho propósito se planteaba llevar a cabo modificaciones en la estructura de la propiedad agrícola, “pero basados en negociaciones” (Ibarra 2016, 22).
Así, “se buscaba que los gobiernos emprendieran reformas agrarias consensuadas y planificadas, mitigando las situaciones conflictivas” (Ibarra citando a Dorner 2016, 22), lo cual implicaba generar un marco vigente y corporativa para llevar sistemáticamente la reestructuración de las relaciones de pertenencia de la tierra fértil. Se proponía, entonces, afectar a las propiedades latifundistas, de manera rápida y masiva, y fortalecer, simultáneamente, se dirigía a los estratos campesinos y a las modalidades asociativas de gestión (Ibarra 2016).
Otro elemento para considerar en el plano internacional y regional era la llegada al poder por parte de los revolucionarios cubanos en 1959, quienes establecieron un gobierno inspirado por ideas marxistas-leninistas y establecieron relaciones de cooperación con la Unión Soviética, ejecutando una radical reforma agraria en la isla. Frente a esta “materialización de la amenaza comunista” en la región, se estableció en Punta del Este (Uruguay) un documento programático tendiente a frenar la propagación de la influencia comunista en la región. El documento, conocido como la Carta de Punta del Este, establecía un esquema de contribución interamericana conocido como la Alianza para el Progreso, liderado por los Estados Unidos, y definía, entre otras reformas sociales, la urgencia de emprender “reforma agraria integral” en toda la región (Gondard y Mazurek 2001; Abad 2016).
Así, se sucedieron desde entonces una serie de procesos de reforma agraria -con ciertas particularidades en cada país- en Colombia (1961), Chile (1962 y 1967), Perú (1963 y 1964) y Ecuador (1964). Todas estas leyes de reforma agraria, dice Ibarra, “tenían en común una intervención estatal en la supresión de las relaciones de trabajo precapitalistas y una afectación parcial a la estructura de la propiedad” de la tierra (Ibarra citando en Grindle 2016, 23).
En este sentido, Patricio Moncayo (2010) señala que “para Estados Unidos era vital disputarle a Cuba su condición de ejemplo a seguir por los países de América Latina”, por lo que la Alianza para el Progreso se constituyó como un evento desarrollista que permitiera “detener el contagio del ejemplo cubano”. En este escenario, según Moncayo, administraciones como las de Velasco Ibarra y posteriormente la de Arosemena Monroy, catalogadas como populistas y mostrando reluctancia a cortar vínculos con el gobierno revolucionario cubano, según Moncayo: “no garantizaban a Estados Unidos que pudiera avanzar en ese objetivo” (Moncayo 2010, 14).
El establecimiento de la Junta Militar en 1963 se inscribe también en una ola de golpes militares que se produjeron en la región entre 1960 y 1980 (Duque 2019; Moncayo 2010). Según Duque Daza (2019), durante dicho periodo hubo 21 golpes militares en 8 países sudamericanos; fenómeno del que sólo se encontraron exentos Colombia y Venezuela (Duque 2019). En los 8 (Brasil, Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Ecuador y Perú) países aludidos por el autor, “hubo golpes militares recurrentes y reiterados”, los cuales se explican, según Duque, por la confluencia de tres factores: un deterioro institucional e inestabilidad sociopolítica de alta densidad; la intervención de los militares en la esfera política de estos países se vio favorecida por la disposición, motivación e interés de las fuerzas armadas, respaldadas además por un contexto internacional en el que los Estados Unidos mostraban influencia y disposición para respaldar o incluso favorecer golpes de Estado (Duque 2019).
Según Felipe Victoriano (2010), toda América Latina perduró, en transcurso de los años 1960 y 1970, un proceso de militarización sistemático y estratégico que utilizó la forma del golpe de Estado como acto político de expresión. Para este autor, la captura del poder estatal por parte de los establecimientos de defensa nacional durante ese periodo los constituyó, “no sólo en actores fundamentales del proceso de cambio que sufrió el continente, sino en garantes del curso irreversible” de este proceso (Victoriano 2010).
Duque (2019) explica que, para que se produjeran los golpes de Estados por parte de las fuerzas militares en los países sudamericanos, era necesario que existiera “la disposición de los militares a intervenir en la esfera política y a asumir la conducción política” de sus países. Esta disposición resultaría de algunos factores como “sus actitudes e ideología, su formación profesional y sus motivaciones”. La decisión de tomar el poder estatal surge también de las evaluaciones tácticas de la coyuntura nacional y de la identificación de una amenaza real al orden social y al status quo. Comenta también que, durante ese periodo, la formación de los altos oficiales de los países latinoamericanos fue muy similar, dándose en centros militares extranjeros como la Academia de Guerra del Caribe, rebautizada en 1962 como Escuela de las Américas del Ejército de los Estados Unidos (Duque 2019).
Así, este autor enfatiza que un análisis de los golpes militares producidos en Sudamérica entre 1960 y 1980 no puede excluir la variable externa del dominio de los Estados Unidos en la región, y que “hasta muy entrada la década de los ochenta, [este país] apoyó, impulsó e, incluso, financió, golpes militares en el continente, tanto por intereses geoestratégicos como por beneficios económicos” (Duque 2019). En este contexto, dice, la doctrina de la seguridad nacional se utilizó como un medio para causar un consenso al interior de las fuerzas militares sobre la necesidad de hacer frente a la “amenaza interna” que representaban los movimientos insurgentes de inspiración marxista e influidos por la Revolución Cubana y, así, avanzar hacia la militarización de los Estados sudamericanos (Duque citando a Rouquie 2019).
En este sentido, César Montúfar (2022) afirma que, desde la década de los sesenta, las intervenciones militares en América Latina tenían “objetivos permanentes, con planes de carácter global que contenían programas políticos de largo plazo, orientados a reemplazar […]el viejo orden”. Añade que el objetivo era llevar a cabo una revolución burguesa retrasada y desde arriba, como mecanismo para evitar la ocurrencia de posibles revoluciones desde abajo (Montúfar citando a Costa Pinto 2022, 64-65).
En este contexto, a inicios de los años 1960, “distintos factores del campo de fuerzas [en Ecuador] presionaban, ya no sólo por un cambio de gobierno, sino un cambio de Estado”. Montúfar añade que los gobiernos de Velasco Ibarra y Arosemena Monroy “se mostraron incompetentes para procesar los graves conflictos y disputas (…) [resultantes] de la crisis del sistema de hacienda, del fin del boom bananero, la irrupción de la política de masas y el nuevo entorno geopolítico hemisférico” (Montúfar 2022, 52). En este contexto, tiene lugar el derrocamiento del presidente Carlos Arosemena Monroy y la instauración de la Junta Militar de Gobierno el 11 de julio de 1963.
Características y efectos de la Reforma Agraria en Ecuador
Asumida el poder, la Junta Militar “adoptó gran parte de la agenda de reformas económicas y sociales promovidas por el gobierno de Estados Unidos y la OEA, acordadas por los países latinoamericanos en el Acta de Bogotá de 1960 y en la reunión de presidentes de la OEA en Punta del Este de 1961” (Montúfar 2022). El primer gabinete de la Junta Militar “fue el resultado de una alianza entre placismo y poncismo”. El a la placista del gabinete ocupaba los ministerios de Relaciones Exteriores, Educación, Fomento y Finanzas, mientras que el ala poncista, con un ministro, ocupaba la cartera de Economía. Más allá de la mencionada alianza y por encima de ella, el gobierno militar implementó una política reformista fundamentada en el Plan Decenal de Desarrollo, elaborado por la Junta Nacional de Planificación. Dentro de este plan, la reforma agraria se destacaba como "la acción estratégica por excelencia", al facilitar una modificación en la estructura de la tenencia de la tierra con el objetivo de fomentar el desarrollo nacional. (Abad 2017).
Además, de la reforma agraria, cuyo marco legal e institucional se estableció en la Ley de Reforma Agraria y Colonización, promulgada el 11 de julio de 1964, la Junta Militar impulsó diversas reformas y leyes de gran envergadura. Entre ellas se incluyen la Ley de Carrera Administrativa, la creación de la Comisión de Valores-Corporación Financiera Nacional, y la promulgación de la Ley de Seguridad Nacional. Asimismo, se intentaron implementar dos medidas fiscales, a saber, la centralización de los recursos públicos y el establecimiento de un nuevo arancel de aduanas. No obstante, estas últimas no fueron llevadas a cabo debido a la oposición política que generaron, como se menciona en el trabajo de Abad (2017). En medio de todas estas políticas reformistas, señala Montúfar, “dos fueron las piezas clave de la nueva estructura normativa” del Estado ecuatoriano durante el primer gobierno militar (1963-1967). La Ley de Reforma Agraria y la Ley de Seguridad Nacional (Montúfar 2022).
El segundo gobierno militar en el Ecuador (1972-1979) se inicia el 16 de febrero de 1972, tras poner fin a la dictadura civil de Velasco Ibarra. Asumió la presidencia el Gral. Guillermo Rodríguez Lara. Con anterioridad, un conjunto de oficiales de las fuerzas armadas y civiles se congregaron en la Academia de Guerra Naval con el propósito de confeccionar un programa gubernamental, identificado como el "Plan de Acción del Gobierno Militar" (Montúfar, citando a García 2022, p. 77).
Montúfar (2022) señala que, previo al establecimiento del gobierno militar, se había intensificado la disputa por la distribución de los ingresos petroleros, de manera que este tema, junto con el del control de la industria petrolera por parte del Estado, se habían convertido en los temas políticos y sociales cruciales. Paralelamente, se había producido una intensificación de la polarización política y de la movilización social, en medio del ascenso del líder populista Assad Bucaram, representante de la denominada Concentración de Fuerzas Populares (CFP) (Montúfar 2022).
El gobierno militar encabezado por Guillermo Rodríguez Lara se autodefinió como “revolucionario y nacionalista, popular, anti-feudal y anti-oligárquico”. Este gobierno se propuso dar al Estado un papel protagonista en la planificación y funcionamiento de capital y del desarrollo nacional por medio de “la inversión pública, el establecimiento de un amplio espectro de empresas estatales y políticas de incentivo y transmisión de recursos al sector privado”, así como a través del control y administración directa de los recursos naturales del país y de la inversión extranjera directa (Montúfar 2022).
El gobierno de Rodríguez Lara logró llevar a cabo su proceso de transformación social gracias a la ejecución de medidas previamente instauradas por el gobierno de Velasco Ibarra. Entre estas iniciativas destacan la creación del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, la promulgación de la Ley de Hidrocarburos y legislaciones orientadas a erradicar la precariedad en el sector agrícola. Para llevar a cabo su programa de gobierno, la administración de Rodríguez Lara se centró en tres políticas principales: el Plan Nacional de Desarrollo, la segunda Ley de Reforma Agraria y Colonización, así como la política petrolera (Montúfar, 2022).
Previa a la implementación de la reforma agraria en Ecuador, el sistema de posesión de tierras: “expresaba con extraordinario rigor la perpetuación de formas de producción y modalidades de relación social altamente anacrónicas y opuestas a los ideales de una sociedad moderna”. En 1954, 1.369 unidades agrícolas -el 0,4% del total- concentraban el 45,1% de la superficie cultivable, mientras que más de 250.000 unidades agrícolas -el 73,1%- utilizaban el 7,2% de la superficie (Jordán 2003; Abad 2016). De este modo: “la elevada concentración de la tierra en manos reducidas constituía la piedra angular de un sistema institucional que generaba una desigualdad extrema en la distribución del ingreso”. En este contexto, el latifundio ostentaba un poder considerable tanto en el mercado laboral como en el mercado de tierras (Jordán, 2003).
Abad (2016) expone que los manejos reformistas en torno a la tenencia de la tierra -tanto la intentada durante el gobierno Carlos Julio Arosemena, como la efectivamente implementada por la Junta Militar de 1963- obedecían a dos causas principales. La primera concernía a la imperativa tarea de mitigar los flujos migratorios de la mano de obra proveniente de la región serrana hacia la costa ecuatoriana, particularmente hacia la ciudad de Guayaquil, que, para el año 1962, había dado lugar a la formación de una población marginal que constituía el 75% de la totalidad de la población de la ciudad. La segunda se fundamentaba en "la necesidad del sector exportador de buscar posibilidades de inversión fuera de la agricultura" (Abad, 2016, p. 96).
Gondard y Mazurek (2001) señalan que las políticas de reforma agraria y colonización han buscado el propósito de "incorporar al campesinado marginado a la sociedad nacional y articular extensas zonas 'vacías' al territorio nacional". Se partía de la premisa de la existencia de tierras con una alta densidad demográfica, adyacentes a extensas propiedades, a menudo con niveles de productividad limitados, así como otras áreas consideradas "baldías" que requerían ser colonizadas. Este planteamiento motivó la formulación y aplicación de diversas leyes de reforma agraria y colonización en Ecuador entre 1960 y 1980.
En 1964, la Junta Militar de Gobierno, instaurada en julio de 1963, emite la primera Ley de Reforma Agraria y Colonización, junto con la Ley de Tierras Baldías y Colonización, y establece el Instituto Ecuatoriano de Reforma Agraria y Colonización (IERAC). Durante los mandatos civiles de Clemente Yerovi y Otto Arosemena Gómez, que sucedieron a la Junta Militar después de 1966, no se realizaron alteraciones sustanciales a estas leyes. No obstante, durante el último gobierno de José María Velasco Ibarra (1968-1972), se introdujeron algunas modificaciones a la Ley de Reforma Agraria y Colonización y se promulgó la Ley de Abolición del Trabajo Precario en la Agricultura (1970).
Posteriormente, durante el Gobierno Nacionalista Revolucionario del Gral. Guillermo Rodríguez Lara (1972-1976), se promulga la segunda Ley de Reforma Agraria y Colonización, “destacando su énfasis en los problemas agrarios de la costa, no limitándose exclusivamente a los de la Sierra”. Tras un nuevo golpe militar que llevó al poder al Consejo Superior de Gobierno conformado por representantes de las tres ramas de las fuerzas armadas (1976-1979), se emite una versión actualizada de la Ley de Reforma Agraria y Colonización en julio de 1979, apenas un mes antes de ceder el poder a las autoridades civiles. Esta ley, que resultó ser la última en materia de reforma agraria y colonización, fue derogada y sustituida en 1994 por la Ley de Desarrollo Agrario (Gondard y Mazurek, 2001).
En relación con los resultados derivados de la implementación de las leyes de reforma agraria entre 1964 y 1992, Gondard y Mazurek (2001) han identificado tres fases significativas en cuanto a la extensión de tierras legalizadas, con un promedio anual de 31,100 hectáreas para todo el período. Durante la primera fase, que abarcó desde 1964 hasta 1974, se observa un promedio anual de 23,500 hectáreas legalizadas. En la segunda fase, que transcurrió entre 1975 y 1980, este promedio aumentó significativamente a 63,000 hectáreas por año. Por último, en la tercera fase, que comprende el período de 1981 a 1992, el promedio anual de hectáreas legalizadas disminuyó a 24,100.
En otras palabras, se destaca que la etapa más intensiva en la legalización de tierras como resultado de la aplicación de la Ley de Reforma Agraria y Colonización tuvo lugar entre 1975 y 1980. Este período coincidió con los gobiernos militares de Rodríguez Lara y del Consejo Superior de Gobierno que le sucedió, según señalan Gondard y Mazurek en su estudio de 2001.
Los mismos autores señalan que, “mientras la reforma agraria tuvo impacto en la Sierra y la Costa, la colonización consistió en un avance de la frontera interna exclusivamente en las tierras bajas” de la Amazonía y de la cordillera noroccidental. Por otra parte, afirman que “la invasión de predios y la migración hacia la Amazonía o hacia el noroccidente se habrían producido con o sin [ley de] reforma agraria y colonización”, como efecto de los procesos y canjes económicos que acontecían en el país. De todas maneras, el IERAC cumplió un papel importante, “acompañando la migración hacia tierras nuevas y entregando títulos de propiedad a los que las cultivaban” (Gondard y Mazurek 2001).
Hernán Ibarra (2016) hace referencia a la propuesta de Antonio García, quien plantea la existencia de tres modelos de reforma agraria: estructural, convencional y marginal (según Ibarra citando a García en 2016). Ibarra explica que cada uno de estos modelos puede ser caracterizado por su capacidad para incidir en las estructuras de propiedad y las dinámicas de poder.
En el primer modelo, la reforma agraria estructural, se produce una alteración significativa en las estructuras de propiedad de la tierra, con una transformación notoria de las relaciones de poder tanto en el ámbito agrario como en el estatal. Este tipo de reforma agraria se ilustra en los procesos revolucionarios de México, Bolivia, Cuba y Perú (con la reforma agraria de Velasco Alvarado).
Por otro lado, el segundo modelo, la reforma agraria convencional, se lleva a cabo en entornos políticos reformistas, donde existe un sistema de partidos consolidado y se llevan a cabo amplias negociaciones entre el Estado y los propietarios. El caso ejemplar de este modelo sería el implementado en Chile.
Finalmente, el tercer modelo, la reforma agraria marginal, se define por la capacidad de las clases propietarias para dirigir los procesos de manera que apenas afecten la estructura de la propiedad. La reforma agraria en Ecuador se enmarcaría en este modelo, al igual que la mayoría de los países de América Latina, según la exposición de Ibarra basada en las ideas de García (2016, p. 25).
Jordán (2003) afirma que la reforma agraria iniciada en 1964 “no se propuso pulverizar la propiedad de la tierra, [sino que] buscó la creación de unidades productivas de tamaño adecuado que permitieran una eficiente combinación de los factores productivos” (2003, p. 23). Asimismo, es importante destacar que la reforma se planteó con el objetivo de salvaguardar a las haciendas altamente productivas, dirigiendo las posibles repercusiones hacia las unidades con ausentismo o baja productividad, así como hacia las haciendas públicas. Además, se contempla que la Ley de Reforma Agraria aprobada en 1973 fue notablemente más radical, especialmente porque “requería la explotación eficiente de más del 80 por ciento del predio como condición para no ser sujeto de afectación” y porque exigía que el predio mantuviera un cierto nivel de productividad. Asimismo, la ley de 1973 incluía como causas para la expropiación la presencia de relaciones no salariales y la presión demográfica, lo que resultó en una significativa agilización e incremento de los procesos de distribución de tierra”. Añade que la ley de 1973, a diferencia de la de 1964, “tenía una conceptualización más amplia de lo que significa reforma agraria”, concibiéndola a modo “un proceso mediante el cual se opera una redistribución de la propiedad y del ingreso que permite eliminar el latifundio, integrar el minifundio, destruir la rígida estratificación social e incorporar al proceso de desarrollo a los campesinos marginados, lo cual requiere no sólo de la redistribución de tierra sino también de crédito, asistencia técnica, comercialización y organización campesina” (Jordán 2003).
En lo que respecta a los resultados de la reforma agraria en Ecuador durante el periodo 1964-1992, según Jordán (2003), se plantea que, “a pesar de sus objetivos, la reforma agraria en Ecuador fue limitada y concedió un amplio margen de salvaguardas a diversos sectores terratenientes”. Pese a esto, considera que la reforma agraria transformó significativamente la estructura agraria y dio surgimiento a nuevos actores económicos y políticos. Añade, además, que la reforma agraria podría haber alcanzado mayores niveles de radicalidad si hubiera existido un movimiento indígena de carácter nacional que presionara de manera uniforme por demandas más amplias que la simple [eliminación] del huasipungo, según señala Jordán (2003).
El mismo autor plantea que la estructura agraria del Ecuador podría haber cambiado más radicalmente si la política de adjudicación de tierras hubiera estado suficientemente apoyada por otras políticas complementarias, como asistencia técnica y canalización de crédito hacia los nuevos propietarios y productores rurales (Jordán 2003). Pero, es triste y preocupante que el estado ecuatoriano haya abandonado a los agricultores, a pesar de ser conscientes de que las tierras que repartieron eran infértiles. Este abandono ha llevado a una situación en la que muchos indígenas se han visto obligados a migrar a las grandes ciudades del país.2
Finalmente, destaca que la reforma agraria implementada en Ecuador durante las décadas de 1960 y 1970 generó 'tres efectos contradictorios'. En primer lugar, consolidó y otorgó viabilidad a un sector de empresarios modernos en el ámbito agrícola, respaldados significativamente con tecnología y crédito. En segundo lugar, amplió el sector minifundiario y dio origen a un estrato de capas medias en el ámbito agrícola, que incluyó a la agricultura familiar con niveles sustanciales de capitalización. En tercer lugar, hizo que el sector latifundista tradicional de la Sierra perdiera importancia en la estructura agraria nacional. Por otro lado, la reforma agraria también propició transformaciones en la esfera ocupacional de la población rural, generando una notoria diversificación, y donde “los campesinos más pobres han optado por vincularse a actividades no agrícolas”. En este sentido, Jordán considera que, “si bien la supresión de las relaciones precapitalistas de producción ha sido el cambio social más importante en la estructura agraria, el proceso de modernización empresarial [en el agro] ha sido de carácter protegido y de tipo extensivo, con retraso tecnológico y de baja competitividad”, lo cual se manifiesta “en la evaluación de los rendimientos en los cultivos, [así] como en la capacidad de generación de empleo” (Jordán 2003).
Transformación del Estado ecuatoriano
En términos de la formación social ecuatoriana, Gondard y Mazurek (2001) plantean que, “durante los 30 años que transcurrieron desde la promoción de la primera Ley de Reforma Agraria de 1964, la fisonomía del Ecuador y su realidad interna cambiaron sustancialmente”. En este periodo, la estructura del país transitó de ser predominantemente rural a ser mayoritariamente urbana; pasó también de ser un país con una economía basada en la exportación de productos agrícolas (cacao, café, banano) a un país con una economía basada en la explotación petrolera. Por otro lado, consideran que las leyes de reforma agraria y colonización promulgadas durante ese periodo no provocaron esos cambios, aunque sí los acompañaron (Gondard y Mazurek 2001).
Desde la perspectiva política, la reforma agraria implicó 'la liquidación de las formas señoriales de dominación de la tierra', inaugurando un nuevo escenario en la correlación de fuerzas entre los sectores terratenientes y los campesino-indígenas. Paralelamente, como consecuencia de la reforma agraria, a partir de 1977, la cuestión agraria dejó de ser central como 'cuestión social'. Las demandas de precios justos, acceso a crédito y, sobre todo, la exoneración de impuestos, reemplazaron el carácter 'social' que había definido la reforma agraria iniciada en 1964, según Jordán (2003).
Por su parte, Montúfar (2022) plantea que: “la expansión de la intervención económica del Estado, [por medio de la] política agraria, industrial, cambiaria, arancelaria, tributaria y crediticia, consolidó un régimen redistributivo basado en la disputa de un amplio menú de rentas públicas”, con lo cual el Estado ecuatoriano pasó a tener un carácter rentista. En este sentido, agrega Montúfar, “la generación y apropiación de dichas rentas estructuró el campo de fuerzas económico, manifestando un claro sesgo a favor de las élites, siendo los sectores financieros, las industrias de capital intensivo y otros sectores económicos modernos, los principales beneficiarios, junto al propio Estado, sus empresas públicas, la burocracia estatal y las Fuerzas Armadas”. (2022, 96) Al mismo tiempo, las rentas estatales no fueron apropiadas únicamente por las élites, sino que fueron canalizadas hacia diferentes políticas redistributivas, como la extensión de servicios públicos, políticas sociales, la reforma agraria, etc. Es decir, se consolidaría una forma de rentismo pluralista.
Por otro lado, Montúfar (2022) destaca que, con la instauración de la Junta Militar de Gobierno en julio de 1963, se inauguró un periodo de excepcionalidad político-jurídica que reconfiguró la relación entre el Estado y la sociedad civil, otorgando a las fuerzas armadas un papel protagónico en la vida política del país. Estos cambios, según el autor, han influido de manera sorprendente, contrariamente a las expectativas iniciales, en la ausencia de profundas crisis políticas e institucionales en Ecuador durante los últimos cincuenta años. Este periodo de estabilidad institucional y política se ha mantenido incluso sin recurrir a los niveles de violencia observados en otros países de la región que estuvieron bajo regímenes de dictaduras militares.
Montúfar (2022) explica que, una vez en el poder, la Junta Militar “adoptó las acciones necesarias para crear el espacio de excepcionalidad político-jurídica que se requería para tomar total control del país y derribar la estructura normativa vigente” previamente. Añade que, en su primer comunicado, “la Junta Militar situó un escenario nacional amenazado por una supuesta ‘ola terrorista y subversiva’ […] (2022, 55), [con lo cual se buscaba no sólo] justificar la intervención militar, sino poner en marcha la militarización del país” (Montúfar 2022). Se declaró la ley marcial en todo el territorio nacional e inició una política represiva que incluyó la proscripción de organizaciones políticas de izquierda, así como una serie de detenciones y allanamientos, marcando así claramente las reglas del juego bajo el gobierno militar y la disolución del Estado legislativo vigente hasta el derrocamiento del presidente Carlos Arosemena Monroy (Montúfar 2022).
El mismo autor añade que el gobierno militar “se propuso organizar el Estado a partir de ´objetivos nacionales’, [tales como] promover la industrialización, distribuir directamente la tierra y eliminar el precarismo; modernizar el sector agrícola; controlar coercitivamente a la sociedad en función de la seguridad nacional”. En este propósito jugó aspecto esencial la promulgación de las leyes de Reforma Agraria y Colonización y la Ley de Seguridad Nacional, como “pilares de la nueva estructura normativa” (Montúfar 2022).
Montúfar señala que la Junta Militar (1963-1966) “provocó una inflexión institucional en el Estado”, caracterizada por la conformación de “núcleos de decisión técnico-militar”, diferentes y en ocasiones enfrentados a las viejas oligarquías, así como por la consolidación de una autonomía incipiente del Estado y su núcleo decisional respecto de los actores dominantes del campo de fuerzas (Montúfar 2022, 65). También identifica efectos significativos en el campo económico y político del país.
En el campo económico, dice Montúfar (2022), el Estado asumió tareas como “la redistribución directa de factores de producción (como la tierra); [la promoción de] la ocupación del territorio [nacional] mediante políticas de colonización; la apropiación estratégica de los recursos naturales como el petróleo; la intervención en el sistema económico a través de la inversión pública y la canalización de recursos al sector privado. Además de ello, el Estado se arrogó la tarea de orientar el sistema económico por medio de la planificación; logró la eliminación de relaciones precapitalistas en el campo y la universalización de una economía de mercado capitalista” (Montúfar 2022).
En el ámbito político, por otro lado, el Estado ecuatoriano operó mediante un excepcionalismo permanente durante los períodos de gobierno militar, adoptando el marco doctrinario de la seguridad nacional. Este enfoque conllevó la supresión de la sociedad política y la implementación de medidas de represión selectiva. Como resultado, se consolidó la institución del tutelaje militar sobre el Estado, evidenciado en el arbitraje de las sucesivas crisis políticas del país por parte del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, según señala Montúfar (2022).
Uno de los vitales efectos de los regímenes militares en Ecuador, según Montúfar (2022), fue la transformación del campo de fuerzas, entendido éste como: “el espacio de tensión y conflicto desde el cual distintos actores y grupos de interés presionan al Estado para que adopte decisiones redistributivas a su favor” (Montúfar 2022). Montúfar explica que:
Los actores que conforman el campo de fuerzas provienen de la sociedad política (Congreso, partidos políticos); del sistema económico (gremios empresariales o empresarios individuales, sindicatos, trabajadores); de la sociedad (movimientos sociales, activistas, ONG); de los medios de comunicación (convencionales y digitales) y de la opinión pública; etc. [También] otros actores del propio Estado actúan dentro del mismo, como son los operadores de justicia; de los organismos de control; los dignatarios de gobiernos seccionales (hoy llamos GAD); la tecnocracia, los servidores públicos, en general. (Montúfar 2022, 28)
En este sentido, el campo de fuerzas en el Ecuador habría sido transformado o restringido como resultado del establecimiento del régimen de excepcionalidad, en tanto un conjunto de actores fueron deslegitimados como “enemigos internos” del Estado y, por tanto, excluidos del campo de fuerzas, donde “sólo operan y tienen reconocimiento los actores a quienes el Estado reconoce legitimidad (Montúfar 2022).
Otra transformación importante habría sido la operada en el núcleo decisional del Estado, categoría que se refiere al ámbito específico de toma de decisiones dentro del Estado y que está conformada por dos instancias: el soberano y la estructura normativa concreta, siendo el soberano el actor decisional principal dentro de un Estado (no necesariamente el pueblo, como se concibe en la teoría liberal del contrato social, sino el actor político que en última instancia puede declarar el Estado de excepción, siguiendo los postulados de Carl Schmitt) y la estructura normativa concreta el conjunto de “normas constitucionales que fijan la organización y principios que guían al Estado” y “normas secundarias con fuerza de ley que definen los contenidos y el sentido de distribución del poder en cuanto al acceso a decisiones del Estado y los recursos del sistema económico” (leyes, decretos, reglamentos) (Montúfar 2022, 27).
En este sentido, la Ley de Seguridad Nacional promulgada por la Junta Militar de 1963-1966 fue una pieza clave para el surgimiento del nuevo tipo de Estado en Ecuador, en tanto, a diferencia de la Ley de Defensa Nacional previamente vigente, incluyó la noción de amenazas y enemigos internos, con lo cual se puso énfasis en el problema de orden interno, acorde con los lineamientos de los Estados Unidos (Montúfar 2022).
Reforma Agraria: comunidades indígenas.
La contribución de la reforma agraria a las comunidades indígenas en Ecuador es un tema complejo y multifacético que involucra factores sociales, económicos y políticos. La reforma agraria en Ecuador tuvo lugar en el período de 1960, y su objetivo principal era redistribuir la tierra de manera más “equitativa” para abordar las diferencias en la tenencia de la tierra y “mejorar” las condiciones de vida de las comunidades campesinas e indígenas.
Algunas formas en que la reforma agraria pudo haber contribuido positivamente a las comunidades indígenas en Ecuador abolición del huasipungo Costales y Peñaherrera (1988). Este texto parece referirse a un proceso en el que se eliminó la forma precaria de vida de los huasipungueros. Los huasipungueros eran campesinos que trabajaban en condiciones precarias en haciendas agrícolas, generalmente en situaciones de servidumbre o dependencia económica. La liquidación de la forma precaria implica poner fin a esas condiciones de vida inestables. A demás, al liquidar la forma precaria al indígena le “asigna otro estado", en una situación diferente, posiblemente proporcionándoles tierras o cambiando su estatus laboral. Esto implica una transformación en la estructura social y económica que afecta directamente a los huasipungueros.
Al referirse a los cambios estructurales indican que no solo se trata de cambios superficiales, sino de transformaciones más profundas en la organización social y económica. Estos cambios tienen un impacto significativo en los estáticos niveles de vida y cultura de los huasipungueros. Estáticos sugiere que los niveles de vida y la cultura de estas personas eran inamovibles o estancados, y la eliminación de la forma precaria y los cambios estructurales podrían estar destinados a mejorar su situación de vida y preservar o transformar su cultura Costales y Peñaherrera (1988).
Al tener acceso a tierras, las comunidades indígenas podrían dedicarse a la agricultura de subsistencia, garantizando así una fuente más segura de alimentos para sus familias y comunidades. La posesión de tierras proporcionó a las comunidades indígenas una base económica más sólida al permitirles participar en la producción agrícola y en actividades económicas relacionadas. Esto podría haber contribuido a la mejora de los ingresos y la autonomía económica de estas comunidades. La reforma agraria también puede haber contribuido al reconocimiento de los haberes de las comunidades indígenas sobre la tierra, lo que es crucial para preservar sus modos de vida tradicionales y sus prácticas culturales.
Más que equitativo, la reforma agraria pudo haber contribuido negativamente, en términos de Stavenhagen la eliminación de huasipungo se sostiene la idea de un conflicto profundo entre la nueva élite, vinculada a la industria modernizada, y la élite habitual, que obtiene su preeminencia a través de la posesión de la tierra. Sin embargo, no existen razones estructurales que impidan la comprensión mutua entre la burguesía nacional y la oligarquía latifundista; por el contrario, se sugiere que ambas clases se complementan mutuamente. Para este entendimiento o reconciliación: “no falta un gobierno burgués o militar conciliador que proporcione a los sectores perjudicarlos amplías recompensas” (Stavenhagen 2010, 159). En los años 60, el gobierno militar tomó la decisión de compensar a los antiguos hacendados mediante la oferta de reinvertir los capitales provenientes de antiguos latifundios en proyectos urbanos rentables. Esta estrategia permitió a los ex hacendados participar en emprendimientos diversos, tales como empresas agrícolas, la siembra de arroz, producto de azúcar, cacao, entre otros: “en definitiva favoreció el impulso del empresariado moderno; y la integración económica con otros países en el marco de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC)” (Paz, J. & Cepeda, M. 2006, 90).
El impulso positivo del proyecto urbano se vio reforzado a partir de la migración y la mano de obra rural, antiguamente conocida como ex-wasipungueros, desde las áreas rurales hacia los entornos urbanos. Esta reubicación estratégica se llevó a cabo aprovechando la disponibilidad de mano de obra a bajo costo. En esa época, este fenómeno era catalogado como migración temporal, y en la actualidad hace referencia a aquellos migrantes que han decidido establecerse de forma permanente en las zonas urbanas (Illicachi 2023).
En definitiva, de acuerdo a los textos analizadas sobre la reforma agraria y la colonización han constituido dos aspectos interrelacionados de una política única. En los dos casos la lucha indígena ha sido permanente. “La atribución de los predios no fue siempre sencilla y no faltaron los actos de violencia, particularmente en el último periodo. Los campesinos, menos activos al principio, lucharon más después para conseguir la redistribución de la tierra” (Gondard y Mazurek 2001, 18).
Según la investigación bibliográfica, se constata que la Junta Militar de 1964 se vio influenciada por la cooperación interamericana y la Alianza para el Progreso, liderada por Estados Unidos, en su esfuerzo por frenar el avance del comunismo en América Latina y siguiendo el ejemplo de Cuba. En cualquier caso, este impacto se reflejó en cambios estructurales en las políticas gubernamentales, la redistribución de tierras y la redefinición de las relaciones entre el Estado y la sociedad civil. Además, se exploraron las consecuencias a largo plazo en la configuración del aparato estatal y su interacción con diversos sectores de la sociedad.
El análisis se adentró en las circunstancias que condujeron a la instauración de la dictadura, los factores que impulsaron la implementación de la reforma agraria en ese contexto específico y cómo estas medidas se vincularon con la estabilidad política y las aspiraciones del gobierno de la época. También se examinaron aspectos como la redistribución de tierras entre los grupos indígenas, las oportunidades y desafíos surgidos a raíz de la reforma, y cómo estas comunidades se adaptaron a los cambios en la posesión de la tierra y en las dinámicas sociales y económicas derivadas de la ejecución de la reforma agraria.
CONCLUSIONES
El periodo que abarcó desde el establecimiento de la Junta Militar de Gobierno en 1963 hasta el retorno a la democracia en 1979 estuvo caracterizado por cambios significativos tanto en la formación social ecuatoriana como en la estructura y naturaleza del Estado. Un elemento clave durante este periodo fue la implementación de la reforma agraria, iniciada con la Ley de Reforma Agraria y Colonización promulgada por la Junta Militar en 1964. Esta medida, influenciada por la cooperación interamericana y la Alianza para el Progreso liderada por Estados Unidos en su intento de contener el avance del comunismo en América Latina, así como por la emulación del modelo cubano.
A pesar de que la reforma agraria puede ser considerada como "marginal" según la tipología presentada por Hernán Ibarra (2016) basándose en Antonio García, generó cambios significativos en la estructura de la tenencia de la tierra, la superación de las formas pre-capitalistas de trabajo en el agro, la activa incorporación del minifundio y una diversificación de la esfera ocupacional de la población rural. No obstante, es importante señalar que, con la implementación de la reforma agraria, la población originaria experimentó marginalización en lugar de obtener beneficios.
La Ley de Reforma Agraria y la Ley de Seguridad Nacional fueron piezas clave de la estructura normativa concreta establecida por los gobiernos militares entre 1963 y 1979 en el marco del periodo de excepcionalismo político-jurídico que les permitió gobernar y organizar el país sin mayor contestación por parte de sectores de la sociedad deslegitimados como posibles amenazas o enemigos internos e implementar su programa desarrollista que terminó asumiendo la forma de un rentismo pluralista una vez que el país entró en la era petrolera.
Además de la transformación de la estructura normativa concreta, el periodo de excepcionalidad político-jurídica (1963-1979) produjo también una transformación y restricción del campo de fuerzas en la política ecuatoriana, al tiempo que consolidaba a los militares (más específicamente al Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas) como actor tutelar y resolutivo de las distintas crisis políticas e institucionales que ha concurrido el país desde la segunda mitad del siglo XX.